Ciencia ficción española: un análisis en perspectiva

Pese a los avances que se han producido en los últimos años, la ciencia ficción sigue sin ser en España un género reconocido. Continúa sin visitar regularmente las páginas de los suplementos literarios, no figura en los catálogos de buena parte de las editoriales relevantes y mantiene a sus mejores escritores en el anonimato— Un hecho tradicional, pero que contrasta de forma ya incomprensible con la situación en los países de nuestro entorno, como Francia, Italia, Alemania o el Reino Unido, donde la ciencia ficción es otra vertiente de la literatura, sin etiquetas despectivas.

Las razones del menosprecio del ambiente cultural español por el género son complejas y tienen un punto de partida obvio: la ciencia ficción es joven y su inserción en la literatura internacional ha sido reciente. Las mayores resistencias existentes en España se pueden relacionar con peculiaridades de la idiosincrasia local: desde la consideración —parcialmente injusta, pero no falta de argumentos— de la literatura española como «realista» que hiciera Menéndez Pidal en la Historia general de las Letras Hispánicas, con el Quijote y su ridiculización de la fantasía como punta de lanza, hasta la falta de interés por la ciencia en sí misma plasmada en el unamuniano «que inventen ellos». Sin olvidar un hecho verdadero: la ciencia ficción española fue hasta hace veinte años y salvando contadas excepciones, literatura de muy escasa calidad, motivando rechazos comprensibles.

Es precisamente esa evolución posterior la que motiva el presente trabajo, que pretende ser un jalón más en la normalización del trato a la literatura de ciencia ficción —en adelante utilizaré las siglas cf, comúnmente aceptadas— en España. En los últimos años se multiplicaron las publicaciones de todo tipo —libros, revistas, fanzines— con textos en muchos casos de valía, que corren el peligro de quedar en el olvido, víctimas de tiradas cortas para mercados reducidos al seguimiento de los aficionados más atentos. Algunos de esos trabajos, obra de escritores especialmente significativos en el género, están en estas páginas como testimonio para analistas despistados e invitación a que el lector inquieto profundice posteriormente en el conocimiento de esos autores.

El hecho de que esta antología recoja relatos publicados a partir de 1980 está justificado por razones de calidad, pero también de otro tipo.

Existe una antología recopilada por Domingo Santos, Lo mejor de la ciencia ficción española y a ella me remito para que los lectores exploren algunas de las pocas obras de verdadera valía publicadas en los años sesenta y setenta. Pero, además, ese momento, que fue también el de la desaparición de la mítica revista Nueva Dimensión, supone el origen de la cf española contemporánea con la aparición de las primeras obras de Rafael Marín, Elia Barceló y Juan Miguel Aguilera, piezas motores en el movimiento posterior.

Los noventa han sido, sin duda, el punto culminante de la historia del género en España. No resulta arriesgado afirmar que de las diez mejores novelas de cf jamás publicadas por autores españoles, al menos seis han visto la luz en esta década. Y si hubiera que seleccionar 25 cuentos, quizá llegaríamos hasta los 20 entre la producción reciente.

Todo ello habla de un movimiento vivo, con gente joven ligada a él. Pero la historia del género está también cargada de paraliteratura, creadores de tercera fila y obras que se han convertido en clásicas a fuerza de servir de referente en estudios como éste, pero antes por su edad que por su propia valía, que las haría más bien merecedoras del calificativo de antiguallas. Es necesario, pues, poner un poco de perspectiva para distinguir el grano de la paja y valorar la situación actual.

Una prehistoria de interés ocasional

El interés por la cf española avant la lettre se disparó en los últimos tiempos gracias a los trabajos del bibliófilo Agustín Jaureguízar y el filólogo Nil Santiáñez —Tió, sanamente empeñados en la exhumación de textos cuya valía intrínseca, según ellos mismos admiten, no justifica en algunas ocasiones los esfuerzos realizados.

Lo cierto es que, numéricamente, la producción de literatura fantástica en España no fue amplia desde los tiempos de los libros de caballerías y la implicación en ella de los componentes más o menos científicos que se suelen ligar a la cf resulta muy ocasional. Puede citarse una novela utópica de Antonio de Guevara, El libro áureo de Marco Aurelio o Relox de Príncipes (1527), como precedente curioso hasta la tardía llegada a España de la revolución industrial y de la obra de los dos autores que comparten la paternidad del género, Julio Verne y H. G. Wells.

El excelente libro de Nil Santiáñez-Tió De la Luna a Mecanópolis (1995) vino a recordar a los aficionados españoles que algunos de los literatos más importantes del cambio de siglo, como Miguel de Unamuno, Ramón Pérez de Avala, Ángel Ganivet, Leopoldo Alas Clarín, Ramón Gómez de la Sema o José Martínez Ruiz Azorín, se acercaron en alguna ocasión a lo que hoy conocemos con el nombre de «ciencia ficción», 1 y que entonces recibía etiquetas como «novela científica», «relatos maravillosos» y similares. La relación «normalizada» entre la literatura del momento y la «novela científica» queda patente en detalles como el de que Ramiro de Maeztu se encargara de la traducción de La guerra de los mundos. De la labor de todas estas personalidades, queda como jalón más interesante el relato de Clarín «Cuento futuro», presente en el citado volumen: un acercamiento temprano a un tema luego convertido en tópico del género, el final de la civilización y su eventual renacimiento a partir de personajes de resonancias bíblicas.

Sobre todo, el trabajo de Santiáñez-Tió sacaba a relucir la importancia de una novela de Enrique Gaspar, El anacronópete, que en la década de los ochenta del siglo pasado anticipaba la idea de viaje en el tiempo luego popularizada por H. G. Wells. La novela, de la que incluso se dio noticia en medios especializados estadounidenses, ha conocido varias ediciones desde entonces.

Con todo, el único escritor español de la época que pareció seguir con cierta continuidad —aunque no mucho acierto— los pasos de Verne fue Nilo María Fabra (1843-1903), un periodista que fue el creador de la primera agencia de noticias en España, el Centro de Corresponsales.

Fabra publicó no menos de media docena de trabajos «futuristas», entre los que pueden citarse los relatos «Lo presente juzgado por lo porvenir del siglo xx» o «Teitánel soberbio». En líneas generales, Fabra compartía el optimismo científico de la época y tendía a presentar futuros idílicos de tecnología omnipotente.

La guerra de Cuba y la Gran Guerra dieron paso a una sucesión de obras de historia alterativa, con gran despliegue de fanfarria armamentística y, en general, simpatías hacia Alemania por parte de escritores de segunda fila como Domingo Cirici Ventalló o Pompeyo Gener.

De ese grupo de autores surgió el primer autor español de ciencia ficción al que podemos considerar verdaderamente especializado: el militar José de Elola (1859-¿1935?), quien bajo el seudónimo de Coronel Ignotus 2 fue considerado en su momento el Julio Verne español gracias a las obras que fue publicando desde 1916 en la Biblioteca Novelesco Científica de la Editorial Sanz Calleja, que puede a su vez ser citada con propiedad como la primera colección especializada en cf en lengua castellana. Sus novelas no pueden ser leídas en serio a fecha de hoy pese a su popularidad en la época y los altos vuelos imaginativos del autor, que incluso creó La mayor parte de las novelas del Coronel Ignotus forman parte de una peculiar «historia futura» en la que se nos narran la aventuras en la conquista de Venus, allá por el siglo XXII, de una peculiar expedición liderada por la ingeniera aragonesa María Josefa Bureba, Pepeta para los amigos y su antagonista, la estadounidense Sara Sam Bull. Las obras de Elola están repletas de curiosidades y anticipaciones (desde teléfonos móviles hasta un futuro en el año 10 000 en el que el castellano evolucionó, pero se sigue hablando el mismo euskera de siempre), pero difícilmente pueden ser defendibles como algo más que un precedente de cierto éxito: Jaureguízar estima en 120000 ejemplares las ventas globales de su obra. El único autor que compitió con la fama del Coronel Ignotus y que de hecho le sucedió en la editorial Sanz Calleja cuando sus propietarios se pelearon con Elola, fue Jesús de Aragón (1893-1973), que firmó como el Capitán Sirius. Al parecer, según Agustín Jaureguízar, Aragón se encargó de finalizar la famosa novela de Emilio Carrere La torre de los siete jorobados y consiguió la confianza de los editores para publicar su obra continuando la Biblioteca Novelístico-Científica. Allí aparecieron obras como 40000 kilómetros a bordo del aeroplano «Fantasma», reeditada en la pasada década (Editorial Juventud), una vuelta al mundo por ¡os polos, o Una extraña aventura de amor en la luna. El autor, calificado una y otra vez en los años veinte y treinta como el»Julio Verne español», ofrecía en sus obras una vertiente más aventurera que el Coronel Ignotus, si bien tampoco es hoy una lectura agradecida.

La cf cobra conciencia de sí misma

Autores de aún inferior categoría y sin obra continuada fueron apareciendo ocasionalmente hasta los años cincuenta, cuando el boom del género en Estados Unidos, tanto en literatura como en cine, dio paso a un redoblado interés en España. Ahí mismo quedaron formadas ramas a través de las que el género crecería hasta hoy: la de la aventura espacial popular de nula calidad literaria, la del género autoconsciente y con pretensiones de calidad y la de los escritores consolidados que ocasionalmente visitan este territorio.

La eclosión de las publicaciones pulp españolas en los años cuarenta tardó en llegar hasta la ciencia ficción. Fue precisamente el padre del más famoso personaje del pulp local, El Coyote, quien la protagonizó. Se trataba de José Mallorquí, que en una apuesta personal dirigió durante años la colección Futuro, con una peculiar mezcla: desde adaptaciones sui generis de obras importantes estadounidenses firmadas por estrafalarios seudónimos, hasta creaciones originales del propio Mallorquí, notablemente la serie protagonizada por el capitán Pablo Rido,3 Mallorquí dejó la colección, al trasladarse de Barcelona a Madrid para proseguir su carrera como guionista de radio, tías 26 números, aunque ésta consiguió mantenerse hasta el 34.

A los pocos meses de aparecer «Futuro» vio la luz «Luchadores del espacio», la más conocida de las colecciones de lo que se ha dado en llamar «novelas de a duro». Aquí comenzaron a publicar toda una serie de esforzados de la literatura, empeñados un día en un western y al siguiente en una novela rosa, que en el caso de la cf se veían obligados a publicar con truculentos seudónimos anglosajones (Clark Carrados era Luis García Lecha, Law Space era Enrique Sánchez Pascual, Keith Luger era Miguel Olivera). Sus historias personales resultan francamente memorables pero quedan definitivamente fuera de este estudio, donde por otra parte no les abren las puertas sus obras. Las pautas de estas novelitas son fácilmente imaginables: en torno a las cien páginas de letra grande y temáticas muy directas, con aventuras frenéticas, personajes planos —villanos de una pieza, galanes irrefrenables y damas encantadoras— e imaginación alejada de cualquier control lógico, tanto como lo están las obras en sí de eso que damos en llamar «calidad literaria». Con todo, de estas «novelas de a duro» que prolongaron su vida hasta los años ochenta, dos autores merecen una mención singular: el valenciano Pascual Enguidanos Usarch (1929, Gcorge H. White) y el gaditano Ángel Torres Quesada (1940, A. Thorkent), creadores de dos universos más o menos coherentes en dos series que mantienen seguidores fieles hasta hoy, La Saga de los Aznar y El Orden Estelar.

La Saga de los Aznar publicó 32 títulos en los años cincuenta, reeditados junto a otros 24 episodios inéditos en los años setenta. Se trata de una epopeya cósmica de gran tamaño, que comienza con la destrucción de la Tierra y se prolonga durante siglos con la lucha por la supervivencia de los humanos, liderados por los sucesivos herederos de la familia española de los Aznar,4 a bordo del formidable Autoplaneta Valera.

Enguidanos trabajaba como conserje y concebía estas obras —y otras muchas en diferentes géneros en los que igualmente publicaba— en el tranvía, de camino a su puesto en un colegio. Sin especiales conocimientos científicos, fue capaz de crear maquinarias maravillosas y de imaginar paisajes y situaciones de innegable grandiosidad y en las páginas de la Saga se respira una ambición imaginativa superior a la de los otros escritores «de a duro». Un cierto culto nostálgico por estas novelas creció en los últimos tiempos entre los aficionados al género, con la reedición incluso de algunos títulos por parte de una editorial amateur, Silente. Como curiosidad, cabe señalar que la Saga ostenta el título de Mejor Serie de Ciencia Ficción Europea, votada por los lectores en la Eurocón de Bruselas de 1978, si bien todo hace indicar que su elección no se debió al entusiasmo de los aficionados a la cf belgas sino al deseo de que no ganara la popular serie alemana —de tufillo derechista— de Perry Rhodan.

También fueron reeditadas, aunque por Ediciones B, algunas de las novelas de A. Thorkent. El Orden Estelar apareció en una fase más avanzada de la historia de las «novelas de a duro» (Torres fue lector de La Saga de los Aznar), ya en los sesenta-setenta y es una serie ligeramente más cuajada y adulta —siempre considerando que hablamos de pulps, con las limitaciones que eso conlleva. Se trata de cuarenta novelitas que van perfilando otro escenario a gran escala, el hundimiento del Imperio Galáctico Terrestre y el posterior resurgimiento de una nueva forma de gobierno, el Orden Estelar, que a su vez degenera luego en la Superioridad Terrestre. Volveremos a hablar más adelante de Torres, el único autor que ha vivido a lo largo de su carrera cómodamente instalado con un pie en la cf pulp y otro en la más «seria», ignorando las diferencias entre una y otra.

Esta cf poco exigente y de regusto kitsch mantiene su rinconcito hasta hoy conoce incluso practicantes contemporáneos, como el dúo formado por Eduardo Gallego y Guillem Sánchez, el prometedor Mario Moreno Cortina o el ya veterano Carlos Saiz Cidoncha.

La cf de cierta calidad tuvo su emerger en los años cincuenta en primer lugar en Argentina, con la revista Más Allá y la editorial Minotauro y luego con una colección española, «Nebulae». Si la primera sólo tuvo tres años de vida, la segunda permanece hasta hoy ofreciendo títulos clásicos. Pero dadas las dificultades de importación, el verdadero impacto sobre la historia de la cf en España lo produjo Nebulae: alcanzó los 140 números y sobrevivió durante quince años, desde 1954 hasta 1968, dando a conocer en España a buena parte de los grandes autores de! género con un criterio ecléctico: Asimov, Heinlein, Clarke, Van Vogt, Silverberg, Dick, Brunner, Brown... Pronto tuvo imitadoras en las colecciones Cénit y Galaxia, de inferior calidad, aunque sólo Nebulae publicó regularmente autores españoles.

En ella aparecieron a gimas de las mejores o aras del gran escritor de cf español de la época, Domingo Santos (1941), que también publicó bolsilibros —con el seudónimo de P. Danger— en los primeros pasos de su carrera. Santos, por bautismo Pedro Domingo Mutiñó, es uno de los personajes capitales de la historia de la cf en España. Tras un periodo en las «novelas de a duro», su hegemonía en el género fue absoluto al comienzo de los sesenta: una novela como Gabriel (1963), pese a que hoy resulte pasmosamente desfasada, consiguió el hito entonces histórico 5 de ser la única novela española de cf traducida fuera de nuestras fronteras, concretamente al francés. Trata de las desventuras de un robot, cuyo nombre da título a la novela, que sigue la habitual trayectoria de humanización. Otras obras destacables suyas en esa primera etapa son la colección de relatos Meteoritos (1965), también en Nebulae y la novela Los dioses de la pistola prehistórica (1967), aparecida en una colección posterior, Infinitum. Santos era obviamente superior a sus compañeros españoles en las primeras novelas de Nebulae, F. Valverde Torné y Antonio Ribera, cuya producción resulta infame para el lector actual.

Santos se mantiene activo en el género hasta hoy. Seguramente su obra más destacable es la antología Futuro imperfecto (1981), en la que se recogen buena parte de sus relatos más perdurables, como «Extraño» o «... Si mañana hemos de morir», buenos ejemplos de su trabajo de tintes pesimistas, con una honda preocupación ecológica. Además, Santos fue una personalidad clave en el desarrollo del género en España como coeditor de la revista Nueva Dimensión o director de numerosas colecciones de libros, además de seleccionador de la antología Lo mejor de la ciencia ficción española que citaba más arriba —y que incluía su relato más traducido a otros idiomas, «Gira, gira»— La figura de Santos en la actualidad es la del patriarca del género, homenajeado una y otra vez, parte de cuya obra merecería un festejo mayor en forma de reedición accesible para el público actual.

Fuera del género, algunos autores se acercaban ocasionalmente a la cf. El primero fue Eduardo Texeira, que publicó varias novelas sin demasiado éxito. Mucho más destacable es el trabajo de Tomás Salvador, un escritor que ganó el Premio Planeta y el Premio Nacional de Literatura y fue uno de los más populares literatos de la época del franquismo. Dejó a la cf española una novela capital. La nave (1959), otra buena candidata a una reedición. La obra toca con singular dureza un tema conocido, el de la nave que partió a conquistar las estrellas muchos años atrás y cuyos tripulantes terminan cayendo en la barbarie. Además, Salvador publicó más adelante dos excelentes colecciones de relatos juveniles sobre el personaje de Marsuf, el vagabundo del espacio y la curiosa trilogía de ciencia ficción pop compuesta por Y, T y K (Killer), ya en los setenta.

Un pequeño estirón

Los sesenta supondrían la primera etapa feliz del género en España, Los aficionados al género —lo que se conoce como el fandom- se asociaban y terminó por organizarse el primer congreso español de cf, la Hispacón, en 1968. Aunque no hay revistas regulares y los fanzines no llegarán hasta esa misma época, en los sesenta se publican varias antologías de cuentos españoles del genero, tanto por parte de la editorial Acervo como por Castelíote Editor. Entre los autores que aparecen en esas páginas hay algunos de cierta relevancia como Francisco Álvarez Villar, un psicólogo prematuramente fallecido, Francisco Lezcano, Carlos Buiza y Juan G. Atienza. Estos dos autores llegaron a publicar volúmenes propios de relatos, no exentos de interés, en ¡os últimos números de la colección Nebulae; Los viajeros de las gafas azules (1967) era el título del de Atienza y Un mundo sin luz (1967), el de Buiza. También aparecen en las antologías de la época nombres curiosos para el lector actual como José Luis Garci, el director cinematográfico oscarizado, o el cantautor Luis Eduardo Aute.

El fruto final de todo ese entusiasmo fue el nacimiento de la revista Nueva Dimensión (ND), la principal publicación del género en España de todos los tiempos, que extendería su existencia por 148 números entre 1968 y 1982. Dirigida por Sebastián Martínez, Luís Vigil y el citado Santos tras una fracasada experiencia con otra editorial, su efecto movilizador en el género fue fundamental y la práctica totalidad de los autores surgidos en los años siguientes lo hicieron a la sombra de ND. 6

Entre ellos puede citarse al dúo formado por María Guera y Arturo Mengotti, Ignacio Romeo, José Ignacio Velasco y, en particular, a Enrique Lázaro (1945). La práctica totalidad de sus relatos, recogidos recientemente en dos recopilaciones, se desarrollan en el mundo de la Tierra Vaga: «Donde los rumores son sólidos como la piedra y los hombres carecen de consistencia, donde el sofisma es ciencia y la ciencia trata de lo inexistente, donde los reyes se desparraman, los bandidos doman caleidoscopios y los mares y las cordilleras son intermitentes (o no)». Dotado de un humor surrealista y una capacidad evocadora innegable, Lázaro no creó escuela pese a que sus cuentos, recopilados recientemente por la faneditorial Artifex, merecen siempre un lugar destacado en cualquier historia del género en España.

Las colecciones especializadas, que sufrieron bajas a finales de los sesenta, renacieron a mediados de los setenta. Bruguera, SuperFicción de Martínez Roca, Acervo CF, la segunda Nebulae y una Minotauro que conseguía ir regularmente ser importada de Argentina mantenían al público informado de las últimas novedades anglosajonas, aunque sólo ocasionalmente dieron a la luz autores españoles.

El escritor más destacado que apareció en esta época, curiosamente, sólo publicó un relato en Nueva Dimensión. Se trata de Gabriel Bermúdez Castillo (1933), a mi juicio el primer autor español de cf de auténtica valía literaria y uno de los motores soterrados de la posterior evolución del genero. En estos años publicó sus dos novelas capitales:

Viaje a un planeta Wu-Wei (Acervo, 1976), muy divertida y quizá el comienzo del uso de temas «españoles» en el género y El señor de la rueda (1978), una jocosa emulación entre la cultura medieval y la del automóvil que apareció en la editorial Albia, donde encontraron acomodo vatios de los autores del momento (Juan José Plans, Carlos Saiz Cidoncha, Guillermo Solana...).

El estilo de Bermúdez es fluido, en la mejor tradición del género de aventuras, pero sus relatos están trufados de crítica social, de una ideología anarquista demoledora y sorprendente —en particular, porque el autor es un apacible notario de Cartagena— y de un humor castizo y socarrón. Además de esas novelas, cuenta en los setenta con tres relatos más o menos largos de primerísimo nivel; (Cuestión de oportunidades», la novela corta «La piel del infinito» y «La última lección sobre Cisneros» (todos de 1978). Con Bermúdez, el uso de temáticas y personajes autóctonos se normaliza en el género, dando un paso de gigante seguido poco a poco por el resto de los escritores.

La obra de Bermúdez se mantiene viva hasta hoy: de hecho, su última novela apareció hace poco más de un año y fue sin duda el mejor título del 2000, Demonios en el cielo. Una aventura gamberra, aunque algo descuidada, que puede colocarse en una segunda línea preferente dentro de la obra del autor, junto con la antología Instantes estelares (1994) y la novela Salud mortal (1993).

A finales de la década se produjo un curioso movimiento contracultural con un pie dentro del género y otro fuera, la «novaexpressión», cuyo órgano de expresión fue el fanzine (y luego, por seis números, revista) Zikkurath. Relacionada directamente con la llamada «movida madrileña», el movimiento cultural y callejero de aquella época de optimismo tras el fin de la dictadura, la «novaexpressión» reivindicaba el experimentalismo de la cf de los sesenta, desde William Burroughs hasta Michael Moorcock. Sin embargo, ninguno de sus integrantes —entre los que se contaban Jaime Rosal del Castillo, Mariano Antolín Rato o Fernando P. Fuenteamor— ha seguido en el género, por lo que su aportación, que pudo contribuir a abrir la cf al exterior, ha quedado sepultada en las historias oficiales como una especie de apostasía. Además, este grupo no dejó tras de sí ninguna novela de verdadera talla (quizá las más recordadas sean dos obras menores de Rato, Cuando 9 000 mach aprox. y Mundo araña), lo que ha contribuido a su olvido.

Puertas abiertas a través de la crisis

En los últimos instantes de la historia de Nueva Dimensión llegaron a sus páginas los primeros autores de cf que podríamos considerar como «contemporáneos», pioneros del genero tal y como es actualmente y todavía en plena actividad. El primero en publicar de esta generación fue Javier Reda!, justo el último autor en aparecer en la antología de Domingo Santos Lo mejor de la ciencia ficción española. Esta generación llenó las páginas de los fanzines de progresivo interés que nacieron en esa época previa a la desaparición de Nueva Dimensión o inmediatamente después: Space Opera, Kandama —primera aparición pública de Miquel Barceló, personalidad clave en los noventa—, Máser, Tránsito o Blagdaross.

Quien sirve como eje señero del cambio que se produce en el comienzo de los ochenta es el gaditano Rafael Marín. Su novela corta de aire policiaco «Nunca digas buenas noches a un extraño» (1980), una aventura dinámica en una Holanda totalitaria que en rigor no tiene mucho que ver con la producción posterior de Marín, es considerada genéricamente como el nacimiento de la cf española moderna: mayor exigencia literaria, respeto por las formas tradicionales del género pero capacidad para introducir en él elementos temáticos nuevos, con un desprendimiento parcial de los modelos estadounidenses.

Marín publicó varios relatos más en Nueva Dimensión antes de su cierre (1982) y a la par que la revista desaparecía, una novela en una colección paralela: Lágrimas de luz. La promesa de «Nunca digas buenas noches a un extraño» se convertía aquí en un realidad tangible. Se trata de una aventura espacial de corte poético, escrita con una solvencia impropia de alguien que apenas entraba en la veintena y que se ha convertido en un título mítico dentro del género en España. Marín dio a la luz después una excelente antología de relatos. Unicornios sin cabeza (1987), que incluía los mejores títulos de años previos —entre ellos, «Mein Führer», que reeditamos aquí— y luego se embarcó en un proyecto de fantasía un tanto desmesurado, La leyenda del navegante (1992), cuyo fracaso incluso dentro del género le desmotivó por un tiempo: Marín se dejaba llevar en esta obra por su gusto por el estilismo hasta terminar por oscurecer y ralentizar la propia narración, que se convertía en farragosa. Su más reciente novela en solitario, Mundo de dioses (1997), aúna varios de sus amores, llevando a la cf el cómic de superhéroes con apreciables resultados. En los últimos tiempos parece haber dado un curioso giro a su carrera, retomando un estilo fantástico «literario» de sabor muy personal pero sin los excesos de La leyenda del navegante.

Además de autor, Marín es otro hombre orquesta que igual trabaja como excelente traductor de cf estadounidense que como guionista del cómic Marvel Los cuatro fantásticos. Su impacto en el género puede también señalarse de forma beneficiosa al retomar la mención a Ángel Torres Quesada, el A. Thorkent del que hablaba más arriba al citar a los autores pulp, que pareció redoblar su actividad y su nivel de exigencia en sana competición con su paisano y amigo Marín. Si antes lo mejor de la producción de Torres Quesada llegó con algunos relatos breves —«Centro de violencia controlada» (1968), «Un novicio para su grandeza» (Í969)—, en los ochenta emprendió la ambiciosa «Trilogía de las Islas» —Las islas del infierno. Las islas de la guerra y Las islas del paraíso, todas publicadas en 1988—, unánimemente considerada como su obra más memorable.

Otra relación curiosa entre un autor más veterano y otro más joven es la establecida por Javier Redal, al que citaba unas líneas más arriba y Juan Miguel Aguilera, aunque en este caso plasmada en una colaboración directa. Tras unos cuentos de Redal y uno solo de Aguilera en Nueva Dimensión, estuvieron fuera de la circulación durante años para luego explotar en un par de novelas aparecidas a finales de los ochenta en Ultramar y centradas en un cúmulo globular, Akasa Puspa, habitado por humanos de ascendencia hindú y repleto de apáratos y seres absolutamente maravillosos. Tanto Mundos en el abismo (1988) como Hijos de la eternidad (1989) son novelas de gran empaque tanto científico como imaginativo, escritas con solvencia y que seguramente forman, junto a la posterior En un vacío insondable (1994), la cf española más «exportable». Las dos primeras, que en realidad eran una sola que fue dividida por motivos editoriales, fueron recientemente refundidas en una versión algo más simplificada científicamente en el volumen Mundos en la eternidad (2001).

Ambos escribirían luego otra novela menos satisfactoria, El refugio (1994), para terminar separando sus actividades. Aguilera, diseñador de profesión y autor de impactantes ilustraciones, se mostró como el más activo de los dos. Tras el maravilloso relato «El bosque de hielo» (1995), presente en esta antología, emprendió la escritura de la exitosa novela La locura de Dios (1998), una fantasía medieval que le abrió el mercado francés. Se trata del relato de las aventuras de Roger de Flor y Ramón Llull en una imaginaria expedición al corazón de Asia, donde terminan por encontrar el mítico reino del preste Juan en una exhibición de tecnologías alterativas e imaginación desbordada. Aguilera es el autor del género quizá con más posibilidades de acceder al gran público en la actualidad, dado que va a publicar más novelas en Francia —para donde escribe en la actualidad de forma directa, sin haber buscado editor para España— y se embarcó en los últimos tiempos en proyectos cinematográficos como la película Stranded (2002), un trabajo del que en cualquier caso no se muestra totalmente satisfecho.

Elia Barceló no es propiamente una autora de Nueva Dimensión, aunque llegara a aparecer en sus páginas con un relato, sino que floreció más bien al amparo de los fanzines de la época, notablemente de Kandama —el fanzine que editaba Miquel Barceló, con el que no le une parentesco alguno—. De formación filológica, comparte con Marín el gusto por el experimentalismo, más acusado en su caso. Escribe poco, pero de forma cuidadosa. Su» relatos tempranos fueron recogidos en Í9S9 en Sagrada, que incluía una novela larga que daba título al volumen: la historia de una asesina a sueldo intentando cumplir su tarea en un planeta idílico, en una mezcla entre fantasía y cf muy característica de sus trabajos. Se mantuvo activa en lo noventa con relatos desperdigados por diferentes publicaciones. Uno de ellos, «La estrella» (1991), es recogido aquí por primera vez en un libro. Publicó dos novelas de género:

Consecuencias naturales (1994), una aventura espacial que bromea sobre el machismo y la reciente El vuelo del hipogrifo (2002), sin duda su obra mayor hasta la fecha, pero encuadrable más bien en el terreno de la fantasía pura. Es uno de esos escritores con mayor influencia que obra — dentro de la cf, pues cuenta con otras publicaciones de género policiaco— y pionera sobre todo de algunas tendencias consolidadas en los noventa, como la mayor inquietud por el acabado formal.

Algunos autores de esa época de los ochenta son menos recordados a causa de no haber publicado novelas o no haberse mantenido tan presentes en las publicaciones posteriores de los años noventa, de mayor difusión. Tal vez éstas sean las razones del reconocimiento menor para los relatos de Juan Carlos Plills (1954) que lleva años trazando una obra de coherencia sobresaliente. Hombre tranquilo y poco amigo de apariciones públicas, tal vez ello acentúe esa falta de popularidad incluso dentro del pequeño seno de los lectores habituales de cf. Sólo ha publicado una novela, El enfrentamiento, ya en 1996: una novela influida por Philip K. Dick que recoge dos diferentes historias alternativas —en una, Alemania ganó la guerra y España sigue siendo una dictadura, en otra, unos Estados Unidos psicóticos prohibieron la creación de nuevas obras artísticas—. Sus numerosos cuentos, de calidad homogénea, merecerían verse recogidos en forma de antología: es injusto que hoy resulten inencontrables historias como «Cambio de guardia» (1982), «De muerte y de dolor» (1993) o «Postales del laberinto» (1998). En estas páginas le tenemos con una de sus historias más afamadas, «Otro día sin noticias tuyas» (1995).

De entre el grupo de autores que no están presentes en esta antología y llenaban las publicaciones en los ochenta, puede citarse a Roberto R. Toyos, al tristemente desaparecido Alfredo Benítez Gutiérrez — más conocido por su labor como articulista—, Javier Cuevas —activo ocasionalmente hasta hoy— y, en particular, a Juan José Parera, editor de Maser y animoso cuentista de obra no muy amplia entre la que puede citarse «La amenaza» (1982).

Para terminar con los ochenta, es necesario decir que en esta época comienza una cierta presencia de la el en otros ámbitos de la literatura fuera del estrictamente especializado. El fenómeno cobra especial fuerza en la literatura juvenil con las populares obras de Jordi Serra i Fabra y Joan M y l Gisbert, pero también en el campo «general».

Autores como Gonzalo Torrente Ballester, con Quizá nos lleve el viento al infinito (1984), José María Merino con Novela de Andrés Choz (1976) y La orilla oscura (1985), Rosa Montero con Temblor (1990), Eduardo Mendoza con Sin noticias de Gurb (1992), Suso de Toro con La sombra cazadora (1995) o Ray Loriga con Tokio ya no nos quiere (1999), por sólo citar algunos de los ejemplos más afortunados, demuestran que son numerosos los escritores respetados que no temen utilizar temáticas de ciencia ficción. Más tímidas se muestran, en cambio, las editoriales: en la contraportada de la edición más reciente de Quizá nos lleve el viento al infinito, una novela de robots en la que Torrente Ballester admitió homenajear a Isaac Asimov, se riza el rizo hablando de «aventura ficción», «espionaje ficción» y «filosofía ficción», pero se evita como la peste la mención del término «ciencia ficción».

El fenómeno del uso de los mecanismos de la cf por parte de literatos «no especializados» es notorio en Cataluña: al fin y al cabo, el gran bestseller catalán de la transición es el excelente postatómico Mecanoscrit del segúndo origen (1975), de Manuel de Pedrolo, siguiendo una tradición de proximidad de la literatura catalana a la cf que se remonta a Bornes artificiáis de Frederic Pujulá i Valles (1912). Autores como Joan Perucho o Pere Calders, centrados en lo fantástico, cruzaron la frontera de la cf en alguna ocasión, mientras dentro de ella se mueve gran parte de la carrera de Miquel de Palol. También existe una ciencia ficción catalana como tal, con su propia Asociación y algunas publicaciones, aunque sin demasiada continuidad.

La edad de oro de los años 90

Las razones por las que el fermento favorable cuajó en un crecimiento de la cf —siempre dentro de términos modestos— en los años noventa no terminan de resultar claras. Seguramente, porque el origen de esa eclosión es la suma de una serie de factores de variado tamaño que terminaron por aportar cada uno su granito de arena para conformar al fin un cuerpo de obra de calidad, en el que los nombres de Marín, Barceló, Aguilera o Plills dejan de ser los de francotiradores solitarios para formar parte de una corriente de cierta envergadura con una calidad global al fin comparable a la de la mejor producción anglosajona.

El trabajo seminal de esos autores —así como de Bermúdez o Torres Quesada—, publicando sobre todo a la sombra de Domingo Santos en la desaparecida colección Ultramar, fue sin duda un ejemplo para que otros escritores jóvenes pudieran entregarse a la cf sin complejos. Pero hubo más detalles favorables. Quizá el más influyente, a mi juicio, es la aparición de publicaciones que crearon nuevos estándares de calidad. En un principio, la más relevante fue BEM, publicada desde 1990 por Ricard de la Casa y Pedro Jorge Romero —a quienes se sumarían Joan M Ortiz y José Luis González posteriormente—, que mantuvo una notoria hegemonía en la primera mitad de la década. Favorecidas por las nuevas posibilidades tecnológicas, se sumaron otras cabeceras que terminarían por desbancar a BEM: Cyberfantasy, Kenbeo Kenmaro, Ad Astra, Parsifal, Elfstone, Buc y ro, Gigamesh, Artifex, 2001, Solaris, Pulp Magazine —las cinco últimas supervivientes hasta hoy-... Todas ellas con unos estándares de calidad muy superiores a los de las publicaciones de las décadas previas —sólo Nueva Dimensión resistiría la comparación— tanto en formato como en contenidos.

Esas publicaciones sirvieron de fermento también para un nuevo resurgir del fandom, de los colectivos de aficionados. Los motivos por los que los aficionados a la cf tienden a agruparse —algo que no ocurre con cualquier otro colectivo de lectores— son difíciles de desentrañar, pero se trata de un hábito profundamente arraigado. La librería Gigamesh de Barcelona, editora de un pequeño fanzine de crítica y ensayo —luego convertido en la revista profesional dominante en la segunda mitad de los noventa— y responsable de unos premios anuales al mejor material publicado en el año, se convirtió en un punto de encuentro al invitar a firmas de ejemplares a escritores extranjeros de primer orden —Roben Silverberg, Michael Moorcock, Terry Pratchett...— y coordinar el desplazamiento de una expedición de aficionados a la Convención Mundial de Ciencia Ficción de La Haya, en 1990. De ahí surgiría la fundación de la Asociación Española de Fantasía y Ciencia Ficción y en 1991, en Barcelona, se volvió a celebrar un congreso nacional, una Hispacón, Iras un paréntesis que venía desde 1980. Las Hispacones se han organizado de forma ininterrumpida desde entonces y la Asociación ha contribuido de muy diferentes maneras al desarrollo del género, con la convocatoria de algunos talleres literarios o la publicación de las antologías Visiones, primordialmente dedicadas a la promoción de autores jóvenes. Además, estos grupos de aficionados se coordinaron en algunos casos en tertulias locales: la de Madrid, la Terma, es la más veterana y conocida, aunque también las hay en Barcelona, Bilbao, Gijón, Vigo, Zaragoza... Con publicaciones donde aparecer, concursos a los que presentarse con un pequeño incentivo económico —el Pablo Rido de la Tertulia de Madrid estaba dotado con 101 000 pesetas, pero subió últimamente su cuantía a 666 euros— y lugares de reunión donde compartir ideas y experiencias, se creó un clima favorable para la aparición continuada de nuevos escritores, que se ha sucedido desde entonces de forma ininterrumpida.

Otro factor decisivo fue el trabajo de Miquel Barceló. Tras el cierre de Ultramar, la colección Nova de Ediciones B, dirigida por él, se convirtió en el refugio para las mejores novelas españolas. Además. Barceló promovió la creación del premio de novela corta de cf de la Universidad Politécnica de Catalunya, dotado con un millón de pesetas como primer premio, que incentivó a numerosos autores a competir en igualdad de condiciones con material escrito originalmente en inglés. En la docena de ediciones del concurso hasta la fecha, en su listado de ganadores aparecen tanto figuras del panorama de la cf internacional —Mike Resnick, Jack McDevitt o Robert J. Sawyer— como del nacional —Rafael Marín, Ángel Torres Quesada, Elia Barceló, César Mallorquí, Javier Negrete, José Antonio Cotrina—. El premio, además, contribuyó al actual florecer de la novela corta de cf en España, una extensión que se ha demostrado históricamente favorable para el género.

Todo ello se coordinó con un interesante —si bien pasajero— momento de crecimiento editorial en el que a Martínez Roca, Ediciones B y Minotauro se sumaron en la publicación de colecciones especializadas editoriales como Júcar, Destino, Edaf o Gríjalbo, si bien sólo en la primera se publicó un título de autor nacional —La dama de plata, de Ángel Torres Quesada.

En el plano meramente literario, el momento que puede señalarse como de inflexión fue la publicación del relato «El mensaje perdido», de César Mallorquí (1953), hijo del celebrado José Mallorquí, que llegó a la creación literaria de forma tardía tras una extensa carrera como periodista y publicista. El cuento ganó el concurso convocado por la Hispacón de 1991 y fue publicado por primera vez, pues, en un momento en el que el terreno se encontraba especialmente abonado. La historia relata las primeras aventuras de un peculiar superhéroe, un gitano — Gedeón Montoya— tocado por un rayo alienígena, que termina conquistando a la reina Ginebra. Mezcla de referencias cultas y localistas, humorístico y trágico, Mallorquí marcaba con este cuento un estilo que luego mantendría en la docena de historias con la que dejó una impronta imborrable en la cf española.

La mejor de todas es sin duda «La casa del doctor Pétalo» (1994), uno de esos relatos de primer orden que convierten en ridículas las fronteras del género impuestas por la intelectualidad esnob. Esta novela corta —demasiado extensa para su reproducción aquí— está incluida en el volumen de relatos El círculo de Jericó (1995), que presenta la práctica totalidad de las mejores narraciones de Mallorquí, destacando en particular «La pared de hielo» (1992) y «El rebaño» (1993), que es el relato que se incluye en esta antología. Dos novelas cortas publicadas de forma independiente, «El coleccionista de sellos» (1995), una hermosa historia alternativa en la guerra civil y «La vara de hierro» (1993), que prolonga con aliento metafísico la saga de Gedeón Montoya, son sus otras obras imprescindibles. Por desgracia, Mallorquí abandonó casi de forma total la cf al emprender una rutilante carrera como escritor de novelas juveniles, campo en el que hoy se encuentra entre los mejores narradores españoles. Sin embargo, cabe aún esperar de su amor por el género una novela «definitiva».

Mallorquí se suma al trabajo previo de Gabriel Bermúdez para conformar una cf española «posmoderna», en la que la recuperación de temáticas autóctonas se lleva a cabo con absoluta naturalidad. En los noventa, la conquista de América —en particular en los relatos de Juan Manuel Santiago—, la guerra civil y el franquismo se convierten en temas de uso cotidiano para la cf, que reinterpreta la historia española con la misma naturalidad con la que se traslada a los grandes escenarios espaciales.

La obra de Mallorquí estuvo muy ligada al premio UPC —que finalmente ganó con «El coleccionista de sellos»—, al igual que ocurre con la de Javier Negrete (1964), seguramente el autor más destacado de la cf española contemporánea que no aparece en esta selección. Y ello por una razón sencilla: todas sus obras destacables son novelas cortas que pasaron por el concurso de la UPC, del que fue tres veces finalista hasta ganarlo finalmente con «Buscador de sombras» (2000). La primera publicación de Negrete fue igualmente en el volumen conmemorativo del primer premio UPC, en 1991: tras los ganadores, Rafael Marín y Ángel Torres Quesada, brillaba de forma singular "La luna quieta», una claustrofóbica narración de lectura absorbente Negrete ha demostrado en todo este tiempo un talento muy especial para enhebrar historias amenas con todo tipo de registros: desde el humor castizo políticamente incorrectísimo de la celebrada «Estado crepuscular» (1993, primera obra española que ganaba en las votaciones del premio Gigamesh al material publicado en ese año, batiendo a obras traducidas) hasta el technothiller puro en la citada «Buscador de sombras», pasando por la aventura polar de «Nox perpetua» (1995) y la reinterpretación de mitos clásicos —Negrete es profesor de griego— en clave de cf de «Lux Aeterna» (1996). Para redondear el panorama, su única obra larga, La mirada de las furias (1997) es una aventura espacial con una suerte de James Bond interplanetario como protagonista, aunque la historia esconda sutilezas para el lector avisado.

El tercer escritor que emerge en los noventa con fuerza —aunque a diferencia de los dos anteriores y pese a ser más joven, ya había publicado en los ochenta— es Rodolfo Martínez (1965), quizá el «escritor de cf» como tal más popular de la década entre los aficionados al género.

Ese mismo hecho, sin embargo, le ha lastrado también: como «joven promesa» que fue durante bastantes años, se ha visto perjudicado en muchas ocasiones por las expectativas creadas en torno a su obra y por su tendencia a escribir haciendo concesiones hacia el público interno, los lectores fieles de cf, o hacia sus propios gustos de fan de la cultura pop y el cómic. Su segunda novela, Tierra de Nadie: Jormurtgand (1996), que fue presentada como su trabajo definitivo, es una aventura espacial a gran escala que resulta inferior a obras de menor vuelo pero mayor eficacia, entre las que destaca la muy amena La sonrisa del gato (1995), un ciberpunk a pesar del propio autor que siempre se ha declarado escéptico hacia ese subgénero— o El alfabeto del carpintero (1998).

Martínez, narrador de raza, da siempre la frustrante sensación de que su mejor rendimiento en distancias largas —a la altura del que ofrece en el relato breve presente en esta antología, «Un vaquero solitario» (1996)está aún por llegar; aunque lo cierto es que sus escritos se han asentado progresivamente en una satisfactoria profesionalidad.

El oficio le sobra casi desde sus primeros pasos a Armando Boix (1966), autor de una docena de relatos de calidad y de algunas no-veías juveniles. La primera, El jardín de los autómatas (1967), consiguió un importante premio de fuera del género, el Gran Angular de la editorial SM. Se trata de una novela steam punk, una fantasía novecentista en la que aparecen avances tecnológicos anacrónicos, en este caso en forma de los autómatas que dan título a la novela.

Amante de la fantasía histórica y hombre de pulidísimo estilo, su cuento de cf pura más recordado suele ser «El sueño de la razón» (1998), si bien alcanzó notoriedad sobre todo con fantasías de corte histórico como «El ayudante de Pir y si» o «El noveno capítulo» (ambos de 199o).

Su relato en esta antología, «Nada personal», es un breve inédito que le introduce en un campo poco explorado por él, el del ciberpunk.

Alma de la Tertulia Madrileña y escritor de notable influencia, también aparecido en los noventa tras una trayectoria vital con un punto aventurero que se trasluce en sus obras, encontramos a León Arsenal (1960), seudónimo de José Antonio Alvaro. Habitual ganador de concursos y hombre de voz muy personal, Arsenal se ha convertido en el referente para una suerte de «aventura espacial culta», en la que son reconocibles sus personajes sombríos y su estilo conciso y expresivo. La mayor parte de sus mejores cuentos —«El agente exterior» (1994),

«Círculo de hombres» (1998), «En las fraguas marcianas» (1999)...-están incluidos en la antología Sesos de alacrán (2000). Un excelente ejemplo de narrativa lo encontramos aquí en «El centro muerto» (1994), un relato que transmite como pocos la indefensión del hombre ante lo desconocido.

Los nombres citados hasta ahora son generalmente considerados como los más relevantes de la década. Sin embargo, la mejor prueba del florecer que vive la cf está precisamente en la abundancia, además, de autores cuya calidad les hubiera colocado en primera fila en las décadas precedentes, pero que por una menor cantidad de obra publicada quedan fuera de la presente antología. No es éste el caso exactamente del gaditano Félix J. Palma (1968), que cuenta con cuatro libros en su haber, pero que sólo ha tocado la cf de refilón y fundamentalmente al principio de su carrera. En cualquier caso, valgan estas líneas para una encendida recomendación de su obra, centrada en un tipo de fantasía urbana contemporánea de enorme finura literaria. En cuanto a la cf, resultan memorables cuentos como su debut, «Mi última noche con Donna» (1992), «Muerte por catálogo» (1993) o «Historias de las estrellas» (1994), además de algunos de los incluidos en su antología El vigilante de la salamandra (1998).

La escasez de obra sí es la que motiva la ausencia en estas páginas, por ejemplo, de Carlos Fernández Castrosin, un escritor inquieto con relatos de primer nivel como «Los últimos días de la contracultura» (1995); Manuel Diez Román, el narrador que más recurrentemente acudió al ciberpunk en España, con historias como «Río de acero ardiente» (Í996); Pedro Pablo García May, experto en mitología que aportó cuentos tan recordados como «Forastero en esta tierra» (1994); o Juan Manuel Santiago, prolífico ensayista y actual director de la revista (Jigamesh, además de autor de relatos del nivel de «Tierra de venados» (1999).

La estabilidad actual

Tras subidas y bajadas, crisis editoriales y momentos de falta de fe en el género, la cf española actual se encuentra en un momento interesante, no tan brillante creativamente como en los noventa pero muy esperanzador, considerando que el nivel es alto en un periodo que cabría reseñar como «de recesión» por comparación con el precedente. La razón para ello es, sobre todo, que los mecanismos creados en la etapa previa siguen funcionando: ¡a AEFCF mantiene su actividad, existen revistas que publican regularmente relatos, se siguen convocando diferentes premios literarios y además se han ido sumando pequeñas editoriales que publican en condiciones dignas, aunque con tiradas reducidas, las obras largas de los mejores autores del momento.

Todo ello permite que nuevos escritores jóvenes sigan apareciendo con facilidad. Sin embargo, la falta de crecimiento hacia un mercado mayor ha propiciado, en cambio, que lo mejores elementos aparecidos en los noventa busquen, en muchos casos, campos más propicios para desarrollar su carrera profesional. César Mallorquí, Armando Boix, Elia Barceló y León Arsenal, por ejemplo, están bastante desligados del género, orientándose hacia la novela juvenil e histórica.

La elección de ¡os autores aparecidos en ¡os últimos años supone necesariamente un mayor riesgo; se trata de escritores en plena producción, cuyo impacto real sólo podrá ser valorado en perspectiva.

Intentaré justificar la elección de contar en esta antología con Eduardo Vaquerizo, Daniel Mares, Ramón Muñoz y José Antonio Cotrina.

Vaquerizo (1966) es el de más obra publicada, cuatro libros incluyendo una colaboración con Juan Miguel Aguilera para la novelización de la película Stranded (2002). Se trata de un narrador de casta, en ocasiones descuidado, con inquietudes experimentales y capaz de transmitir imágenes tan poderosas como las que el lector encontrará en estas páginas en su relato «Una esfera perfecta» (1999). Parece haber recogido de alguna forma de Rodolfo Martínez el cetro de «escritor favorito de los aficionados» con relatos como «Seda y plata» (1997) o «Los caminos del sueño» (2000). Pero es de esos autores que tiene pendiente confirmar expectativas con una obra larga de valía equivalente.

Siguiendo la senda de Javier Negrete y César Mallorquí, Daniel Mares (1966) ha desarrollado su carrera en novelas cortas con las que concurre al premio UPC. Fue finalista con «La máquina de Pymblikot» (1998) e «LA.» (1999), aunque quizá su obra más celebrada hasta la fecha sea «Seis» (1994), que no alcanzó esa penúltima ronda. Mares comparte con Vaquerizo cierto apresuramiento en sus obras, aunque a diferencia de él opta por temas de cf más tradicionales. «Los herederos» (1997), presente en esta antología, es una buena muestra de ello al igual que historias como «Mutis» o «Gómez Meseguer y el ogro Santaolalla» (ambos de 1999).

Al igual que Vaquerizo y Mares, Ramón Muñoz (1971) creció como autor en el favorable fermento de la Tertulia Madrileña. Apenas ha publicado una decena de cuentos hasta la fecha, pero todos de un nivel tan alto como su debut, «Días de tormenta» (199S), que es el relato con el que está presente en esta antología. «Las sombras peregrinas», «El paso del mar calmo» (ambos de 1999) y «Los cazadores de nubes» (2001) son otras pruebas destacables de su estilo seco, inquietante y eficaz.

El vitoriano José Antonio Cotrina (1972) apareció fugazmente a comienzos de los noventa con un puñadito de cuentos entre los que suele recordarse «Tormenta» (1992), pero mantuvo luego un prolongado silencio hasta explorar con una notable voracidad por la consecución de concursos de relatos. Más esteta que los autores previamente citados, desarrolla buena parle de su obra en un universo común cuyas claves aún no están totalmente definidas, si bien pueden intuirse sobre todo en el desmadrado «Lilith, El juicio de la Gorgona y La sonrisa de Salgan» (1998). En ese entorno en el que las cosas están lejos de ser como parecen se sitúa también la historia aquí incluida, «Entre líneas» (2000), así como el evocador «Soñando Soberbia» (1999). En formatos algo más largos, cabe destacar la novela corta con la que ganó en el 2000 el premio UPC, «Salir de fase».

Una segunda apuesta es la de los autores a los que resulta necesario seguir, los que apuntan a reclamar un sitio en la antología que suceda a ésta en un futuro, confiemos, no muy lejano. Como el aragonés José Miguel Paliares (1966), que procedente del mundo del cómic ha ido afinando sus armas para presentar en los últimos tiempos relatos de tanto impacto como «Una escasa diferencia» (2001); el canario Víctor Conde (1967), protagonista del 2002 con la novela desaforada, pero muy valiosa en su ambición, El tercer traje del emperador; José Antonio Suárez (1963), ameno novelista con tres libros ya publicados entre los que destaca Nuxlum (2000); Lorenzo Luengo (1974), narrador complejo y de exquisitas referencias culturales que parece seguir la estela de Félix Palma; o José Antonio del Valle (1975), el dominador de los concursos de cuentos de la temporada 2001-2002. Sin que sea posible dejar de mencionar a Javier Lachica, Raúl González Zorrilla, David Soriano, Joaquín Revuelta, Juan Antonio Fernández Madrigal, Joan Antoni Fernández, Luis Astolfi, Santiago Eximeno...

Éstos son los nombres del futuro, ¡os que aspiran a Henar las páginas de las publicaciones en este momento de cierta indecisión; cuando las oportunidades para llegar a un mercado mayor de lectores se mostraron fructíferas en países cercanos, los prejuicios se van derrotando y las estructuras intimas son suficientes. Se trata de un momento abierto, quizá de una oportunidad única, de la que puede surgir una definitiva consolidación o un nuevo periodo de encierro y oscuridad que resultará difícilmente justificable. Todos esos escritores pueden ser, por una vez, razonablemente ambiciosos. Las armas con las que la ciencia ficción española cuenta para ser reconocida fuera son válidas y están presentes, en buena medida, en este libro que está en sus manos.

RAFAEL MARÍN