Clifford D. Simak
Deserción
CLIFFORD D. Simak (nacido en 1904) es sin lugar a dudas el decano indiscutido de la ciencia ficción, puesto que a sus casi ochenta años sigue produciendo excelentes obras con una sorprendente regularidad. Su novela más famosa es «Ciudad», un conjunto de narraciones que, al estilo de viejas leyendas, se cuentan entre sí junto al fuego los perros inteligentes que, tras la desaparición de la humanidad, han ocupado el lugar del hombre, ayudados por los robots. «Deserción» pertenece precisamente a este libro, y nos presenta el problema de adaptación a Júpiter de los seres humanos… y de los perros, por supuesto.
Cuatro hombres, dos parejas, se habían lanzado al ululante torbellino que era Júpiter, y no habían vuelto. Habían caminado hacia la tormenta, mejor dicho, se habían arrastrado hacia la misma, con los vientres pegados al suelo, los cuerpos empapados y resplandecientes bajo la lluvia.
Pues al partir habían tomado una forma que no era la forma humana.
Ahora, el quinto hombre estaba de pie ante el escritorio de Kent Fowler, jefe de la Cúpula número 3, Comisión de Exploración de Júpiter.
Bajo el escritorio de Fowler, el viejo Towser se rascó una pulga y luego se echó a dormir otra vez.
Harold Alien, Fowler lo vio con una angustia repentina, era joven, demasiado joven. Tenía la fácil confianza de la juventud, el rostro de alguien que nunca había sentido miedo. Y eso era extraño: pues los hombres de las cúpulas de Júpiter conocían el miedo, el miedo y la humildad. Era difícil para los seres humanos armonizar su yo diminuto con las poderosas fuerzas del monstruoso planeta.
—Comprenderá usted -dijo Fowler- que no necesita hacerlo. Comprenderá que no tiene la obligación de ir.
Era un formulismo, naturalmente. Los otros cuatro habían oído lo mismo, pero habían ido. Este quinto, Fowler lo sabía, iría también. Pero tuvo de pronto la débil esperanza de que no fuese.
—¿Cuándo parto? -preguntó Alien.
En otro tiempo, Fowler podría haber sentido un sencillo orgullo ante esta respuesta. Ahora sólo frunció levemente el ceño.
—Antes de una hora -dijo.
Alien se quedó esperando, en silencio.
—Han ido cuatro hombres y no han regresado -dijo Fowler-. Ya lo sabe usted, por supuesto. Queremos que usted vuelva. No se trata de que intente una heroica expedición de rescate. Lo más importante, lo único, es que regrese. Que demuestre que un hombre puede vivir bajo una forma joviana. Vaya hasta el primer puesto, no más allá, y entonces vuelva. No corra ningún riesgo. No investigue nada. Vuelva.
Alien hizo un gesto afirmativo.
—Comprendo.
—La señorita Stanley manejará el conversor -continuó Fowler-. No tiene nada que temer. La conversión de los otros se efectuó sin dificultades. Salieron de la máquina en un estado aparentemente perfecto. Estará usted en buenas manos. La señorita Stanley es la mejor operadora de conversores del sistema solar. Ha adquirido experiencia en la mayoría de los planetas. Por eso está aquí.
Alien sonrió a la mujer, y Fowler vio algo que pasaba por la cara de la señorita Stanley; algo que podía ser piedad, o rabia o simplemente miedo. Pero la mujer ya estaba sonriendo otra vez al joven que estaba frente a su escritorio. Sonreía con ese aire suyo de maestra de escuela, casi como si odiase el tener que sonreír.
—Espero impaciente -dijo Alien- el instante de mi conversión.
Por el tono podía haber sido una broma, una broma llena de ironía. Pero no era una broma.
Era un asunto serio, mortalmente serio. De esas pruebas, como sabía Fowler, dependía el destino de los hombres en Júpiter. Si tenían éxito, los recursos del enorme planeta estarían al alcance de la mano. El hombre se apoderaría de Júpiter, como ya se había apoderado de los planetas más pequeños. Pero si las pruebas fracasaban…
Si fracasaban, el hombre seguiría encadenado a la terrible presión, a la enorme fuerza de gravedad, a la extraña química del planeta. Seguiría encerrado en las cúpulas, imposibilitado de poner el pie en el planeta; imposibilitado de ver directamente, sin ayuda; forzado a fiarse de los embarazosos tractores y del televisor, forzado a trabajar con herramientas y mecanismos de difícil manejo, o por medio de robots de difícil manejo también.
Pues el hombre, sin protección y bajo su forma natural, sería aplastado por la terrible presión de Júpiter. Tres toneladas por centímetro cuadrado: la presión de las profundidades marinas de la Tierra era un vacío comparada con ésta.
Ni siquiera el metal más fuerte que los terrestres pudieran concebir resistía esas presiones y esas lluvias alcalinas que barrían eternamente el planeta. El metal se hacía quebradizo, deshaciéndose como arcilla, y corría en arroyuelos formando charcos de sales de amoníaco. Sólo aumentando la dureza y la resistencia de ese metal, y su tensión electrónica, podía éste soportar las miles de toneladas de gases, sofocantes y turbulentos, que formaban aquella atmósfera. Y aún entonces había que recubrirlo todo con capas de cuarzo para que no entrase la lluvia, amoníaco líquido que caía en chaparrones.
Fowler escuchó el ruido de los motores instalados en el subsuelo, unos motores que funcionaban continuamente. Tenía que ser así pues, si se paraban, la energía que corría por las paredes, la tensión electrónica, se interrumpiría, y habría llegado el fin.
Towser se agitó bajo el escritorio y se rascó la picadura de otra pulga, con su vieja pata golpeando fuertemente contra el piso.
—¿Hay algo más? -preguntó Alien.
Fowler sacudió la cabeza.
—Quizá quiera usted hacer algo -dijo-. Quizá quiera…
Iba a decir «escribir una carta», pero se alegró de saber callarse a tiempo.
Alien miró el reloj.
—Iré a prepararme -dijo. Dio media vuelta, y salió de la estancia.
Fowler sabía que la señorita Stanley estaba observándolo, y no quería volverse y encontrarse con sus ojos. Revolvió entre unos papeles que tenía delante.
—¿Cuánto tiempo piensa seguir con esto? -preguntó la señorita Stanley, con sus palabras llenas de ira contenida.
Fowler dio media vuelta en su silla y se enfrentó con la mujer. Los labios de la señorita Stanley formaban una línea recta y delgada; el cabello, echado hacia atrás, parecía más tirante que nunca, y la cara tenía la apariencia de una mascarilla mortuoria.
Fowler trató de hablar con una voz calmada y fría.
—Mientras haya necesidad -dijo-. Mientras haya esperanza.
—Es decir que seguirá sentenciándolos a muerte -dijo ella-. Seguirá enfrentándolos con Júpiter. Y, mientras, usted se quedará en la cúpula, seguro y cómodamente sentado, y ¡os enviará afuera a morir.
—El sentimentalismo está aquí de más, señorita Stanley -dijo Fowler, tratando de aparentar serenidad-. Usted sabe tan bien como yo por qué hacemos esto. Sabe muy bien que el hombre, tal como es, no puede desafiar a Júpiter. La única solución es convertir a los hombres en algo que se adapte al planeta. Hemos hecho lo mismo en otros mundos.
«Si mueren unos pocos hombres, pero al fin tenemos éxito, el precio no será excesivo. En todas las edades los hombres han dado la vida por cosas tontas, razones tontas. ¿Por qué habremos de titubear, entonces, por unos pocos muertos ante algo tan grande?»
La señorita Stanley estaba sentada muy tiesa y muy derecha, con las manos plegadas en el regazo. Sus canas brillaban bajo la luz. Fowler la observaba tratando de adivinar qué pensaba, qué sentía. No le tenía miedo, exactamente; pero no se sentía muy cómodo cuando la mujer lo miraba. Esos ojos azules y penetrantes sabían demasiado; esas manos parecían demasiado competentes. Podría haber sido la tía de alguien, sentada en su mecedora, con sus agujas de tejer. Pero no lo era. Era la operadora de conversores más hábil del sistema solar, y no aprobaba lo que él, Fowler, hacía.
—Algo anda mal, señor Fowler -dijo la mujer.
—Precisamente -convino Fowler-. Por eso envío a Alien. Para que averigüe lo que ocurre.
—¿Y si no lo averigua?
—Enviaré a otro.
La mujer se incorporó lentamente, empezó a dirigirse hacia la puerta, y se detuvo junto al escritorio.
—Algún día -dijo- usted será un gran hombre. No deja escapar ninguna oportunidad. Lo sabe desde que esta cúpula fue nombrada centro de experimentación. Si tiene éxito, ganará un punto o dos. No importa cuántos hombres mueran, pero usted ganará un punto o dos.
—Señorita Stanley -dijo Fowler ruda-mente-, el joven Alien saldrá inmediatamente. Por favor, asegúrese de que su máquina…
—Mi máquina -dijo la mujer con frialdad- no tiene la culpa. Funciona de acuerdo con las coordenadas de los biólogos.
Fowler, inclinado hacia adelante en su mesa, se quedó escuchando los pasos de la mujer que se alejaba taconeando por el corredor.
Lo que ella había dicho era cierto, indudablemente. Los biólogos habían establecido las coordenadas, pero podían equivocarse. Una diferencia del ancho de un cabello, un error mínimo, y del convertidor saldría algo que no era lo que debía salir. Un mutante que podía morir hecho pedazos, frágil como una brizna de paja, bajo condiciones totalmente desconocidas.
Pues los hombres poco sabían de Júpiter. Sólo lo que decían los instrumentos. Y las muestras de lo que ocurría allá afuera, proporcionadas por esos instrumentos y mecanismos, no eran más que eso: muestras. El tamaño de Júpiter era increíble, y las cúpulas muy escasas,
Los biólogos habían dedicado tres años al estudio de las formas de vida más evolucionadas del planeta, y dos años más a la experimentación. Un trabajo para el que hubiese bastado un mes en la Tierra. Pero un trabajo que no podía realizarse allá, pues no era posible llevarse a la Tierra a un habitante de Júpiter. Fuera del planeta no era posible reproducir la presión de Júpiter, y a la temperatura y presión terrestres los jovianos simplemente desaparecerían, convertidos en tan solo un poco de gas.
Sin embargo, era un trabajo indispensable si el hombre quería caminar alguna vez por Júpiter. Pues antes de que el conversor transformase al hombre en otro ser, era necesario conocer las características físicas de este último, en todos sus detalles, y con una precisión que eliminase toda posibilidad de error.
Alien no regresó. Los tractores recorrieron las regiones vecinas y no hallaron trazas de él, a no ser que una medrosa criatura descrita por uno de los conductores fuese Alien transformado en joviano.
Los biólogos emitieron sus más académicos refunfuños cuando Fowler sugirió que las coordenadas podían ser inexactas. Las coordenadas, señalaron, funcionaban. Cuando un hombre se introducía en el conversor, y este se ponía en marcha, el hombre se convertía en un joviano. Dejaba el aparato y entraba, hasta perderse de vista, en la espesa atmósfera.
Algún detalle, sugirió Fowler, alguna diferencia con lo que un joviano debía ser, algún efecto minúsculo. Si se trataba de eso, dijeron los biólogos, tardarían años en descubrirlo.
De modo que eran cinco hombres ahora, en vez de cuatro, y Harold Alien se había adentrado en Júpiter inútilmente. No se sabía nada nuevo. Era lo mismo que si no hubiese ido.
Fowler se inclinó sobre el escritorio y tomó el registro de personal; unas pocas hojas cuidadosamente ordenadas. Era algo que temía, pero algo que tenía que hacer. Había que encontrar de algún modo el motivo de estas extrañas desapariciones. Y el único modo era enviar más hombres afuera.
Durante un instante se quedó escuchando el aullido del viento sobre la cúpula, la interminable y atronadora tormenta que barría el planeta con una furia hirviente y retorcida.
¿Había algún peligro allá afuera?, se preguntó. ¿Alguna amenaza desconocida? ¿Algo que acechaba y aguardaba a los jovianos sin distinguir a los auténticos de los que eran hombres? Para lo que fuera, no habría seguramente diferencia.
¿No se habría cometido algún error fundamental al seleccionar esa especie como la más adaptada a las condiciones del planeta? La evidente inteligencia de esos jovianos había decidido la elección. Pues si el ser en que el hombre iba a convertirse no era inteligente, este no podría conservar su propia capacidad mental.
¿Habrían dado los biólogos demasiada importancia a este factor, olvidando algún otro? No lo parecía. A pesar de su tozudez, los biólogos conocían su trabajo.
¿O era esa conversión imposible y estaba condenada, desde un principio, al fracaso? La conversión a formas de vida diferentes había tenido éxito en otros planetas, pero eso no significaba que lo mismo debiera ocurrir en Júpiter. Quizá la inteligencia del hombre no podía funcionar correctamente con los sentidos proporcionados por esos seres. Quizá esos jovianos eran una forma de vida totalmente extraña, sin nada en común con los hombres.
O el motivo de ese fracaso podía residir en el hombre mismo, ser algo inherente a la raza humana. Alguna aberración mental, que ante ciertos estímulos exteriores impedía el regreso. Aunque quizá no fuera una aberración, no para los hombres. Quizá era tan sólo una peculiaridad mental, aceptada como cosa común en la Tierra, pero tan fuera de lugar en Júpiter que destruía toda cordura.
Unas uñas rascaban y golpeaban el piso del corredor. Fowler escuchó y sonrió débilmente. Era Towser, que volvía de la cocina. Había ido a ver a su amigo el cocinero.
Towser entró en el cuarto, con un hueso en la boca. Movió la cola ante Fowler y se echó bajo el escritorio, con el hueso entre las patas. Por un largo momento sus viejos ojos reumáticos se fijaron en su amo, y Fowler se agachó y le rascó una oreja arrugada.
—¿Todavía me quieres, Towser? -preguntó Fowler, y Towser sacudió alegremente la cola.
—Eres el único -dijo Fowler.
Se enderezó y miró el escritorio. Alargó la mano y tomó el registro de personal.
¿Bennet? A Bennet lo esperaba una muchacha en la Tierra.
¿Andrews? Andrews planeaba volver al Instituto Tecnológico de Marte tan pronto como hubiese ganado lo suficiente para pasar allí un año.
¿Olson? Olson estaba a punto de jubilarse. Se pasaba las horas hablando de su retiro y de que se dedicaría a cultivar rosas.
Cuidadosamente, Fowler puso otra vez el registro sobre la mesa.
Sentenciando hombres a muerte. Lo había dicho la señorita Stanley, y los labios apenas se habían movido en aquella cara de pergamino. Los enviaba a la muerte mientras él, Fowler, se quedaba aquí, cómodamente sentado.
Lo estaban diciendo seguramente en toda la cúpula, en especial desde que Alien no había vuelto. No se lo dirían en la cara: ni siquiera los hombres que había llamado a la oficina y a los que les había comunicado que serían los próximos en ir, llegaron a decírselo.
Pero Fowler había leído en sus ojos.
Cogió otra vez el registro. Bennet, Andrews, Olson. Había otros, pero era inútil seguir mirando.
Kent Fowler sabía que no podía hacerlo, que no podía enfrentarse con ellos, que no podía enviar a otros hombres a la muerte.
Se inclinó hacia adelante y conectó una tecla del intercomunicador.
—Sí, señor Fowler.
—La señorita Stanley, por favor.
Esperó a la señorita Stanley, escuchando como Towser mordía débilmente el hueso. Towser ya no tenía muy buenos dientes.
—La señorita Stanley -dijo la voz de la señorita Stanley.
—Quería pedirle, señorita Stanley, que se preparara para enviar a otros dos.
—¿No teme -preguntó la señorita Stanley- terminar con todos? Si envía uno por vez durarán más, tendrá usted una doble satisfacción.
—Uno de ellos -dijo Fowler- será un perro.
—¡Un perro!
—Sí: Towser.
Fowler sintió la furia helada que había en la voz de la mujer.
—¡Su propio perro! Ha estado con usted durante tantos años.
—Por eso mismo -dijo Fowler-. Se sentiría muy triste si yo lo dejara.
No era el mismo Júpiter que había visto a través del televisor. Había esperado algo diferente, pero no esto. Había esperado un infierno de lluvias de amoníaco, y sofocantes humaredas, y el ruido ensordecedor del huracán. Había esperado torbellinos de vapores, y el desafiante resplandor de unos rayos monstruosos.
No había esperado que los latigazos del aguacero quedasen reducidos a una leve .niebla purpúrea que flotaba como una sombra sobre una tierra rojiza. No había ni siquiera sospechado que los rayos serpenteantes fuesen un estallido de puro éxtasis en un cielo de color.
Aguardando a Towser, Fowler flexionó los músculos, asombrado ante aquella sensación de fuerza y bienestar. El cuerpo era excelente, decidió, e hizo una mueca al recordar el cómo había compadecido a los jovianos cuando los había visto por medio de la televisión.
Había sido difícil imaginar un organismo adaptado al amoníaco y al hidrógeno, en lugar del agua y el oxígeno. Había sido difícil creer que semejante forma de vida pudiese sentir una alegría de vivir similar a la de los hombres. Difícil el concebir algo vivo en esa tormenta oscura que era Júpiter; difícil el concebir que para unos ojos jovianos no hubiera tormentas oscuras.
El viento lo rozaba al igual que dedos suaves, y Fowler recordó sorprendido que, de acuerdo con las normas de la Tierra, ese viento era un ciclón que corría a trescientos kilómetros por hora, cargado de gases mortíferos.
Unos suaves aromas le bañaban el cuerpo. Y apenas podían llamarse aromas, pues no eran percibidos por el olfato. Parecía que hubiese sumergido todo su cuerpo en agua de colonia, y sin embargo no era agua de colonia. Era algo inexpresable, el primero de una serie de enigmas terminológicos. Pues las palabras que él, Fowler, conocía, los símbolos de que se había servido en su vida terrestre, no le servirían como joviano.
Una puerta se abrió a un lado de la cúpula, y Towser salió tambaleándose. Por lo menos, Fowler pensó que debía de ser Towser.
Trató de llamar al perro, modelando mentalmente las palabras que quería decir. Pero no pudo decírselas. No sabía cómo. No había con qué decirlas.
Durante un instante un tenebroso terror le nubló la mente, un terror ciego que lo asaltaba en pequeñas oleadas de pánico.
¿Cómo hablan los jovianos? Como…
De pronto tuvo conciencia de Towser, intensa conciencia del cariño tenaz de aquel viejo animal que lo había seguido a todos los planetas, como si el ser que era Towser hubiese salido de sí mismo y se le hubiera instalado en el cerebro.
Y, junto con aquella calurosa bienvenida, llegaron las palabras:
—Hola, amigo.
No realmente palabras. Algo mejor: símbolos de pensamientos, símbolos con matices que nunca podrían tener las palabras.
—Hola, Towser -dijo Fowler.
—Me siento muy bien -dijo Towser-. Como cuando era cachorro. Últimamente no me sentía demasiado bien. Se me doblaban las piernas y se me estropeaban los dientes. Apenas podía morder un hueso. Además, las pulgas me hacían la vida imposible. En otro tiempo no les prestaba atención; un par de pulgas más o menos no significaban entonces mucho.
—Pero… pero… -los pensamientos se le confundían a Fowler-. ¡Me estás hablando!
—Claro -dijo Towser-. Siempre he hablado. Pero tú no me oías. Trataba de decirte cosas, pero no lo lograba.
—Te entendía a veces -dijo Fowler.
—No mucho -replicó Towser-. Sabías cuando yo quería comer, o beber, o salir. Pero nada más.
—Lo siento -dijo Fowler.
—Olvídalo -le dijo Towser-. Te desafío a una carrera hasta el acantilado.
Fowler vio por primera vez el acantilado. A muchos kilómetros de distancia, aparentemente, pero con una rara y cristalina belleza que resplandecía a la sombra de las nubes coloreadas.
Fowler titubeó.
—Está muy lejos.
—Oh, vamos -dijo Towser; y aun estaba diciéndolo cuando echó a correr hacia allá.
Fowler lo siguió, probando sus piernas, probando la fuerza de este cuerpo nuevo, un poco desconfiado al principio, asombrado en seguida, corriendo luego con una alegría vivaz que se identificaba con el terreno purpúreo y rojo, con la flotante niebla de la lluvia sobre la llanura.
Mientras corría, tuvo conciencia de una música que venía hacia él, una música acompasada a su cuerpo, que se alzaba en su interior, que le daba alas de plateada rapidez. Una música que parecía descender del campanario de una colina en una soleada primavera.
A medida que se acercaba al acantilado, la música crecía y crecía, y llenaba el universo con un rocío de mágicos sonidos. Y Fowler supo que la música venía de la cascada que se desplomaba a lo largo de la faz del reluciente acantilado.
Solamente que no era agua lo que caía, sino amoníaco; y el acantilado era blanco porque estaba formado por oxígeno sólido.
Se detuvo junto a Towser, allá donde la cascada estallaba en un reluciente arco iris de cientos de colores. Literalmente cientos de ellos, porque aquí, así lo veía, no se trataba solamente de los colores primarios y sus matices como los discernían los seres humanos, sino de una precisa selectividad que dividía el prisma hasta las últimas posibilidades de clasificación.
—La música -dijo Towser.
—Sí, ¿qué ocurre?
—La música -dijo Towser-. Son vibraciones. Vibraciones producidas por el agua al caer.
—Pero Towser, tú no sabes nada de vibraciones.
—Sí, sé -replicó Towser-. Acabo de saberlo.
Fowler abrió mentalmente la boca.
—¡Acabas de saberlo!
Y de pronto, en el interior de su propia cabeza, encontró una fórmula. La fórmula para un proceso que haría que el metal pudiese resistir la presión de Júpiter.
Miró asombrado la cascada; y su mente, con rapidez, clasificó los distintos colores y los colocó en su exacta secuencia en el espectro. Así. Nada más. De la nada, puesto que no sabía nada de metales o de colores.
—¡Towser! -gritó-. ¡Towser, algo nos está pasando!
—Sí, ya sé -dijo Towser.
—Son nuestros cerebros -dijo Fowler-. Los estamos utilizando totalmente, hasta el último rincón. Descubriendo cosas que deberíamos saber. Quizá los cerebros terrestres son lentos, nebulosos. Quizá somos los retardados del universo. Quizá está en nosotros el tener que hacer las cosas del modo más difícil.
Y, en la nueva claridad mental que parecía apoderarse de él, Fowler supo que esto iba más allá de una cascada de colores, o de metales capaces de resistir la presión de Júpiter. Sintió otras cosas, cosas no muy claras. Un vago murmullo que se refería a algo más grande, a misterios que sobrepasaban el pensamiento humano y hasta la imaginación humana. Misterios, hechos, lógica basada en el razonamiento. Cosas que cualquier mente debería conocer si usara todo su poder de raciocinio.
—Todavía somos, en parte, criaturas terrestres -dijo-. Estamos empezando a aprender algunas cosas. Cosas que no sabíamos como seres humanos, tal vez porque éramos seres humanos. Pues nuestros cuerpos humanos eran unos pobres cuerpos. Pobremente equipados para pensar, pobremente equipados en algunos sentidos que uno ha de tener para saber. Quizá incluso nos faltaban ciertos sentidos necesarios para el verdadero conocimiento.
Se volvió y miró hacia la cúpula, una manchita negra empequeñecida por la distancia.
Allá quedaban unos hombres que no podían ver la belleza de Júpiter. Hombres que creían que unos torbellinos de nubes y unas lluvias penetrantes oscurecían la superficie del planeta. Ojos humanos que no podían ver. Pobres ojos. Ojos que ignoraban la belleza de las nubes, que no podían ver a través de la tormenta. Cuerpos incapaces de sentir el estremecimiento de aquella música del agua al quebrarse.
Hombres que andaban solos, en una terrible soledad, y hablaban como niños exploradores intercambiando sus mensajes con banderitas. Incapaces de establecer una verdadera comunicación como la de él y Towser, una unión de las mentes. Alejados para siempre de todo contacto íntimo y personal con otras cosas vivientes.
Él, Fowler, había creído que iba a sentir terror inspirado por cosas extrañas que se hallaran en la superficie, había esperado retroceder ante la amenaza de cosas desconocidas, se había endurecido para poder resistir una situación completamente distinta a ninguna terrestre.
Pero he aquí que se encontraba ante algo cuya grandeza había ignorado siempre. Un cuerpo más fuerte y seguro. Una sensación de alegría, un sentimiento más profundo de la existencia. Una mente más aguda. Un mundo de belleza que los terrestres no habían logrado concebir ni siquiera en sueños.
—Sigamos -pidió Towser.
—¿A dónde quieres ir?
—A cualquier parte -dijo Towser- Si-gamos a ver qué descubrimos. Tengo una sensación de… bueno, una sensación
—Sí, ya sé -dijo Fowler.
Pues él también la sentía. La sensación de un destino superior. Una cierta sensación de grandeza. La conciencia de que en alguna parte, más allá del horizonte, esperaba la aventura, y algo más importante que la aventura.
Aquellos otros cinco habían sentido lo mismo. La urgencia de ir y ver, la persistente sensación de que allí había una vida plena de sabiduría y conocimientos.
Por eso era que no habían vuelto.
—No volveré -dijo Towser.