Alfred E. van Vogt

La aldea encantada

ALFRED Elton van Vogt es conocido mundialmente por obras como «Slan» (uno de los clásicos universales sobre el tema de los mutantes) y sus dos novelas sobre «El mundo de los no-A», polémicas, discutidas, pero unánimemente aclamadas por todos los lectores. Toda su obra rezuma dos constantes que se hallan presentes en todos los grandes nombres incluidos en este volumen: una sólida base científica en sus temas, una enorme imaginación. La historia del protagonista de este relato, abandonado a su suerte en un mundo hostil, puede parecer fantasiosa en una primera lectura… pero tiene toda la lógica de las obras maestras.

Exploradores de un nuevo mundo fueron denominados, antes de partir rumbo a Marte.

En varias ocasiones, después de que la nave se hubo estrellado contra las arenas de un desierto marciano, matando a todos sus tripulantes excepto -milagrosamente a uno solo, Bill Jenner escupió aquellas palabras al persistente viento, cargado de arena. Se despreciaba por el orgullo experimentado la primera vez que las oyó.

Su furia se iba esfumando a cada milla que avanzaba, y su pesar por la muerte de sus compañeros acabó por transformarse en un dolor físico. Poco a poco se fue dando perfecta cuenta de que había sostenido un falso criterio.

Bill Jenner había calculado mal la velocidad a que viajaba el cohete. Supuso que sólo tendría que caminar trescientas millas para alcanzar el mar polar, de escasa profundidad, que él y sus hombres habían observado desde el espacio durante el descenso. En rigor, la nave había recorrido una distancia inmensamente mayor antes de quedar fuera de control.

Los días pasaban, al parecer tan innumerables como las arenas, calientes y rojas, que le quemaban la piel a través de los jirones de su ropa. Aquel hombrón, con aspecto de espantapájaros, continuaba andando por el infinito y árido desierto sin darse por vencido.

Cuando hubo llegado a la montaña sus alimentos se habían agotado ya y, de sus cuatro bolsas de agua, sólo le quedaba una; pero estaba tan próxima a vaciarse, que se limitaba a mojarse los labios rajados y la lengua inflamada cada vez que la sed se le hacía insoportable.

Jenner había escalado una gran parte de altura antes de reparar en que no se trataba de otra más de las muchas dunas que habían interrumpido su marcha. Hizo una pausa, levantando la mirada hacia la cima, que parecía inalcanzable, y se dio ánimos. Por un brevísimo instante se preguntó a dónde le llevaría su avanzar incesante, al parecer vano, pero continuó ascendiendo y al fin llegó a la cúspide. Desde allí vio, del lado opuesto, una depresión rodeada de montes, tan altos o tal vez más que aquel en que se hallaba. En el fondo del valle se alzaba una aldea.

Podía ver los árboles y el piso de mármol de un patio. Una veintena de edificios se agrupaba en torno a lo que parecía una plaza central. Casi todos eran bajos, pero de entre ellos se alzaban cuatro delgadas torres que parecían llegar al cielo. Brillaban a la luz solar con un lustre marmóreo.

A los oídos de Jenner llegó un silbido, débil pero muy agudo, que pronto subió de volumen; luego descendió gradualmente hasta desaparecer del todo, y no tardó en volver, claro y preciso, pero molesto. A medida que Jenner corría hacia la aldea, el silbido se hacía más perceptible, y él creyó descubrir una nota de algo fantástico y antinatural en aquel sonido.

Caminaba por rocas resbaladizas, y se raspó la piel en una de las caídas. Rodó pendiente abajo hasta casi llegar a la mitad del valle. Los edificios, vistos de cerca, eran mucho más brillantes, y parecían de reciente construcción. Sus paredes destellaban con reflejos. Por todas partes había vegetación. Hierbas de un verde rojizo y árboles de un verde amarillento, cargados de purpurina y frutas rojas.

Impulsado por un hambre voraz, Jenner se aproximó al más cercano de los árboles. De cerca parecía seco y quebradizo. Pero el fruto que arrancó de la rama más baja tenía un aspecto extremadamente jugoso.

Antes de acercárselo a los labios recordó que, durante su entrenamiento, se le había advertido que no probara alimento alguno de Marte sin antes analizarlo químicamente. Pero aquel consejo era inútil para un hombre que no tenía más laboratorio químico que su propio cuerpo.

Sin embargo, la posibilidad del peligro le hizo obrar con cautela. Probó un pedazo del fruto, con mucho cuidado. Tenía un gusto amargo y Jenner lo escupió precipitadamente. El jugo que había quedado entre sus dientes le quemaba las encías. Sintió náuseas. Sus múscuios empezaron a temblar, y tuvo que sentarse en el piso de mármol para no caer sin fuerzas. Después de un rato, que a Jenner le pareció eterno, los temblores empezaron a disminuir, y sus ojos pudieron ver con claridad. Su primera mirada fue para el árbol, y estaba llena de cólera y desprecio.

El dolor desapareció al fin, pero Jenner prefirió continuar descansando. Una brisa suave agitaba las hojas. Los árboles cercanos se unieron al coro, y Jenner reparó en que el aire del valle era apenas un céfiro comparado con el viento huracanado que soplaba en el desierto, al otro lado de los montes.

No había ningún otro sonido ahora. Jenner recordó de pronto el silbido agudo y cambiante que había percibido poco antes, y agudizó bien los oídos para ver si lo escuchaba de nuevo, pero todo cuanto pudo oír fue el crujido de las hojas. Se preguntaba si no había sido una alarma, para advertir a los aldeanos de su presencia.

Incorporándose de nuevo buscó el revólver, y se sintió perdido. No lo llevaba consigo. Aunque su mente estaba en blanco, tuvo un vago recuerdo de que había echado de menos el arma una semana antes. Miró inquieto en torno suyo, pero no vio criatura viviente alguna. Se contuvo. No abandonaría la aldea, ya que ignoraba hacia dónde dirigirse, pero si era necesario lucharía hasta la muerte para permanecer allí.

Jenner tomó un pequeño trago de agua, suficiente para humedecer sus labios partidos y su lengua inflamada. Luego devolvió la tapa a la bolsa de cuero y empezó a caminar entre una doble fila de árboles, hacia la casa más cercana. Trazó un extenso círculo, para observarla desde varios puntos. A un lado había una arcada baja y ancha, que daba al interior. Por ella, Jenner pudo distinguir el brillo de un pulido piso de mármol.

Exploró el exterior del edificio, manteniendo siempre una respetuosa distancia entre su persona y cualquiera de las entradas. No vio señal alguna de vida animal. Llegó a la orilla de la plataforma de mármol que servía de base a la aldea y se volvió, resuelto. Era ya tiempo de explorar interiores.

Escogió uno de los edificios de cuatro torres. Cuando estuvo a una docena de pies de distancia se dio cuenta de que tendría que agacharse para poder entrar. Aquello lo detuvo un momento. Tales edificios fueron construidos para una forma de vida muy diferente de la humana.

Siguió avanzando, se agachó, y entró a regañadientes, con todos los músculos rígidos.

Se vio en una pieza sin muebles, que tenía, sin embargo, unos cubículos de mármol que salían de la pared, también de mármol. Eran anchos y bajos, y tenían agujeros, correspondientes con otros en el piso.

La segunda cámara estaba habilitada por cuatro planos inclinados de mármol, que formaban doseles en su parte superior. La planta baja tenía cuatro estancias. De una de ellas partía una rampa en espiral, que ascendía aparentemente hacia una habitación en la torre.

Jenner no investigó en la parte superior. El temor original de encontrar vida extraña iba cediendo a la mortal convicción de que no encontraría nada. Si no había vida, no habría alimentos ni medios de proporcionarse alguno. En frenética prisa, corrió de un edificio a otro, penetrando en sus piezas desiertas y haciendo pausas para dar gritos estruendosos.

Ya no le quedaba duda alguna. Se encontraba solo, en una aldea abandonada sobre un planeta muerto, sin alimentos, sin agua -de no ser la exigua cantidad que aún le quedaba en la bolsa y sin esperanza.

En el interior de la cuarta cámara, la más pequeña de una de las torres, se dio cuenta de que había llegado al final de su búsqueda. La pieza tenía un solo «cubículo», adosado a la pared. Fatigado, Jenner se apoyó en él, y debió haberse dormido instantáneamente.

Cuando despertó se dio cuenta de dos cosas, una después de otra. La primera percepción la tuvo antes de abrir los ojos, y fue el silbido que ya conocía, agudo y potente, en el umbral de la audibilidad.

La otra fue un líquido, que caía en finas gotas desde el techo. El técnico Jenner aspiró una vez el extraño olor de aquel líquido, y se lanzó rápidamente fuera de la estancia, tosiendo, con lágrimas en los ojos, y con el rostro congestionado y ardiente a causa de la reacción química.

Sacando el pañuelo, secó las partes de su cuerpo que habían recibido aquella sustancia.

Al llegar al exterior hizo una pausa, para tratar de comprender lo que había ocurrido.

La aldea no había cambiado.

La brisa seguía jugueteando con las hojas. El sol parecía posarse en la cima de un monte. Jenner adivinó, por su posición, que había amanecido otra vez, y que él había dormido doce horas, por lo menos. La luz blanca y deslumbrante calentaba el valle. Medio ocultos entre los árboles, los edificios lanzaban destellos de brillante luz.

Parecía encontrarse en un oasis, situado en el corazón de un inmenso desierto. Un oasis ciertamente, reflexionaba Jenner, pero no para un ser humano. Para él, con su fruta venenosa, era algo así como un espejismo de Tántalo.

Volvió al interior del edificio, y atisbo cautelosamente dentro de la estancia en que se había dormido. El líquido ya no caía, y nada quedaba de la fetidez. El aire estaba fresco y limpio.

Se inclinó sobre el umbral, resuelto a hacer un experimento. Se imaginaba a una criatura marciana, muerta en tiempos remotos, tendida en el «cubículo» para recibir un baño de aquella sustancia química. El hecho mismo de que tal sustancia era mortal para los seres humanos daba énfasis a la idea de cuán extraña era para el hombre la vida que había fructificado en Marte. Pocas dudas le quedaban sobre la razón de aquel gas. La criatura estaba habituada a tomar su ducha matutina.

Dentro ya del «cuarto de baño», Jenner introdujo los pies en el «cubículo». Cuando su cintura estuvo al nivel del borde, el sólido techo empezó a lanzar chorros de un gas amarillento, directamente a sus piernas. Jenner abandonó el «cubículo» a toda prisa. La salida del gas se detuvo con la misma brusquedad con que se había iniciado.

El técnico repitió varias veces la operación, para asegurarse de que se trataba de un proceso automático. Quedó satisfecho del resultado. Sus labios, secos y rajados, se separaron con asombro.

—Si hay un proceso automático -pensó-, puede haber otros.

Respirando con fuerza, penetró en otra pieza. Introdujo las piernas cautelosamente en uno de los «cubículos». Y, en el momento mismo en que la cintura le llegaba al borde, empezó a salir, por uno de los huecos de la pared, un puré humeante y gris.

Jenner quedó mirando la grasienta sustancia, con fascinación horrorizada. Alimento… y bebida. Recordando la fruta envenenada sintió repugnancia, pero se obligó a inclinarse y meter un dedo en la sustancia húmeda y caliente. Luego lo llevó a la boca.

Tenía un gusto insípido, como fibra de madera hervida, y una extraña viscosidad que se adhería a la garganta. Los ojos se le llenaron de lágrimas, y comprendió que iba a vomitar. Corrió hacia la puerta, pero no llegó a tiempo.

Cuando finalmente hubo pisado el exterior, las piernas le flaqueaban y la cabeza le daba vueltas. En aquel deprimente estado de ánimo, se dio cuenta otra vez del silbido penetrante.

Se sorprendió de haberlo ignorado por algunos minutos. Miró en todas direcciones, deseoso de conocer su procedencia, pero no parecía llegar de ninguna parte. Cuando se aproximaba a un sitio donde parecía oírse más alto, se esfumaba o se trasladaba al otro extremo de la aldea.

Trató de imaginarse qué extraña cultura sería aquella que necesitaba un ruido en tal modo estridente; si bien, pensándolo mejor, tal vez no sería tan desagradable para los moradores de aquel mundo.

Se detuvo, y castañeteó los dedos al pasar por su cerebro una idea, extraña, sí, pero no por ello menos inverosímil. ¿Serían musicales aquellos sonidos?

Jugueteó con la idea, tratando de visualizar la aldea como había sido en otros tiempos. Una raza amante de la música iba diariamente a sus tareas, acompañada de lo que para ellos era bellísima melodía.

El odioso silbido continuaba, subiendo y bajando. Jenner trató de interponer edificios entre su persona y el sonido. Buscó refugio en varios cuartos, esperando que alguno de ellos fuera a prueba de sonidos. Pero ninguno lo era. El silbido lo perseguía a donde quiera que iba.

Se dirigió al desierto, y tuvo que escalar media falda de un monte para que el ruido descendiera lo bastante como para no importunarlo. Por último, sin aliento pero enormemente aliviado, se hundió en la arena para preguntarse, confuso:

—Y ahora, ¿qué?

La escena que se extendía frente a él tenía las cualidades del cielo y del infierno. Ahora ya le era demasiado familiar: las arenas rojas, las pétreas dunas, la aldea pequeña y extraña, prometiendo tanto y no cumpliendo nada.

Jenner la contemplaba desde lejos, con sus ojos febriles, pasando la lengua seca por sus labios partidos. Sabía que no tardaría en morir, a no ser que alterara las máquinas de alimento ocultas en las paredes y bajo los pisos de las casas.

En días remotos, un resto de la civilización marciana había sobrevivido en aquella aldea. Los habitantes acabaron muriéndose, pero la aldea continuaba viviendo, manteniéndose limpia de arena y constituyendo un refugio grato para el marciano que acertara a pasar. Pero ya no había marcianos. Sólo estaba presente Bill Jenner, piloto del primer cohete que aterrizara en Marte. Y Bill Jenner necesitaba que aquella aldea le facilitara el alimento y las bebidas que su cuerpo pudiera recibir. Sin herramientas, de no ser sus manos desnudas, y casi sin conocimientos de química, necesitaba que la aldea cambiara de hábitos.

Nerviosamente, alzó la bolsa de agua y tomó otro sorbo, haciendo un esfuerzo sobrehumano para no beberse hasta la última gota. Y, ya ganada una vez más la batalla contra la sed devoradora, se incorporó e inició el descenso.

Estimaba, mientras avanzaba, que sólo podrían quedarle, cuando mucho, tres días de vida. En tan breve espacio de tiempo necesitaba conquistar la aldea.

Se encontraba ya entre los árboles, cuando se dio cuenta de que la «música» había cesado. Con alivio, se inclinó sobre un yerbajo, lo agarró con ambas manos… y tiró.

Salió sin dificultad, pero llevando consigo una pedazo de mármol. Jenner quedó mirándolo y observó, con sorpresa, que se había equivocado al pensar que el yerbajo había brotado de un hueco en el piso de mármol. Estaba simplemente pegado a la superficie. Y luego reparó en otra cosa. El yerbajo no tenía raíz. Casi instintivamente, Jenner examinó el sitio del que acababa de arrancar el pedazo de mármol adherido al yerbajo. Estaba lleno de arena.

Arrojó el yerbajo, se puso de rodillas, y metió los dedos en el hueco. Salieron llenos de arena. Los metió más al fondo, usando todas sus fuerzas, para que la mano y los brazos se hundieran también, pero no encontró otra cosa que arena… y más arena.

Se puso de pie y arrancó, frenético, otro yerbajo. También aquél salió fácilmente, arrastrando consigo un pedazo de mármol. No tenía raíz y, en el sitio en que estuvo, sólo se veía arena.

Incrédulo de lo que acababa de ver, Jenner corrió hacia uno de los árboles frutales y tiró de él con fuerza. Hubo una resistencia momentánea pero, finalmente, el mármol se rajó en varios pedazos y el árbol, tras alzarse en el aire, cayó con un silbido y un crujido, haciéndose añicos sus hojas y sus ramas como si hubieran sido de cristal. Debajo del sitio en que estuvo plantado no había más que arena.

Arena por todas partes. Una ciudad construida sobre arena. Marte era un planeta de arena. Aquello no era completamente cierto, por supuesto. Cerca de las capas polares se había observado vegetación. A la llegada del verano, todas las plantas morían, excepto las más resistentes. El propósito de los expedicionarios había sido el de llevar la nave hasta alguno de aquellos mares, poco profundos y sin flujos.

Al quedar fuera de control, la nave había hecho algo más que destruirse: había destruido también las oportunidades de conservar la vida a su único superviviente.

Jenner salió lentamente de su estupor. Acababa de concebir una idea. Tomó uno de los yerbajos arrancados, puso un pie encima del pedazo de mármol adherido a su extremo inferior y tiró, primero suavemente y luego con creciente fuerza.

Ambos cuerpos se separaron al fin, pero a Jenner no le quedó duda alguna de que eran partes de un todo. El yerbajo brotaba del mármol.

¿Mármol? Jenner se arrodilló frente a uno de los huecos, y se inclinó sobre la sección contigua. Era una piedra porosa y calcinosa, pero no verdadero mármol. Cuando intentó arrancar un fragmento, notó que cambiaba de color. Asombrado, Jenner retrocedió. En torno al hueco, la piedra iba adquiriendo un color anaranjado claro. La examinó, incierto, y luego, tentativamente, la tocó.

Era como si acabara de hundir los dedos en un ácido cauterizante. Sintió un dolor profundo, como de quemadura y de mordida a la vez. Con un grito, Jenner apartó la mano.

La continua angustia estuvo a punto de desmayarlo. Gemía, frotando el dedo adolorido contra la ropa. Cuando el dolor aminoró acercó a sus ojos la parte afectada. La piel había desaparecido y, en su lugar, se habían formado ampollas de sangre. Intrigado, Jenner volvió a observar el hueco de la piedra. Los bordes continuaban del mismo color.

La aldea estaba alerta, lista para defenderse contra nuevos ataques.

Fatigado de repente, buscó refugio a la sombra de un árbol. Sólo podía sacarse una conclusión de cuanto había ocurrido, pero era tal que desafiaba al sentido común. La aldea solitaria estaba viva.

Mientras descansaba, Jenner trataba de imaginarse una gran masa de sustancia viva, que crecía hasta tomar la forma de edificios, y que se ponía a tono con otra forma de vida, aceptando el papel de sirviente en toda la extensión de la palabra.

Y, si servía a una especie, ¿por qué no a otra? Si se podía ajustar a los marcianos, ¿por qué no a la especie humana?

Habría dificultades, naturalmente. Jenner comprendió, un tanto abrumado, que los elementos esenciales no estaban a la mano. El oxígeno para el agua podría venir del aire…, millares de composiciones podrían hacerse de la arena… que significarían la muerte, si él fallaba en encontrar la solución… Apenas empezaba a reflexionar sobre lo que tendría que hacer, cuando cayó profundamente dormido.

Cuando despertó, ya era de noche.

Se incorporó pesadamente. Sus músculos tenían una flojedad que lo alarmó. Se humedeció los labios con algunas gotas de agua, y caminó vacilante hacia la entrada del edificio más cercano. El silencio era completo; sólo percibía sus propios pasos sobre el piso de «mármol».

Se detuvo de pronto. Escuchó, y miró. , El viento había cesado. No podía ver las montañas que circundaban el valle, pero los edificios le eran vagamente visibles, sombras negras en un mundo de sombras.

Por primera vez se le ocurrió que, pese a su nueva esperanza, la muerte habría sido mejor. Aunque lograra sobrevivir, ¿qué porvenir le aguardaba? Recordaba bien cuán difícil había sido el despertar el interés por la expedición y reunir la considerable suma necesaria para realizarla. Recordaba también los colosales problemas que tuvieron que resolverse para construir la nave, y que muchos de los hombres que habían contribuido a tal solución se encontraban enterrados en algún lugar en el desierto marciano.

Pasarían no menos de veinte años antes de que otra nave terrestre se aventurara a alcanzar el único planeta del sistema solar que mostraba señales de habitabilidad para el hombre.

Durante aquellos años, con interminables días y noches, estaría completamente solo. Aquella era su máxima esperanza…, caso de sobrevivir.

Mientras penetraba en una de las cámaras, Jenner consideraba otro problema: ¿Cómo hay que hacer para que una aldea viviente conozca que debe alterar sus procesos? En cierto modo, la aldea debió haberse percatado de que tenía un nuevo inquilino. ¿Cómo podría convencerla de que necesitaba alimentos de una combinación química distinta de aquellos servidos anteriormente? ¿De que a él le gustaba la música, pero en otra escala melódica? ¿De que a él le agradaba una ducha matutina, pero de agua y no de gas emponzoñado?

Dormitaba increíblemente, más como un hombre enfermo que soñoliento. Dos veces despertó, sintiendo ardor en los ojos, calor en los labios y su cuerpo bañado en sudor. Varias veces se sobresaltó, al oír su voz ronca dando gritos de cólera y de temor, en medio de las tinieblas.

En aquel momento tuvo la creencia de que la muerte se acercaba.

Pasó las largas horas de la noche retorciéndose, incesantemente, a causa del intenso calor. Cuando el sol volvió, a brillar, Jenner se sorprendió vagamente de continuar vivo. Abandonó la estancia, dominado por la inquietud, y salió al exterior.

Soplaba un viento helado, que acariciaba su rostro ardiente. Se preguntaba si habría suficientes pneumococcus en su sangre para que provocaran una pulmonía. Pero resolvió que no.

Al cabo de unos pocos minutos, todo su cuerpo tiritaba. Regresó al interior de la casa y reparó por vez primera que, pese a la carencia de puertas, el viento no entraba en el edificio. Los cuartos estaban fríos, pero no tenían corriente de aire.

Y entonces se hizo una pregunta: ¿De dónde habría partido aquel calor que invadió su cuerpo? Se acercó al cubículo en donde había pasado la noche. En unos segundos, la temperatura de la pieza ascendió a ciento treinta grados F.

Abandonó el cubículo, maldiciendo su propia estupidez. Calculó que había perdido dos cuartos de humedad, por lo menos, de su cuerpo ya seco, en aquel horno que le había servido de cama.

La aldea no era para seres humanos. Hasta las camas estaban caldeadas a temperaturas muy superiores a las requeridas por el cuerpo humano.

Jenner pasó casi todo el día bajo la sombra de un gran árbol. Se sentía exhausto, y sólo de vez en cuando reflexionaba en que tenía un problema que resolver. Cuando se reanudó el silbido, le molestó un poco al principio, pero estaba demasiado rendido para alejarse de él. Hubo largos períodos en que apenas lo oía; de tal modo se habían atrofiado sus sentidos.

Pasado el mediodía, recordó los yerbajos y el árbol que había arrancado la víspera, y se preguntó qué habría " ocurrido con ellos. Humedeció su lengua inflamada con las últimas gotas de agua de la bolsa, se incorporó a duras penas, y fue en busca de los restos de las plantas.

No había nada. Ni siquiera pudo encontrar los huecos de donde las había arrancado. La aldea viviente había absorbido las células muertas, reparando las heridas de su «cuerpo».

Aquello galvanizó a Jenner. Empezó a pensar otra vez…, con respecto a mutaciones, a reajustes genéticos, a formas de vida adaptándose a nuevos medios. Antes de la partida del cohete, los viajeros habían oído conferencias sobre el tema; charlas generales, destinadas a familiarizar a los expedicionarios con los problemas que pudieran tropezarse en un planeta extraño. El principio importante era sencillo: adaptarse o morir.

La aldea tendría que adaptarse a él. Dudaba de poderle causar un daño verdaderamente serio, pero lo intentaría. Su necesidad de supervivencia tendría que colocarse sobre una base hostil.

Con verdadero frenesí, Jenner empezó a registrarse los bolsillos. Antes de abandonar la nave se había llenado los bolsillos de objetos diversos. Un cuchillo de monte, un vaso plegable de metal, una pequeña súper batería que podía cargarse con sólo hacer girar una pequeña rueda anexa, para la cual había llevado también un encendedor eléctrico muy poderoso.

Jenner conectó el encendedor a la batería y deliberadamente pasó el extremo ardiente por la superficie del «mármol». La reacción fue rápida. La sustancia tomó aquella vez un tinte púrpura brillante. Cuando una buena sección del piso hubo cambiado de color, Jenner se acerco al cubículo más cercano, y actuó sobre él.

Hubo una larga espera. Cuando el alimento surgió, finalmente, del hueco de la pared, era obvio que la aldea viviente se había percatado de las razones que impulsaban al nuevo inquilino a obrar como obraba. El alimento era de un color pálido y cremoso, en contraste con el anterior, que había sido de un gris sucio.

Jenner metió el dedo, pero lo volvió a sacar con un grito, frotándose la yema. La picazón le duró unos cuantos minutos. La cuestión vital era ésta: ¿le había la aldea ofrecido aquel alimento a sabiendas de que iba a causarle daño, o había tratado de aplacarlo, sin saber qué ofrecerle?

Decidió probar otra oportunidad, y penetró en el cubículo vecino. La sustancia grasosa que surgió esta vez era más amarilla. No le quemó el dedo pero, tras probarla, Jenner la escupió. Tuvo la sensación de que le habían ofrecido una sopa hecha con una mezcla de barro y gasolina.

La sed se le había acrecentado, con el sabor ingrato que sentía en la boca. Desesperado salió al exterior, y rompió la bolsa de cuero para aprovechar el agua absorbida por sus paredes. En su ansiedad, le cayeron unas cuantas gotas al terreno. Acostándose boca abajo, pasó la lengua por el precioso líquido.

Medio minuto después continuaba lamiendo, y el agua no cesaba.

El hecho se le hizo diáfano. Incorporándose, contempló las gotas de agua que brillaban en la pulida superficie. Mientras observaba, vio brotar nuevas gotas, de otra parte del terreno, sólida en apariencia; gotas que brillaban como diamantes, a la luz tenue del sol poniente.

Volvió a inclinarse, sacando la lengua, y absorbió todas las gotas que encontró. Durante mucho tiempo permaneció con la boca pegada al «mármol», ingiriendo las gotas de agua que la aldea le proporcionaba.

El sol desapareció detrás de una colina. La noche cayó, como un telón negro. El aire se volvió frío y luego glacial. Jenner tiritaba, mientras el viento atravesaba sus destrozadas ropas. Pero lo que finalmente lo detuvo fue el hundimiento de la superficie de donde había bebido.

Jenner se agachó, perplejo, llevando la mano cautelosamente al terreno. Se había desmoronado realmente. Era obvio que la sustancia, al haberle proporcionado el agua que contenía, se había desintegrado en el proceso. Jenner calculaba que toda el agua por él ingerida no habría pesado más de una onza.

Aquella había sido una demostración convincente de la buena voluntad de la aldea para complacerle, pero tal cosa iba a producir consecuencias menos satisfactorias. Si la aldea iba a destruirse parcialmente cada vez que le proporcionara un trago, era claro que el manantial distaba mucho de ser inagotable.

Jenner corrió al interior del edificio y penetró en un cubículo, pero tuvo que abandonarlo inmediatamente porque el calor lo abrasaba. Aguardó, para dar a la Inteligencia la oportunidad de que percibiera la necesidad de un cambio, y volvió a acostarse. El calor era el mismo.

Abandonó aquel intento, porque estaba demasiado rendido para persistir, y demasiado soñoliento para inventar otro método que pudiera convencer a la aldea de que necesitaba una temperatura más baja. Se acostó en el piso, con la inquieta convicción de que el «mármol» no podría sostenerlo mucho tiempo. Se despertó muchas veces durante la noche, pensando:

—No hay suficiente agua. Por mucho que lo intente…

Luego volvía a dormirse para despertarse otra vez, rígido y amargado.

La mañana lo encontró alerta, y recobrada ya su determinación de acero, su férrea voluntad que lo había llevado a través de un desierto desconocido, en una caminata de quinientas millas por lo menos.

Se dirigió al cubículo más cercano. Aquella vez, después de haberlo activado, la pausa duró más de un minuto, y al fin apareció un dedal de agua en el fondo.

Jenner la ingirió, y esperó un rato. Cuando se convenció de que no habría más reflexionó, sombrío, que en alguna parte de la aldea un grupo de células se había desmoronado para darle de beber.

Allí tomó la resolución de que era asunto suyo el ser que podía trasladarse de un lugar a otro- el encontrar un nuevo manantial de agua para la aldea, que no podía moverse de su sitio.

Mientras tanto, por supuesto, la aldea tendría que sustentar su vida, hasta el momento en que él hallara lo que buscaba. Aquello quería decir que, por encima de todo, tendría que ingerir algún alimento que le diera fuerzas para emprender la búsqueda.

Empezó de nuevo a registrarse los bolsillos. Cuando su ración de alimentos empezó a agotarse, durante su peregrinación por el desierto, convirtió los últimos fragmentos en migas, que echó en uno de sus bolsillos para irlas comiendo poco a poco. Ya se habían terminado desde mucho antes de su llegada a la aldea pero, rompiendo las costuras del bolsillo, logró encontrar partículas minúsculas de carne, pan y otras sustancias imposibles de identificar.

Inclinándose sobre uno de los cubículos, colocó cuidadosamente en él los valiosos residuos. La aldea no podría ofrecerle otra cosa que una imitación razonable. Si el haber derramado unas gotas de agua en el patio había servido para dar a la aldea conciencia de su necesidad de agua, una oferta similar podría dar la clave de la naturaleza química del alimento que él podría comer.

Jenner aguardó y luego entró en el segundo cubículo, activándolo. Una sustancia cremosa, en cantidad no mayor de un octavo de galón, empezó a brotar del fondo del cubículo. La pequeñez de la ración daba evidencia de que tal vez contendría agua.

La probó. Tenía un sabor de cosa vieja y un olor rancio. Era casi tan seca como la harina. Y su estómago no parecía rehusarla.

Jenner comió lentamente, convencido de que, en momentos como aquel, la aldea lo tenía a merced suya. No podría nunca estar seguro de que alguno de los ingredientes del manjar no fuera un veneno de acción lenta. Una vez que hubo terminado su comida, se dirigió a un cubículo de otro edificio. Rehusó comer el alimento que de allí brotó, pero puso en actividad un nuevo cubículo. Aquella vez recibió unas cuantas gotas de agua.

Se encontraba en uno de los edificios de las torres. Subió por la rampa que conducía al piso superior, Hizo una pausa al llegar, descubriendo que había recámaras adicionales. Los cubículos se agrupaban de tres en tres.

Lo que más le interesaba era el hecho de que la rampa circular continuaba subiendo. Primero a otro cuarto más pequeño, que no parecía servir para objeto alguno, y luego hasta la parte más alta de la torre, a unos setenta pies sobre el terreno. Era lo bastante alta como para permitirle ver más allá de la cadena de montañas que rodeaban la aldea. Esto lo había sospechado siempre, pero su debilidad le había impedido antes efectuar el ascenso. Miró en torno, hacia todo el horizonte. Casi inmediatamente, la esperanza que lo había obligado a subir se desvaneció del todo.

El panorama era de absoluta desolación. Las líneas del horizonte se borraban por las tormentas incesantes de arena.

Jenner contemplaba el espectáculo, sumido en la desesperación. Si había algún océano marciano en alguna parte, no estaba al alcance suyo.

Repentinamente, apretó los puños con verdadera furia contra una suerte fatal que ya le parecía inevitable. Había esperado, en el peor de los casos, encontrarse en una región montañosa. El mar y las montañas constituyen generalmente los dos grandes proveedores de agua. Debió haber sabido, por supuesto, que Marte cuenta con pocas montañas. Habría sido una gran coincidencia el haber llegado a una cordillera.

Su cólera se evaporó, porque carecía de fuerzas para sustentar emoción alguna. Desesperado, empezó a descender por la rampa.

Su vago plan para ayudar a la aldea tocó, de aquel modo brusco, a su fin.

Los días pasaban, pero había perdido la cuenta de su número. Cada vez que recibía alimento, la aldea le proporcionaba una pequeña cantidad de agua. Jenner seguía diciéndose que cada nueva comida sería la última. Era irrazonable el esperar que la aldea se destruyera por él, cuando su muerte no se haría esperar por mucho tiempo.

Y lo que era peor: se le hacía cada vez más patente que el alimento que ingería no era bueno para su organismo. Había confundido a la aldea, con respecto a sus necesidades, dándole alimento viejo y tal vez corrompido, que sólo serviría para prolongar su agonía. Muchas veces, Jenner sufría mareos después de comer. Y, con bastante frecuencia, sentía dolores de cabeza y su cuerpo temblaba con fiebre.

La aldea estaba haciendo todo cuanto le era posible. El resto era cosa suya, y él no podía ajustarse, ni aún siquiera, a la aproximación del alimento terrestre.

Durante dos días estuvo demasiado enfermo para arrastrarse hasta ninguno de los cubículos. Pasaba horas enteras tendido en el suelo. A la segunda noche, el dolor fue tan terrible que tomó una resolución final.

—Si puedo acercarme a un cubículo -se dijo-, el solo calor acabará conmigo y, al absorber mi cuerpo, la aldea recuperará un poco del agua pérdida.

Dedicó una hora, por lo menos, a arrastrarse hasta el edificio más cercano y, cuando pudo alcanzar el cubículo, se acostó en él, resuelto a esperar la muerte. Su último pensamiento consciente fue:

—Queridos amigos, allá voy.

La alucinación fue tan completa que, momentáneamente, creyó encontrarse en la cabina de control del cohete, rodeado de sus antiguos compañeros.

Con un suspiro de alivio, Jenner se hundió en un sueño sin ensueño.

Despertó a los sonidos de un violín. Era una música dulce y triste, que hablaba de la ascensión y caída de una raza, ya desaparecida desde tiempo inmemorial de la superficie del planeta.

Jenner escuchó un momento y luego, con repentina alegría, se dio cuenta de la realidad. Esto era un sustituto del silbido…

¡La aldea acababa de ajustar la música a su gusto!

Otros fenómenos sensoriales le asaltaron. El cubículo se sentía caliente, pero a una temperatura grata. Jenner experimentó un increíble bienestar físico.

Ansioso, salió del cubículo para acercarse a uno de los que proporcionaban alimento. Mientras se arrastraba hacia adelante, su nariz cercana al suelo, el agujero se llenó con una mezcla humeante. El olor era tan grato, que acercó el rostro al alimento y lo lamió, goloso. 'Tenía el sabor de espesa sopa de carne; estaba caliente, y el sabor daba placer a sus labios y a su lengua. Cuando hubo terminado, no necesitó beber agua, por primera vez en mucho tiempo.

—¡He ganado! -pensó Jenner-. ¡La aldea ha encontrado el camino!

Pasado un rato, se acordó de algo y se arrastró hacia el cuarto de baño. Cautelosamente, mirando hacia el techo, se acercó al cubículo de la ducha. El líquido amarillento cayó, fresco y delicioso.

Extáticamente, Jenner agitó su cola de un metro y levantó su largo hocico para que los chorros del líquido limpiaran las impurezas que habían quedado entre sus afilados dientes.

Luego salió al sol, deseoso de recibir su grata caricia y de escuchar aquella música eterna.