Nada personal

La adscripción de la obra de Armando Boix (Sabadell, 1966) a la ciencia ficción es un tanto circunstancial, aunque su papel en el desarrollo del género en los últimos años (al frente del fanzine electrónico Ad Astra y de la revista de cine Stalker) Fuera muy importante. Lo que realmente le gusta a este diseñador textil son los géneros, globalmente hablando y está dando salida a ese gusto con su incipiente carrera de narrador en la literatura juvenil, donde ya ha ganado el premio Gran Angular (por cierto que con una novelita de ciencia ficción, El jardín de los autómatas, traducida al francés). Y, especialmente, le atrae el «fantástico» a nivel global, en el que pueden circunscribirse sus mejores cuentos. El presente relato es una de sus pocas narraciones de ciencia ficción «pura» y debía aparecer en 1996 en el desaparecido fanzine de ciencia ficción «vanguardista» Núcleo Ubik, aunque por diferentes circunstancias ha permanecido inédito hasta hoy.

Desde el tejado de la cantina, el payaso de tres metros me invita a devorar las maravillosas Donk's Burger. Lleva media hora repitiendo su cancioncilla, insistiendo, por más que procuro no hacerle caso; su sonrisa de plástico me recuerda demasiado la de un gordo pederasta de mi barrio. Estos malditos robots no se cansan nunca. Si al menos hubiera algo mejor en lo que fijarla mirada... Sobre mi cabeza hay un velo monocromo, sin una sola nube; alrededor, ahogada entre kilómetros de cultivos, apenas una plaza circular con bancos de cemento y tres edificios modulares, como se ven a miles en todas las áreas de descanso de la Unión. Se supone que la gente las usa para comer alguna cosa o estirar las piernas cuando se harta de estar metida en los vagones del sub; sin embargo, con todo lo que llevo aquí, no he visto aparecer a más de una docena de personas. En esta época de prisas, los diez minutos de intervalo entre tren y tren se consideran un derroche excesivo.

Yo, en cambio, llevo rato esperando. Mi tiempo es muy caro; pero, si la Organización está dispuesta a pagarlo, no pienso poner objeciones.

Era importante llegar primero. La salida del sub es un cuello de botella vallado a ambos lados. Detrás sólo quedan los andenes y el túnel; delante, los edificios de la cantina, el drugstore, los aseos y, más allá, los campos de cereales. Si hiera Hassib el que estuviese aguardando, podría llegar a sospechar al verme y echar a correr hacia los cultivos. Un trabajo difícil. Ahora no tiene más remedio que acudir a mis brazos o retroceder a la estación, de donde nunca saldría.

Espanto las moscas, empeñadas en asaltar mi nariz, mientras entorno los palpados, aburrido. Control se molesta y me advierte que no duerma, utilizando su mejor tono martilleante en el interior de mi cabeza.

Nos dicen que es un grupo de apoyo, que Control está detrás de nosotros para servirnos; pero lodos sabemos que no es así. Nos vigilan, siguen nuestros movimientos a través de la propia mirada, del oído, registrando cada uno de nuestros pasos, para asegurarse de que cumplimos con eficacia la misión. A algunos les molesta; a otros, en cambio, los excita. A mí me da igual. La mayor parte del tiempo ni pienso que están ahí, acuclillados sobre los hombros. Es mucho mejor. Vuelvo a abrir los ojos, verdaderas joyas de la microelectrónica con pupilas de 5 mm Pancolor.

Prefiero enfrentarme con el paisaje antes que soportar su insistencia.

Odio el campo. No es mi medio. Este olor a polvo en el aire que me irrita la nariz, esta monotonía,, el silencio... Sólo los muertos no se mueven. Prefiero el fluir de las gentes por las calles, sus charlas confundidas entre música de anuncios y las auroras de neón en la noche.

Mis acelerados sentidos necesitan estímulos para funcionar correctamente. Esta tranquilidad me exaspera.

Con la Red creyeron que las ciudades se des con gestionarían, que sería posible trabajar y acceder a la mayoría de los servicios sin moverse de casa, estuviera donde estuviera. "¡Y una mierda! La gente es gregaria por naturaleza. Más que nunca, las ciudades son inmensos pozos de gravedad que engullen cuanto se les pone por delante. Además, la Red no ha resultado tan eficiente como muchos adoradores del chip habían imaginado. Resolvió problemas, es cierto, aunque ha generado otros diferentes. No es segura. Hay demasiados vaqueros cabalgando por las líneas a la caza de material caliente. Chicos listos, que jamás dejan su culo al descubierto. Una interceptación, un comando tecleado en su consola y miles de datos viajan camino del cliente adecuado. Limpio, sin huellas, sin un rastro que se pueda seguir si son buenos profesionales...

De todos modos deberíamos reconocer sus servicios; gracias a ellos los viejos tiburones cansados de nadar tienen un modo de ganarse la vida.

Como Hassib.

Cuentan que de joven era muy bueno, duro como una roca, con reflejos: un verdadero artista con el cuchillo. También poseía astucia, algo que suele escasear entre los matones. Ahora tiene demasiados años para ir asustando tenderos y la Organización le ha asignado este trabajo. Dos veces al día, una por la mañana y otra de vuelta por la tarde, hace el trayecto Madrid-Barcelona. Siempre lleva un maletín y en su interior un único disco con un gigabyte de información: los datos diarios de la Organización, demasiado reservados para lanzarlos a la Red, pero que deben llegar a las diferentes delegaciones. No está solo en estos viajes.

Pese a que este sistema de correo, el más eficaz para evitar el espionaje, no es absolutamente seguro, las grandes corporaciones lo utilizan aún más que quienes nos movemos al margen de la ley. Como suele suceder, cualquier actividad genera otra paralela dispuesta a lucrarse con su existencia. Copiar la información de un disco es fácil y su precio en el mercado negro bastante alto. Son pocos los mensajeros que no han cedido alguna vez a la tentación de hacerse con un Sobresueldo, vendiendo a terceros lo que supuestamente deben proteger. Los jefes lo saben. Todos lo saben. Es una pérdida asumida como inevitable y apenas merece un escarmiento al mensajero demasiado pródigo, para recordar a los demás que no conviene excederse. Generalmente una pierna rota suele ser suficiente aviso. Por eso me pregunto qué demonios habrá copiado Hassib para recibir una condena de muerte.

Casi compadezco al pobre tipo. Le han ordenado recoger aquí un paquete especial, muy secreto. Un lugar tranquilo para actuar con discreción. Seguro que viene hacia aquí satisfecho, gastando ya en su cabeza el dinero de la prima. Palpo el bolsillo de la cazadora. Ahí está la pistola. Es un gesto inconsciente que no debería hacer: observado en otros, más de una vez me ha servido para adivinar dónde guardaban el arma y actuar en consecuencia.

Una vaharada de aire caliente y cargado de ozono brota de la boca de la estación, cruza la plaza y me golpea.

—ATENTO. ACABA DE LLEGAR UN SUB.

La voz de Control zumba usando mi propio cráneo como caja de resonancia. Resulta bastante desagradable y deforma el timbre haciéndolo irreconocible. ¿Quién se ocupará hoy de mí? ¿Erckmann y sus chicos? ¿García?

Empiezan a salir pasajeros. Una anciana en una silla mecánica, un grupo de chicos escoltados por su profesor. Se arremolinan en grupos y lanzan gritos de excitación: seguro que salen por primera vez de la ciudad. No me dejan ver quién viene detrás. Me levanto.

—AL FONDO. EL HOMBRE DEL TRAJE MARRÓN.

Pasa la horda chillona y se dirige a la cantina en busca de refrescos y hamburguesas. Veo por fin a Hassib. Está pálido, más de lo acostumbrado en los que vivimos bajo las cúpulas. Me basta mirarlo para descubrir que lo sabe. Sabe que la Organización lo ha sentenciado, que todo es una encerrona. Aun así, ha acudido. ¿Para qué intentar huir?

Nadie marcado lo ha conseguido. Se dirige despacio hacia mí, con los brazos separados del cuerpo, en una mano su cartera, la otra mostrando la palma vacía. El gesto es claro: salvo por lo que pueda ocultar entre sus ropas, está indefenso. Hassib es de la antigua escuela: nunca aceptó implantes. Dice que son una ofensa a la obra de Alá. Quedan pocos como él.

—Hola, Ab. Dame un minuto, ¿quieres?

—No puedo escucharte, Hassib.

Pero no hago nada para detenerlo.

—Déjame hablar con los jefes —añade rápidamente, como temiendo que no lo deje acabar—. Si me pudiera explicar seguro que entenderían.

Yo no sabía qué había en el disco, Ab; la contabilidad de las timbas ilegales, listados de sobornos, de proveedores en Taiwan, eso creía llevar: minucias por las que la competencia paga bien, como siempre... Pero, aunque lo copié, no llegué a pasarlo. Por mis muertos que no lo hice.

Antes de llevárselo a El Gallego examiné el contenido y entonces comprendí...

—Calla; no continúes. No quiero saber más. —He sacado la pistola y le apunto—. Odio que suceda de este modo; pero si me obligas...

Enmudece. Mira el negro cañón del arma. La apoyo en mi costado, ocultándola con el cuerpo a la mirada de los clientes de la cantina. No tiene ningún motivo para pensar que exagero. Escoge vivir unos minutos más.

—Vamos. No lo alarguemos innecesariamente —digo.

Con un movimiento de la pistola le señalo un camino que se inicia junto al drugstore. Hassib echa a andar delante de mí. Guardo de nuevo el arma en el bolsillo, aunque mantengo la mano en ella, listo para utilizarla.

—Ab, dame una oportunidad —insiste, mientras se dirige a la salida del área de descanso—. Si creyera que es imposible arreglar esto no habría acudido. Los jefes piensan que actué de mala fe, pero no es así. Que los de Control los llamen. Sólo es un minuto. ¿Qué es un minuto, Ab? ¿No me lo concederías para salvar una vida?

Nos alejamos de las risas de los chiquillos, de la cháchara continua del payaso de plástico. Un momento antes Hassib parecía a punto de llorar; ahora reúne fuerzas y su voz se eleva más furiosa que asustada.

—No es justo. ¿Pueden reprocharme algo antes de esto? Saben que no; siempre he sido un perro fiel. Pequeños trapicheos, eso sí, como hacen todos, como debes de hacer tú, Ab. Migajas. Nada que perjudique realmente a los nuestros. Además, no es por vender información por lo que quieren matarme. Me perdonarían si no fuera por este último y jodido disco. Y estaba casi vacío. ¿Lo creerías? Hacía el viaje para llevar una nómina y nada más. ¡Pero qué nómina! Allí estaban los nombres de la cúpula de la Organización, los verdaderos mandamases, no esos que dan las órdenes y llamamos jefes. Ensuciarías tus calzones si los conocieras, como hice yo. Políticos, generales, empresarios... Nadie lo diría, cuando enseñan sus caras sonrientes por la holo; sin embargo, están de mierda hasta el cuello. No pueden permitir que se sepa. Pero aún hay más, Ab.

Alguien los dirige a todos ellos, alguien mueve los hilos desde la seguridad de su sillón. Es un hombre muy importante... Cuanto más alto está alguien, más tiene que perder. Y no le importa matar para conservarlo.

Hemos dejado atrás el área de descanso. El sendero se interna entre inmensos campos de trigo, salpicados aquí y allá con depósitos de agua. No hay ni rastro humano; el único movimiento pertenece al robot cosechador. Con sus placas solares desplegadas, como los élitros de un gigantesco escarabajo, va devorando las mieses en hileras, mientras abandona a sus espaldas las balas de paja.

La voz resuena en mi sien izquierda:

—EL CAMPO ES UN BUEN SITIO.

Sin duda se trata de García. Entonces estará con Herrero y Jabal.

Un equipo apestoso. Todos saben cuánto me molesta que se metan en mi trabajo y me dejan actuar sin intervenir, si no es estrictamente necesario. Pero García es un bocazas. Cualquier día se empeñará en contarme chistes verdes a través del canal de audio.

—Sal del camino, Hassib.

Se vuelve. Meto una bala en la recámara y le apunto de nuevo. Se interna entre las espigas caminando de espaldas. Tropieza, cae, se levanta.

—Por favor, Ab. No quiero morir. Soy viejo; dejadme el poco tiempo que me queda.

—Lo siento, Hassib.

Mi dedo empieza a tensarse sobre el gatillo. —¡Espera, te lo ruego! ¿Cuánto te pagan por esto, Ab? En la cartera tengo un sobre con el código de acceso a una cuenta en Marrakech.

Dinero, Ab; mucho dinero. Lo guardaba para mi jubilación; pero ahora ya no importa. Es tuyo. Déjame ir, cúbreme la retirada. Saldré de la Unión y me perderé, lo juro. —Ahora no es a mí a quien se dirige sino, a través de mis pupilas de 5 mm, a los otros ojos que observan—. No diré nada de lo que sé. A nadie.

O el miedo le ha hecho perder la razón o quema sus últimos cartuchos a la desesperada. ¿Realmente cree que puedo aceptar su oferta?

Si incumplo mi contrato pondré mi nombre en la lista negra y no tardaré en tener siguiéndome a todos los perros de caza de la Organización.

Además ¿qué ganaría Hassib si lo dejara escapar? En cuanto pusiera el sobre en mis manos. Control daría la alarma y mandaría a un nuevo asesino tras él. ¿Piensa comprar a todos los que le envíen? No puede ser tan rico.

—Te digo la verdad, Ab; estaría loco si pretendiera engañarte. ¿Quieres ver el código?

—No...

Con absoluta naturalidad abre la cartera. Se mueve rápido, muy rápido. Nadie lo hubiera imaginado. Un brillo de acero. Intento agacharme y encoger el blanco. Disparo. La daga, dirigida al corazón, me roza la mejilla. Hassib cae derribado de espaldas. Trata de incorporarse de nuevo, pese a que la bala explosiva le ha destrozado el hombro, arrancándole casi el brazo. Como una fiera herida se empeña en luchar, aunque no tiene ninguna opción. Un nuevo disparo a su cabeza abrevia la agonía.

Lo difícil está hecho. Ahora sólo queda borrar el rastro. Me calzo los guantes para no mancharme, recojo el puñal y me acerco al cadáver.

Registro sus bolsillos en busca de tarjetas de crédito o cualquier otro documento que sirviera para reconocerlo. No encuentro nada. Le doy la vuelta y, usando el cuchillo, hago un corte en la base del cráneo —de lo poco que queda de él— y retiro el chip identificador. Listo. Hassib es ahora un trozo de carne anónimo por el que la policía no se tomará excesivas molestias. Pero, aunque lo hiciera, con poca cosa podrá trabajar: no hay forense capaz de sacar nada en claro de lo que quedará de Hassib cuando, dentro de un rato, las cizallas del robot cosechador realicen su pasada por la zona.

Antes de irme debo recoger el disco transportado en este viaje. Por supuesto, sabiendo cómo iba a terminar, la Organización no le habrá asignado información valiosa; de cualquier forma mejor no dejar nada atrás. El contenido de la cartera ha quedado desparramado por el suelo.

Me guardo el pequeño disco plateado y veo un sobre. El código de acceso de Marrakcch.

Mala suerte, Hassib. No era nada personal y todas esas cosas...

Pero tu necesidad de dinero ha terminado. A la Organización no le importará que obtengamos un extra, siempre y cuando no suponga una interferencia en nuestra misión. Y ésta acaba de cerrarse felizmente.

Hago un guiño a los de Control, aun a sabiendas de que con mi gesto los dejaré ciegos por un segundo. —¿Qué, chicos, repartimos? —bromeo mientras rasgo el sobre y extraigo la tarjeta de su interior.

Leo. Cuando me doy cuenta de lo que tengo en la mano es demasiado tarde. No se trata de ningún código de cuenta bancaria. Sólo es un nombre, un nombre de persona. Hassib murió por conocerlo y ahora yo lo sé. Imposible olvidarlo.

Me quito la chaqueta y me siento en el suelo a esperar. Miro el cielo. Azul. Muy azul. Es bonito, después de todo. Antes, cuando veníamos hacia aquí no me lo parecía tanto. Tal vez es porque ahora estoy muerto. Pienso aún y respiro; pero a efectos prácticos no valgo mucho más que ese cuerpo al que las moscas cortejan. Y ' no soy el único. Conmigo vendrán García, Herrero, Jamal... Control al completo.

Todos han visto el nombre a través de mis ojos. Todos son cadáveres.

Decían que el viejo estaba acabado; aun así ha tenido las suficientes agallas para enviarnos a todos al infierno. Dondequiera que se encuentre ahora, Hassib estará partiéndose de risa.

DANIEL MARES