Días de tormenta
Ramón Muñoz (1971), natural de Alcalá de Henares, es ingeniero y trabaja en la restauración de puentes, una labor compleja pero que le deja algo de tiempo para escribir relatos de una peculiar contundencia. Al igual que Juan Carlos Planells, dio sus primeros pasos en el género como crítico y ensayista especialmente lúcido, para después sorprender con su primer relato, precisamente el que presentamos aquí, que apareció en el número 18 de la revista Gigamesh. Desde entonces, ganó la práctica totalidad de los premios de relatos del género, si bien en los últimos tiempos redujo su caudal de relatos para concentrarse en la escritura de su primera novela.
Abro los ojos después de tomar un nuevo sorbo de vodka con Sprite. El sabor es repugnante. El vodka es de pésima calidad, las heces de una botella de turbio cristal y grasienta etiqueta en caracteres cirílicos.
Lo mejor' que se puede encontrar aquí.
Arde en mi garganta un momento antes de arder en mi estómago.
Arriba no hay señales del espectáculo clandestino que he ido a contemplar y, tendido en una tumbona andrajosa, que parece robada de un hotel costero en tiempos de la colonia francesa, atesoro esa ascua prendida en mis tripas tratando de olvidar en ella el miedo y el aburrimiento.
Estoy encima de una colina pelada donde alguien ha debido de quemar basuras recientemente. Hay una gran mancha negra en el suelo.
Queda también el olor. A sólo medio kilómetro, aunque se diría mucho más lejos, el pueblo está a oscuras. Y silencioso. ¿Vacío? No. Asustado.
Asustado del copón.
Felipe velará en una de esas cabañas endebles buscando, matamoscas en mano, al mosquito que ha estado atormentándolo toda la noche. Jaime y Emma dormirán tranquilamente a salvo. Sobre sus cabezas, los mosquitos se desvanecen en humo azul al entrar en las trampas colgadas del (echo. Una precaución elemental que olvidó Felipe, el hombre que piensa en todo.
Ninguno ha querido venir conmigo. Demasiado riesgo. Aquí soy el blanco perfecto. Pero una de dos: o uno se despreocupa o acaba convertido en carne de frenopático. Tal vez, en mi caso, ya haya ocurrido lo segundo. Eso explicaría que hago tumbado en este sitio, de cara al cielo estrellado, bebiendo una poción infernal y escuchando a Bowie en una radio CD a pilas que una docena de pillastres y aduaneros codiciosos han intentado robarme desde que estoy en el país. Con un Kalashnikov apoyado contra la tumbona y, en su gastada culata, huellas de dedos ensangrentados que nadie, ni el que me lo prestó, ha querido o sabido explicar.
Comienza a sonar LOOKING FOR SATELLITES . En la quietud circundante suena como el primer trueno de la tormenta. Y enseguida veo el primer fogonazo, a la izquierda de Venus. El segundo brilla cerca. Y de repente puedo distinguirlos, patéticas chinches luminosas que se mueven a mayor velocidad que las estrellas. Otra explosión muda. Hay un punto menos.
Pienso en un comecocos cósmico y un Pac-Man invisible e implacable.
Aterradas, las víctimas escupen débiles llamaradas tratando de cambiar de órbita antes de que sea tarde, pero ninguna lo consigue a tiempo.
Perecen (riéndose en pequeñas novas, añadiendo apéndices discordantes a las La operación ha concluido, tan rápida que aún me quedo unos minutos esperando por si únicamente hubiera sido el prólogo de los auténticos fuegos artificiales. No es así. La quincena de achacosos B-l, cuya llegada a U-Tapao captó ayer Felipe en esa emisora que utiliza para interceptar las comunicaciones militares en Tailandia, estarán volviendo a su base desde la fría estratosfera, libres de su carga de misiles antisatélite. Me pregunto quiénes habrán sido los beneficiarios de sus esfuerzos. Los narcos sudamericanos han llenado el cielo de satélites de observación para controlar las plantaciones y facilitar el tráfico de entrada en EE.UU., pero los chinos también han estado muy activos últimamente poniendo espías en órbita. No hay cojones de meterse con los chinos.
Habrán sido los manitos, entonces, quienes acaban de perder un buen montón de millones. Mala suerte para ellos.
Me levanto, agarro el fusil. Los campos de arroz están tranquilos. Y la selva. Desconecto el aparato de música y el rumor de la vida que espera en su interior me golpea como un soplo inesperado de viento.
Aguardando el día en que pueda recuperar el dominio sobre la tierra temporalmente domada por el hombre. No falta mucho, por lo visto. Cada mañana los campesinos encuentran a un pobre desgraciado muerto más o menos cerca del poblado, a veces al lado. Los niños ni les prestan atención. Juegan en torno a ellos mientras los cadáveres esperan sepultura en la fosa común, saltando por encima cual si fueran obstáculos puestos ahí para hacer más interesante el juego.
Con el seguro quitado y el dedo en el gatillo, camino hacia la relativa seguridad de las casas. El peso del arma resulta tranquilizador, pues traduzco mentalmente ese peso a balas y destrucción, convirtiéndome a mí de paso en un heraldo de la muerte, tan temible como cualquier otro. ¿Engaño a alguien? Quizá... Mejor es esperar que no aparezca ninguna de las bestias que con tanta pasión realizan sacrificios a los olvidados dioses de la jungla. ¿Estarán ahí? Trato de escrutar la maleza buscando el reflejo del metal o la blancura de unos ojos vigilantes.
No veo a nadie, pero igualmente me siento acechado. Una cebra levanta la cabeza, el olor de los leones está en el aire, transportado por un cambio del viento. La sensación de peligro crece en mi interior a tal velocidad que estoy a punto de echar a correr, o de enfrentarme a los merodeadores que imagino ocultos tras un muro de vegetación. No hago ninguna de las dos cosas. Llego al bungalow empapado de sudor, agotado; podrían confundirme con un hombre que ha estado entrenándose para un maratón. En su lugar he estado una hora al descubierto, al alcance de cualquier bala fugitiva. Tampoco está mal. En la puerta arriesgo una mirada hacia atrás. El camino refulge a la luz de la luna, un rastro fangoso de plata sucia, tranquilo. Uno de los vigilantes pasa sigilosamente a mi lado e inclina la frente a modo de saludo.
Respondo tembloroso, evitando demostrar que me ha dado un susto de muerte. Abro la puerta y entro. Estoy a cubierto, por fin. La cama caliente no es lo bastante grande para contener mi alivio.
Hora de desayunar. El comedor es una caseta de chapa y lona con una gran mesa comunal rodeada de negras sillas de tijera que dan a las comidas el aspecto de una reunión amistosa de directores de cine. El suelo es la misma tierra oscura y grumosa de fuera. Agito una caja de cereales. Los copos de avena suenan con fuerza: tienen mucho sitio para agitarse y entrechocar. Tomaré seca la magra ración que echo en el plato, pues no hay leche desde ayer. Jaime se arriesga un poco y toma una fruta magullada de la bandeja. Da un mordisco de prueba y luego intenta disimuladamente deshacerse del resto. Me conformare con los copos.
Felipe entra con cara de cansancio. Mira fastidiado el cuenco lleno de avena polvorienta. Musita unos buenos días. Cuando fui a despertarlo luchaba a manotazos contra el desconocido protagonista de sus pesadillas. Parece que ha perdido. Lleva la misma camisa que estrenó en los lavabos del aeropuerto de Pnom Pehn y un pantalón color gris elefante decorado con trazos de barro seco. Aquí uno acaba perdiéndole el gusto a cambiarse de ropa a menudo. Incluso Emma, a la que por algún atavismo machista considero más censurable que a los demás, descuida visiblemente su higiene personal. ¿Qué importancia tiene? En este lugar todo apesta. Sin embargo, la observo críticamente, pensando que ella debería dar ejemplo, aparecer radiante al amanecer envuelta en gasa y perfume francés.
Jaime pregunta, no porque le interese sino porque es su turno. La primera parada del día de Felipe, antes incluso de salir a mear, es encender su muy ilegal aparato de radio y oír los partes matutinos del ejército tai y los cascos azules. Lo menos que le debemos es fingir que nos interesa lo que escucha. Contento de ser el centro de atención del grupo, aun por un corto rato, afirma que no se espera ningún desastre esta semana. Por lo tanto podemos seguir serrando piernas sin preocupaciones. Cuando concluye, las enfermeras locales inquieren amablemente por cuestiones de política nacional y el contesta en su trabajoso inglés, ensayando miradas de seductor que debe de haber aprendido de un maestro bizco, convencido de que las cinco están locas por meterse en su catre. —¿Y tú? —exclama Emma apuntándome con el índice—. ¿Cómo se te ocurre pasar media noche fuera del perímetro? Y encima poniendo música, por si pasabas desapercibido. ¿Qué te ocurre? ¿Tienes ganas de que tu familia cobre el seguro antes de tiempo?
—A lo mejor les gustaba la idea —contesto—. Pero no es eso; sólo quería ver la función. Sería bastante desconsiderado para con los yanquis que nadie se quedara a verla después de tomarse tanto trabajo preparándola, ¿no creéis?
—Oí un par de comentarios en la radio —interviene Felipe—. Han hecho una buena escabechina con los pájaros de los cárteles sudacas y han dejado sin televisión por satélite a media Europa, además. Por supuesto han echado la culpa de todo a los tais. En fin. ¿Estuvo bien?
—Bah. Cualquier pueblucho perdido en el monte tira mejores tracas en las fiestas.
El comentario permite retomar el tema favorito del grupo. El Sudeste asiático es un tablero de ajedrez donde norteamericanos, chinos, vietnamitas y demás plantean secretas estrategias sin que la gente corriente sepa de la misa la mitad. Suena bien. Lo malo es que sospecho que los contendientes tampoco tienen mucha idea de lo que está pasando.
Hun Nao, el jefe del poblado, entra para comunicarnos, previa traducción de las enfermeras, que han encontrado junto al sendero un nuevo inquilino para la fosa descubierta que hay excavada a doscientos metros de las lindes del poblado. No sé por qué nos lo cuenta. Vuelve sobre sus pasos y yo recibo unas cuantas miradas penetrantes de mis compañeros. Sí, claro, yo podría ser ese infeliz con un tiro en ¡a nuca, pero no lo soy. Sonrío despreocupadamente, añadiendo un mojón a la fama de irresponsable que tengo. Detrás de la sonrisa, mis tripas son un bloque de hielo. El vaso que tengo en la mano tiembla como si quisiera convertir el zumo de naranja en un cóctel exótico. Tengo que soltarlo, o me delataré Ejecuciones de esta ralea se han convertido en un asunto habitual, rutinario. Nuestros enigmáticos vecinos han comenzado una purga con todas las de la ley. Quiénes son es una cuestión que no me quita el sueño, pero tampoco me deja nunca descansar completamente a gusto.
Emma habla de ellos con ¡a sonrisa de expectación de un niño que hace cábalas acerca del circo que está a punto de llegar a la ciudad. Parecen sentir un placer morboso al hablar de ejércitos de la jungla, ignorados, sin origen ni destino conocidos, de tribus cavernícolas en pie de guerra, de guerrilleros y traficantes de esclavos, como si la selva no fuera de por sí suficientemente peligrosa y fascinante y hubiera que rellenarla con horrores y maravillas ocultas a los ojos de la civilización: ciudades perdidas, tesoros enterrados, hordas de salvajes pintarrajeados que esperan al final del río Al principio planeaba con idéntico entusiasmo excursiones a Angkor Vat o al Gran Lago. Ahora que los templos están cercados por la milicia y las orillas del Tonlé Sap, abarrotadas de refugiados tailandeses, prefieren en cambio proyectar interminables sesiones de tiro en el patio de la abandonada esencia. Sesiones que no llegan a comenzar por temor a que el sonido de las balas atraiga otras. Estos arrojados muchachos, que de vez en cuando simulan estar prestos para la acción, están sin embargo mejor entrenados en el desasosiego. Y los remendados monigotes que hacen de dianas aguardan apolillándose, sin usar, dispuestos a ser agujereados.
Es temprano, pero ya hace calor. Vamos en grupo a la tienda hospital, pasando junto al antiguo campo de juegos, dominado por los crucificados espantapájaros, impecables. Ni una brizna de paja del relleno escapa por un desgarrón de la tela de saco, no hay un vulgar orificio en los círculos de carmín dibujados en el pecho y la cara.
Dentro huele a desinfectante. Quedan residuos del mareante olor a sangre de los primeros días. Apagados y fríos, agonizan en los rincones, en los barreños de gasas enrojecidas que esperan a ser lavadas. Hay dos salas. La mayor contiene veinte camas, la mitad de ellas desocupadas. La otra es un espacioso quirófano conectado por una puertecilla a un cobertizo anexo en el que guardamos el equipo especializado. Mal vendido, bastaría para comprar un nuevo gobierno. Afortunadamente no hay demanda de ese tipo de materia! en varios miles de kilómetros a la redonda.
La enfermera de guardia se ha quedado adormilada junto a la cortina que divide el interior de la tienda. Al oírnos entrar se despabila de repente e intenta disimular su descuido. Sonrío tranquilizador. Apenas habla inglés, fuera del proverbial e inútil «yes» y no bien termina de dedicarnos las inclinaciones rituales, comienza a parlotear con sus compañeras. Felipe cree que de él.
Una vez vestido con el blanco ceremonial, me acerco a una cama.
Mis colegas se distribuyen según les corresponde o según les apetece.
Nhiek está despierto. Cuando suda, el rostro entre mulato y amarillo y los ojos negros enrojecidos por la fiebre le dan la apariencia de un condenado que ha conseguido regresar del infierno a costa de enormes esfuerzos.
Murmura ininteligiblemente entre los dientes apretados. Pongo la mano sobre su frente. Menos ardiente que ayer, quizá más que mañana. Busco una gasa en el viscoso montón sumergido en el agua tibia de la tina y la extiendo bajo su flequillo. No parece notar ningún alivio. Compruebo que ha pasado bastante tiempo desde la última dosis de calmante e inyecto una nueva en el gotero. Poco a poco va relajándose. La mandíbula desciende unos centímetros. Puedo ver la lengua ennegrecida contorsionándose como un gusano, rastreando las palabras.
—Duele —dice. En castellano.
Estoy seguro de ello, pero no me atrevo a aumentar la dosis de analgésico o a utilizar uno de mayor potencia, si lo tuviéramos. El programa insistía mucho al respecto. No seríamos los primeros que acaban en una cuneta a causa de unas miserables dosis de morfina de Diazepan, de modo que sólo hemos llevado fármacos de la familia de las aspirinas y Nolotil. Lo que me convierte en uno de esos causantes de dolor innecesario que expacientes indignados atacan en la sección de cartas al director de las revistas médicas.
Le acaricio el pelo y aseguro que pronto dolerá menos. Charlot, la enfermera bajita, repite mi animación en el dialecto de la zona. Nhiek acepta. Es un crédulo.
Retiro la sábana con cuidado. Extraigo la prótesis preparatoria y compruebo que los músculos del muñón ya se han atrofiado del todo. El plástico del cono de contacto está limpio, la carne endurecida lo suficiente. Sí. Enseguida podremos iniciar las pruebas.
Jaime se acerca por detrás. Incluso en el hospital lleva bajo la bata la cartuchera cruzada a lo Pancho Villa. —¿Qué tal? —pregunta—, ¿Vamos desempacando?
—Aja. —Intento añadir un cierto tono de seguridad a mi voz—. Yo diría que sí.
—Voy a estar tres días en la ciudad. ¿Quieres algo?
Quería. Se llamaba Susana. Veintitantos años, muy delgada y con un corte de pelo masculino que combinaba bien con su forma de vestir.
Camiseta blanca con el emblema de una organización de ayuda internacional a la que no pertenecía, vaqueros gastados, zapatillas de deporte y un pañuelo negro anudado al cuello con el que se secaba cada pocos minutos. Yo estaba borracho. De no haberlo estado jamás habría ido tan directo al grano. Y era mi primera noche en Pnom Pehn, Me sentía libre y despreocupado, como si creyera en la publicidad de los folletos de night-clubs y prostíbulos que una legión de adolescentes repartía a la salida del aeropuerto.
Ella no bebía alcohol. Tomaba coca-cola y rechazó todos mis intentos de que compartiéramos la botella de vodka que yo había comprado en un alarde de desenfreno y luego no era capaz de rematar.
Probablemente habría combinado mal con las pastillas verdes que ella engullía de vez en cuando. El lugar era un bar cercano al hotel que intentaba dar una imagen occidentalizada, desmentida a cada instante por los camareros camboyanos y un grupo de hombres de negocios chinos que hacían continuos brindis en cantones al fondo del local. A cambio no había prostitutas ni niños coquetos merodeando por las mesas.
Era un sitio para gente concienciada, en el que los chinos debían de haber entrado por error. Sanos representantes de las ONG de medio mundo poniéndose como cubas y cantando himnos de revoluciones por siempre pendientes.
El tiempo transcurre de forma distinta cuando uno está borracho.
Habría jurado que había llegado allí poco después de cenar. Felipe había salido con Emma a ver una película (ya sabíamos que estaba casada, pero todavía ignorábamos que era una mujer fiel) y Jaime vomitaba en la habitación, víctima de un refresco comprado imprudentemente en un tenderete. Tal vez era el amanecer cuando salimos. Yo hacía eses por toda la acera y ella tenía las pupilas dilatadas y llenas de asombro, como si contemplara un escenario distinto de la calle repleta de noctámbulos derrotados que volvían a sus residencias circunstanciales.
En la recepción me equivoqué varias veces al pedir la llave. Aquello era un caos. Rubios escandinavos echados en los sillones, durmiendo a saltos. Vocingleros juerguistas golpeando las puertas del comedor y exigiendo el desayuno. Fulanas cansadas que entraban por la puerta de servicio y eran visibles durante unos segundos al dirigirse a los cuartuchos del sótano, donde dormían amontonadas si no conseguían que algún cliente las invitara a los pisos superiores. Al fin conseguí la llave y un puesto en el ascensor. Arriba nos desnudamos rápidamente. Yo tenía unas ganas espantosas de dormir y me temblaban las piernas, pero con todo conseguí apresurarme lo suficiente para ocultar la fotografía de Marta en un cajón de la cómoda. La había puesto ahí por puro afán masoquista y no era cuestión de que me estropeara la fiesta. Observé mi flácido miembro con ojos que parecían bañados en vinagre. Le di un par de palmadas amistosas tratando de reanimarlo. Sin éxito. El vodka había cortado las conexiones necesarias. Me Volví lentamente, pensando cómo saldría de esa con un mínimo de dignidad. Por suerte, ella ya se había quedado dormida.
El calor del mediodía presiona contra las paredes del cobertizo, colándose por las rendijas que dejan los tablones mal encajados. Sin embargo, dentro estamos bien. Hay un climatizador conectado las 24 horas del día por necesidades de conservación del equipo. Pido un trago de agua a Felipe, pues tengo el arroz reseco del almuerzo pegado a la garganta. Vuelca la botella para indicar que no quedan sino unas pocas gotas que enseguida se escurren del gollete. Vale. Acumulo saliva e intento tragar el pegote por mis propios medios. Repito la operación. El malestar continúa, anclado en un punto inconcreto de mi estómago. Lo dejo estar. Tenemos trabajo.
En un costado del chamizo hay una montaña de estuches de plástico y, en cada uno de ellos, una prótesis nuevecita que hemos de probar. Conectadas al simulador de estímulos, giran sobre la crujiente rodilla y dan patadas al aire siguiendo las órdenes que Emma dicta al micrófono. Me recuerdan a esos autómatas de los siglos XVIII y XIX: el ajedrecista mecánico, la bailarina, juguetes destinados a provocar el asombro pasajero de los críos, la sonrisa de superioridad de los adultos.
Yo anoto las medidas de las que funcionan correctamente y las comparo con las de Nhiek. Demasiado larga, demasiado corta, demasiado ancha. El tamaño y la forma del alvéolo que acogerá el muñón son regulables, pero hay un límite. Encuentro una que podría servir. Doy el número de serie y, al igual que un zapatero experto, Felipe localiza en un periquete la pareja. Son de color café, suaves al tacto, tibias.
Felipe saca las herramientas y comienza a ajustar los conos de contacto con admirable economía de movimientos. Salgo un rato. En la puerta, Jaime hace guardia, rechazando a los niños que pretenden curiosear. Están capitaneados por Khieu, el hijo del lugarteniente de Hun Nao, un crío musculoso y serio que aparenta una hombría prematura. A sus espaldas, los demás esperan una señal suya para abalanzarse a contemplar nuestros aparatos. La cerradura no los detendría: es un desecho recogido de los escombros de una demolición y cada vez que abrimos O cerramos parece que vaya a desintegrarse en una lluvia de escamas de óxido. Jaime quería cambiarla, pero nos convencieron de lo contrario. Aquí poner un simple candado es interpretado como un signo inequívoco de que detrás hay algo digno de ser sustraído. —¿Ya? —Tiene la frente reluciente, la camiseta de rugby llena de manchas de humedad que oscurecen los emblemas de su antiguo equipo.
Conserva la corpulencia.
Asiento. Felipe sale también; lleva en las manos las prótesis y las eleva en el aire.
—Los zapatos de Cenicienta —dice.
—Estupendo. Habrá que llamar para decir que comenzamos con el programa. ¿No, Felipe?
—Por mí...
—Pide además un envío de provisiones y pastillas depuradoras y ropa.
—Vale, vale, hacedme una lista. ¿Felipe?
—Ya voy, déjame respirar.
Jaime es nuestro chico de empresa. Ascenderá rápidamente. Gafas a lo Lennon para aparentar espíritu inconformista y el pelo apestando a remedios contra la calvicie prematura. Me palmea la espalda cuando paso. A escasa distancia, una pandilla levanta polvo alrededor del idiota de la villa, que con una sombrilla de papel agujereada intenta dar sombra a los chiquillos Se gana las miradas desdeñosas de los mismos muchachos que anteayer disfrutaban con esas sencillas diversiones. El resto del pueblo está dentro de sus casas; hasta los vigilantes sestean bajo los tejadillos de caña que cubren los puestos de guardia. Como excepción a la regla, una solitaria mujer transporta agua en dos cubos más grandes que ella. Tocada con un turbante de brillante Fucsia, parece un adorno de Navidad ambulante. El zumbido de los insectos crece progresivamente, o yo me voy dando cuenta de su existencia. Pienso en el rumor constante de la autopista que pasa junio a mi piso de Madrid.
Cerca, junto al pozo, han dejado apoyado un cubo herrumbroso. Contiene unos dedos de líquido dolando encima de meses, años, de posos.
Despreocupadamente, me lo echo encima. Los posos resbalan, una cascada de lodo negro cae a mis pies. Ahora me siento como si me hubiera cubierto con el sudor de otra persona, de un animal en celo. Ése es el alivio que consigo con el improvisado baño.
Uno de los pacientes nos preocupa. Cuidamos de los nueve restantes por imperativo hipocrático, aunque alguno podría servirnos si Nhiek falla. Miro su rostro. Duerme. Una esquirla de hueso procedente del pie lo ha provisto con una permanente mueca burlona. Un incongruente Joker. Tendrá nueve o diez años; aquí la partida de nacimiento es el borroso recordatorio de una estación especialmente lluviosa o soleada y la mala alimentación retrasa el crecimiento, lo cual complica mis intentos de asignarle una edad a ojo. Hace seis semanas pisó una mina tipo PMN que le deshizo ambos miembros inferiores hasta la mitad de la pierna. Lo demás es cosa mía. No necesitábamos sus rodillas, así que las corté con la excusa de que había que eliminar lodo tipo de tejido muerto o debilitado de las heridas, dos grotescas coliflores de músculo destrozado que la madre señalaba pudorosamente. Supongo que debería sentirme culpable, pero no es así. Vamos a darle mucho más de lo que le hemos quitado. Espero.
Echo una pequeña siesta. Al despertar, varios ojos me observan, antes con paciencia que con curiosidad. Los orientales, al menos éstos, tan distintos de los prepotentes chinos cargados de dólares, actúan de esa manera. No hablan, no se quejan. Miran. ¿Intentan transmitir de esa forma sus pensamientos? Encuadro a Dentona para que averigüe lo que quieren y centro mi atención en Nhiek. Dejé sus nuevas piernas a los pies de la cama y ahora está semi incorporado estudiándolas, preguntándose.
—Son tuyas —digo y las deposito en sus manos para que entienda.
Sé que Jaime va a enfadarse si no hago al menos una prueba de compatibilidad antes de que caiga el sol, pero estoy cansado. Este clima desgasta. O tal vez es que prefiero dejarlo con la ilusión por el regalo inesperado en lugar de estropearla con los primeros pasos del duro proceso que comenzaremos mañana. Certifico una nueva bajada de la liebre y me voy, no sin antes hacerle cosquillas y reírme de sus respetuosos intentos de evitarlo. Al marcharme, el arroz de la comida vuelve a mi boca, ardiente, espeso de bilis.
C OITO a expulsarlo al vertedero de la aldea, donde después los cerdos se regalarán con ese desecho amargo y espeso. Buen provecho.
Pnom Pehn era un decorado de cine, una falsa ciudad de cartón piedra que servía de escenario a una película enloquecida y obscena en cuya realidad uno no podía permitirse creer so pena de acabar huyendo a la desesperada. Algunos lo hacían. Vencidos por las drogas o víctimas de un ataque de lucidez, acababan aporreando los mostradores de la terminal de KLM o British, se encerraban en las habitaciones y arrojaban objetos por la ventana hasta que la policía iba a buscarlos. Al final, lodo era también parte de la fiesta.
Si se tenía cuidado, casi se podía permanecer al margen. Comer en pequeños restaurantes familiares, ir al cinc, comprar revistas en la recepción y ver la CNN en su cuarto. Como un período de descanso forzoso entre destino y destino, en un lugar remoto sin más diversiones que las inofensivas destinadas a un incipiente turismo. Pero, si uno levantaba la cabeza un momento u olisqueaba el aire, algo entraba en su sistema que le hacía sentir un escalofrío y sugerir una vuelta inmediata al hall del hotel, tranquilizadoramenté aséptico. Era un lugar para la gente que deseaba. Pero no para cualquiera. En aquel almacén se vendía únicamente lo exclusivo, lo excepcional, lo prohibido. ¿Quería uno bailar el tango con un oso narcotizado, comprar la cabeza sonriente de un animal en grave peligro de extinción, ver a tipos demacrados jugar a la ruleta rusa, matar a una mujer o un niño mientras se lo follaba, o simplemente encerrarse en una mazmorra y recibir dosis tras dosis de heroína hasta que no fuera capaz de pedir o pagar la siguiente? Había acudido al sitio indicado. Mejor. Aquí descubriría posibilidades que nunca había imaginado antes.
Y otras cosas. Pnom Pehn no era sólo la ciudad a la que las mafias expulsadas de Tailandia por el golpe de estado intentaban convertir aceleradamente en la heredera de Bangkok, antaño gran supermercado del vicio y hoy un montón de ruinas. Tenía su propia personalidad. Como capital que era de Camboya, un país que había hecho del genocidio jemer su principal atractivo turístico, sus calles estaban llenas de un sutil aroma a muerte que el perfume barato de las meretrices no conseguía erradicar.
Tampoco los deslumbrantes neones de saunas, bares y casinos lograban ocultar los estandartes de los adversarios, que esperaban en los suburbios la reanudación de la enésima de las guerras civiles, tan consustanciales al país como lo fueron a la Roma del siglo tercero. La dramática insurrección tai había dejado en segundo plano estos conflictos pero no había acabado con ellos y probablemente acabarían difuminándose a medida que los pretendientes a! trono se convencieran de la conveniencia de continuar en calma.
De no haber conocido a Susana, tal vez habría tardado más en darme cuenta. Incluso podría haber subido al helicóptero que nos llevó allí sin descubrirlo. Pero ella me lo enseñó. Esa tarde, cuando la cabeza me dolía como si fuera a explotar, se vistió deprisa y salimos juntos a las calles, que se preparaban para el gran carnaval de la noche. Saludamos a las patrullas de soldados aburridos que parecían preguntarse cuándo dejarían de custodiar Babilonia y empezarían a disfrutar de ella y entramos en garitos repletos de humo y de exiliados deseosos de negociar, donde compré para impresionarla kilos de drogas que luego eché al retrete y conversé con un interminable desfile de borrachos a los que me unían breves chupadas de una pipa de alcohol.
Al principio fue como una excursión de adolescentes por un parque de atracciones. Después, la madrugada se vistió con tonos más sombríos.
Embriagado por la noche y el vodka, la seguí hasta un barrio semi abandonado junto al Mekong en el que los servicios de limpieza no se molestaban en retirar los cadáveres. Sorteando escombros, acabé enfrentado, cara a cara, con un muchacho harapiento con insignias de alférez que allí, en el silencio y la oscuridad, tuvo mi vida en sus manos y se limitó a escupir desdeñosamente en dirección a la angulosa sombra de un tanque resguardado tras una barricada. Retrocedí lentamente, aferré a Susana, vociferante, gritando al campamento escondido y huí.
No sabía cómo volver. Susana sugería caminos que acababan siempre en callejones sin salida y en el fondo creo que quería volver para continuar— insultando a los milicianos, con quienes debía de tener cuentas pendientes de alguna noche pasada. Sus sugerencias terminaban llevándonos frente a grupos de gente hosca a punto de desenfundar; junio a locales anónimos en los que se desarrollaban espectáculos que, aun entrevistos por una brecha de la pared, resultaban estremecedores.
Cada paso que dábamos parecía interrumpir un negocio ilegal y crearnos enemigos, acercarnos a un ajuste de cuentas en pleno desarrollo, al ruido sofocante de un helicóptero de vigilancia volando bajo. Cada esquina por franquear escondía una banda de delincuentes, un matón abstraído encaramado a un montón de basura, guardando una puerta de la que escapaban reflejos rojizos y chillidos inhumanos. Caminamos durante una hora tropezando sin cesar en un territorio que no era el nuestro, hasta que una canción de moda oída a lo lejos me puso en la pista de la zona reservada a las juergas sin riesgos que preferían los extranjeros melindrosos como yo. Terminé en los brazos de un sueco que dormía en el cuarto de enfrente, enseñándole yo coplas típicas andaluzas, él sirviéndome cerveza de la enorme jaira que compartía con un par de bultos derrumbados en el suelo y Susana contemplando el cielo raso azulado del bar. Mientras yo comentaba desapasionadamente los detalles de un delirio alucinógeno, pensaba que si bebía mucho, lo suficiente, acabaría creyendo que todo había sido una burda pesadilla.
Nhiek da varias zancadas torpes, como una grulla joven probando la solidez de sus patas. Pendiente de cada uno de sus movimientos está Jaime, que además de planificador es fisioterapeuta. Anima a Nhiek con cortas exclamaciones en camboyano con acento aragonés. Tratando de complacerlo, el niño continúa andando a pesar de que es evidente cuánto le cuesta. Grandes gotas de sudor se descuelgan continuamente de su barbilla.
Es la primera sesión de estas características. Antes han estado varios días haciendo ejercicios en la cama, probando la eficacia de la interfase. No hubo ningún problema entonces. Pero caminar es un asunto más complicado que el simple «levanta la pierna-baja la pierna«, cómodamente sentado. Nhiek debe acomodarse a los breves retrasos que sobrevienen entre el momento en que su cerebro da la orden de avanzar y aquel en que la prótesis efectivamente avanza— Ahora ese lapso puede suponer una caída. Así que su paso es inseguro. Teme perder el equilibrio, teme que las prótesis no puedan sostenerlo. Y nosotros también. Contamos con varios años de experiencia en la aplicación de polímeros conductores electrónicos para la reparación o sustitución de músculos concretos y válvulas, pero nunca se había intentado hacer grupos musculares enteros con ellos.
Felipe, que es lo más cercano a uno de los creadores del proyecto que tenemos a mano, mira el paseo con aprensión. Está deseando que termine; parece un vendedor de coches usados que sabe que otra vuelta a la manzana de prueba reventará el motor del automóvil que intenta vender, cuidadosamente recompuesto. Cuando Jaime se da por satisfecho y él y Emma sujetan cada uno por un brazo a Nhiek para llevarlo de vuelta al hospital, suspira de alivio. Yo le aprieto el hombro. Todo va bien, tranquilo. Seguimos al trío hacia la tienda, precediendo a un grupo de chavales curiosos que se quedan en la puerta y fisgonean a través de la tela. Nhiek era uno de ellos, pero ahora está en una dimensión distinta que no logran entender. Ya no es el simple enfermo al que puede que compadecieran y visitaran por educación. Las nuevas piernas lo han convertido en alguien diferente. Únicamente Khieu, el líder, se queda atrás, fallo de curiosidad o descontento de que por una ver-hayan actuado sin consultarlo. Se acerca y pregunta algo a lo que no puedo contestar porque no le entiendo. Agita la cabeza enfadado y aparta a los demás para mirar lo que pasa. Dentro y gracias a las enfermeras, Jaime puede someter al crío a un completo interrogatorio que luego convierte en anotaciones sobre el comportamiento de los transductores electrón-ión de los que depende el éxito de la interfase nerviosa. Por mi parte reviso los muñones, después de quitar el almohadillado de algodón que los protege y atiendo el leve mareo que siente Nhiek. —¿Alguna queja? —pregunto después a Felipe. Estamos bebiendo combinados frente a la puesta de sol. Sin cinc, sin teatro, con la única televisión del poblado retransmitiendo 24 horas al día noticias y reportajes que harían pensar que esta devastada nación es Disneylandia y los ordenadores reservados en exclusiva para las necesidades del trabajo, es la mayor distracción a la que podemos aspirar.
—La respuesta es un poco lenta, pero dudo que tenga arreglo. Lo malo es que el sistema no está actuando como sensor tan bien como esperaba. El potencial de trabajo se ajusta bien a las condiciones ambientales, pero no al peso que soporta. Ahí tenemos un problema. —¿Puedes arreglarlo?
—Puedo. Lo malo es que Jaime quiere ir a toda velocidad con el programa.
Ya lo conoces.
El pueblo se prepara para la cena. Hun Nao pasa, seguido de una pareja de vigilantes. El nómada cazador de serpientes, con el saco medio lleno colgado de la cintura, levanta la mano como si quisiera chocar esos cinco. Es sólo un amago al que respondemos de igual forma. Oímos una risa exagerada que hace volver la cabeza a media población. Jaime acaba de contar un chiste a Enana. Ella pretende ser fiel a su marido, pero ya ha quedado claro que, en caso de cambiar de idea, Jaime es el primero de la fila.
—Pobres perros —dice Felipe, cambiando de tema por anticipado.
Empezamos a conocernos lo suficientemente bien para adivinar lo que el otro dirá a continuación. Es evidente que no le apetece otra reflexión sobre las mujeres, basada en Emma. Reflexión que acabará desembocando en Marta, inevitablemente.
Los chuchos están encerrados en un corral anexo al de los cerdos y las gallinas. Olisquean el aire en busca de rastros de la comida que ya no puede tardar. Son animales vulgares y pequeños, vagabundos por naturaleza. Extremadamente útiles, aunque de una manera un tanto desacostumbrada. Los alrededores del pueblo están repletos de minas, tanto la selva como unos cuantos campos de labranza abandonados. Una línea discontinua de estacas clavadas en el suelo separa el terreno considerado seguro de la tierra de nadie, y, cuando se desea llevar esa línea más allá o abrir nuevos caminos, los aldeanos separan a uno de los perros, lo cargan con una bolsa llena de piedras para aumentar su peso y lo siguen a distancia mientras va por una u otra zona pendiente de clasificación, señalando el trecho que logra recorrer hasta que el cielo se llena de sangre y trozos de perro.
—Alguien tiene que hacer ese trabajo —digo, apartando la mirada de unos ojos amarillos, inquisidores—. En Iraq se encargan los chiflados que intentan desactivar las minas por su cuenta para vender el metal. La mitad acaban sin brazos o sin cara a la primera, pero por lo menos ya se sabe dónde había una mina.
—Ésos al menos son conscientes de lo que están haciendo.
—No estoy tan seguro.
Ladran cuando el chicuelo encargado deja a su alcance tres cazuelas de barro llenas de sobras. El festín comienza, una orgía de gruñidos, empujones, ruidos de masticación, sujeta a una estricta jerarquía. Los débiles esperan en un rincón del cercado a que los machos dominantes estén ahitos. Después llegará su oportunidad, cuando los más fuertes sean un recuerdo sangriento esparcido sobre la tierra.
El anochecer liquida el movimiento. Los niños vuelven a casa, los hombres regresan con el azadón apoyado en el hombro y una costra de barro seco desde el pie hasta la rodilla. Los vigilantes ocupan silenciosamente sus puestos de guardia o comienzan la ronda. Felipe acompaña a las enfermeras nativas el insignificante trayecto entre el hospital y las chozas en que duermen. Una muestra de galantería que se repite diariamente y que ellas no entienden o no quieren entender. Felipe sigue durmiendo solo. —¿Qué?
—Nada. No se animan, las hijas de puta.
Muy a lo lejos suena una detonación. A diferencia de las carcajadas de Emma, ésta no llama la atención de nadie. Es la hora escogida por el vecindario para administrar justicia.
Jodimos un par de veces, aquellas raras ocasiones en que yo no estaba bebido ni ella drogada o los dos a un tiempo extraviados en nuestros vicios personales. Después charlábamos sobre España, comentando cuestiones que en la distancia ya no resultaban tan banales.
Envueltos en las sábanas, empapadas, veíamos los cambios de luz que traía el atardecer a través de las listas de la persiana. Luego encargaba la cena por teléfono, tapando púdicamente la minicámara del aparato para que el solícito camarero no pudiera ver mi sexo ni la anoréxica figura de Susana, en cuyos senos había que tener fe, ya que no constancia de su existencia.
Ella pertenecía a una organización de ayuda humanitaria. Había docenas operando en Camboya aquellos días y continuamente llegaban otras nuevas. Habiendo prohibido los tais toda intrusión foránea en su territorio, parecían grupos de huérfanos buscando causas perdidas a las que dedicarse. Los refugiados todavía se hacinaban en la frontera tailandesa aguardando la oportunidad de escapar a Laos o a Birmania, invirtiendo el sentido de las corrientes que hasta entonces habían sido habituales. Los acomodados y sus cortes ya habían dejado el triángulo de oro, pero ésos no necesitaban ayuda. Susana hablaba de experiencias pasadas en Centroáfrica y Suramérica con un tono ambiguo al que yo daba la callada por respuesta. Parecía sentirse atraída por los sitios peligrosos de una forma extraña, obsesiva. Me preguntaba por mi propia presencia allí, se enfadaba con mis intentos de esquivar el cuestionario.
Yo ya había contado lo que podía sin avergonzarme y el resto lo guardaba celosamente para evitar su censura. Se sorprendía de que tuviéramos que perdernos en el campo habiendo en Pnom Pehn un hospital especializado en los casos que íbamos a tratar y yo aducía razones técnicas. En realidad, era puro marketing. Los responsables de la empresa consideraban que un reportaje de nuestros logros realizado en un pueblo dejado de la mano de Dios impresionaría al comité encargado de la ONU en mucha mayor medida. Ya había demasiados vídeos rodados por nuestros competidores en laboratorios estériles y superprotegidos.
Los occidentales formábamos grupos cerrados que se hacían y deshacían a medida que llegaban aviones o salían convoyes hacia la frontera. Nuestros foros de debate eran las mesas acristaladas de la cafetería del hotel: largas tertulias políticas antes de zambullirse en el caos de todas las noches. Haciendo un intermedio entre los sudores de Ja habitación y el hambriento bullicio de fuera, bajábamos a mezclamos en ellas sin presentarnos ni necesitarlo. Susana zigzagueaba entre opiniones, más o menos como todos, inseguros de qué era verdad o mentira. Los generales [¿lis, promotores de una revolución inesperada y trágicamente exitosa que amenazaba con extenderse por toda Indochina, eran unos ultraderechistas de tal calibre que hasta el ala progresista de las reuniones acababa exigiendo una intervención norteamericana. Cuando me hartaba de tanta seriedad, ponía la nota estrafalaria y Felipe me apoyaba por antipatía hacia los demás. ¿Pero por qué no? Hacían cosas curiosas, como ropa interior con la piel de los proxenetas y los traficantes que no habían tenido el buen juicio de huir de Bangkok a tiempo. Joder, eso era tener estilo. Merecían que alguien los defendiera, aunque ello me supusiera acabar a la gresca con un responsable de emergencia que en teoría debería haber sido el que tuviera mayor simpatía hacia nosotros.
Acabamos aislados, pero no puedo decir que nos importara. Aquella gente sólo era una compañía agradable cuando una andanada de estímulos artificiales los hacía renunciar a sus máscaras de probidad.
Excepto en el caso de Susana, a quien las pastillas convertían en una Juana de Arco novata y ansiosa que en cuanto me descuidaba volvía a llevarme fuera del confortable gueto, a los lugares donde había hambre, padecimientos, el rictus paciente de un asesino en potencia dudando si empezar ya su carrera de verdugo; a los campamentos incontrolados que abarrotaban la inmensa explanada de la Plaza de la Democracia, allí donde amanecía con el olor de los campos en llamas en el aire y el descubrimiento de desperdicios humanos llevados por la lluvia de medianoche a atascar la boca de las alcantarillas. Entonces era un consuelo regresar a las mesas dispuestas para el desayuno y saludar a aquella misma gente, pálidos y con los ojos enrojecidos, que unas horas de sueño volverían a convertir en el Dr. Jeckyll y saber que uno podía contar con su burguesa desaprobación en el futuro.
Los tres días se convirtieron en cinco. Finalmente conseguimos permiso oficial y transporte. Una mañana Jaime, Felipe, Emma y yo fuimos al aeropuerto y, pasando por entre una masa de turistas que habían tenido que hacer una inesperada escala en su trayecto hacia!as soleadas playas vietnamitas, llegamos al parche de hormigón resquebrajado en el que reposaba un antediluviano Aérospatiale Puma que abriría para nosotros las rutas de la selva. Vimos a varios ex compañeros de discusión merodeando por la terminal, atentos a los reactores, como antiguos augures estudiando el vuelo de las aves. No quisieron despedirnos, no nos reconocieron quizás. Susana no había ido.
Un beso en la recepción, un número de teléfono garabateado en una servilleta y al que nunca recurriríamos. Dijo que estaba pendiente a su vez de un permiso y quería estar preparada para salir en cualquier momento. Sospecho que en realidad le preocupaba el tiempo que pudiera restarle a la búsqueda inclemente del martirio. Como otros miles a los que las circunstancias de la tregua retenían allí, alejados de la posible satisfacción de inconfesados afanes masoquistas.
Subimos, despegamos. Enseguida se ocultaron tras el horizonte los suburbios y las interminables filas de camiones cargados de alimentos y medicinas retenidos por los militares. Me sentí liberado de la tensión que me había acompañado esos cinco días, temiendo siempre que las mareas del desastre rebasaran los frágiles diques establecidos por el alto al friego sancionado por la ONU y se estrellaran conmigo en medio. Pensaba que nos quedábamos fuera, ajenos a la vorágine que habíamos compartido por casualidad. Entonces no sabía lo que vendría. Los horrores que no ocupaban cabecera en los informativos y que pronto iba a conocer. Sólo pensé que dejaba atrás los imprevisibles y amenazantes ejércitos tais, la guerra civil en pausa y los omnipresentes pistoleros de alquiler, para disfrutar de nuevo del placer de una existencia ordenada.
Khieu, el primogénito de Ahmad Ya, tiene aproximadamente la misma edad que Nhiek. Es más alto y fuerte, líder por naturaleza de la muchachada local. Hasta hace unos días era un mero figurante.
Indiferente a nosotros, excepto cuando interrumpíamos sus incesantes correteos o quería un chicle o que sacáramos un cachivache nuevo. Y de repente, desde que hemos comenzado los ensayos, se ha convertido en nuestra sombra.
Al principio pensé que se debía a un simple conflicto de intereses.
Al necesitar un lugar donde Nhiek pueda ejercitarse, los hemos privado inconscientemente de sus campos de juegos. Aquí no sobra espacio. Así que comencé creyendo que su presencia, inmóvil y desafiante, era una protesta contra nuestra intrusión. Pero la protesta duraba demasiado y Khieu estaba excesivamente atento a las evoluciones de Nhiek, dispuesto incluso a disputarnos a Felipe y a mí la primera fila. Tras él se reúnen los demás críos del poblado y ahora el inválido disfruta de un público fiel al que suele dedicar sonrisas y muecas con creciente confianza. La única conclusión que se me ocurre es que están fascinados con las prótesis, pese a que todavía distan de funcionar con la eficiencia que esperamos.
Felipe llega con noticias frescas. Un Boeing se ha estrellado a trescientos kilómetros, en medio de la jungla. Imagino la escena: cuerpos colgando de los árboles, desparramados por la vegetación. El accidente ha sucedido cerca de Anlong Veng, el último reducto conocido de los jemeres rojos, de modo que a estas horas los guerrilleros deben de estar muy ocupados saqueando los restos. También es probable que las víctimas no lleguen nunca a ser recuperadas. Aun desvalijadas no faltará quien las atienda, empero. La selva tiene hambre.
—Indochina se está convirtiendo en la estrella de la temporada, ¿eh? —comento. —¿Los jemeres siguen existiendo? —pregunta Emma haciendo como que no me ha oído.
—Muy debilitados. Han sufrido varios fraccionamientos. De todas formas, llevan mucho fuera de circulación, perdidos en las montañas.
Cualquier afirmación sobre ellos son ganas de especular. Tal vez hayan pasado a la historia.
—Ojalá —manifiesta Jaime—. ¿Os acordáis de Choeung?
—Sí. Qué espanto.
Choeung y su Museo de los horrores era la única salida del pueblo que habíamos hecho hasta la fecha y en mi opinión nos la podríamos haber ahorrado. Las calaveras, apiladas por decenas de miles, acababan provocando una sensación de irrealidad, como si fueran pisapapeles expuestos en una tienda de venta de recuerdos. Uno no podía hacerse a la idea de que todos aquellos cráneos rescatados de las fosas comunes hubieran sido personas vivas alguna vez. Parecían, absurdo de absurdos, productos manufacturados. Y en cierto modo lo eran, fabricados por la principal industria de Camboya, todavía activa y boyante. —¿Alguno tiene la revista? —inquiere Jaime de sopetón aprovechando que Emma ha salido a hacer uso de la letrina comunal. Se refiere a un Playboy descolorido que nos vamos pasando cíclicamente y que constituye el eje de nuestra vida sexual.
—Luego te la paso —dice Felipe. Me mira de reojo: Emma sigue en sus trece.
El paseo de sobremesa es un recorrido entre cabañas, arriba y abajo. Los senderos que salen del villorrio acaban en los campos de arroz o se detienen en seco en medio de ninguna parte. Al otro lado de la línea de estacas uno se aventura bajo su propia responsabilidad y ninguno de nosotros se ha atrevido a hacerlo de momento. Es el precio que hay que pagar por ir a la región del mundo con mayor densidad de minas y guerrilleros por kilómetro cuadrado. Me siento enjaulado. Querría repetir una experiencia como la noche sobre ia colina, pero ya no tengo excusa y tal vez tampoco valor. Me estoy asfixiando y no hay nada que hacer al respecto, salvo alguna estupidez que me haga volar por los aires o recibir un balazo.
Entro en el hospital buscando distracción en el trabajo. La mayoría de las camas están vacías. Las enfermeras charlan ociosas y yo casi querría que alguien sufriera un accidente con tal de tener una ocupación.
Nhiek está despierto y habla con Khieu, sentado junto a la cama. Antes que un niño visitando a su amigo convaleciente parece un aprendiz, inseguro.
—Hola-dice Nhiek. —¿Bien?
—Bien. Fuerte.
Eso es todo lo que da de sí su castellano, que es bastante superior a mi camboyano. Últimamente hemos perdido contacto. Son Jaime y, en menor medida, Emma quienes guían ahora sus pasos, nunca mejor dicho. Le tomo una muestra de sangre, que sufre sin pestañear. Mera rutina. Su aspecto ha mejorado mucho: superados ya los efectos traumáticos de la amputación, descartado el riesgo de infección, es un chico normal, pero sin piernas. Y se lo ve satisfecho. Ahora es el centro de atención y hasta Khieu, que seguramente era sujete y objeto de admiración, pasa las horas muertas al servicio de su abundante tiempo libre. Si supiera lo que le espera, su satisfacción sería aún mayor.
Me voy. La mirada de Khieu se clava en mi espalda, quiere traspasarla.
Hemos abierto las maletas y sacado ropa que habíamos reservado para la ocasión y ahora nos repartimos por las posiciones prefijadas, la piel irritada por el roce de prendas que no llevan semanas adheridas a ella, que le son extrañas. El pueblo también está movilizado; nos siguen dócilmente y el director de orquesta, Jaime, distribuye a los campesinos, que al instante abandonan el puesto que se les ha dado y migran curiosos hacia los puntos donde, haciendo gestos y malabarismos, Jaime prosigue el inútil intento de componer una escena a su gusto.
Por una vez tiene ayuda. De los dos hombres que constituyen el equipo de filmación, uno está sentado en el piso del helicóptero, las piernas colgando y la colilla de un porro haciéndose humo bajo la chata nariz; el otro acompaña a Jaime, da consejos, repite las advertencias e indicaciones. Hacen un buen equipo. Felipe conversa con el piloto, un cincuentón decolorado por el sol, tan viejo y cascado como el aparato que lleva. Emma contempla el boscaje y pregunta si los guerrilleros tendrán misiles tierra-aire.
—Si los tienen, no los han empleado. Gracias a Dios. —Porque, si lo hacen, nuestra única posibilidad de salir de allí será un largo viaje en jeep por una carretera que a duras penas merece ese calificativo. Eso si no estamos dentro, en cuyo caso el problema dejará de ser relevante.
—No tendrían motivos. Somos civiles. —Emma señala los emblemas de la ONU pegados al fuselaje del helicóptero. Una serie de círculos despintados indica que distan de ser las únicas escarapelas que ha vestido.
—Tú fíate de la Virgen y no corras, anda. —¿Sabéis todos lo que debéis hacer? —chilla Jaime y los campesinos asienten en masa. Ellos también han desempolvado sus mejores galas.
Parecen asistentes a un baile de fin de curso de mediados de los ochenta.
Jaime ha escrito una hoja para cada uno con el guión de referencia.
En el mío dice: «Estás reconociendo a un enfermo en segundo plano mientras la cámara registra una vista general del hospital. Llevas bata y has levantado la sábana para examinar las heridas de las piernas». Podría habérmelo dicho de palabra, pero Jaime está convencido de que todo el mundo es imbécil menos él y actúa en consecuencia. —¿Tú que haces? —le digo a Emma, agitando la cuartilla. —¿Yo? Oh. —Examina un párrafo en el que se han evaporado la mitad de las letras—. Casi nada. Estoy de decorado. En realidad, no tendría que salir ninguno. No hace falla.
—Qué más da. ¿No quieres tus quince segundos de fama?
—Me es indiferente.
Jaime viene hacia mí con el tío de la cámara detrás y vamos al hospital. Mi turno. El número de enfermos o heridos ha descendido tanto que hemos tenido que recurrir a voluntarios para llenar las camas. El tipo al que debo Ungir que visito es un vejete simpático que a duras penas consigue mantener la expresión dolorida que se espera de él. Me acerco disfrazado con una bata impecable, murmuro una chorrada y alzo la sábana verde. Debajo, dos sarmientos arrugados que se retuercen nerviosamente; una mano, con las uñas largas y cerúleas, busca afanosa la fuente del picor. Espero oír un «¡corten!» que remate la pantomima... y me quedo esperando.
En el exterior, el foco ha pasado a iluminar a Felipe. Sostiene una prótesis cuyas características enumera una a una. Como su voz es un tanto débil, el camarógrafo retoca el filtro del micrófono y le indica que vuelva a comenzar. Lo hace. Antes ha bromeado como el que más acerca de la llegada del equipo de filmación y el reportaje, pero ahora está serio.
Excesivamente serio. Puede que se haya dado cuenta de la importancia que esto puede tener para su carrera. A mí me espera un puesto en un hospital público de Madrid, a Jaime un sitio en la junta directiva de la compañía. Emma cuenta con un esposo rico que le permite tomarse el trabajo como un hobby al que puede renunciar sin apuros. A todos nos conviene el éxito, pero para Felipe es la diferencia entre el cero y el todo.
Si fracasa engrosará las listas de los desocupados. Triunfador, tendrá las puertas del cielo abiertas para que las franquee. —... lo que hace que el funcionamiento de los músculos artificiales sea idéntico al de los naturales —asevera. Cada pocos minutos, Jaime pide una pausa y le pasa una gasa por la frente. La retira húmeda, arrugada—.
Los impulsos eléctricos, generados por los pulsos iónicos y químicos que transmite el sistema nervioso, desencadenan un conjunto de reacciones químicas en la estructura del polímero y, en consecuencia, variaciones en la conformación de las cadenas. Cuando las reacciones son de oxidación, el principio de electroneutralidad hace que la estructura polimérica se abra y penetren moléculas de agua y contraiones: el volumen crece.
Cuando la reacción es de reducción, sucede lo contrario. De esta forma, combinando procesos paralelos de oxidación-expansión y reduccióncontracción en un sistema multicapa que posee polímeros conductores y polímeros flexibles, logramos una réplica extremadamente funcional de las fibras musculares que ya conocemos. E! suministro de energía está integrado en la propia prótesis, lo que elimina la necesidad de fuentes externas y consiste en una batería totalmente orgánica compuesta de membranas formadas por polímeros de alta conductividad iónica en los que se almacenan las cargas.
Traga saliva antes de lanzarse a describir lo que realmente hace tan especiales las ortopedias que estamos experimentando.
—Con todo, el elemento realmente revolucionario es la interfase conductor eléctrico-neuronal que permite que el sistema esté completamente bajo el control del individuo, basada en una nueva categoría de transductores electrón-ión rápidos, fiables y biocompatibles obtenidos a partir de la síntesis de una nueva categoría de compuestos, desarrollada en nuestros laboratorios, que posibilitan la transformación de pulsos amónicos en catiónicos con una eficacia sin precedentes, permitiendo así una completa retroalimentación sensorial.
Supongo que aquí introducirán un montaje de las distintas grabaciones de Nhiek que tomaron ayer. Salió con la compostura de una estrella de cine veterana frente a un auditorio hechizado por las cámaras de vídeo. La piel de metal de las piernas brillaba al sol, bruñida ya después de semanas de trabajo al aire libre y con señales que en la distancia parecían imposibles cicatrices, allí donde habían estado pegadas las calcomanías que habíamos retirado precipitadamente antes de rodar.
Cuidadoso con sus ejercicios, Nhiek caminaba arriba y abajo, estática esa inocente sonrisa de anuncio de coca-cola que en e! tercer mundo recibe a los equipos de televisión, aumentada por la deformación accidental del rostro. Querían que corriera un rato o diera unos saltos, pero Felipe lo prohibió expresamente. Jaime, que no es capaz de decir que no a quienes considera una influencia potencial para su futuro, dudó hasta que le indiqué que una eventual caída podía destrozar el plan de rodaje previsto.
Y él, que había tenido que enseñar a Nhiek a andar de nuevo, debería haberlo sabido mucho mejor que yo. El tiempo de reacción de los músculos artificiales está estabilizado en un cuarto de segundo, lo que en los músculos naturales sería una respuesta relativamente lenta y eso obliga a reaprender cualquier tipo de proceso locomotor como paso previo indispensable para poder realizarlo con naturalidad. En caso contrario, e] cerebro va más deprisa que las piernas y ya habíamos tenido que recoger a Nhiek del polvo suficientes veces para saber lo que ocurría en esos casos. Por otra parte, aún había que perfeccionar e¡ sistema de suspensión de la prótesis; las posibilidades de que a Nhiek se le cayera una pierna tras realizar un movimiento brusco eran bastante elevadas.
Contando con las lógicas precauciones, había estado bien. Una correcta exhibición de pasos hacia atrás y hacia adelante sin demasiadas vacilaciones. Con tiempo suficiente para practicar andaría tan bien como los otros chicos y los superaría corriendo. Las prótesis no se cansan, no generan toxinas ni exigen un continuo aporte de sangre rica en oxígeno.
Su corazón y pulmones estarían relajados, trabajando al ritmo habitual de un nombre despierto en reposo, mientras corriera los cien metros lisos o saltara vallas. ¿La sentencia de muerte para el atletismo clásico, quizá? ¿Por qué no? Desde la restauración de los Juegos Olímpicos, los deportistas han recurrido a todos los trucos disponibles para mejorar sus marcas; tal vez cortarse las piernas o los brazos sea la práctica habitual de los futuros aspirantes a recordman mundial.
Y de repente, oyendo a Jaime repitiendo esa misma observación, que yo había hecho durante la comida, tengo un escalofrío. La imagen de una olimpiada llena de mutilados me hace darme cuenta de que esto que protagonizamos con desgana, locos por acabar y quitarnos de en medio, será recordado como un punto de inflexión. Nosotros no mirábamos más allá del presente inmediato: conseguir el jugoso contrato que ofrecía la ONU por una propuesta en la que basar un programa monstruo de rehabilitación de víctimas de minas antipersonales y desaparecer con un porcentaje de los beneficios. Sin embargo, las aplicaciones del proyecto eran tan numerosas que inevitablemente aquello iba a suponer un cambio crucial y no sólo para un grupo de desgraciados en países muertos de asco: este pequeño episodio se convertía en un hecho más trascendente que el rosario de guerras civiles que se desgranaban alrededor; un hecho que alguien comprenderá al ver el reportaje que se estaba rodando, a Nhiek exhibiéndose desvergonzadamente delante de sus paisanos, a mí perdido al fondo realizando tareas imaginarias y le hará decir refiriéndose a alguna consecuencia inimaginable: «Ahí empezó todo». —¿No quieres decir unas palabras para la posteridad? A título personal —le digo a Felipe, empuñando un trozo de palo que acabo de recoger. —¿Por qué iba a querer? —refunfuña. Quería repetir la explicación, pero Jaime, que no tiene alma de director perfeccionista, dijo que ya estaba bien. Ahora repasa sus comentarios, midiendo cada palabra según el efecto que producirán en el público al que van destinadas.
—Piensa, tío. De momento es la recuperación de heridos de guerra, pero luego vendrá el mercado civil. Considerando únicamente a los viejos que no pueden dar tres pasos seguidos sin bastón, ¿tienes idea de la demanda que va a haber? ¿Tienes idea de la cantidad de gente que vas a ver por la calle con un par de ésas dentro de cinco años?
—Un montón, supongo. Por algo la compañía se ha gastado una fortuna en asegurar la patente. —¿De veras?' —Tontos no son.
Decepcionado al comprobar que mi mente es menos ágil que la de los leguleyos de la empresa, observo a Jaime tratando de convencer a Emma para que los acompañe a él y al equipo en una celebración que imagino convirtiéndose con rapidez en reunión privada. El piloto felicita a Felipe y se pierde entre las chozas con una botella de Pernod tiernamente acunada en los brazos, una ruina de los trópicos. La fiesta ha terminado.
Los invitados se retiran y el anfitrión afronta una noche de limpieza.
—Es su última oportunidad —digo—. Hoy o nunca.
—Apuesto por nunca. Conozco al marido de Emma y nadie cambia Jabugo por chope.
—En ocasiones apetece chope.
Khieu se acerca, capitán de una brigada de muchachos silenciosos e inquietos. Felipe me da un codazo. La metamorfosis de los chicos y en especial de Khieu, no le ha pasado desapercibida. Detrás alborota el imbécil, desconsolado al haber sido apartado sin contemplaciones de los intereses del grupo. Se detienen frente a nosotros y nos miran con serenidad, pero también con urgencia. Quieren algo: el qué, la barrera del idioma me impide saberlo. Podríamos llamar a las enfermeras para intentar un diálogo a tres bandas pero ellas pretieren hacer caso omiso de los niños; no nos han explicado el motiva. Quisiera librarme de ellos y pasar el resto del día dedicado a las efusiones alcohólicas. En lugar de ello, consulto dubitativo a Felipe. —¿Qué pasa? ¿Qué hacemos?
—Yo qué sé. Darles un pairde gritos pura que se vayan. —¿Tú eres capaz?
—Joder, no. Los cabrones han elegido bien el objetivo. Anda que Jaime iba a tardar más de tres segundos en enviarlos a tomar por —¿Entonces?
—Deben de querer salir también en televisión, me imagino. Vamos a pedir una cámara y hacemos como que los fumamos un rato, a ver si así nos dejan en paz.
Hacemos lo que Felipe sugiere. El idiota aplaude y los niños corretean y saludan, hacen monerías, agitan los brazos como acróbatas borrachos. El único que permanece firme a un lado es Khieu. Frío, tenso, parece que su insatisfacción se estuviera convirtiendo en odio, o desprecio. Cuando termina la pantomima, patea una piedra suelta y desaparece tras la escuela. Yo sonrío incómodo a los muchachos, que observan con estupor su marcha. Salvo él, ninguno se ha dado cuenta de que la cámara estuvo desconectada todo el tiempo.
El día de la partida amanece oscuro. Un manto de nubes negras esconde el sol y hace furtivos nuestros movimientos, mientras llevamos el equipo y nuestras cosas a la parte de atrás de la amplia cabina. Las enfermeras están junto al helicóptero, esperando educadamente a que nos marchemos. Ellas permanecerán aquí. Pronto otros médicos vendrán a hacerse cargo de la tienda-hospital. Si los planes de las Naciones Unidas para la zona salen bien, este poblado acabará proporcionando asistencia médica a una región de considerable tamaño. Yo no apostaría por que vaya a ser así.
Además de los nubarrones, otro acontecimiento decide el signo de la jornada: el hallazgo de uno de los vigilantes asesinado en su puesto de guardia, con el cuello pulcramente cortado de oreja a oreja. Lo encontraron sentado, con una vieja revista de motociclismo sujeta con fuerza en las manos, el rostro transformado por la total sorpresa en una máscara kubuki. La sangre, abundantemente regada, había cambiado su camisa de amarillo chillón a un marrón impuro, sembrando la tierra de costras irregulares en las que se han multiplicando las moscas durante la noche. Nosotros tan sólo pudimos certificar la muerte, liberar a los labriegos que esperaban nuestro juicio para reemprender sus faenas y acompañar el cuerpo hasta su lugar de sepultura. Mientras lo cubrían, pensaba en si lo conocía o no y no podía decidirme.
El acontecimiento apenas ha causado conmoción en el pueblo. Esta gente está acostumbrada a que lo peor sea un constituyente fundamental de sus vidas. En cambio, ha provocado un sutil cambio en nuestro comportamiento. Si nos creíamos seguros, esa certeza acaba de evaporarse. Si actuábamos como unos ingenuos pensando que los incógnitos asesinos que pueblan la selva, acampados —¿haciendo qué?—, permanecerían indefinidamente al otro lado de la línea de estacas, ya hemos dejado de hacerlo. Intentamos disimularlo. Sin embargo, lo cierto es que estamos ansiosos por partir y multitud de pequeños detalles delatan ese afán. Estallidos repentinos de ira o impaciencia que quedan sin explicación, prisas excesivas, los Kalashnikov de nuevo colgados al hombro por mucho que estorben al cargar y descargar bultos. Así como el aumento en la presión del aire anuncia la inminencia de la tormenta, el asesinato ha hecho que percibamos próximo e¡ peligro. El refugio ya no es tal, el paisaje se ha modificado. Las fieras han dejado el bosque y rondan las lindes del jardín aguardando la llegada del crepúsculo para aventurarse entre los setos. Incluso el piloto está nervioso y discute a voces el plan de vuelo con Jaime. Su nariz es sensible a los vientos de la guerra. Bien distinta es la actitud de los miembros del equipo de vídeo: descansan tranquilamente sumidos en un ensueño de marihuana, envidiados por lodos.
Escuchamos un trueno. Felipe bufa y se apresura con un racimo de prótesis embaladas en un brazo y la radio en el otro. Lo último que ha dicho antes de que la apagaran es que los tais avanzan hacia la zona desmilitarizada al sur de Tailandia. Por su parte, China está destacando tropas en la línea fronteriza. Como si adivinara las probables consecuencias de esos acontecimientos, el cielo va adquiriendo progresivamente el color del agua sucia de la colada y caen de él leves cortinas de humedad precediendo a la lluvia. Dejamos la carga en el piso de la cabina y Jaime la empuja al fondo mientras tacha una línea de la larga lista que sostiene en las manos. Quedan pocas por tachar. Un viaje adicional y estaremos listos para acomodamos en tos asientos y decir adiós al villorrio y a la tensión, que empieza a volverse insoportable.
Entro por última vez en el bungalow a comprobar— si he olvidado algo bajo la cama o en la penumbra de! armario y el ambiente grasiento —una mixtura de sudor, insecticida y testos podridos de comida— me produce una anticipada nostalgia. ¿Echamos de menos lo que dejamos atrás o el tiempo pasado que no hemos de recuperar? Interesante pregunta. Una respuesta explicaría qué hago despidiéndome con la mirada de esas cabañas miserables que han constituido mi horizonte exclusivo durante varios meses, de la línea amenazante de la selva, inexplorada, fértil, odiosa.
Emma me echa encima una caja con la que no puede y que casi me derriba a mí también. Pero apenas tengo tiempo de apreciar el peso. Un estrépito de voces y confusión nos golpea de improviso y de su interior surge una horda de pueblerinos que me obligan a dejar los fardos en tierra. Histéricos, tratan de arrastrarme hacia una figura tambaleante, cruciforme, que viene por el camino principal seguida por ana tropa de plañideras y campesinos que se han quitado los cónicos sombreros en señal de respeto y desconcierto. Cuando me acerco, veo que se trata de un hombre desencajado que lleva en brazos a un niño. Es Ahmad Ya. Su paso vacilante debe de ser fruto de la impresión antes que del esfuerzo que requiere cargar al muchacho. Intento hacer un primer examen, pero Hun Nao enseguida tira de mí violentamente en dirección al hospital. Un minuto después entran presurosas la mitad de las enfermeras. Parecen más acostumbradas que yo a las emergencias. Tratando de conseguir el respiro que necesito para centrarme, doy una docena de órdenes que pretenden mantenerlas ocupadas mientras corro a buscar la bata y los guantes. Instrucciones generales, pues todavía desconozco a qué me enfrento, aunque lo sospecho. En efecto, el hombre trae a un chico con las piernas destrozadas, una de ellas prácticamente amputada de cuajo.
No fue un trueno, entonces, lo que oímos. Fue este chico, al que la sangre y la agonía velan la cara, que se incorporaba a un club ya demasiado numeroso. En el otro extremo de la sala, Nhiek contempla con ojos aterrados la escena. Aunque ahora está perfectamente, dispuesto para llevar una vida normal y con una pequeña cantidad de repuestos cruciales al alcance de las enfermeras por si pasa algo en e¡ lapso inevitable hasta que llegue un segundo equipo, no hay ortopedia posible para su memoria.
Recuerda su dolor en el dolor ajeno, lo revive acaso y se une desconsoladamente al coro de alaridos. Mareado por el escándalo, exijo que salgan todos y Hun Nao logra a trompicones que se cumpla el mandato. Un momento de paz, al fin y varias horas de trabajo por delante. Observo a través del plástico transparente a mis colegas, extrañados y quietos al pie de la escalerilla, ayunos de noticias, e indico a Gordi que vaya a informarles. Pienso abstraídamente en sus reacciones antes de que el olor picante del quirófano colme mis sentidos y yo comience a recomponer la ruina temblorosa que gime sobre la mesa de operaciones.
Cuando salgo, la lluvia ha tenido tiempo de convertir el suelo en un cenagal. La noche se ha anticipado bajo el techo de nubes. Hay luces encendidas cerca del helicóptero. Fuera, Jaime, Emma y Felipe pelean contra el aburrimiento y la preocupación, sorteando charcos dorados por el reflejo de las bombillas. Saben qué es lo que ha ocurrido. Por su forma de recibirme sé igualmente que han tomado una decisión y que no va a gustarme.
—Khieu ha pisado una mina —les informo. Siento un cierto placer fingiendo inocencia—. Ya está fuera de peligro.
—Gordi nos lo dijo —dice Jaime—. ¿Una pierna?
—Sí. La otra se ha podido salvar, pero dudo que vaya a servirle de Emma y Jaime cruzan miradas de interrogación. Discuten quién va a decírmelo. —¿Qué vas a hacer? —pregunta Emma finalmente. —¿Hacer de qué?
—Joder —exclama Felipe—. ¿Vas a quedarte a atenderlo o no?
Medito la respuesta. Ellos esperan que sea afirmativa.
—Claro —digo y subo al aparato a coger una prótesis y la maleta de Jaime. Bajo con ellas, saboreando las expresiones de asombro que provoco—. Como todos, ¿no? —¿Todos?
—Hombre, no me voy a quedar yo solo.
—Tú eres el médico —replica Jaime, rabioso. Alarga la mano hacia la maleta. La retiro de su alcance.
—Y tú el fisioterapeuta —le señalo—. Y tú la psicóloga y tú el experto en prótesis. Yo estoy dispuesto a quedarme, pero si lo hago es para que se le ponga una pierna nueva, puede que dos y para que luego vosotros tres hagáis con él lo mismo que habéis hecho con Nhiek, aunque nadie os pague un plus por hacerlo. Porque si no, para dejarlo colgado de unas muletas, tanto da que se recupere en manos de las enfermeras, que están perfectamente entrenadas para cuidarlo, que en las mías. ¿O no?
Tú decides. Todos o ninguno.
Callo. No añado los pensamientos que volaban por mi cabeza mientras reconstruía arterias, alineaba colgajos, limpiaba heridas y retiraba esquirlas de hueso y tejidos muertos. La seguridad de que un chico inteligente como Khieu no se deja atrapar tan fácilmente. Nhiek mismo fue víctima de un lamentable error, una zona considerada prematuramente como segura. En cambio, según deduje de los comentarios contradictorios de las enfermeras, Khieu había salido del sendero y caminado directamente hacia una mina semienterrada. Una mina que quizá él mismo había descubierto días atrás. ¿Por qué? ¿Cuáles son los motivos que pueden inducir a un chico sano y listo a buscar una mutilación voluntaria? No lo sé. Hace mucho que he dejado de ser un niño. Cosas que para mí son banales a él tal vez le pareció que valían la pena. El estrellato momentáneo. La fama. Recuperar una posición jerárquica que yo no considero más valiosa que una lata vacía. O tal vez el deseo de esas brillantes extremidades que hacían tan especial a Nhiek.
Un deseo que habíamos puesto en su corazón. Involuntariamente, sí, ¿pero importaba eso? Alguien había pagado lo que creía el precio. ¿Con qué derecho podíamos decir que la tienda había cerrado y el sacrificio era inútil?
—Tú decides —repetí, tragándome aquellos razonamientos, tan justos y tan inconvenientes. Si Khieu tenía éxito, si nos atrapaba en el momento justo, o por el contrario lo abandonábamos a su suerte, no importaba con que inteligentes argumentos quisiéramos d¡sfrazarlo.
Jaime volvió la cabeza en derredor, pensativo. Oliendo el cercano flujo de muerte que podía seguir su curso o detenerse entre nosotros.
Poniendo en la balanza la ética y el miedo. La tregua no podía durar, no iba a durar y nuestro contrato había expirado.
Nada nos ataba allí, al alcance de fuerzas que no comprendíamos pero que igualmente nos aniquilarían si su camino acababa cruzándose con el nuestro. En el otro platillo estaba un niño recién desbaratado cuya única esperanza éramos nosotros. En una situación semejante, Susana no habría tenido ninguna duda. Ella se habría quedado, anhelando que al fin satisficieran su ambición secreta. Probablemente por eso ella y yo nunca llegamos a congeniar del todo. Yo quería vivir.
Jaime se agachó para coger la maleta. Ya había decidido.
—Vamonos —dijo.
Y nos fuimos.