La estrella

Elia Barceló (1957) dominó junto a Marín y Planells la ciencia ficción española de la segunda mitad de los ochenta y abrió la publicación de autores españoles en la colección Nova de Ediciones B con Sagrada. El presente relato fue el primero publicado por el fanzine BEM en 1991 — hasta ese número 13, no publicaba cuentos-y dio comienzo a una época de florecimiento de esa publicación. Se trata de una historia de ciencia ficción tradicional, con toques de sensibilidad muy característicos de la autora. Barceló, que es profesora de literatura en la Universidad de Innsbruck, está publicando fuera del género, con premios como el Edebé de literatura juvenil y se ha inclinado en los últimos tiempos por una literatura de corte más experimental, de la que es buena prueba su última novela El vuelo del Hipogrifo (Lengua de Trapo 2002).

Estábamos todos allí. Lana, como una muñeca rubia colgada de sus cuerdas, con una incongruente faldita roja y el hilo de saliva brillando en su cara pálida; Lon, sus ojos inmensos y oscuros en un rostro casi inexistente; Sadie, moviendo vertiginosamente sus alas, lo que la hacía oscilar a unos centímetros del suelo, mientras masticaba en un gesto de robótica eficiencia esa sustancia verde que tanto le gusta; Tras, encogiendo hasta casi la desaparición su frágil cuerpecillo, su deseo clavado en el cielo y yo, número cinco, el cierre de la estrella, temblando como un carámbano de luz, focalizando el anhelo. Todos allí, esperando.

Habíamos esperado mucho tiempo. No había ninguna razón para estar ahora más nerviosos que otras veces, pero la tensión se había hecho diferente y sentíamos que lo que ahora esperábamos se estaba acercando. Podríamos haber desaparecido, por supuesto, sobre todo yo, pero éramos la estrella de contacto y no queríamos perdernos en la espera como habían hecho otros antes que nosotros.

Aún no estábamos seguros de qué íbamos a ofrecerles; hacía tanto tiempo que habíamos perdido el contacto que no sabíamos ya de su deseo ni de su espera. «Somos sabios y hermosos», había dicho Sadie, pero yo entre todos ellos conocía el concepto de la realidad única y sabía que podía ser doloroso para ellos.

—Lento —murmuró Lana, la más verbal después de mí.

—Sí —contesté. Sabía que le gustaba expresar en palabras lo que lodos sabíamos en cualquier caso.

Sentí el deseo de Lon y comencé a focalizar una imagen para sus ojos y los nuestros: la negrura infinita de lo que está fuera y un artefacto de realidad única, objetivamente blanco, deslizándose suavemente hacia nuestra espera. Lento. Lleno de realidades múltiples sin focalización.

—Lento —volví a decir para ayudar a Lana.

Nos disolvimos. El paisaje comenzó a volverse azul y anaranjado, melancólico en cierta forma, como es Tras. Suave. Antiguo, Nos deslizamos en su percepción y empezaron a surgir las torres plateadas y una música de cristal y campanillas. Sadie bailaba y yo notaba por encima de todos ellos neutralizando la espera. Nos dirigimos a una torre blanca que se alzaba a varios metros del suelo subjetivo general y penetramos en ella, yo a través del tejado, los otros por las puertas y ventanas, por las paredes. Lana dijo:

—Calor —y todos nos reímos, aliviando la espera. La sala nos dio calor y Lon hizo caer una ligera lluvia burbujeante que se quedaba colgada de los cuerpos y se iba transformando según los deseos de la estrella. Surgían flores, clavos, luces, sustancias pegajosas y saladas sobre el cuerpo de Lana que Tras recogía delicadamente con una inmensa lengua azul, globos traslúcidos que contenían imágenes de realidades muertas y que Lon me enviaba flotando sobre las alas de Sadie, mientras giraba enloquecidamente cambiando de forma y de color.

—Estrella pregunta —cantó Lana—. Canaliza, Vai. —Estrella no verbal, Lana. Canaliza, Tras.

Tras recogió la lengua y la convirtió a medio camino en una estela de colores. Creó una pirámide de perfumes y los mandó transformados en minúsculas bolitas de colores a través de una ventana;

Espera. Lentitud. Necesidad del tiempo. No liemos olvidado. Esperantos. Esperamos.

Nos envolvió un torrente de especulación procedente de otra estrella y nos dejamos llevar por el discurso.

Quieren. Qué. No tenemos. No podemos. Para ellos. No es aceptable. No somos aceptables. Para ellos. Risas. Risas y cambios y cambios y transformaciones. La falda de Lana hinchándose hasta llenar nuestro espacio de hilos de suavidad entretejida. Construir una realidad única.

Cuando lleguen. Más risas. Cuál. No podemos. Sí podemos. Tedio. Tedio, Tedio. Realidad única.. Absurdo y monstruosidad. Hasta cuándo.

Curiosidad. Por qué no. Intentar. Esfuerzo común. Risas. Risas. Un juego.

Para qué. Para ellos. Demasiado esfuerzo. Tedioso. No comprenden.

Dejamos ir. La especulación se perdió rodando entre otras estrellas. Una pregunta hacia Lon, de lodos. Lon sabe más que ninguno de nosotros sobre los otros tiempos. No. Tras sabe más pero no le gusta exhibirlo. Un torrente de imágenes cayendo sobre nosotros y yo luchando por focalizar tantas cosas que no comprendo:

Un mundo de seres sólidos, grandes, fuertes, siempre iguales, compartiendo una realidad única, aceptada en parte por convención y en parte por imposibilidad de salirse de los esquemas. Un mundo de seres asustados a quienes sólo tranquiliza la comprensión intelectual de lo que entienden por realidad. Seres que no pueden o no quieren compartir sus sueños, sus cambios, sus caprichos; que no pueden salirse de la convención que se han ido creando a lo largo de su existencia; que no conocen la dulzura de la canalización, de la focalización, de la estrella.

—Todos así —pregunta Lana, oscilando entre el verde y el malva, su voz como un ruido de metal rascado contra piedra.

—Algunos no —contesta Lon— pero sufren. No están unidos.

—Y si se unen —dice Sadie. Extraña muestra de empatía en Sadie.

—Sufren más. No los comprenden. No los aceptan.

—Antes todos éramos así. —Tras es sólo un jirón de brillante niebla en la sala que ahora es oscura.

—Antes —Lana arquea el cuerpo, que chisporrotea en el vacío.

—Antes de nosotros. Antes de la estrella. Cuando éste era para ellos el mundo real. —El flujo de Tras hacia Lon es tan intenso que casi duele.

Nos replegamos un poco; ellos lo sienten y aflojan.

—No nos comprenderán —dice Lon—. Sufriremos. Desapareceremos, quizá. Son fuertes.

Siento el dolor de la estrella y canalizo desesperadamente hacia el exterior, hacia la realidad objetiva. Las montañas de fuera tiemblan y se desmoronan lentamente con un estruendo que borro de nuestra percepción. El polvo se deposita mota a mota sobre nuestra torre, que se encoge y se transforma en una cueva de blandas paredes con un murmullo de música electrónica. Tras crea para nosotros unos cuerpos de músculos firmes y piel suave y nos hace galopar a través de la noche sobre unos seres grandes, peludos, sedosos, que se mueven velozmente bajo nuestras piernas abiertas. La sensación de poder es vertiginosa pero se agota con mucha rapidez. Sadie y yo flotamos sobre ellos y observamos cómo acaban su carrera ante un mar enorme de espumas plateadas. Creamos un bosque y contemplamos el brillo de la luna a través de las ramas, acunados por el rumor del mar.

—Era así antes. —Lana suena dulce, una voz recordada. Su nuevo cuerpo es blanco, grande, femenino (la palabra viene de Lon, no sé lo que significa, pero es hermosa); tiene el pelo largo y los ojos muy abiertos.

—Hace mucho, mucho —contesta Tras, sin palabras. Es difícil expresar el tiempo—. Hubo cambios. Así.

Sé que le duele la imagen y me acerco a sus sentimientos, me mezclo con Tras y lo sostengo mientras llegan Sadie y los otros y Tras transforma en un éxtasis.

El mar se ha vuelto grasiento, huele a olvido y destrucción, ya no hay bosque, ni plantas. La tierra es gris y negra, calcinada. Se siente el miedo y la desesperación como una luminosidad amarilloverdosa. Nos abrazamos sin atrevernos a creerlo, sin querer creer que se pueda aceptar una convención así para existir.

—No era una convención —susurra Lon—. Ellos lo hicieron y no pudieron cambiarlo. Por eso se fueron.

—Nosotros podemos. —Sadie se separa de la estrella y convierte e¡ paisaje en una trama de haces de colores que salpican cascadas de chispas en las intersecciones. Todo se llena de música y armonía. De felicidad.

—Nosotros no somos ellos —digo yo con una sonrisa táctil que acaricia su esencia con un contacto fresco y ligero, como una brisa húmeda.

—Sí somos —dicen a la vez Lon y Tras—. Y ellos lo saben. Por eso no comprenderán.

—Todo cambia —canta Lana.

—Ellos no. —Tras y Lon, abrazados, asustados.

—Somos bellos y sabios. Somos felices. Somos la estrella. —Sadie nos lleva arriba y más arriba, volando, girando, flotando, mientras Lana canta.

—Ellos no, ellos no.

Focalizo., focalizo la alegría, la belleza, mientras subimos, subimos, ahogamos el miedo, nos perdemos en la estrella, cantamos, volamos, olvidamos, existimos, transformamos, esperamos.

—Ya está a la vista, capitán.

—Sí, ya.

—No pareces alegrarte mucho, Ken, la verdad.

El capitán se pasa una mano húmeda por el pelo revuelto y sonríe a su segundo. —¿Se me nota?

Alda le devuelve la sonrisa y se sienta frente a Ken en silencio, esperando la explicación que sabe que tiene que llegar. En cualquier caso no hay prisa, aún falta bastante para que puedan empezar la maniobra de acercamiento. Ken suspira, se levanta, sirve café en dos vasos transparentes y vuelve a su sitio. Alda sabe por su forma de respirar que está a punto de hablar, por eso se queda quieta y empieza a beberse el café sin azúcar en lugar de levantarse a buscarla.

—Yo es que... —se interrumpe, toma un sorbo de café— no acabo de entender por qué os ilusiona a todos llegar a ese planeta. ¿Qué rayos esperáis encontrar ahí? La prueba viva o, mejor, la prueba muerta del peor error de nuestra historia, de la mayor monstruosidad que ha cometido nuestra especie. ¿Qué espera todo el mundo encontrar en ese planeta después de tantos siglos? No puede haber nada. No puede quedar nada de lo que existió y es aún muy pronto para que haya surgido algo nuevo. Es una expedición carísima de autocompasión gratuita.

—Y ¿por qué aceptaste el mando?

La respuesta es rápida. La respuesta a una pregunta planteada muchas veces.

—Porque si no lo hubiera aceptado yo se lo hubieran dado al capitán Morales.

Alda asiente, sin hablar. Todo el mundo sabe que el capitán Morales es un fanático restauracionista.

—Si puedo convencerlos de que ahí no hay nada, de que no vale la pena, tal vez empecemos de una vez a mirar hacia el futuro y no sigamos empeñándonos en soñar con el regreso al viejo hogar. ¿Qué regreso? ¿Qué hogar? ¿Qué vamos a hacer ahora después de casi mil años en un planeta destruido por nuestra propia locura —cortó rápidamente el gesto de Alda—, está bien, por la de nuestros antepasados, en el que ya no puede quedar nada que tenga relación —Tú sabes tan bien como yo que hay montones de proyectos y algunos no están mal.

—Como por ejemplo...

—Como por ejemplo el de acondicionar el planeta para la vida, dejar que se instalen los restauracionistas y darnos una oportunidad a todos de visitar el origen de nuestra civilización al menos una vez.

—Pero ¿qué origen ni qué historias? Polvo, polvo radiactivo, cenizas de lo que una vez estuvo vivo y fue hermoso, una inmensa llanura erosionada por el tiempo y la destrucción artificial, océanos degradados donde no queda ni rastro de existencia, un aire que no podemos respirar. ¿Crees de verdad que vamos a encontrar supervivientes, hermanos nuestros que han sobrevivido ochocientos años de infierno radiactivo, que vamos a encontrar ni siquiera ruinas, los originales de todas las fotos y películas que se conservan en nuestros museos, que vamos a poder trazar las fronteras de los antiguos continentes...? Si hubiera sabido que pensabas así no hubiera dado la aprobación a tu nombramiento.

Alda se mordió los labios. Era amiga de Ken desde hacía casi más tiempo del que podía recordar y le dolía que le hablara de esa manera cuando sabía perfectamente que su lealtad era absoluta. Sin embargo, su actitud le daba ocasión de preguntar algo que había querido saber desde el comienzo del viaje.

—Y ¿por qué has elegido a Boris?

Ken levantó la vista de! vaso y empezó a reír lentamente, una risa seca y amarga.

—Yo sólo puedo elegir a mi segundo, Alda. Boris es el tercer oficial y te aseguro que hubiera dado diez años de mi vida por no traerlo, pero los restauracionistas son fuertes, más de lo que parece y necesitaban tener a alguien a bordo. Y en una posición de responsabilidad. Tuve que tragármelo. Así que, ya sabes, más vale que le cuides y me cuides porque, en caso de que nos pase algo a nosotras, Boris quedará al mando de la expedición.

—Y ¿qué crees tú que pasaría en ese caso?

Ken hizo un gesto vago con las manos.

—Yo qué sé. Cualquier cosa. Es capaz de ordenar un desembarco, quemar la nave y fundar una colonia. Hay suficientes mujeres a bordo y muchísimos embriones congelados.

La risa que se había iniciado ante el tono ligero de Ken fue dando paso a un progresivo estupor. —¿Lo crees capaz? —¿No has leído el manifiesto restauracionista?

Alda negó con la cabeza.

—Pues te aseguro que vale la pena. Las mejores cualidades heroicas de nuestra especie de luchadores condensadas en veinticinco páginas.

—Entonces ¿es verdad eso que se dice de que si el planeta hubiera sido entre tanto colonizado por una de las otras especies galácticas habría que luchar para recuperarlo?

Ken asintió con una sonrisa torcida.

—Guerra total —añadió—. Hasta el fin. Es... —se interrumpió—, ¿cómo lo llaman? Cuestión de honor, ¿comprendes?

Sus miradas se cruzaron unos segundos.

—Pero ¡tú no pensarás que el planeta esté habitado!

Ken bajó la vista y no contestó.

—Sólo hay una especie, aparte de la nuestra, que sea capaz de acondicionar un planeta —continuó Alda— y tenemos con ellos un tratado de no agresión que nunca ha sido violado.

—Exactamente. —Ken volvió a buscar la mirada de su amiga y sus manos se estrecharon por encima de la mesa.

Estábamos allí. La estrella. Esperando. Ellos estaban muy cerca.

Podíamos oírlos respirar y temer. Ellos no nos sentían. «No somos parte de su realidad», había dicho Lon y debía de ser cierto. ¿Cual era su realidad? ¿Qué deseaban ver en nuestro mundo? ¿Cosas como las que creaba Lon, o Tras? ¿O como las imágenes de como había sido antes? ¿Cuánto antes? Mi mente especulativa giraba desgajada de la estrella hasta que me llamaron para canalizar, para conducir lo que llegaba de fuera.

Se. aceran!. Pronto estarán aquí.

Nos mezclamos con las otras estrellas, abrazando, consultando, sintiendo la unión. Y el miedo. El miedo casi desconocido en nuestra existencia.

Sólo una estrella. La estrella de contacto. Lo otro no es real para ellos. Disolver. Diluir. Desaparecer. Borrarse.

—Bueno, Boris, pues aquí estamos.

La voz de Ken sonó claramente en los auriculares del tercer oficial, pero el comentario era tan trivial que no se creyó en la necesidad de dar una respuesta. Su mirada se perdía en la inmensidad de un desierto calcinado y negruzco, cenado hacia el horizonte por una cadena de colinas que podían haber sido inmensas montañas erosionadas por el viento.

Según las mejores aproximaciones basadas en antiguos mapas, estaban en Europa, lo que había sido la cuna de la civilización moderna. En todo ese territorio habían existido grandes ciudades rodeadas de bosques, a orillas de ríos caudalosos. Una de las zonas templadas del planeta, una de las más pobladas y con mejor nivel de vida, una de las más variadas en paisajes, lenguas y costumbres. Miró desesperadamente al suelo intentando encontrar algún vestigio de ese pasado, alguna piedra tallada, alguna moneda, lo que fuera, cualquier cosa que pudiera borrar su amargura, al menos durante unos instantes.

Ni él mismo sabía lo que esperaba encontrar allí, pero lo que estaba claro era que ni en sus peores momentos había supuesto que de verdad era eso lo que se iba a encontrar: polvo, desolación, vacío.

Subió a su móvil y lo arrancó violentamente. No se iba a dar por vencido con tanta facilidad. La nave estaba efectuando mediciones y sondeos en todo el planeta bajando incluso a profundidades de kilómetros en las zonas antiguamente pobladas, en los océanos más transitados, en todas partes donde pudiera quedar un vestigio... ¿de qué? Ni siquiera él podía estar buscando vida. Eso era absurdo. Pero entonces ¿qué buscaba? ¿La prueba de que otra especie se había instalado en Terra después de que tuvo que ser abandonada por los escasos supervivientes? ¿Algún indicio de que quizá un puñado de humanos había sobrevivido, aunque fuera durante unos cuantos años, a la destrucción total?

Recordó sus sueños infantiles sobre la vieja Tierra, como la llamaba aún su abuelo, el amor por las antiguas costumbres que había ido pasando de generación en generación, las visitas domingo tras domingo a todos los museos en que se conservaban restos de aquel otro mundo que él en su imaginación había pintado con los más hermosos colores, sabiendo que era imposible y convenciéndose a la vez de que todo podía ser, si uno lo deseaba de verdad.

Comparaba el paisaje que se deslizaba bajo su móvil con las películas de historia antigua y sentía que su garganta se estrechaba. Aquí habían existido enormes bosques verde oscuro que se azulaban al atardecer, ríos perezosos en otoño, desbordantes en la primavera cuando se llenaban de nieve fundida, altas montañas de cimas blancas contra el cielo azul, miles y miles de animales diferentes que no podía nombrar llenando el aire con sus gritos, flores que se abrían al calor del sol y perfumaban el aire húmedo que podía respirarse sin máscara...

Recordaba también los argumentos de los otros, de los progresistas, de la gente como el capitán: "Nuestro mundo es éste»; «¿Qué tenemos que ver nosotros con Vieja Terra?»; «No era todo naturaleza limpia y gloriosa; mucho antes de la destrucción final, Terra era ya un planeta enfermo y degenerado, donde cada día se extinguía para siempre una especie animal, sus océanos cubiertos de una capa de petróleo que impedía la evaporación, sus bosques muriendo poco a poco, su aire cada vez más irrespirable, lleno de veneno, su clima alterándose de año en año en un imparable efecto de invernadero que lo hubiera convertido en letal incluso sin la hecatombe nuclear; Terra era ya un cadáver antes de que los humanos la abandonaran».

Y nunca lo había querido creer. Para él Tierra seguía viva en alguna parte del inmenso universo, como un jardín abandonado esperando que alguien lo reclamara como propio y lo hiciera florecer.

Y él ahora estaba en ese jardín.

Y era un desierto.

Ken volaba en silencio detrás de Boris mirando apenas el paisaje que se deslizaba bajo sus ojos. No era la primera vez que bajaba a un planeta agostado, pero esta vez era distinto porque aquí había existido vida, la suya, la de su especie. Aquí hombres y mujeres como ella, más pequeños quizá, menos desarrollados, pero también humanos, habían vivido, crecido, amado, antes de tener que buscar otro hogar entre los miles de estrellas del espacio exterior. Ahora lamentaba haber dedicado tan poco tiempo a estudiar historia antigua; no podía imaginarse la vida cotidiana de esas gentes, ni siquiera quedaba una huella en aquella desolación. Sin embargo ese mismo hecho la alegraba. Ella tenía razón. El futuro de su especie no estaba en Terra sino en su nuevo hogar, en su futuro, en los otros planetas que se habían acondicionado para acoger el excedente de población en el espacio periférico de Nueva. Terra. Había sido un viaje interesante y triste, pero satisfactorio. En unas cuantas horas, en cuanto Boris se cansara de volar sobre el desierto, regresarían a la nave y en unos días más, con todos los resultados, a casa.

El motor de su móvil emitió un penoso rugido al remontar una cordillera más alta que las anteriores y por un momento tuvo que luchar contra las turbulencias del aire caliente pegado a la montaña, antes de poder buscar a Boris con la vista. Cuando consiguió equilibrar el móvil y pasar al otro lado, lo que vio la dejó estupefacta.

En lo que debía de haber sido un valle en otro tiempo y que ahora era sólo una herida arrugada entre los montes, se alzaba una torre de plata. Una torre de unos veinte metros de altura pero que parecía mucho más alta porque flotaba a varios metros del suelo, tan sólida y estable como la roca misma en la que hubiera debido apoyarse. Era delgada y grácil, sin adornos exteriores pero pulida y fina como un juguete de lujo.

El sol de la tarde le prestaba un resplandor rosado y resultaba absolutamente incongruente en el paisaje desértico que la rodeaba porque no era una ruina de tiempos pasados sino una esplendorosa realidad, como si acabara de ser construida. El móvil de Boris se hallaba caído a sus pies y la figura del tercer oficial se recortaba, diminuta, frente a la base de la construcción. Ken hizo aterrizar su vehículo y avanzó lentamente hasta su teniente. —¿Lo oye, capitán? —dijo él entonces en un susurro.

A punto ya de contestar «¿Si oigo qué?», calló de improviso porque ella también lo oía. Una llamada, una llamada imprecisa como un coro de voces medio existentes, medio inventadas, como susurros de niños que se esconden en la oscuridad para que los encuentre un adulto y no pueden reprimir la risa. Asintió con la cabeza.

—Comunique a la nave lo que hemos encontrado, teniente. Informe de que vamos a entrar a explorar y que nos pondremos en contacto con ellos dentro de dos horas. Que hagan análisis y fotografías sin abandonar su posición y que no se inmiscuyan sin una orden explícita.

Dejó a Boris cumplir sus instrucciones y empezó a examinar la torre buscando una manera de entrar en ella. Estaba claro que sólo se podría intentar por una de las ventanas, ya que las dos puertas quedaban demasiado altas y estaban cerradas, pero sólo se podría hacer desde el móvil y en este caso uno de los dos debería quedarse en tierra. Acababa de decidir que sería ella la que entrara, a pesar de la oposición esperable por parte de Boris, cuando éste dijo:

—Capitán, me comunican de la nave que no localizan la torre. Nos ven a nosotros pero, según nuestros instrumentos, la torre no existe.

Antes de que Ken pudiera reaccionar, del fondo de la torre se escurrió un objeto luminoso, una especie de lágrima traslúcida que descendió hasta tocar el suelo. —¿Qué es eso? —articuló Boris con voz ronca.

—Tal vez un ascensor —dijo Ken. —¿Instrucciones para la nave?

—Que sigan donde están. Dos horas. Si no volvemos, que bajen a investigar.

Avanzaron hombro con hombro hasta la lágrima y un segundo antes de reunir el valor suficiente para atravesar su consistencia de cristal gelatinoso, el material se extendió hacia ellos, los envolvió y los succionó hacia arriba, hacia el interior de la torre.

Vibrábamos, vibrábamos. Toda la estrella vibraba transformando, transformándonos, decidiendo sin palabras, sin imágenes, tratando de adaptarnos a ellos, de no dañar, de no ser dañados. Lon creó la torre y los atrajo. Tras le dio a Lana un cuerpo que pudiera llevar para ellos y yo me transformé según su diseño, listo para el contacto. Eran grandes. Y fuertes. Vestidos con duros objetos metálicos y protectores de ojos, de oídos, de respiración. Lon tenía razón: no sabían transformarse. Se quedaron en la sala que Sadie había creado para ellos mirándolo todo con los ojos muy abiertos, haciendo esfuerzos por controlar la respiración.

Todas las estrellas callaban, atentas a Lona y a mí, a Sadie, a Lon, a Tras Boris sintió un escalofrío cuando las paredes de la lágrima-ascensor se disolvieron sobre su cuerpo dejando una lluvia de chispas multicolores.

Miró a Lon y sus ojos siguieron los del capitán hasta encontrarse con una figura que los esperaba al Fondo de la sala. Era un hombre que podría tener entre los veinte y los cuarenta años, alto y delgado, vestido con unas ropas oro mate que cubrían su cuerpo desde la cintura hasta los pies. Su rostro y su cuerpo eran como la torre, finos y gráciles, más como una obra de arte que como un ser real, pero de una humanidad evidente.

No era otra especie la que se había instalado en Terra.

Un segundo después, de detrás del hombre surgió otra figura, esta vez una mujer, tan hermosa y perfecta como su compañero, vestida de negro y plata también desde la cintura, lo que dejaba ver sus pechos redondos y erguidos, cubiertos a medias por su largo cabello, negro y lacio.

Los dos permanecieron en completa inmovilidad mientras Boris y Ken los observaban. Por fin dijo el capitán:

—Somos amigos.

Amigos, amigos, reverberó la voz en alguna parte de su cerebro, como si fuera repetida por un coro invisible.

El hombre y la mujer sonrieron al mismo tiempo, con absoluta precisión.

—Somos amigos —repitieron con una voz plural y lejana, con un fondo de risa, como de juego. —¿Quiénes sois? —preguntó el capitán.

—Somos. Somos —contestaron.

—Somos vosotros —dijo Lon a través de nuestras sonrisas. —¿Sois humanos? ¿Supervivientes del desastre?

—Somos la estrella —contestó Sadie.

—No entendemos —dijo Ken.

Nos replegamos. Nos reunimos de nuevo buscando. Buscando cómo. Mostrar. La estrella. La transformación. Sadie bucea en uno de ellos y rescata imágenes, un paisaje, una luz, sonidos, olores.

Boris y Ken se encuentran de repente en un paisaje típicamente alpino: un cielo azul profundo, como de cristal, donde ya aparecen las primeras estrellas, bosques perfumados, principios de la primavera, una brisa fresca y el rumor de un río cercano, un riachuelo claro de aguas rápidas y espumosas. Boris se agacha hasta tocar el suelo, pasa las manos enguantadas por la hierba húmeda, por una hierba que es real, que no desaparece cuando él la toca, mete la mano en e! arroyo y siente su frialdad a través de los guantes. Empieza a soltarse el cierre del casco cuando la voz del capitán lo deja clavado: —¡Quieto! Es una orden. ¿No te das cuenta de que es una trampa, imbécil? No son más que alucinaciones... —Su voz se corta de rabia, de miedo.

Boris se levanta lentamente, furioso y avergonzado por haber caído en algo tan pueril, frustrado por no poder disfrutar de su sueño y, de repente, al alzar de nuevo los ojos hacia Ken, advierte que está desnuda, que están desnudos los dos, con la piel expuesta a toda la radiación, respirando aquel aire envenenado que huele a flores y a hierba, sintiendo las salpicaduras de ese agua que debe de estar podrida y que de hecho no existe, como no existe ese cielo nocturno y esa brisa que le mueve el pelo y que puede sentir en toda su piel como una caricia. Y se echa a reír y abraza a Ken gritando entre risas:

—Lo sabía, lo sabía. Podremos volver a empezar en Terra. Podemos vivir aquí. Es mucho mejor de lo que yo esperaba. Es un milagro.

Nos sacude el miedo como siempre desde que los esperamos. Todas las estrellas giran enloquecidas. No podemos. No queremos. Ellos.

Diferentes. No. No. Compartir. Con dios. Imposible. Focalizo y transformamos, transformamos.

Se encuentran en una playa al amanecer. El frío es tan intenso que duele en la nariz al respirar y en los ojos, donde las pestañas se han escarchado. El resto de su cuerpo está embutido en voluminosos trajes aislantes. Hay un vehículo en marcha junto a ellos. El motor hace un ruido ronco y de su tubo de escape sale una espesa humareda negra. El mar está gris, cubierto de una capa grasienta que finge colores en el agua quieta. La playa está cubierta de cadáveres de peces, de pájaros, de otros animales que no pueden nombrar.

—Esto no puede ser real —murmura Boris.

—Lo otro tampoco —contesta Ken. —¿Qué nos pasa, capitán? ¿Estamos muertos?

—Ojalá lo supiera.

—Esto no puede estar sucediendo. No puede ser real.

Todo es real, decimos, todo es real. No entienden. Oyen. No entienden. Sufren. Seres de realidad única.

Ken y Boris están de nuevo en la sala. Hay miles de velas blancas encendidas y en el aire flota un perfume dulce, intoxicante. El hombre y la mujer han desaparecido.

—Queremos saber —dice Boris al vacío—. Queremos comprender.

Ken aprieta los labios y calla. Su mente se cierra por momentos a la realidad que la rodea y que no puede existir. Ve cómo se distorsionan las facciones del teniente y clava los ojos en la forma sólida que poco a poco se va haciendo fluida y luego neblinosa hasta que deja de existir y se encuentra sola en la sala. Trata de huir en un momento de pánico y se da cuenta de que las ventanas han desaparecido, de que todo es sólido frente a sus manos, frente a su cuerpo y, con un grito ahogado, se deja caer en las almohadas que cubren el suelo y pierde la conciencia.

Boris flota en medio de la nada, gira y gira olvidando más y más deprisa todo lo que sabe, todo lo que cree conocer. No siente su cuerpo y casi no le importa. Oye voces sutiles, risas, pasos. Se pierde, se entrega y pronto se encuentra flotando con seres casi inmateriales que le cuentan en imágenes, palabras, olores, tactos, todo lo que quiere saber, todo lo que lo angustia. Se deja llevar y, por un momento, comprende que su concepto de la realidad es un absurdo, que los nuevos humanos se han liberado de las ataduras de lo que es posible y lo que no lo es, que han entrado en otro estadio, en el nivel en que los humanos dominan por fin su planeta porque no están sujetos a él, porque por fin son independientes de todo lo exterior y ahora ya nada puede afectarlos. Son hermosos, son superiores, son perfectos.

—Despierta, Ken, despierta.

Los ojos de Ken se abren con dificultad, temiendo encontrarse con la realidad de aquella sala inexistente, pero lo primero que perciben son los ojos desorbitados de Boris, su mirada enloquecida, su cuerpo tenso, sus manos que la agarran por los hombros y la sacuden violentamente en lo que parece un paroxismo de triunfo.

—Los he encontrado, Ken. Los he entendido. Son humanos, como nosotros, sólo que son mejores que nosotros, mucho mejores. Son los supervivientes de nuestra propia especie que a través de los siglos se han depurado, se han perfeccionado. Han abandonado todo lo que a nosotros nos parece básico para dar el gran salto. Son el paso siguiente en la evolución.

Ken acoge sin respirar el torrente de emoción que brota de Boris y cuando este interrumpe su discurso, esperando de ella una confirmación, una mirada, una sonrisa, ella pronuncia la palabra maldita, la palabra más temida por los restauracionistas:

—Son mutantes, entonces.

Boris la golpea violentamente con el dorso de la mano y la sangre brota, caliente, de su boca. Cuando ya alza la mano para golpear de nuevo, se detiene y la mira con lástima. ¿ No has visto a la pareja de antes? ¿Los llamarías mutantes?

—Esa pareja era una alucinación, como todo lo que hay aquí, como lo del bosque, como lo del mar, como esta misma sala. Tú has visto en que condiciones está el planeta. ¿Crees que un humano podría vivir aquí sin protección, sin técnica?

—Sé que son alucinaciones. Bueno, más bien proyecciones de sus mentes. Ya te he dicho que ellos son algo más. Yo los he visto. Los he sentido. Son incorpóreos, son algo así como espíritus que pueden adoptar la forma que quieran y transformar su entorno. ¿Para qué quieren la técnica? Tienen otra cosa. Es... es como magia. —¿Y tú crees que son humanos? ¿A ti te suena humano todo eso que me estás contando?

Boris baja la vista, confuso. Se sienta en el suelo cubierto de cojines y se queda un tiempo muy quieto, la vista perdida en el vacío, sus ojos reflejando las llamas de las velas que se queman sin ruido.

Ken habla por fin, muy despacio:

—Boris, si esos seres fueron alguna vez humanos, está claro que ya no lo son. No son como nosotros. No tenemos nada que compartir.

—Quizá no tengamos nada que compartir, pero tenemos todo que aprender —grita él.

—Yo no quiero aprender eso —contesta ella, en voz baja.

—Creía que los progresistas estabais a favor de cualquier cosa que nos lleve hacia el futuro —el sarcasmo es casi infantil— y eso, capitán, es el futuro. El futuro de nuestra especie. El único. El mejor.

—Entonces el idea! de la restauración de Tierra ya no es tu ideal, ¿no? Ahora se trata de que esos seres —indicó con la mano a su alrededor —nos enseñen cómo liberarnos de nuestro cuerpo, cómo destruir nuestro planeta y cómo fingir una realidad compuesta de alucinaciones para poder seguir soportando la realidad auténtica, ¿no es eso?

—Ellos no destruyeron su planeta. Lo hicisteis vosotros.

—Lo hicimos nosotros, en todo caso. O nosotros y ellos, si ellos son de verdad descendientes de los mismos humanos que nosotros. O ellos, si te refieres sólo a los antiguos. ¡Qué más da! ¿Quieres vivir en un mundo como el que hay ahí afuera, sabiendo cómo es y construyendo torres de plata ficticias que nuestros instrumentos no registran? —¡Sí! —gritó Boris salvajemente—. Eso es lo que quiero. Quiero poder sentir otra vez la hierba y el agua y el aire libre, aunque sea una creación de mi mente, si yo lo siento como realidad. No quiero tener que hacer una solicitud y esperar seis meses hasta que me concedan treinta minutos en un parque natural, no quiero vivir en cúpulas acondicionadas, no quiero reguladores climáticos y ambientales, no quiero saber exactamente cuándo va a llover y cuánto va a durar la lluvia, quiero aprenderlo que es el mar bañándome en él, sentado a su orilla...

—Y comer aumentos naturales, supongo, directamente sacados de la tierra —añadió ella con una mueca de disgusto—. Y tal vez hasta cazar, como los primeros humanos. Y caminar para desplazarte...

—Ellos no necesitan caminar. Ni siquiera desplazarse. Ellos... transforman. —¿Qué transforman?

—No sé bien... no sé cómo explicarlo. Se reúnen y hacen cosas. Lo que quieren, lo que sienten, lo que necesitan.

—Cosas que no existen.

Hubo una larga pausa. Por fin Ken se puso en pie y se ajustó torpemente el traje con las manos enguantadas.

—Nos vamos, Boris.

Él también se puso de pie, lentamente, desnudo.

—Yo me quedo, Ken.

—Tú vienes conmigo y es una orden.

Boris sacudió la cabeza, despacio, sin apartar los ojos de ella.

—Yo me quedo. Puedes decir lo que quieras en la nave y en casa.

Que me perdí, que tuve un accidente, que decidí quedarme, que me ejecutaste por insubordinación, lo que quieras, pero me quedo.

—Boris, no me obligues a disparar —dijo ella con los dientes apretados, su mano derecha cerrada sobre la culata del arma de reglamento.

—Yo me quedo, capitán. —Sus ojos brillaban como si una tenue luz se hubiera encendido en su interior y su piel se hacía fosforescente por momentos mientras su pelo oscuro se movía en torno a su cabeza, lenta, deliberadamente.

La mano de Ken temblaba al sacar el arma, pero Boris no hizo el menor movimiento para detenerla.

—Si no me obedeces inmediatamente, tendré que disparar. Conoces el reglamento. Es rebeldía.

—Dispara, capitán.

Por un momento Ken creyó que se trataba de una broma. Una broma cruel de aquellos seres malignos que no podían ser humanos.

Habían construido a ese Boris que ahora se hallaba de pie frente a ella convirtiéndose ante sus ojos en algo monstruoso para obligaría a matar, pero sólo para ponerla en ridículo convirtiendo su disparo en un haz de chispas de colores o en una bandera de carnaval.

—Te ordeno que vuelvas conmigo a la nave. Tienes tres segundos.

Uno. Dos. Tres.

El rostro de Boris se iluminó en una sonrisa y de sus dientes empezaron a brotar hilos plateados que tocaban el suelo con un chasquido húmedo y creaban una fronda a su alrededor. Ken disparó.

La pierna izquierda, el brazo derecho. Boris se dobló de dolor con un grito y los milagros desaparecieron. Entonces, antes de que ella pudiera preverlo, él saltó sobre su pierna sana tratando de derribaría.

Casi sin darse cuenta disparó y la cabeza de Boris se abrió por arriba en una explosión de sangre. Ken cerró los ojos y se cubrió el visor con la mano izquierda, la derecha agarrotada aún sobre la culata del arma, ahogándose en la magnitud de lo que acababa de hacer. En veinte años de servicio era la primera vez que había matado a conciencia.

El viento que soplaba contra su traje aislante la devolvió a la realidad. Por unos instantes estuvo segura de que, en cuanto retirara la mano, Boris se encontraría a su lado en medio del desierto con la expresión perpleja del que sale de un profundo sueño. Apartó el brazo lentamente y era casi cierto. Estaban en medio del desierto, sin sala mágica, sin torre de plata; sólo el infinito desierto calcinado y un cadáver desnudo y destrozado a sus pies, el traje protector unos metros más allá como una concha vacía.

Inspiró hondo y llamó a la nave. No iba a ser agradable pero se había terminado. Era lo mejor que había podido suceder. Ahora vería la opinión pública hasta qué extremos de fanatismo puede llegar un restauracionísta, hasta qué punto de locura e incomprensión. Había sido una mala elección para Boris pero era lo mejor para todos los demás, incluso para la vieja Terra, que podría continuar siendo morada de fantasmas que sólo existían en la mente de Boris y que él le había contagiado. ¿ No había sido él el que primero había visto la torre antes de que ella pudiera remontar la cordillera? ¿No habían sido todas sus alucinaciones producto de una mente humana, como la de Boris, alimentada desde la infancia con las imágenes de tiempos pasados? Terra estaba muerta. Muerta y estéril, maldita por milenios, un pedazo de roca notando en la nada. Esa era la única realidad.

Te llamas Nea, decimos con un perfume malva. Eres el cierre de ¡u estrella ahora y yo soy su foco, di«o yo. Vas a aprender CON nosotros.

Transformaremos. Transformarás. Nea dice, aún con palabras, que es un nombre de mujer. Reímos. Aquí no importa. Es un hermoso nombre, dice Sadie entre burbujas blancas. Estoy muerto, dice Nea. Reímos. Reímos.

Reímos. Yo también estoy muerto, digo yo y lo envuelvo en una niebla y caemos al suelo gota a gota convertidos en espuma. Todos muertos, susurra y su voz es triste, triste. Un mundo de fantasmas. Sólo Vai está muerto, dice Lon, pero no importa. No comprende. Nea no comprende y sufre. Nos acercamos. Apoyamos. Abrazamos. En la cima rocosa de una alta montaña de convención general aparecemos los cinco, la estrella, con Nea. Le creamos un cuerpo para que no sufra. Nos mira. Se mira y grita de dolor y de miedo. Nos miramos. Los cinco. No comprendemos todo.

Lon y yo entramos en su flujo suavemente, dejando nuestro cuerpo ahí para no dañar a Nea. Vemos lo que ve. Sadie, sus alas traslúcidas, membranosas, las manos diminutas de garras afiladas, la boca redonda, sin labios, manchada de líquido verde, la cabeza sin ojos, sin cabello.

Tras, el cuerpecíllo frágil, como un hilo, el cráneo inmenso, informe, sostenido apenas por un cuello larguísimo, los brazos rozando el suelo.

Lana, su cuerpo descoyuntado, sin proporción, la cabecita rubia oscilando descontroladamente, los ojos sin párpados, el hilo de saliva goteando de su boca. Lon, sus brazos sin manos, sus ojos enormes y profundos ocupando la mitad de su rostro sin boca. Yo, mi cuerpo anterior que era sólo un cerebro prendido a una masa de materia biológica y que ya desapareció hace tiempo. Mutantes, grita Nea, mutantes monstruosos. No comprendemos. No sabemos, pero duele. Nea sufre y nosotros sufrimos.

Nos acercamos. Nea grita. Grita. Grita. Abrazamos. Apoyamos. Giramos.

Volamos. Transformamos. Nos transformamos. Ahora el paisaje es verde y dorado. El sol está bajando y cientos de pájaros negros gritan en el atardecer. Hay árboles en flor, blancos y rosas. Suenan unas campanas dulces en la distancia. Nea ya no grita. Abre mucho los ojos y aspira el aire que huele a hierba cortada y flor de manzano, dice. Está transformando pero no lo sabe. Nuestros cuerpos son ahora como el de Nea, grandes, fuertes, lisos, de color blanco dorado. Ha construido cuerpos de hombres y mujeres. Vuelve la paz. £5 una hermosa realidad, graba Tras en el cielo, un cielo verde con estrellas moradas. Nea se asusta un instante y pronto añade estelas de plata que se cruzan arriba.

Sadie nos levanta como una polvareda y volamos bajo el cielo, que ahora es violeta y suena como el mar. Reímos. Juntos. Con Nea. Estás en casa., gritamos, cantamos, proyectamos. Focalizo la alegría, la bienvenida, la armonía, la paz y nos perdemos en la estrella, viviendo, creando, volando, girando, girando, bailando, transformando, transformando, transformando. Los seis.

CÉSAR MALLORQUÍ