Otro día sin noticias tuyas

A diferencia de la mayor parte de los autores presentes en esta recopilación, Joan Caries Planells ha desarrollado su carrera literaria prácticamente en solitario, sin demasiado aprecio por parte de los aficionados al género, sin sumar premios ni ser invitado a convenciones.

El suyo es el prestigio del crítico metido a escritor —es, además, corrector de estilo de profesión— que mantiene siempre una línea coherente de calidad, con cuentos de enorme exigencia para el lector, en muchas ocasiones por una temática muy dura. El presente relato, desolador en su sencillez, apareció en la recopilación de la Asociación Española de Fantasía y Ciencia Ficción Visiones correspondiente a 1995.

En el verano de 1961 los días se sucedían perezosamente unos a otros, como las olas en la orilla de la playa; exceptuando, claro, aquel viernes en que el mar se agitó un poco y las olas eran más grandes de lo habitual. Gabriel, sentado sobre la arena, contemplaba fascinado cómo embestían contra las dos rocas que se erguían a ambos extremos de la cala. Él se hallaba situado cerca de la roca de su derecha y advirtió que pronto la espuma del mar lo salpicaría si las olas seguían haciéndose mayores.

—Son las cinco, debemos regresar. Ya ves que se ha puesto mala tarde.

Era cierto. Y la mayoría de la gente se había marchado ya hacia el pueblo desde bastante rato antes, conforme el cielo se fue nublando y el mar empezó a agitarse. De todas formas, a las cinco ya eran siempre pocos los que permanecían en la cala y ahora ya apenas quedaban cinco o seis personas más, contando entre ellos el personal del merendero.

—Pronto vendrá la barca del pueblo —le dijo su madre.

Gabriel sabía que subirían en ella: normalmente iban a pie hasta la cala y regresaban en el barco, con la gente que recogían en la siguiente cala. Pero de momento aún podía seguir disfrutando con la sucesión de las olas grandes y —eso le parecía— belicosas, que cambiaban el habitual paisaje del mar en la cala. Por lo demás, el verano estaba resultando normal y apacible. Pero era un mal verano para las novelas del oeste. Dos días atrás, aquella turista alemana con la que habían entablado conversación le había quemado la que estaba leyendo: Oro negro en Oklahoma. ¿Había sido accidentalmente, como luego se excusó la mujer?

Un accidente con muy mala sombra, desde luego. Gabriel había estado leyendo la novela y la mujer alemana, viéndolo, interrumpió su charla con su madre y le preguntó qué era lo que leía. Gabriel se lo enseñó y le dijo que era muy emocionante. ¿Qué librito era aquél? Una novela del oeste, con acción y tiros. La alemana dijo:

—En Alemania quemamos esas novelas.

Bueno, en realidad, lo dijo medio en alemán y medio en español, con lo que no entendieron lo que estaba diciendo. La alemana se dio cuenta y pasó a demostrarlo gráficamente. Sacó una caja de cerillas de su bolso de playa, encendió una y la acercó a la novela que sostenía Gabriel.

Éste hizo un movimiento involuntario, la cerilla prendió en el papel y la novelita ardió. Aunque la echaron sobre la arena y la cubrieron con ella, era evidente que estaba ya destrozada. Para Gabriel aquello Fue algo tan insólito, tan inaudito, que se quedó sin poder— ni protestar. Ni supo que decir. Su madre, para desolación suya, no pareció concederle gran importancia. Y Gabriel se quedó sin saber cómo terminaba la novelita. En los días siguientes, Gabriel y su madre rehuyeron la compañía de la mujer alemana. —¿Por qué hacen eso? —le preguntó Gabriel a su madre.

Ella le explicó que había habido una guerra —cosa que él ya sabía por las películas y los tebeos de Hazañas bélicas— y que ahora los alemanes ya estaban hartos de violencia y no querían saber nada de ella ni en las novelas. La explicación no convenció demasiado a Gabriel. El libro era una ficción, una ficción situada, además, en el siglo pasado. ¿Qué podía haber de malo en ello? No era justo quemar esas novelas.

Carolina, su madre, no dijo nada al respecto. Gabriel sabía que también había habido otra guerra antes en España y no por eso se quemaban novelas del oeste: al contrario, se escribían.

Y, sí, era un mal verano para las novelas del oeste: una semana más tarde extravió misteriosamente otra: Rancho Drácula. ¿Cómo desapareció esa novela? Era un volumen doble y no era fácil perderlo así como así. Ocurrió por la mañana, paseando por el pueblo, allí donde había una explanada con bancos y árboles, más allá de la playa, en dirección opuesta a la cala. Él iba con su madre y los acompañaban Zenón, Nereida y la madre de ellos. Gabriel llevaba la novela —la había comprado la tarde anterior—, por si se sentaban a tomar algo en una terraza. Al encontrarse con los dos hermanos y su madre, se unieron a ellos y fueron paseando y charlando. Zenón no prestó atención a la novela. Las madres iban delante, charlando de sus eternas cosas y Nereida acababa de encontrar a alguna compañera del colegio y se había apartado de ellos. Gabriel y Zenón se sentaron en uno de los bancos y hablaron de lo que hablaban siempre. Al rato, oyendo que sus madres los llamaban, se levantaron y fue entonces cuando Gabriel olvidó la novela sobre el banco. Unos instantes después reparó en ello. —¡Me he dejado la novela en el banco! —le dijo a su madre. Y corrió hacia allí para recogerla. Pero no estaba. La novela había desaparecido.

Buscó en el suelo, detrás del banco, a los lados. Nada.

Miró alrededor, pero no había nadie cerca. Ni cerca ni lejos, de hecho. ¿Cómo había desaparecido su libro? Tal como si nunca hubiese existido.

—Ya habrá otras novelas —le dijo algo indiferente su madre.

—Pero ésta era muy emocionante —gimió Gabriel.

—Alguien se la habrá llevado —dijo la madre de Zenón y Nereida. —¿Quién, si no hay nadie en el paseo?

Gabriel renunció, pues, a las novelas del oeste. Allá en la casa del pueblo donde tenían alquilada una habitación para pasar el verano había un armarito junto a la cama que contenía algunos libros juveniles: El talismán, de Scott, una biografía de Genoveva de Brabante, algo de Salgari y uno o dos más que no conocía. Pero su madre le dijo que no los tocara.

—Son del niño de la casa.

El niño de la casa, según le había explicado muy en secreto, estaba enfermo, tenía muy delicada la salud. Era un niño de la misma edad que Gabriel. Un día, al final de la tarde, cuando volvieron de la cala, su madre lo estaba bañando allí mismo en la cocina, de pie sobre un barreño. La madre lo cubrió pudorosamente con una toalla, mientras charlaba con Carolina. Gabriel se sentía incómodo. Sí, era un niño delgado, muy pálido, de ojos muy grandes. Parecía enfermo. ¿De qué? Eso no se lo dijeron nunca. Tampoco le dijeron que el niño murió, finalmente, apenas tres años después.

Pero aquél era el verano de Zenón y Nereida. Era el verano en que Gabriel descubrió que existía algo que se llamaba «chica» o «niña» y que tenía poco que ver con las alumnas del colegio para niñas que había enfrente del suyo. Nereida tenía un año más que él, doce y Zenón la misma que Gabriel, once. Y, sin embargo, ambos le parecían mayores, por sus actitudes, su manera de hablar, su desparpajo. Nereida era rubia, con trenzas y tenía lo que un Gabriel adulto habría llamado un cuerpo maravilloso. No era tan habladora como Zenón, pero no se hacía la antipática. Lo trataba con naturalidad y, evidentemente, se convirtió en el primer amor de Gabriel, de haber sabido éste qué era el amor.

—Qué nombres más raros tienen —le dijo un día Gabriel a su madre.

—Son mormones —le contesto ella—. De otra religión. —¿No creen en Dios? —se asombró Gabriel —Sí, pero de una manera distinta de la nuestra.

Aquello le impresionó. Por lo demás, parecían normales, a pesar de no ser católicos. A Gabriel le extrañó —si bien lo olvidó pronto— que su madre hiciera amistad con la de ellos. Ella, tan seria y tan mirada hacia la otra gente y sus apariencias, no tenía inconveniente en tratar con gente de otra religión. Luego le dijo que Herminia —así se llamaba la madre de los dos hermanos— y ella habían sido compañeras o amigas de jóvenes.

—Tengo hambre —dijo Gabriel.

—No podemos comprar nada —repuso su madre—. Hasta que no venga papá el domingo tenemos el dinero muy justo.

Su padre se había quedado en Barcelona y no subiría hasta el domingo a Blanes, para llevarles algo de dinero y que siguieran allí disfrutando de la playa, el sol y el pueblo. Gabriel, con ganas de comerse un bocadillo, paseaba ahora con su madre por la calle Mayor, muy concurrida a esas horas del anochecer, casi lodos extranjeros; hartos de sol y de mar. Los bares estaban llenos, así como las mesas en el exterior y la gente entraba y salía de las tiendas, que no cenaban hasta las diez, muchas de ellas. A Gabriel le fascinaba todo ese movimiento, toda esa vida apacible y animada a un tiempo.

Se acercaban al Casino, con sus mesas afuera, bajo los árboles; pero hoy no podrían sentarse a tomar el café con leche de la noche, porque, como decía su madre, iban justos de dinero. Lástima. Le gustaban las bromas y ocurrencias de Salvador, el camarera joven de aspecto intelectual. Alguien saludó a su madre en aquel momento y Carolina se detuvo a conversar con quien fuera. Gabriel miró distraídamente. Una señora, más o menos de la misma edad de su madre. No tenía idea de quién era. Miró hacia la gente, aburrido. Lo fastidiaban las personas mayores; nunca hablaban de nada que fuera interesante. Entonces vio, con sorpresa, a Zenón, junto a una esquina, al otro lado de las mesas del Casino, pero solo, sin Nereida ni su madre.

Parecía como extraviado y miraba a su alrededor como buscando a alguien. Gabriel, sin pensarlo, se soltó de la mano de su madre y corrió hacia él. —¡Eh! ¿Estáis por aquí?

Zenón pareció como si bajase la vista hacia él y lo miró inexpresivo. —¿Eres tú? —dijo.

—Claro que soy yo —repuso Gabriel—. Mi madre está allí, hablando con una señora. ¿Dónde estáis vosotros?

—Estoy yo solo —contestó Zenón. —¿Y tu hermana? —preguntó Gabriel, esperando que Zenón no diera importancia a la pregunta. De hecho, se moría de ganas de ver a Nereida y que le dijera algo, cualquier cosa.

—Estoy yo solo —repitió Zenón. —¿Y te han dejado? —se extrañó Gabriel.

—No he podido evitarlo. —¡Gabriel! —oyó que lo llamaba su madre.

—Tengo que volver —dijo Gabriel.

—Creía que serías tú —dijo Zenón, mirándolo con lo que parecía desilusión.

—Pues claro que soy yo —repuso Gabriel, medio extrañado y medio divertido.

Volvió corriendo hacia su madre, que ya se despedía de la señora.

Se cogió de su mano y vio a Zenón echar por la calle del mercado adelante, pasando frente al cine. Ellos fueron hacia abajo, hacia el mirador y los bares instalados en él.

—Te tengo dicho que no te sueltes de mi mano —le dijo su madre.

—Ya lo sé. Es que...

Y se interrumpió. Porque allí, sentados a la mesa de uno de los bares del mirador, estaban Zenón, Nereida y su madre, tomando unos refrescos. Herminia, la madre, los saludó y Carolina les hizo también un ademán. Pasaron ante ellos y siguieron a lo largo de la playa. Gabriel estaba estupefacto. —¿Cómo haces para estar en dos sitios a la vez? —le preguntó al día siguiente a Zenón, mientras miraba embobado a Nereida efectuar sus saltos gimnásticos sobre el bote de goma. Qué guapa era...

—Soy todopoderoso —dijo Zenón—. Puedo dividirme en muchos a la vez. —¿De verdad? —contestó Gabriel, distraído. Qué trenzas tan hermosas tenía Nereida. ¿Los seguiría viendo cuando regresasen a Barcelona?

—Los simples mortales no pueden igualar mis hazañas. Tú tampoco, porque eres un simple mortal y un pecador.

Todo aquello eran tonterías. Zenón siempre hablaba así, en tono solemne y con voz engolada. Nunca decía dos frases seguidas en serio.

—Dime de verdad cómo lo hiciste.

—Ya te digo. Soy un ser superior. ¿Tu hermana también lo es?

—No. Ella es una chica y es un ser inferior.

Gabriel olvidó el incidente. Nereida quería echar el bote de goma al agua y que fueran en él por el mar. Zenón también. Y Gabriel, claro, quería ir con ellos; en realidad quería ir con Nereida. Las madres accedieron a condición de que no se alejaran mucho de la orilla. La cosa no estuvo mal— No se alejaron mucho, pero sí lo suficiente para que Gabriel, que no sabía nadar, empezara a asustarse lo bastante como para olvidar incluso a Nereida. Ella se rió de él y él no pudo ni ponerse colorado. Estaba demasiado amarillo. Lo único que quería era pisar tierra firme.

—Le he oído decir a un pescador que el viernes cayó un meteorito en el mar —dijo Zenón mirándolo sin piedad—. Él formó esas olas y está lleno de pulpos viscosos que arrastrarán nuestro bote hacia el fondo.

Gabriel no se dignó contestar: estaba demasiado ocupado calculando la distancia que los separaba de la orilla.

No regresaron en el barco que hacía el habitual recorrido de las calas, sino a pie, pues la tarde era muy agradable. Carolina y Herminia iban delante, hablando sin parar y Gabriel se preguntaba de dónde sacaban las personas mayores tantos temas de conversación y tan aburridos y vulgares. Él iba con Zenón a su lado y Nereida caminaba detrás de ellos. Zenón, como casi siempre, empuñaba una rama que había recogido, en tanto iba fustigando a las madres de ambos con sus palabras y frases habituales. —¡Ah, viejas refunfuñonas! ¡Cotillas murmuradoras!

Gabriel se reía de buena gana. Él jamás se hubiera atrevido a decir algo así en voz alta a su madre, pero Zenón no tenía ningún complejo en zaherirlas con semejantes barbaridades. —¡Porteras criticonas y maldicientes! ¡Refunfuñonas y murmuradoras! ¡Os castigarán por vuestras habladurías!

A veces, Herminia se volvía un poco y se reía de lo que su hijo decía. Luego meneaba la cabeza y seguía hablando con Carolina. —¿Por qué les dices eso? —preguntaba Gabriel, sofocando la risa.

—Porque es la verdad —respondía tajante Zenón—. Siempre refunfuñan y critican a todo el mundo.

Nereida nunca hacía el menor caso de lo que Zenón decía. De vez en cuando tarareaba alguna canción de moda.

Terminaron de subir la pequeña cuesta que dejaba atrás la cala, en un recodo y llegaron al camino llano, junto al restaurante que ahora quedaba a la derecha de ellos. Más adelante había otra gente, que también volvía a Blanes a pie. A su izquierda, cerca de un grupo de árboles, había un viejo parado junto al camino, mirándolos llegar.

—Ahí tienes a un viejo patibulario —señaló Zenón.

Gabriel se rió. «Patibulario» le sonaba a pirata, pero no era probable que a mitad del siglo xx quedaran muchos piratas en el mundo.

Esperaba que el hombre no hubiera oído el comentario de Zenón.

Ciertamente, tenía un aspecto extraño, parecía un vagabundo.

Cuando llegaron a su altura, el viejo se les acercó. Miró a Gabriel y le dijo: —¿Eres tú o no? Sigo esperando.

Gabriel se detuvo, mirándolo con sorpresa y un cierto temor. Zenón también se detuvo. El viejo lo vio y pareció sobresaltarse. Murmuró algo y retrocedió un paso. Gabriel temió entonces que Zenón soltara una de sus bromas y el viejo, que parecía realmente muy extraño, los atacase.

Pero el hombre miraba ora a Gabriel, ora a Zenón, sorprendido. —¡Niños! ¡Venid! —oyó que gritaban sus madres.

Se habían detenido más allá y los miraban con inquietud. Carolina empezó a acercarse a ellos.

—Ahora ya no sé qué hacer —dijo el viejo, abatido, bajando 5a vista al suelo.

—Apartaos de ese hombre —dijo Carolina.

Fue como si se rompiera un hechizo. Los tres niños se apartaron del viejo y fueron hacia sus madres. El viejo los siguió con la mirada.

Miraba a Zenón, como fastidiado y a Gabriel, como inseguro. Dio una patada al suelo y gritó: —¿Qué he de hacer?

Gabriel tuvo la sensación de que esas palabras iban dirigidas hacia él. Pero ¿por qué? Herminia y Carolina, andando junto a ellos, miraban hacia atrás.

—No nos sigue —dijo Herminia.

—Caminemos más deprisa —dijo Carolina—. No sea que nos venga detrás. No hay que acercarse a esta gente —le dijo a Gabriel—. Pueden hacerte daño.

—No nos hemos acercado.

—Callad, viejas murmuradoras y calumniadoras —musitó Zenón, sin el entusiasmo de otras veces.

—No hables nunca con desconocidos —dijo Carolina.

—Yo no le he hablado. Él nos hablaba —repuso Gabriel.

—Es igual.

Por un momento, Gabriel se sintió tentado de volver la cabeza para ver qué hacía el hombre. Pero no se atrevió. Mirando tija-mente al suelo, siguió a su madre, con Zenón al lado, de regreso al pueblo.

En el verano de 1993 los días se sucedían rápidamente uno tras otro, como los postes a los lados de la carretera contemplados a través de la ventanilla de un tren o de un coche. Gabriel Muntaner, conduciendo su coche nuevo, se disponía a enfilar la autopista de la costa en dirección a Blanes. Pese al vidrio protector y a las gafas de sol, le parecía que nunca como hoy el sol había brillado tanto. Estaba ya cerca de la entrada a la autopista, cuando advirtió a la chica que hacía señales de autostop. Su primer instinto fue pasar de largo, pero finalmente detuvo el coche unos pocos metros delante de ella y le hizo señas para que subiera. Nunca había recogido a un autostopista, lo cual le había acarreado más de un insulto dirigido a su vehículo y a él. Lo cierto es que siempre había sentido cierto temor de llevarse luego un disgusto, o un susto. ¿Y si lo atracaban? Aquélla, sin embargo, parecía una chica inofensiva; joven, unos diecinueve años, quizá veinte como mucho, con sólo una bolsa como todo equipaje, cara inocente y cuerpo delgado. No era probable que corriese ningún riesgo si accedía a llevarla.

—Gracias —dijo ella al subirse.

—De nada.

Gabriel puso de nuevo el coche en marcha y entraron en la autopista. ¿Sabría la chica que estaba prohibido hacer autostop allí? Si la hubiera visto uno de los motoristas de la patrulla de vigilancia en carreteras, se la habría llevado, o le habrían puesto una multa que quizá ni siquiera hubiera podido pagar. No se lo preguntó. En cambio, dijo: —¿Hacia dónde va?

Ella hizo un vago ademán hacia la carretera.

—Más arriba.

—Ya, pero... ¿Más o menos dónde le va bien que la deje?

—Pues...

—Yo voy sólo hasta Blanes.

—Me va bien —dijo ella—. Blanes me va bien. Eso es.

—De acuerdo.

Una hora de camino en coche, más o menos, pensó Gabriel Mimtaner. No parecía importarle a ella. La verdad, no parecía tener una idea muy clara de adonde iba. «Más arriba» lo mismo podía ser Masnou, Canet o Sant Pol. Y, ya puestos a eso, Tossa o Roses. En fin, no era su problema. La dejaría en Blanes y que se apañara. —¿Conoce Blanes? —preguntó.

—Ah... Creo que sí. —¿No es de por aquí? ¿No es de Cataluña?

—No.

—Ah.

Y calló, porque no se le ocurría nada más que decir. Cierto, podía preguntarle qué haría una vez que la dejara en Blanes, pero ¿y si ella creía que se le insinuaba o buscaba algún lío? Hombre maduro intenta seducir jovencita que podría ser su hija, Ah, no. Eso no era para él.

Además, en Blanes lo esperaban su mujer y su hijo y si alguien lo veía llegar con una chica en el coche podrían pensar cualquier cosa. «Recogí una autostopista», les diría. «¿No te la ligaste?», le preguntarían. «Cono, que mi mujer está veraneando aquí, hombre.» «¿Y qué? Habértela llevado hasta Lloret y beneficiártela y luego vuelves y dices que había caravana o que saliste más tarde de Barcelona.» Sí, eso es lo que harían muchos, seguramente, pero a él no se le daban bien esas cosas. En realidad, ni se planteaba hacerlas nunca. No le gustaba meterse en líos.

Miró de reojo a fa chica. Permanecía inmóvil, mirando a la autopista, con el semblante prácticamente inexpresivo. No había pronunciado palabra desde el último intercambio de frases. Gabriel se forzó a buscar un tema de conversación, pero los únicos que se le ocurrían eran banales y estúpidos. «¿Está de vacaciones?» Le diría que sí. O que no, que iba a trabajar a algún garito de la costa, o a ver a una tía suya.

«Cómo pica el sol hoy», algo que no era preciso ni decir: ya se notaba lo suficiente. Acaso ¡a chica no tenía ganas de conversación. ¿Y si esperaba que él se le insinuara? A lo mejor era eso: esperaba que le echara los tejos para decirte que sí, que bueno. Y él allí, calentándose la cabeza por nada. Pero no parecía de ésas. O, por lo menos, no tenía tal expresión. ¿Y qué expresión hay que poner en tales casos? Meneó la cabeza. Una de dos: o quería un viaje tranquilo y en paz, o quería que él se le insinuase (o no le importaría que lo intentara). Tenía que elegir una de esas opciones. Pero ¡rápido! Si lo seguía pensando, ya estarían a mitad de camino a Blanes, o llegando. Y, en fin, llevaban ya demasiado rato callados para pensar a estas alturas en iniciar una conversación, estúpida o no.

«¿Y no te la tiraste?», le diría seguramente alguno de sus amigos, si se le ocurría contárselo. «Tú eres tonto. Un bombón a mano y no te la tiras.» «No era exactamente un bombón», diría él. «Tanto da. Una chavala joven y sola y dejas pasar la ocasión. Vamos hombre. ¿De qué estás hecho?» Buena pregunta. ¿De qué estaba hecho? Si había llegado a casarse con Teresa, fue prácticamente porque ella lo arrastró hasta el altar. Y nunca se le había ocurrido engañar a su mujer. ¿Iba a empezar ahora, después de diecisiete años de matrimonio?

Ridículo. —¿La espera alguien en Blanes? —preguntó de repente.

—No lo sé.

Y perdió su interés por ella. Parecía incapaz de contestar con frases de más de tres palabras. Si fuese Anselmo, en lugar de él, quien la hubiera recogido, le estaría dando la lata y poniendo cintas de salsa en el cásete. Pero él ni llevaba cintas de salsa ni de merengue ni de nada. Ni le gustaban, siquiera, como tampoco le gustaba dar la lata. Se sumió en un triste silencio y se concentró en la autopista. Su mujer y su hijo lo esperaban en Blanes, con su cartera bien repleta de dinero y la Visa, para seguir gozando de las vacaciones. Eso era todo lo que importaba.

—Ya llegamos —dijo cuando faltaban unos diez minutos.

En cuanto entraron en el pueblo, enfiló hacia la calle Mayor, hasta la plaza del Ayuntamiento, con el edificio de La Caixa a un lado, los taxis enfrente y el jardincito en el medio. —¿Le va bien que la deje aquí? —preguntó.

—Oh, ya conozco esto —dijo ella, parpadeando. Abrió la puerta de su lado y se apeó—, Seguiré esperando aquí.

Ésa fue toda su despedida. Ni «gracias» ni «adiós», o algo por el estilo. «Seguiré esperando aquí.» Gabriel meneó la cabeza, puso el vehículo en marcha y enfiló el camino hacia la cala. Esa chica no sabía lo que se hacía. O estaba majareta. La mitad de la gente que iba por el mundo parecía igual. Bufó y siguió camino adelante, olvidando por completo el asunto.

En el verano de 1970 los días se sucedían ruidosamente unos a otros, más o menos como cada reunión en donde se juntasen Agustín, José y Gabriel. Si a esa reunión se añadían algunos elementos más, incluyendo por supuesto los femeninos, la cosa era un escándalo. Pero era lo lógico. Verano, fin de semana, la playa, el sol y las canciones ligeramente vulgares con que Johnny los obsequiaba. Johnny, el hermano menor de José, ya los tenía a todos aburridos con su versión de Un rayo de sol, tanto que ya no le hacían ni caso. Ahora las iras iban dirigidas hacia Agustín, en su empeño de cantar canciones fascistas aprendidas, según él, en el colegio. —¿Qué clase de colegio era ése? —preguntaba indignado José.

—Como otro cualquiera —respondió con aplomo Agustín.

—Pues, la verdad, yo no recuerdo que nos enseñaran esas canciones —decía Gabriel, extrañado, puesto que había estudiado en el mismo colegio que Agustín, pero en clases diferentes—. Y haz el favor de callar y no cantar porquerías en medio de la calle. Tengo familia en el pueblo y la gente me conoce a mí y a ellos y si me ven contigo a mi lado cantando esas cosas no sé qué van a pensar.

—Que vas en una excelente compañía —contestó Agustín, sin inmutarse y poniéndose a silbar el Cara al sol No pasó de los primeros compases. Ester le arrojó la pelota a la cabeza, harta ya de él y lo hizo callar de inmediato. La pelota rebotó contra un poste, desde la cabeza de Agustín y se perdió tras una valla.

—Ni Kocsis, vaya —dijo Johnny.

—Y nos hemos quedado sin el balón —señaló Ángela.

—Ya voy yo a buscarlo —dijo Gabriel—, Vosotros seguid camino adelante. No hay pérdida. —¡Eh! Que no conocemos Blanes.

—Cono, sólo tenéis que seguir recto. Todo recto y se llega a la cala.

Tampoco estaré toda la mañana buscando la dichosa pelota. Enseguida os alcanzo.

Los demás siguieron avanzando. Gabriel le pasó su bolsa a Johnny y saltó la valla. Al otro lado había un descenso, más o menos pronunciado y al fondo de él los jardines posteriores de unas casas. La pelota estaba detenida junto a la cerca de uno de los jardines. Bueno, bajar era fácil, subir no lo parecía tanto.

Un tipo salió desde detrás de uno de los jardines de las casas.

Tendría unos treinta años, vestía camisa blanca y pantalón oscuro y parecía perdido o despistado. Gabriel le gritó: —¡ Eh, oiga:,'Puede echarme el balón? Gracias.

El tipo se sobresaltó al oírlo. Por lo visto, no había reparado en él.

Se detuvo y lo contempló fijamente. Había una expresión de incertidumbre en su cara.

—Eh, ¿me esperabas?— dijo.

—Sí. Quiero decir, si me puede lanzar el balón, para no tener que bajar a buscarlo. Esto parece un poco empinado para subir luego con él. —¿Un balón?

Gabriel empezó a sentirse irritado. A ver si es que había tropezado con el tonto del pueblo en su circunvalación diaria.

—Ése que está ahí, cerca de usted. —Señaló con la mano.

Pero el tipo ni siquiera miró hacia el balón, que estaba unos tres metros a su izquierda. —¿Me esperabas o no? —repitió.

—Caramba, no es que esperase a nadie, precisamente —dijo Gabriel, ya impaciente—. Tan sólo, al verlo, pensé que así no tendría que bajar.

—Bajar. Claro. Es que yo he de subir.

Gabriel parpadeó. Decididamente, el tipo estaba chiflado.

—Bueno, pues aproveche y súbame el balón.

Y el hombre, sin mirar— balón alguno ni menos recogerlo, empezó a subir la cuesta. —¡Eh, oiga! ¡El balón! —le gritó Gabriel.

El hombre se detuvo, mirándolo de nuevo con incertidumbre.

Exasperado, Gabriel empezó a bajar la pendiente para recoger él mismo la perdida pelota. Al diablo con aquel imbécil. Para descender, claro, tuvo que pasar a unos metros de distancia de él; trató de no dirigirle siquiera una mirada. El hombre, sin embargo, alargó una mano y avanzó un paso como con intención de frenarlo, de retenerlo a su lado, o eso le pareció a Gabriel.

—Eh, ¿eres tú o no eres tú? —le dijo el tipo.

—Oiga, déjeme en paz. Sólo quiero recoger la pelota, ¿vale? —¿No he de ir contigo, pues?

Gabriel se apartó de él bruscamente, llegó al final de la pendiente, recogió la pelota y se volvió. Miró sombríamente la cuesta, que ahora le parecía muy pronunciada. Podía lanzar la pelota hacia arriba, al otro lado de la valla y así subir más cómodamente. Pero no lo hizo. Alguien podía recogerla allá arriba y llevársela. Empezó a subir.

Llegó a la altura de donde permanecía, inmóvil, el tipo aquel. Temía que lo atacase, de repente, o le dijera otra vez algo raro. Pero el tipo no dijo nada. Parecía sólo mirarlo con desilusión. Siguió subiendo y al fin llegó junto a la valla. Antes de remontarla, se volvió y miró al tipo. Ahora regresaba por donde había venido, hablando solo, Gabriel pudo oír algo como «... noticias tuyas», o eso le pareció entender. Se encogió de hombros, lanzó la pelota al otro lado de la valla y la saltó.

Les había dicho a los demás que su tía les permitía usar la casa actualmente abandonada —o en proceso de abandono, mejor dicho— de la calle que había junto al cine, frente al mercado. Hasta que la familia decidiera qué hacer con ella —venderla o cederla a otro miembro de la familia para su uso— estaba libre y una mujer acudía una vez por semana para limpiarla y airearla. Quedaban los suficientes muebles y no había que preocuparse por las camas: todos habían llevado saco de dormir. El jardín trasero era lo bastante grande para montar en él un pequeño fuego y asar unas costillas, por ejemplo. No había que preocuparse tampoco por los vecinos: una de las casas era un almacén y la otra, una tienda sin vivienda encima. Si cantaban —en voz moderada— no molestarían a nadie.

En fin, podían estar a su aire, que era lo que deseaban. Así, por la noche, alrededor— de las nueve, se instalaron en el jardín, prepararon el fuego y las parrillas y se dispusieron a asar la carne.

—Alguien debe contar una historia de fantasmas —dijo Javier.

Se suponía que cuando uno acampaba en un lugar aislado, en medio de la montaña, por ejemplo, debía contarse una historia de fantasmas alrededor de la lumbre. No estaban ahora precisamente en un lugar aislado, pero el jardín sí lo parecía allí, en medio del pueblo, pero sin vecinos alrededor de los que preocuparse. Se podía seguir con la tradición.

—No, que me dan miedo —protestó Ángela.

Todo aquello había empezado a raíz de la «historia auténtica de fantasmas» que Juan les había endilgado año y medio atrás. Afortunadamente para la salud mental de todos, Juan se había perdido en brazos de una morena seis meses después de aquello. —¿Ya os habéis dado cuenta de que no tenemos vino? —les arrojó Ester como un jarro de agua fría.

Reniegos y exclamaciones. ¿Cómo no había pensado nadie en aquello? Sin vino no se podía comer la carne. Tras diversas acusaciones, excusas y reproches, Gabriel dijo:

—Yo iré a buscarlo. Sé de un sitio que aún estará abierto a estas horas. Pasadme el cesto. —¡Que esté frío!

—Tranquilos.

Cogió la llave de la puerta antes de salir y una vez en la calle enfiló hacia la avenida del mercado, luego a la derecha y hacia arriba. La bodega que había poco antes de llegar a la iglesia cerraba tarde. Y, en caso de que hubieran cerrado ya, sabía que vivían en el piso de arriba y podía ¡¡amarlos. Los conocían a él y a su padre y le servirían encantados.

Iba pensando en ello mientras doblaba la esquina en dirección a la plaza, cuando se cruzó consigo mismo.

Su otro yo lo miró estupefacto. Gabriel no— Gabriel se quedó un tanto sorprendido y al pronto creyó que se trataba de su primo Jaime, el de la pastelería, que se le parecía ligeramente. Pero Jaime era unos años mayor y estaba más grueso y... Y no llevaba gafas. Y éste no era Jaime.

Era él: Gabriel.

Se le erizaron los pelos de la nuca.

Su doble pareció tropezar con sus propias piernas, dio un salto hacia atrás y se perdió rápidamente por una calle lateral. Gabriel, asustado, permaneció inmóvil, sosteniendo el cesto. Un engaño a la luz de la luna en una calle mal alumbrada. Nada más que eso. El otro se había asustado al tropezar con él. Nada más que eso.

—Dicen las viejas de mi pueblo —narró Javier, con su voz grave, agitando una de las ramas del fuego casi apagado, entre los restos de las devoradas costillas y las botellas de vino vacías— que si uno ve alguna vez a su doble, es que está a punto de morir.

—Oh, vamos...

—Uffff...

—Pues las viejas de Barcelona dicen... —saltó alegremente Johnny.

Gabriel no prestó atención a lo que siguió en la conversación. Tras una breve disputa entre Javier, José y Johnny, siguió la tradicional «historia de fantasmas». Gabriel sólo oía las voces, como lejanas, mientras pensaba si realmente había visto a su doble o había sido un engaño de su vista. No les había dicho nada a los demás, por supuesto y el que Javier narrase aquella historia esa noche era, simplemente, una coincidencia.

—Me pareció verte anoche —le dijo tía Enriqueta al día siguiente.

—Sí. Salí a buscar vino. Nos habíamos olvidado de traerlo.

—Te llamé y no me saludaste.

Gabriel la miró, algo perplejo.

—No te vi.

—Ya. Ibas muy deprisa.

—No quería que Manolo cerrara antes de que yo llegase.

—Pues ibas en dirección contraria.

«Ése no era yo», estuvo a punto de decir, pero se lo calló.

—En los pueblos —decía en aquel momento tía Micaela— siempre han pasado cosas raras. ¿Te acuerdas del cambio que dio el hijo de Esperanza?

—Ese chico siempre fue raro —contestó tía Enriqueta—, No veo que se pueda llamar cambiar a volverse aún más raro.

Sus tres tías, Micaela, Enriqueta y Aurora, estaban preparando la merienda. Gabriel había ido a pasar la tarde, para que no se dijera que ya que había ido al pueblo a pasar el fin de semana con sus amigos no se dejaba caer un rato por casa de ellas a saludarlas. La reunión era tan apacible, rutinaria y levemente monótona corno cabía esperar. El tío Esteban, el otro participante, fumaba tranquilamente, echando distraídas miradas hacia la ventana y la playa a lo lejos. —¿Ester es la chica con la que sales? —le preguntó tía Enriqueta.

—No; es Ángela.

—Pues yo, qué quieres que te diga. Siempre me ha dado pena. —La tía Micaela seguía con el tema del famoso hijo de Esperanza. —¿Sabes a quién vi el otro día? —intervino la tía Aurora—. A Ernesto.

El tiempo que bacía que no bajaba de Malgrat. Por lo visto no me reconoció, porque lo llamé y no me hizo caso. —¿No estaba sordo?

—No. Su hermano es el que se quedó sordo.

—No sería él. Te debiste de confundir.

—Lo vi muy bien. O eso me pareció, al menos.

—Ocurren cosas raras en el pueblo —dijo el tío Esteban. Pero nadie le prestó la menor atención. Cuando se juntaban las tres hermanas, los comentarios del único hermano presente se volvían automáticamente inaudibles. Era algo que a Gabriel siempre le había hecho mucha gracia.

—Se le habrá contagiado la sordera. —¡Qué sordera! Si le compraron uno de esos aparatitos para que oyera...

—No debía de ser Ernesto. ¿Cómo iba a venir de Malgrat en pleno mes de julio? Como si no tuvieran bastantes ocupaciones allí.

—El otro día me encontré en dos sitios distintos a Pascual, el del Ayuntamiento —dijo el tío Esteban, decidido a meter baza.

—Pues, hija, habría bajado por algo del negocio.

—Si su mujer no lo deja ni salir al balcón, como quien dice, durante el verano.

—Tampoco lo tendrá encerrado todo el día.

—Hay un tipo que, por lo visto, espera que lo vengan a recoger. Al parecer, se ha perdido. Alguien tendría que hacer algo —insistió el tío Esteban, desesperado por el caso omiso que le prestaban.

—Ángela parece buena chica. —¡Eh! —dijo Gabriel, sin caer en la cuenta casi de que aquello iba por él. ¡Ahí Sí.

—La podrías traer un día a comer.

—Bueno, yo..,

—Déjalo, Enriqueta. Los jóvenes han de vivir a su aire. Cuando sea el momento, ya lo hará. —¿Visteis a esos vagabundos que la guardia municipal recogió el otro día? —dijo la tía Aurora—. Cada ve/ está más lleno Blanes de ellos.

—Hippis. O como se diga. —¿No iban todos a Ibiza?

—No, mujer. No todos. Al parecer, también nos tocan algunos.

—Pero él no es un hippy —dijo tío Esteban. —¿Quién? —preguntaron las tres hermanas al unísono, mirando a Esteban. Pero éste se quedó tan sorprendido y cortado al ver que al fin le habían prestado atención, que se quedó sin saber qué contestar. —¡Claro que son hippis! —exclamó la Tía Micaela, indignada—. Van hechos unos guarros.

—Tendrían que vigilar las carreteras y no dejarlos entrar.

—Muchos hacen autostop.

—Realmente, alguien tendría que hacer algo por él —dijo el tío Esteban, empecinado en su tema, fuese cual fuese.

—Todos a la cárcel —dijo la tía Enriqueta.

—El otro día vi a Carmen, la de los repuestos de coches, hablando sola por la calle —dijo Micaela. —¡Qué raro! No está en edad... en edad de esas cosas, vaya.

—No, desde luego. —¿Qué decía?

—Pues no la entendí muy bien. Iba diciendo no sé qué de que no tiene noticias de alguien o no sabe nada de no sé quién... —dijo vagamente Micaela.

—Claro. Es él esperando que lo recojan —dijo el tío Esteban, triunfante.

—Mira que si se trastornase, tan joven...

—Y, pensándolo bien, ya hace años que viene ocurriendo todo eso — añadió Esteban.

Las tres hermanas se volvieron hacia él a una y lo miraron sorprendidas. —¿Lo de Carmen hablando sola? —preguntó Micaela—. ¿Lo dices en serio? —¡Qué tontería! —le reprochó Aurora—. ¡Como que nadie lo había notado! ¡Y vas a notarlo tú, que siempre estás en Babia y no te enteras de nada!

—No hablaba de Carmen —se defendió el tío Esteban, enojado.

—Pues, entonces, ¿de qué hablabas? ¡Atiende a la conversación y no te distraigas, hombre! —le dijo Micaela, indignada.

Esteban lanzó un suspiro, miró al cielo y, meneando la cabeza resignado, le dijo a Gabriel:

—Mujeres. Chico, no te cases nunca.

En la exposición homenaje a la memoria de Antonio Muntaner, que se celebró en la galería Bozena en invierno de 1977, hubo un dibujo que llamó fa atención de una señora delgada, con lentes y muy cargada de bisutería, que ella presumía que eran joyas «de las de antes», sin aclarar cuál era ese «antes». La mujer acercó la nariz al marco que encuadraba el dibujo y lo examinó atentamente.

—Fíjate —le dijo a la amiga que la acompañaba—. ¿No se parece a la hija de los Montalba? ¿La niña que adoptaron?

—Pero si ésa es una cría —contestó la amiga, una mujer gorda y tan cargada de bisutería como ella, que se aburría enormemente en las exposiciones y sólo acudía a ellas para hincharse de pastelillos, canapés y trozos de queso—. La chica de los Montalba ya es una mujer.

—Sí, ya lo sé —dijo la otra, acercando aún más la nariz al dibujo—.

Pero de niña se parecía mucho a ésta.

Su amiga dirigió una angustiada mirada hacia la mesa con los canapés.

—Bah. Todas las niñas se parecen —dijo—. Además, ya sabes con quién se casó ésta, la de los Montalba. —¡Anda! Pues es verdad. No había caído en ello. ¡Qué raro! —Y siguió examinando el dibujo—. En ese caso, no estaría el dibujo aquí para su venta.

—Ya sabes que todas las niñas se parecen. ¿Vamos a tomar uno de esos pastelitos? Parecen riquísimos. Olvida a la niña. No es más que un dibujo como otro cualquiera.

—Ya... —dijo la otra, mientras su amiga la arrastraba inexorablemente hacia los canapés—. Pero, aun así...

Unos litroneros se dedicaron a observar a la chica que había descendido del coche nuevo allá en la plaza del Ayuntamiento. El coche enfiló el camino hacia la cala y la chica se quedó allí plantada, como si esperase a alguien y luego empezó a deambular por la plaza, como incierta del rumbo que debía tomar.

—Está chati.

—Eh, vámonos, que vienen maderos.

Se levantaron y empezaron, casi sin darse cuenta, a seguir a la chica, por las calles.

—Ésta no es de aquí. Es una guiri.

—Va colocada, no es guiri.

De repente, ella se volvió y los miró.

—Eh, nena, ¿buscas algo? ¿Marcha?

Ella los miró indecisa. —¿Sois vosotros? —les dijo—. ¿Ya es hora de marcha?

—Jo, si es hora de marcha —le dijo uno de los litroneros a su compadre, dándole un codazo.

—Vaya mierda lleva ésa.

—Llevaba años esperando —dijo ella—. Años esperando marchar.

—Pues tendrás toda la marcha que quieras.

Un guardia municipal, fuera de servicio, los vio alejarse mientras tomaba el sol en el balcón de su casa. Ese mismo guardia, de servicio al día siguiente, fue el que los metió a todos en la cárcel, haciendo oídos sordos a su histeria de chicas que desaparecían y se convertían en cilindros transparentes. —¿Quién os vendió la mierda que tomasteis? —les preguntó.

—No es eso, jefe —dijo uno de ellos—. Es... Ah, oiga, es que ella se deslizó.

—Perfecto. Ahora deslízate tú hacía la celda.

A la chica no la habían encontrado. La denuncia la presentaron unos campesinos que oyeron gritos espantosos en una casa de las afueras, junto a su campo. Pero no había ningún cadáver, ni apareció chica alguna por ninguna parte. Rutinariamente, se dio aviso de que se localizara a una chica de tal y tal características, según las descripciones del guardia que la había visto desde el balcón y de los litroneros. El guardia estaba seguro de que la habían violado, apalizado, matado y enterrado, más o menos como recientemente había ocurrido en otras partes del país. Quizá algún día alguien encontrase el cadáver. Pero nadie tenía mucho interés en encontrar a una chica que nadie parecía haber reclamado.

—Debía de ser una vagabunda como ellos —dijo uno de sus compañeros.

—Es posible —dijo el guardia y no volvió a pensar en el asunto. A los litroneros los soltaron porque, de hecho, no había cargo alguno posible en su contra. Curiosamente, no parecían muy contentos de que se los dejase en libertad.

Cuando, en el otoño de 1981, Gabriel llevó a Teresa a ver la cala donde tantos veranos había pasado de niño, ella se enamoró del lugar. La cala seguía siendo un pequeño refugio, a prudente distancia de Blanes.

Claro que ya no estaba el merendero, pero tanto daba. Si, como decía Teresa, compraban uno de los chalets que se estaban edificando cerca del camino, podrían llevarse una nevera portátil como hacían todos, con sus propias bebidas.

—Sería maravilloso un chalet aquí para pasar el verano.

—Pero para el año que viene ya tendremos a la niña —le recordó suavemente Gabriel.

—O el niño —dijo ella, sonriendo.

—O el niño.

Gabriel pensó que con la ayuda de su primo Augusto, muy influyente en el pueblo, sería fácil conseguir uno a un precio especial.

Ventajas de familia. Era una muy buena idea, desde luego, tener un lugar propio de residencia en el verano y no depender de los familiares. Quizá hubiera estado mejor un apartamento en el pueblo mismo, pero Teresa parecía ilusionada con un chalet allí en la cala. Era un lugar tranquilo.

Incluso se decía que cerrarían el restaurante que había a la llegada a la cala. La gente estaba dejando de acudir a él; preferían comer en el pueblo, en vez de subir a la cala, que se iba convirtiendo, sin darse uno cuenta, en un sector casi privado para unos pocos.

Finalmente, a instancias de Teresa, se decidió a ir a hablar con Augusto y comentarle el asunto. Nunca había tenido mucho trato con su importante primo, precisamente porque lo intimidaba esa energía que él tenía para todo, empezando por los negocios y los asuntos de la vida política en Blanes, mientras que Gabriel se sentía incapaz de tantas cosas. «Tú no te casaste», le dijo en una ocasión su tía Micaela, «te casaron». Era cierto. Teresa tenía casi tanta energía como Augusto, o como la mayoría de la gente, vaya y siempre era quien decidía por él. En cierta ocasión en que se lo contó, ella le dijo:

—Es lógico. Tienes un montón de familia. Yo ya no tengo ninguna familia, así que, además de casarme contigo, me he rodeado de un montón de gente. No iba a desaprovechar esa oportunidad.

Era una explicación algo chocante, pero a Gabriel le hizo gracia.

Teresa les caía bien a todos. A Augusto también. Así que su primo les mostró el mejor de los chalets —pero no el más caro—, situado en el mejor de los lugares.

—Desde aquí tenéis una vista estupenda de la cala —les explicó Augusto en su tono práctico de siempre—. Y una buena vista también del camino hasta ella. Los que hay al otro lado son más o menos iguales, pero la vista desde la carretera queda algo tapada. Las terrazas puede que sean mejores, pero yo os recomendaría éste. —¿Qué te parece, Teresa? —le preguntó Gabriel a su mujer, que estaba mirando abstraída el mar, desde la terraza—. ¿Te gusta, o prefieres cambiar?

—Oh, no —repuso ella, distraída—. Ya no pienso cambiar más.

Muy entrado el otoño de 1975, unos viejos pescadores hartos de su mala suerte y que habían decidido probar en un lugar nuevo de la costa de Blanes, perdieron su red a varios kilómetros de la cosía. Tiraron de ella, pero la red estaba firmemente enganchada, se desgarró y no pudieron recuperarla. —¿Y ahora qué hacemos? —dijo uno de ellos—. Era nuestra mejor red.' —Quizá el chico de los Abril pueda sumergirse para recuperarla —dijo el otro.

—Claro. Ahora vendrá a hacerlo —gruñó el otro pescador—. Y nos lo hará gratis, ¿verdad? O, como tenemos tanto dinero, le podremos pagar el trabajo.

—Una nueva red será más cara. Y el chico de los Abril es un buen muchacho. Podemos pedirle si nos quiere hacer este favor.

A Maleo Abril no le entusiasmó la petición, precisamente, pero los dos pescadores eran tan viejos y sus condiciones económicas tan precarias que se vio incapaz de negarse. Sintió lástima de ellos. Le pidió a Sixto García, uno de la Guardia Civil muy aficionado también al buceo, que lo acompañara, porque no era un sitio para sumergirse sin ayuda de un compañero. Llegaron al lugar indicado por los pescadores y se sumergieron por turnos varias veces. El agua estaba condenadamente fría y las inmersiones eran breves. Cuando ya estaban a punto de desistir, encontraron la red, enganchada en una extraña construcción metálica de forma puntiaguda. Aquello era lo que la había desgarrado parcialmente.

Tiraron de ella, pero no pudieron desprenderla; sólo conseguían desgarrarla más.

—No había arreglo posible —les explicó luego Mateo Abril a los pescadores—. Se desgarraba más conforme tratábamos de sacarla. —¿Y en qué se enredó?

Abril se encogió de hombros.

—Restos de algún barco hundido. Quizá un avión de la guerra civil.

—Tonterías. Aquí no cayó ningún avión durante la guerra, ni tampoco se ha hundido nunca ningún barco. Esas cosas se saben de siempre.

—Pues no sé. Algo raro. Quizá debería venir un grupo submarino para echar un vistazo. En todo caso, no es un sitio muy frecuentado.

Pero la idea quedó olvidada. Por aquellas fechas, el país estaba en situación expectante ante la inminente muerte del jefe del Estado y ése era el tema principal de periódicos y televisión y del hombre de la calle.

Sixto García, el guardia civil que había acompañado a Abril, se pasaba el día pegado al transistor y hablando con sus compañeros de lo que «podría ocurrirá cuando Franco muriese. En cuanto a Mateo Abril, tenía frecuentes reuniones con Augusto Muntaner entre otros para planificar la estrategia que debían seguir, respecto a la creación de una plataforma democrática en el pueblo una vez que se permitieran las libertades políticas. Los dos pescadores, por su parte, ya tenían bastantes quebraderos de cabeza para conseguir una nueva red con la que seguir pescando. Todo el mundo tenía cosas más importantes en las que pensar.

El domingo por la mañana, Gabriel estaba asomado al balcón en la casa donde tenían alquilada aquella habitación, contemplando a la gente que pasaba por la calle, esperando descubrir de un momento a otro entre ellos a su padre, que llegaría por fin de Barcelona con el dinero que tanto necesitaban para seguir en el pueblo. Había gran animación y el mercado, también abierto allá frente al cine, más allá de las mesas del Casino, estaba muy concurrido. Alguien tuvo la ocurrencia de lanzar algunos cohetes —se acercaba la festividad tradicional de julio— y el ruido asustó a Gabriel. Le vino a la memoria la imagen de la alemana quemando su novela del oeste. Ya no podría comprar más, porque en el kiosco del pueblo ya no tenían. La última vez que había entrado, cuando su madre compró la revista Garbo, no quedaba ni una. —¿No quieres una del espacio? —le había preguntado la dependienta.

Pero Gabriel había arrugado la nariz. Miró los títulos. El hombre radiactivo y Esferas de Saturno. No, gracias, dijo.

Y mientras Gabriel, sobresaltado por el ruido de los petardos —¿y si eran disparos?, ¿y si había estallado otra guerra?—, oteaba hacia donde sonaba el mido y corría la gente, su padre se apeaba del tren, en la estación y se disponía a subir al autocar azul que lo dejaría en el centro de Blanes. Los rojos iban a Lloret, los azules a Blanes. Antonio Muntaner se sentó y preparó las monedas para pagar el billete cuando pasara el cobrador por su lado, una vez que el autocar se pusiera en marcha. Un hombre alto y grueso se sentó en el asiento libre a su lado. El autocar arrancó y enfiló por la ruta al pueblo— El cobrador empezó a pasar por el pasillo entre los asientos, despachando los billetes. Llegó a la altura de Antonio Muntaner, éste le tendió las monedas y recibió el correspondiente billete. El cobrador miró significativamente al hombre del otro asiento. —¿Billete? dijo formulariamente.

El hombre se quedó mirándolo.

—Tiene que pagar el billete —dijo el cobrador, algo irritado. —¿Un billete? —repitió el hombre.

—Claro.

—No sé cómo.

El cobrador le dirigió una mirada que sólo podía calificarse de tenebrosa. —¿Es que usted no lleva dinero?

El hombre meditó un momento y acabó denegando con la cabeza.

—Pero, bueno, esto es el colmo. Ahora no voy a parar el autocar para que se baje usted. Aquí no se puede ir sin billete.

Antonio Muntaner intercedió. —¿Le han robado el dinero, señor?

El hombre lo miró. Parecía dudar— en su respuesta.

—Sí... Ah, sí-dijo al fin. —¿Tiene familia en Blanes? ¿Conocidos?

—Estoy esperando que me vengan a buscar. Hace ya días que estoy sin noticias.

Antonio Muntaner miró al cobrador.

—Yo pagaré el billete de este señor —ofreció.

El cobrador refunfuñó algo, pero se encogió de hombros, entregó el billete a Muntaner y recibió el dinero a cambio. Lo conocía de vista y siempre había pensado que era un tipo blando, capaz de dejarse enredar por el más pintado.

—Tenga —dijo Antonio dándole el billete al hombre. Éste lo tomó, lo estudió y lo retuvo en su mano.

—Ha sido usted muy amable —dijo.

—No hay de qué... Espero que se arreglen sus problemas —dijo Antonio Muntaner, cortésmenle,

—Llevo días sin saber de ellos, ¿sabe? —¿De su familia?

—De mi compañero. Me he extraviado. No se cómo podré volver ni cómo podrán recogerme. No sé cómo. No sé cuándo.

El hombre meneó abatido la cabeza. Antonio empezó a pensar que quizá no era más que un chiflado inofensivo. Tosió y se dedicó a contemplar el paisaje de la carretera a través de la ventanilla. No lamentaba haberle pagado el importe del billete, aunque, claro, no le diría nada a su mujer de ello. En lodo caso, confiaba en que alguien se ocupase de él en el pueblo, o donde fuese.

En las Navidades del año 2017, la familia Muntaner se reunió en Barcelona para celebrarlas casi como una despedida. De hecho, eran una despedida. Eduardo Muntaner, con su mujer y sus tres hijos, iban a trasladarse a vivir en la recién inaugurada colonia experimental de Marte en enero del año siguiente. Así que decidieron repartir las Navidades entre los padres de ambos. La noche de fin de año correspondía pasarla en la casa de Gabriel Muntaner, el padre de Eduardo y allí estaban todos:

Gabriel y Teresa, Eduardo y su esposa Ana y los tres niños. Puesto que estarían sin verse durante varios años, flotaba en el ambiente un cierto tono nostálgico que todos procuraban atenuar como podían, haciendo que la celebración resultara lo más animada posible.

Sentada en su sillón, con los tres nietos ante ella en semicírculo sobre la alfombra, mirándola expectantes, Teresa se inclinó hacia adelante, los contempló fijamente, abriendo mucho los ojos tras las gafas y empezó a hablar en un tono lúgubre: —Ésta es una historia... ¡de fantasmas! Los niños aullaron de júbilo. —¡Mamá, por Dios! —reprochó Eduardo.

—Oh, déjala disfrutar —dijo Gabriel Muntaner riendo, tan sorprendido como su hijo, pero divertido por las ocurrencias que siempre tenía Teresa para entretener a sus nietos. Gabriel había olvidado ya mucho tiempo atrás que, en su juventud, él solía también oír historias de fantasmas en las acampadas con los amigos. —Es más Cría que ellos —dijo Ana.

Gabriel miró al otro lado de la sala, donde Teresa estaba contando la historia de fantasmas a los niños. Su mujer, sin duda, hubiera sido capaz de irse a Marte con todos ellos, tal era su dinamismo aun hoy día, a sus años, pero en la colonia no aceptaban a personas mayores de cincuenta años y, además, tampoco lo habría dejado a él solo. Por supuesto, la separación de su hijo y de los nietos sería una prueba terrible para Teresa, que no podía soportar estar un solo día sin tener noticias de cuantos conocía y amaba, una curiosa manía que Gabriel siempre había creído particular-mente exagerada. «Es muy apegada a la familia», dijo de ella en sus tiempos la tía Micaela. ¿Cómo soportaría Teresa la idea de que su hijo y sus nietos iban a pasar muchos años lejos, en otro planeta, sin volver a la Tierra sino hasta quién sabe cuándo? «Nos haréis saber de vosotros, ¿verdad?», les insistía con frecuencia en aquellos días. «Gabriel —le decía a él cuando estaban a solas—, no sé si podré resistir estar un solo día sin noticias suyas.» Era muy apegada a la familia, sí. —... y se encontraron en un mundo extraño y desconocido para ellos y quedaron separados, vagando eternamente por las calles de las ciudades. Y, como tenían que disfrazarse igual que los que veían pasar, nunca podían saber cuál era cuál. A veces, incluso pasaron uno junto al otro, sin reconocerse...

—Oooooooh...

—Ya verás como mamá se irá haciendo a la idea conforme pase el tiempo —le susurró Eduardo a su padre—. Es una mujer muy fuerte.

—Claro que sí —dijo Ana, tomando una patata frita—. Y qué bien se conserva. Espero estar como ella cuando yo tenga su edad. —... y uno de ellos se hizo explorador y el otro se hizo pescador... Y, como siempre estaba uno en las montañas y el otro en los mares, no podían encontrarse por más que lo intentaran. Y dicen las leyendas que aún siguen viviendo y buscándose, cambiando de disfraz. —¡Ooooooh! —¡Ya se acerca medianoche! —avisó Eduardo—. ¡Va a empezar el año nuevo! ¡Preparad las copas! ¡Todos a brindar! —¡Felicidades! —¡Por los abuelos! —¡Por todos vosotros! —¡Formulad un deseo! ¡Todos debéis formular un deseo!

—Abuela, ¿qué vas a pedir tú? —¡Niño! Eso no se pregunta.

—Oh, no me importa decirlo. No estar ni un día sin noticias vuestras.

Verano de 1961. Domingo. Sentado a una mesa de la terraza del Casino, de Blanes, sobre la que reposa un café exprés y los restos de un enrasan, Antonio Muntaner dibuja en su bloc. Ha ido ya a ver a su mujer y a su hijo, les ha entregado el dinero, ha hablado con ellos y ellos se han marchado hacia la playa. Antonio no es hombre de playa. No es hombre de muchas cosas, ya. Prefiere permanecer aquí, en la ajetreada mañana dominical, observar a la gente, saludar a los muchos amigos, ir a visitar luego a sus hermanas y hermanos y gozar de la sombra bajo los árboles. Su lápiz traza en la hoja del bloc rápidos rasgos de la gente que ve pasar. Esos turistas extravasan te mente vestidos, esos perros que ladran alegremente a los niños, esos tipos flacos, curtidos del aire del mar, esa mujer gorda que se dirige a su parada en el mercado allá en la calle para vender fruta y verdura a los turistas y a los del pueblo, esos niños paliduchos y esa guapa jovencita. El lápiz se mueve ágilmente en su mano, sobre la hoja del bloc, dejando constancia de todo cuanto ve.

Rostros caricaturescos, rostros gordezuelos, graciosos perros y flacas mujeres. Su mirada capta, comprende y su mano plasma lo que ve, con seguridad y firmeza.

Siente como si alguien lo observara a su espalda. No le importa. No le molesta. Es algo habitual, está ya acostumbrado a ello. A la gente siempre le llama la atención el tipo que se sienta a una mesa, al aire libre, con un bloc de dibujo en la mano, el aspecto serio, la boca levemente fruncida.

Quien está a su espalda da un paso y se coloca delante de él. Antonio Muntaner levanta la cabeza y ve a una niña, más o menos de la edad de su hijo. Quizá un par de años menos, en realidad. La niña lo mira intensamente. Antonio sonríe.

—Hola, pequeña —le dice.

La niña mueve la cabeza levemente, como si correspondiera a su saludo. Antonio sigue dibujando. —¿Puede usted hacer lo mismo conmigo? —dice de repente la niña Antonio la mira un tanto sorprendido. —¿Qué quieres decir?

La niña señala la hoja del bloc.

—Ponerme ahí, en el papel. —¡Ah! —comprende Antonio—. ¿Quieres que te dibuje?

—Sí, por favor, para que ya sea siempre así.

A Antonio le gustan los niños. Tienen salidas tan curiosas a veces...

Están en su mundo particular, diferente del amargo mundo de los mayores. Le gustan los niños, sí, porque en todos ellos cree ver a veces a su primer hijo, el que murió a los cuatro años, llevándose con él un trozo suyo, dejándolo blando e incapaz de nada por mucho, mucho tiempo. ¿Cómo va a decirle que no, pues, a una niña que quiere que la dibuje?

—Vamos a ver —dice, pasando la hoja del bloc y buscando una nueva—. Siéntate ahí, delante de mí y ponte natural, quieta.

La niña hace lo que le dice. La gente sigue circulando en torno a ellos, por la calle, la plaza, el mercado y las mesas del Casino. El lápiz de Antonio dibuja ahora despacio, cuidadosamente, perfilando los rasgos de la niña sentada frente a él, tratando de recoger esa mirada seria que brilla en sus ojos. A veces cambia de lápiz, para los perfiles o las sombras del rostro. —¿No están tus padres por aquí? —le pregunta mientras dibuja, para alejar el silencio.

—No. —¿Cómo te llamas?

—No sé.

Antonio la mira, divertido. —¿No sabes tu nombre? ¿Y qué edad tienes? Debes de ser un poco más joven que mi hijo. —¿Cuántos años tiene su hijo?

—Once.

—Sí, tendré alguno menos.

Antonio sigue dibujando. —¿Eres de Blanes?

—No.

—Pon la cabeza como la tenías antes. Eso es. ¿Te gusta el pueblo?

—Es bonito.

Antonio está ya terminando el dibujo. Se siente contento del resultado. Le gusta. Retoca algunos detalles, añade algo con el otro lápiz.

—Ya está.

Se lo muestra a la niña, que lo contempla con mucha atención. —¿Te gusta?

Ella mueve afirmativamente la cabeza.

—Sí. Ahora ésta ya va a ser mi forma para siempre, ¿verdad? Está registrada en el papel, ¿verdad?

Antonio la mira divertido. Realmente, los niños son siempre tan naturales, tan espontáneos...

—Claro. Claro que sí. Hasta que crezcas y te hagas mayor.

—Ah. Ya. Ya. Sí, es lógico. Gracias. ¿Cómo se llama usted, señor?

—Me llamo Antonio Muntaner.

—Antonio Muntaner. Lo recordaré. Gracias.

La niña se marchó. Él la miró, extrañado y divertido. Eran tan encantadores los niños a esa edad... Buscó una hoja nueva del bloc y siguió dibujando cuanto veía. Esos turistas extravagantes, esos marineros curtidos, esas jóvenes paliduchas, esas vendedoras gordas. Su lápiz se movía rápida y firmemente y dejaba constancia en el papel de todo cuanto veía.

RODOLFO MARTÍNEZ