Quinto día
PRIMA
Donde se produce una fraterna discusión sobre la pobreza de Jesús.
Con el corazón agitado por mil angustias, después de la escena de aquella noche, me levanté la mañana del quinto día cuando ya estaba sonando prima, sacudido con fuerza por Guillermo, que me avisaba de la inminente reunión entre ambas legaciones.
Miré por la ventana de la celda y no vi nada. La niebla del día anterior se había convertido en un manto lechoso que cubría totalmente la meseta.
Al salir, la abadía se me apareció como nunca lo había hecho hasta entonces: sólo algunas construcciones mayores, la iglesia, el Edificio, la sala capitular, se destacaban incluso a distancia, si bien con perfiles confusos, sombras entre las sombras, pero el resto de las construcciones sólo era visible a pocos pasos. Las formas de las cosas y de los animales parecían surgir repentinamente de la nada; las personas parecían fantasmas grises que emergían de la bruma, y que sólo poco a poco, y no sin esfuerzo, se volvían reconocibles.
Nacido en tierras nórdicas, estaba habituado a aquel elemento, que, en otras circunstancias, me habría hecho pensar, no sin ternura, en la planicie y el castillo de mi infancia. Pero aquella mañana me pareció percibir una dolorosa afinidad entre las condiciones del aire y las condiciones de mi alma, y la sensación de tristeza con que me había despertado fue creciendo a medida que me acercaba a la sala capitular.
A pocos pasos de aquel edificio, divisé a Bernardo Gui despidiéndose de otra persona que al principio no reconocí. Pero cuando pasó a mi lado vi que se trataba de Malaquías. Miraba a su alrededor como alguien que no desea ser visto mientras comete un delito, pero ya he dicho que la expresión de ese hombre era por naturaleza la de alguien que oculta, o intenta ocultar, algún secreto inconfesable.
No me reconoció, y se alejó del lugar. Movido por la curiosidad, seguí a Bernardo y vi que estaba hojeando unos folios que quizá le había entregado Malaquías. Al llegar al umbral de la sala capitular, llamó con un ademán al jefe de los arqueros, que estaba cerca, y le susurró unas palabras. Después entró en el edificio, y yo tras él.
Era la primera vez que pisaba aquel sitio, que, por fuera, era de dimensiones modestas y de formas sobrias. Advertí que en épocas recientes había sido reconstruido sobre los restos de una primitiva iglesia abacial, quizá destruida en parte por algún incendio.
Al entrar se pasaba bajo un portal construido según la nueva moda, de arco ojival, sin decoraciones y rematado por un rosetón. Pero una vez en el interior se descubría un atrio, reconstruido sobre las ruinas de un viejo nártex. Y al frente, otro portal, con su arco construido según la moda antigua, y su tímpano de media luna admirablemente esculpido. Debía de ser el portal de la iglesia destruida.
Las esculturas del tímpano eran tan bellas, pero no tan inquietantes, como las de la iglesia actual. También aquí un Cristo sentado en su trono dominaba el tímpano, pero junto a él, en diferentes actitudes y sosteniendo distintos objetos, estaban los doce apóstoles a quienes había ordenado que fuesen por el mundo evangelizando a las gentes. Sobre la cabeza de Cristo, en un arco dividido en doce paneles, y bajo los pies de Cristo, en una procesión ininterrumpida de figuras, estaban representados los pueblos del mundo, los que recibirían la buena nueva. Reconocí por sus trajes a los hebreos, los capadocios, los árabes, los indios, los frigios, los bizantinos, los armenios, los escitas y los romanos. Pero, mezclados con ellos, en treinta círculos dispuestos en arco por encima del arco de los doce paneles, estaban los habitantes de los mundos desconocidos, de los que sólo tenemos noticias a través del Fisiólogo y de los relatos confusos de los viajeros. Muchos me resultaron irreconocibles, a otros pude identificarlos: por ejemplo, los brutos con seis dedos en las manos; los faunos que nacen de los gusanos que se forman entre la corteza y la madera de los árboles; las sirenas con la cola cubierta de escamas, que seducen a los marineros; los etíopes con el cuerpo todo negro, que se defienden del ardor del sol cavando cavernas subterráneas; los onocentauros, hombres hasta el ombligo y el resto asnos; los cíclopes con un solo ojo, grande como un escudo; Escila con la cabeza y el pecho de muchacha, el vientre de loba y la cola de delfín; los hombres velludos de la India que viven en los pantanos y en el río Epigmáride; los cinocéfalos, que no pueden hablar sin interrumpirse a cada momento para ladrar; los esquípodos, que corren a gran velocidad con su única pierna y que cuando quieren protegerse del sol se echan al suelo y enarbolan su gran pie como una sombrilla; los astómatas de Grecia, que carecen de boca y respiran por la nariz y sólo se alimentan de aire; las mujeres barbudas de Armenia; los pigmeos; los epístigos, que algunos llaman también pállidos, que nacen sin cabeza y tienen la boca en el vientre y los ojos en los hombros; las mujeres monstruosas del Mar Rojo, de doce pies de altura, con cabellos que les llegan hasta los talones, una cola bovina al final de la espalda, y pezuñas de camello; y los que tienen la planta de los pies hacia atrás, de modo que quien sigue sus huellas siempre llega al sitio del que proceden y nunca a aquel hacia el que se dirigen; y también los hombres con tres cabezas; los de ojos resplandecientes como lámparas; y los monstruos de la isla de Circe, con cuerpo de hombre y cerviz de diferentes, y muy variados, animales…
Estos y otros prodigios estaban esculpidos en aquel portal. Pero ninguno provocaba inquietud, porque no estaban allí para significar los males de esta tierra o los tormentos del infierno, sino para mostrar que la buena nueva había llegado a todas las tierras conocidas y se estaba extendiendo a las desconocidas, y por eso el portal era una jubilosa promesa de concordia, de unidad alcanzada a través de la palabra de Cristo, de esplendorosa ecumene.
Buen presagio, dije para mí pensando en el encuentro que iba a celebrarse más allá de aquel umbral, donde unos hombres enfrentados duramente por sostener interpretaciones opuestas del evangelio quizá lograrían resolver sus diferencias. Y me dije para mí que era un miserable pecador al padecer por mis infortunios personales, mientras estaban a punto de producirse acontecimientos tan importantes para la historia de la cristiandad. Comparé la pequeñez de mis penas con la grandiosa promesa de paz y serenidad estampada en la piedra del tímpano. Pedí perdón a Dios por mi fragilidad y, ya más tranquilo, crucé el umbral.
Al entrar vi reunidos a todos los miembros de ambas legaciones, sentados unos frente a otros en una serie de sillones dispuestos en semicírculo, y en medio una mesa a la que estaban sentados el Abad y el cardenal Bertrando.
Guillermo, a quien seguí para tomar apuntes, me colocó en la parte de los franciscanos, donde estaba Michele y los suyos, y otros franciscanos de la corte de Aviñón: porque el encuentro no debía parecer un duelo entre italianos y franceses, sino una disputa entre los partidarios de la regla franciscana y sus críticos, todos unidos por una incólume y católica fidelidad a la corte pontificia.
Con Michele da Cesena estaban fray Arnaldo de Aquitania, fray Hugo de Newcastle y fray Guillermo Alnwick, que habían participado en el capítulo de Perusa, y además el obispo de Caffa, y Berengario Talloni, Bonagrazia da Bergamo y otros franciscanos de la corte aviñonesa. En la parte opuesta estaban sentados Lorenzo Decoalcone, bachiller de Aviñón, el obispo de Padua y Jean d’Anneaux, doctor en teología en París. Junto a Bernardo Gui, silencioso y absorto, estaba el dominico Jean de Baune, al que en Italia llamaban Giovanni Dalbena. Guillermo me dijo que este último había sido años atrás inquisidor en Narbona, donde había procesado a muchos begardos y terciarios, pero, como había condenado por herética precisamente una proposición sobre la pobreza de Cristo, había tenido que vérselas con Berengario Talloni, lector en el convento de aquella ciudad, quien había apelado al papa. Como por entonces Juan aún no tenía una opinión definida sobre esa materia, los llamó a Aviñón para que discutieran. Pero el debate fue infructuoso, y poco después, en el capítulo de Perusa, los franciscanos adoptaban la tesis que ya he expuesto. Por último, del lado de los aviñoneses, había varios más, entre los cuales se encontraba el obispo de Alborea.
La sesión fue abierta por Abbone, quien consideró oportuno resumir los hechos más recientes. Recordó que el año del Señor 1322 el capítulo general de los frailes franciscanos, reunido en Perusa bajo la guía de Michele da Cesena, había establecido, tras larga y cuidadosa deliberación, que Cristo, para dar ejemplo de vida perfecta, y los apóstoles, para adecuarse a su enseñanza, nunca habían poseído en común cosa alguna, ya fuese a título de propiedad o de señoría, y que esa verdad era materia de fe sana y católica, como se deducía de una serie de citas de los libros canónicos. Por lo cual, la renuncia a la propiedad de todo bien era meritoria y santa, y a esa regla de santidad se habían atenido los primeros fundadores de la iglesia militante. Y que a esa verdad se había atenido en 1312 el concilio de Vienne, y que el propio papa Juan en 1317, en la constitución sobre el estado de los frailes franciscanos que comienza diciendo Quorundam exigit[*], había comentado las resoluciones de aquel concilio afirmando que habían sido santamente concebidas y que eran lúcidas, consistentes y maduras. Por lo que el capítulo de Perusa, considerando que aquello que con sana doctrina la sede apostólica había aprobado siempre, siempre debía darse por aceptado, y que de ninguna manera había que apartarse de ello, se había limitado a sellar otra vez aquella decisión conciliar, con la firma de maestros en sagrada teología como fray Guillermo de Inglaterra, fray Enrique de Alemania, fray Arnaldo de Aquitania, provinciales y ministros; así como con el sello de fray Nicolás, ministro de Francia, fray Guillermo Bloc, bachiller, del ministro general y de cuatro ministros provinciales, fray Tomás de Bolonia, fray Pietro de la provincia de San Francisco, fray Fernando da Castello y fray Simone da Turonia. Sin embargo, añadió Abbone, el año siguiente el papa emitió la decretal Ad conditorem canonum[*], contra la que protestó fray Bonagrazia da Bergamo, por considerarla contraria a los intereses de su orden. Entonces el papa arrancó la decretal de las puertas de la iglesia mayor de Aviñón, donde se exhibía, y corrigió varios puntos. Pero en realidad resultó aún más dura, y prueba de ello fue que, como consecuencia inmediata de la misma, fray Bonagrazia pasó un año en prisión. Tampoco podía dudarse de la severidad del pontífice, pues aquel mismo año emitió la ya célebre Cum inter nonnullos[*], donde se condenaron definitivamente las tesis del capítulo de Perusa.
En aquel momento, interrumpiendo con cortesía a Abbone, habló el cardenal Bertrando, para decir que convenía recordar que las cosas se habían complicado, para gran irritación del pontífice, cuando en 1324 Ludovico el Bávaro había emitido la declaración de Sachsenhausen, donde sin razones válidas adoptaba las tesis de Perusa (tampoco era fácil comprender, observó Bertrando con una ligera sonrisa, cómo podía el emperador abogar con tanto entusiasmo por la pobreza, cuando él no la practicaba en absoluto), poniéndose contra el señor papa, llamándolo inimicus pacis[*] y afirmando que deseaba provocar escándalos y discordias, tratándolo, por último, de hereje e, incluso, de heresiarca.
—No exactamente —intentó mediar Abbone.
—En el fondo afirmó eso —dijo Bertrando con tono seco.
Y añadió que precisamente para rebatir aquella inoportuna intervención del emperador, el papa se había visto obligado a emitir la decretal Quia quorundam[*], y que, por último, había cursado una invitación a Michele da Cesena conminándolo a presentarse ante él. Michele había respondido excusando no poder ir por encontrarse enfermo, hecho del que nadie dudaba, y había enviado a fray Giovanni Fidanza y a fray Modesto Custodio de Perusa. Pero dio la casualidad, dijo el cardenal, de que los güelfos de Perusa informaron al papa de que, lejos de estar enfermo, Michele estaba manteniendo contactos con Ludovico de Baviera. Y en cualquier caso, dejando de lado lo que podía o no haber sucedido, el hecho era que ahora fray Michele se veía bien y sereno, y que en Aviñón se le esperaba. Sin embargo, era mejor, admitía el cardenal, ponderar antes, como se estaba haciendo en aquel momento, y en presencia de hombres prudentes situados de una y otra parte, lo que luego Michele diría al papa, porque al fin y al cabo todos estaban interesados en no agravar las cosas y en resolver fraternalmente una querella que no tenía razón de ser entre un padre amantísimo y sus devotos hijos, y que hasta entonces se había agudizado sólo debido a la intervención de hombres del siglo que, por emperadores o vicarios que fuesen, nada tenían que hacer en los asuntos de la santa madre iglesia.
Intervino entonces Abbone, quien dijo que, a pesar de ser hombre de iglesia y abad de una orden a la que la iglesia tanto debía (un murmullo de respeto y consideración corrió por ambos lados del hemiciclo), no consideraba que el emperador tuviese que quedar al margen de esos asuntos, por las numerosas razones que luego expondría fray Guillermo de Baskerville. Pero, siguió diciendo Abbone, era correcto, sin embargo, que la primera parte de la discusión se desarrollara entre los enviados pontificios y los representantes de aquellos hijos de san Francisco que, por el solo hecho de participar en ese encuentro, demostraban que eran hijos devotísimos del pontífice. Por consiguiente, invitaba a fray Michele, o a quien hablase en su nombre, a que expusiera las tesis que se proponía defender en Aviñón.
Michele dijo que, para gran alegría y emoción de su parte, aquella mañana se encontraba con ellos Ubertino da Casale, a quien en 1322 el propio pontífice había pedido una relación fundada sobre el asunto de la pobreza. Y precisamente Ubertino podría resumir, con la lucidez, la erudición y la fe apasionada que todos reconocían en él, los puntos capitales de las ideas que la orden franciscana ya había hecho definitivamente suyas.
Se puso en pie Ubertino, y tan pronto como empezó a hablar comprendí por qué había podido despertar tanto entusiasmo no sólo como predicador sino también como hombre de corte. Apasionado en el ademán, persuasivo en la voz, fascinante en la sonrisa, claro y coherente en el razonamiento, tuvo cogidos a los oyentes durante todo el tiempo que duró su discurso. Comenzó con una disquisición muy docta sobre las razones en que se apoyaban las tesis de Perusa. Dijo que ante todo había que reconocer que Cristo y sus apóstoles tuvieron una doble condición, porque fueron prelados de la iglesia del nuevo testamento, y como tales tuvieron propiedades, en cuanto a la autoridad para dispensar y distribuir bienes, y dar a los pobres y a los ministros de la iglesia, como está escrito en el capítulo cuarto de los Hechos de los Apóstoles, y sobre esto nadie discute. Pero en segundo lugar Cristo y los apóstoles deben ser considerados como personas particulares, fundamento de toda perfección religiosa, y perfectos despreciadores del mundo. Y en este sentido existen dos maneras de poseer, una de las cuales es civil y mundana, y las leyes imperiales la definen con las palabras in bonis nostris, porque se dicen nuestros aquellos bienes que nos han sido dados en custodia y que, cuando nos los quitan, tenemos derecho a reclamar. Y por eso una cosa es defender civil y mundanamente el bien propio contra el que nos lo quiere quitar, apelando al juez imperial (y afirmar que Cristo y los apóstoles poseyeron bienes de esta manera es herético, porque, como dice Mateo en el capítulo V, al que quiera litigar contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto, y no otra cosa dice Lucas en el capítulo VI, donde Cristo aparta de sí todo dominio y señorío y lo mismo impone a sus apóstoles, y véase además el capítulo XXIV de Mateo, donde Pedro dice al Señor que para seguirlo lo han dejado todo), pero hay otra manera en que pueden poseerse las cosas temporales y es en razón de la común caridad fraterna, y en este sentido Cristo y los suyos poseyeron bienes por razón natural, razón que algunos llaman jus poli, o sea razón del cielo, basada en la naturaleza, que, sin ordenación humana, concuerda con la justa razón, mientras que el jus fori es poder que depende de las estipulaciones humanas. Antes de la primera división de las cosas, éstas fueron, en cuanto al dominio, como son ahora las cosas que no pertenecen a nadie y se conceden al que las ocupa, y en cierto sentido fueron comunes a todos los hombres, mientras que sólo después del pecado nuestros antepasados empezaron a repartirse la propiedad de las cosas y de entonces datan los dominios mundanos tal como se conocen en la actualidad. Pero Cristo y los apóstoles tuvieron bienes de la primera manera, y así tuvieron ropa, pan y pescados, y, como dice Pablo en la primera a Timoteo, tenemos alimentos y con qué cubrirnos, y estamos satisfechos. Por lo que se ve que Cristo y los suyos tuvieron esas cosas no en posesión sino en uso, o sea, sin menoscabo de su absoluta pobreza. Lo que ya el papa Nicolás II había reconocido en la decretal Exiit qui seminat[*].
Pero del lado contrario se levantó Jean d’Anneaux y dijo que las tesis de Ubertino le parecían reñidas no sólo con la recta razón sino también con la recta interpretación de las escrituras. Porque en el caso de los bienes perecederos, como el pan y el pescado, no puede hablarse de mero derecho de uso, y, en efecto, en tal caso no puede haber uso, sino abuso. Todo lo que los creyentes tenían en común en la iglesia primitiva, como se deduce de los Hechos segundo y tercero, lo tenían sobre la base del mismo tipo de dominio que detentaban antes de la conversión. Los apóstoles, después del descenso del Espíritu Santo, poseyeron fincas en Judea; el voto de vivir sin propiedad no se extiende a lo que el hombre necesita para vivir, y cuando Pedro dijo que lo había dejado todo no quería decir que hubiera renunciado a la propiedad; Adán tuvo dominio y propiedad de las cosas; el servidor que coge dinero de su amo no hace, sin duda, uso ni abuso del mismo; las palabras de la Exiit qui seminat en que siempre se apoyan los franciscanos, y por las que se establece que éstos sólo tienen el uso de lo que utilizan, pero no su dominio ni su propiedad, deben relacionarse sólo con los bienes que no se agotan con el uso, y de hecho si la Exiit abarcase también los bienes perecederos estaría afirmando algo imposible; el uso de hecho no puede distinguirse del dominio jurídico; todo derecho humano, sobre cuya base se poseen bienes materiales, está contenido en las leyes de los reyes; como hombre mortal, Cristo fue, desde el instante de su concepción, propietario de todos los bienes terrenales, y como Dios recibió del padre el dominio universal de todo; fue propietario de ropas, alimentos y dinero gracias a las contribuciones y ofrendas de los fieles, y si fue pobre, no lo fue por no tener propiedades sino porque no percibía los frutos de estas últimas, porque el mero dominio jurídico, separado de la recaudación de los intereses, no vuelve rico al que lo detenta; y por último, aunque la Exiit hubiese dicho otra cosa, el pontífice romano, en lo que se refiere a la fe y a las cuestiones morales, puede revocar las resoluciones de sus predecesores y afirmar, incluso, lo contrario.
Fue entonces cuando se puso en pie con ademán vehemente fray Girolamo, obispo de Caffa. La barba le temblaba de ira a pesar de que sus palabras trataban de parecer conciliadoras. Empezó a argumentar de una manera que me pareció bastante confusa.
—Lo que querría decir al santo padre, y yo mismo lo diré, empiezo aceptando que me lo corrija, porque en verdad creo que Juan es el vicario de Cristo, y por declararlo me tuvieron preso los sarracenos. Y comenzaré citando un hecho que menciona un gran doctor, relativo a la disputa que se planteó cierto día entre unos monjes sobre quién era el padre de Melquisedec. Y entonces el abad Copes, al ser interrogado sobre eso se dio un golpe en la cabeza y dijo: «Ten cuidado, Copes, porque sólo buscas lo que Dios no te ordena buscar, y descuidas lo que te ordena encontrar». Pues bien, como se deduce con toda claridad de mi ejemplo, el hecho de que Cristo y la Virgen bienaventurada y los apóstoles nunca tuvieron nada en común ni en particular es más evidente, incluso, que el hecho de que Jesús fue hombre y Dios al mismo tiempo, ¡hasta el punto de que me parece evidente que quien negase lo primero estaría obligado a negar también lo segundo!
Lo dijo con tono triunfal, y vi que Guillermo alzaba los ojos al cielo. Sospecho que el silogismo de Girolamo le pareció bastante defectuoso, y no me atrevería a discutírselo, pero aún más defectuosa me pareció a mí la furibunda argumentación en contra que expuso Giovanni Dalbena, que dijo que quien afirma algo sobre la pobreza de Cristo afirma lo que se ve (o no se ve) a través del ojo, mientras que en la definición de su humanidad y su divinidad interviene la fe, razón por la cual las dos proposiciones no pueden compararse. Al responderle, Girolamo se mostró más agudo que su adversario:
—¡Oh, no, querido hermano, me parece que es al revés, porque todos los evangelios dicen que Cristo era hombre, y comía y bebía, y, en virtud de sus evidentísimos milagros, también era Dios, y éstas son cosas que precisamente saltan a la vista!
—También los magos y los adivinos hicieron milagros —dijo Dalbena con tono de suficiencia.
—Sí, pero mediante fórmulas de arte mágico. ¿Quieres igualar los milagros de Cristo con el arte mágico? —la asamblea murmuró indignada que no quería hacer eso—. Y finalmente —prosiguió Girolamo, que ya se sentía cerca de la victoria—, ¿el señor cardenal Del Poggetto pretende considerar herética la creencia en la pobreza de Cristo, cuando sobre ella se basa la regla de una orden como la franciscana, no habiendo reino al que sus hijos no hayan llegado para predicar, y para derramar su sangre, desde Marruecos hasta la India?
—Santa alma de Pedro Hispano —murmuró Guillermo—, protégenos.
—Queridísimo hermano —vociferó entonces Dalbena, dando un paso al frente—, habla, si quieres, de la sangre de tus hermanos, pero no olvides que también religiosos de otras órdenes han pagado ese tributo…
—No es que quiera faltar al señor cardenal —gritó Girolamo—, pero ningún dominico ha muerto jamás entre los infieles, ¡mientras que sólo en mis tiempos murieron allí martirizados nueve franciscanos!
Con el rostro rojo de ira, se alzó entonces el obispo de Alborea, que era dominico:
—¡Puedo demostrar que antes de que los franciscanos llegaran a Tartaria, el papa Inocencio envió allí a tres dominicos!
—¿Ah sí? —comentó Girolamo en son de burla—. Pues bien, me consta que los franciscanos están en Tartaria desde hace ochenta años, y tienen cuarenta iglesias distribuidas por todo el país, ¡mientras que los dominicos sólo tienen cinco puestos en la costa y en total no serán más que quince frailes! ¡Y no hay más que discutir!
—Sí que lo hay —gritó Alborea—, porque estos franciscanos que paren terciarios como las perras cachorros, se lo atribuyen todo, se jactan de sus mártires, ¡y después resulta que tienen hermosas iglesias y paramentos suntuosos, y que compran y venden como los frailes de las demás órdenes!
—No, señor mío, no —replicó Girolamo—, no compran y venden ellos mismos, sino a través de los procuradores de la sede apostólica, ¡y son éstos los que detentan la posesión, mientras que los franciscanos sólo tienen el uso!
—¿En serio? —preguntó Alborea, con una sonrisa burlona—. ¿Y entonces cuántas veces has vendido sin pasar por los procuradores? Conozco la historia de unas fincas que…
—Si lo he hecho, he cometido un error —se apresuró a interrumpir Girolamo—. ¡No achaques a la orden mis posibles debilidades!
—Pero, venerables hermanos —intervino entonces Abbone—, no estamos aquí para discutir si los franciscanos son pobres, sino si lo fue o no Nuestro Señor…
—Pues bien —volvió a decir entonces Girolamo—, acerca de esta cuestión tengo un argumento que corta como la espada…
—San Francisco, protege a tus hijos… —dijo Guillermo, totalmente desalentado.
—El argumento es —prosiguió Girolamo— que los orientales y los griegos, que están mucho más familiarizados que nosotros con la doctrina de los santos padres, están seguros de la pobreza de Cristo. Y, si esos herejes y cismáticos sostienen con tanta claridad una verdad tan clara, ¿acaso querríamos ser más heréticos y cismáticos que ellos negándola? ¡Si los orientales escuchasen lo que algunos de nosotros predican contra esa verdad, los lapidarían!
—Pero ¿qué estás diciendo? —comentó Alborea con tono burlón—. ¿Entonces por qué no lapidan a los dominicos que precisamente predican contra ella?
—¿Los dominicos? ¡Pero si allí nunca los he visto!
Con el rostro morado, Alborea observó que aquel fray Girolamo quizá hubiera estado quince años en Grecia, mientras que él había vivido allí desde su infancia. Girolamo replicó que él, el dominico Alborea, quizá hubiera estado también en Grecia, pero haciendo una vida refinada, viviendo en hermosos palacios obispales, mientras que él, que era franciscano, y no hacía quince sino veintidós años, había predicado ante el emperador de Constantinopla. Entonces Alborea, desprovisto ya de argumentos, trató de superar la distancia que lo separaba de los franciscanos, manifestando a viva voz, y con palabras que no me atrevo a repetir, su firme intención de arrancarle la barba al obispo de Caffa, cuya virilidad ponía en duda, y al que, ateniéndose a la ley del talión, quería castigar usando la barba como látigo.
Los otros franciscanos corrieron a formar una barrera para defender a su hermano, los aviñoneses consideraron oportuno dar mano fuerte al dominico y aquello desembocó (¡oh, Señor, ten misericordia de tus hijos predilectos!) en una riña que en vano trataron de serenar el Abad y el cardenal. En el tumulto que se produjo, franciscanos y dominicos se dijeron unos a otros cosas muy graves, como si se tratase de una lucha entre cristianos y sarracenos. Sólo permanecieron en su sitio Guillermo, de una parte, y Bernardo Gui, de la otra. Guillermo parecía triste, y Bernardo, alegre… si de alegre podía calificarse la pálida sonrisa que fruncía los labios del inquisidor.
—¿No hay mejores argumentos —pregunté a mi maestro, mientras Alborea se encarnizaba con la barba del obispo de Caffa— para demostrar o refutar la tesis de la pobreza de Cristo?
—Querido Adso —dijo Guillermo—, puedes afirmar cualquiera de las dos cosas, y nunca podrás decidir, sobre la base de los evangelios, si Cristo consideró o no propia, y hasta qué punto, la túnica que llevaba puesta, y que probablemente tirase cuando estaba gastada. Y, si quieres, la doctrina de Tomás de Aquino sobre la propiedad es más audaz que la nuestra. Los franciscanos decimos: no poseemos nada, todo lo tenemos en uso. Él decía: podéis consideraros poseedores, siempre y cuando, si a alguien le faltase algo que vosotros poseyerais, le concedáis su uso, y no por caridad, sino por obligación. Pero lo que importa no es si Cristo fue o no pobre, sino si la iglesia debe o no ser pobre. Y la pobreza no se refiere tanto a la posesión o no de un palacio, como a la conservación o a la pérdida del derecho de legislar sobre las cosas terrenales.
—¡Ah, por eso al emperador le interesa tanto lo que dicen los franciscanos sobre la pobreza!
—Así es. Los franciscanos juegan a favor del imperio, contra el papa. Pero para Marsilio y para mí el juego es doble, porque quisiéramos que el juego del imperio hiciese nuestro juego y favoreciera nuestras ideas acerca del gobierno humano.
—¿Eso diréis en vuestra intervención?
—Si lo digo, cumpliré con mi misión, que era la de exponer el pensamiento de los teólogos imperiales, pero, al mismo tiempo, mi misión fracasará, porque tenía que facilitar la realización de un segundo encuentro en Aviñón, y no creo que Juan esté de acuerdo en que vaya yo allí para decir esto.
—¿Entonces?
—Entonces estoy atrapado entre dos fuerzas opuestas, como el asno que no sabe de cuál de los dos sacos de heno comer. Lo que sucede es que los tiempos no están maduros. Marsilio sueña con una transformación que en este momento es imposible, y Ludovico no es mejor que sus predecesores, aunque por ahora sea el único baluarte contra ese miserable de Juan. Quizá deba decir lo que pienso, siempre y cuando ellos no se maten antes entre sí. En cualquier caso, tú, Adso, escribe, para que al menos quede huella de lo que está sucediendo aquí.
—¿Y Michele?
—Me temo que está perdiendo el tiempo. El cardenal sabe que el papa no busca una mediación; Bernardo Gui sabe que su misión es hacer fracasar el encuentro; y Michele sabe que de todos modos irá a Aviñón, porque no quiere que la orden rompa todos los vínculos con el papa. E irá con riesgo para su vida.
Mientras hablábamos —y en realidad no sé cómo podíamos oír lo que decíamos—, la disputa había llegado a su punto culminante. Habían intervenido los arqueros, por indicación de Bernardo Gui, para impedir que los dos grupos llegasen a chocar. Pero, como sitiadores y sitiados, a uno y otro lado de la muralla de una fortaleza, se lanzaban objeciones e improperios que aquí repito al azar, porque ya no soy capaz de saber quién los profirió en cada caso, y porque, sin duda, las frases no se dijeron por turno, como hubiese ocurrido en una discusión realizada en mis tierras, sino a la manera mediterránea, una a caballo de la otra, como las olas de un mar enfurecido.
—¡El evangelio dice que Cristo tenía una bolsa!
—¡Basta de hablar de esa bolsa! ¡La pintáis hasta en los crucifijos! ¿Cómo explicas entonces que cuando Nuestro Señor estaba en Jerusalén, regresaba cada noche a Betania?
—Y si Nuestro Señor quería dormir en Betania, ¿quién eres tú para juzgar su decisión?
—No, viejo cabrón. ¡Nuestro Señor regresaba a Betania porque no tenía dinero para pagarse un albergue en Jerusalén!
—¡El cabrón eres tú, Bonagrazia! ¿Y qué comía Nuestro Señor en Jerusalén?
—¿Acaso dirías que el caballo es propietario de la avena que su amo le da para sobrevivir?
—Mira que estás comparando a Cristo con un caballo…
—No, eres tú quién comparas a Cristo con un prelado simoníaco de tu corte, ¡saco de estiércol!
—¿Sí? ¿Y cuántas veces la santa sede ha tenido que meterse en pleitos para defender vuestros bienes?
—¡Los bienes de la iglesia, no los nuestros! ¡Nosotros sólo los teníamos en uso!
—¡En uso para coméroslos, para haceros con ellos hermosas iglesias llenas de estatuas de oro! ¡Hipócritas, vehículos de iniquidad, sepulcros blanqueados, sentina de vicios! ¡Sabéis muy bien que la caridad, y no la pobreza, es el principio de la vida perfecta!
—¡Eso lo dijo el glotón de vuestro Tomás!
—¡Ten cuidado, impío! ¡Llamas glotón a un santo de la santa iglesia romana!
—¡Santo de mis sandalias, canonizado por Juan para fastidiar a los franciscanos! ¡Vuestro papa no puede hacer santos, porque es un hereje! ¡Más todavía: es un heresiarca!
—¡Esa cantinela ya la conocemos! Es lo que ha dicho el pelele de Baviera en Sachsenhausen. ¡Y fue vuestro Ubertino quien se lo dictó!
—¡Cuidado con lo que dices, cerdo, hijo de la prostituta de Babilonia y de otras mujerzuelas! ¡Sabes bien que aquel año Ubertino no estaba con el emperador sino precisamente en Aviñón, al servicio del cardenal Orsini, y que el papa se disponía a enviarlo como embajador a Aragón!
—Lo sé, ¡sé que hacía voto de pobreza en la mesa del cardenal, como ahora lo hace en la abadía más rica de la península! ¡Ubertino! ¿Si tú no estabas, quién sugirió a Ludovico que utilizara tus escritos?
—¿Qué culpa tengo de que Ludovico lea mis escritos? ¡Sin duda, los tuyos no puede leerlos, porque eres analfabeto!
—¿Yo analfabeto? ¿Y qué me dices de las letras de vuestro Francisco, que hablaba con las ocas?
—¡Has blasfemado!
—¡Eres tú el que blasfema, fraticello del barrilito!
—¡Sabes muy bien que nunca he hecho nada con el barrilito!
—¡Sí que lo has hecho junto con tus fraticelli, cuando te metías en la cama de Chiara da Montefalco!
—¡Que Dios te fulmine! ¡En aquella época yo era inquisidor, y Chiara ya había expirado en olor de santidad!
—¡Chiara expiraba en olor de santidad, pero tú aspirabas otro olor cuando cantabas maitines a las monjas!
—Sigue, sigue, ya te alcanzará la cólera de Dios, ¡como alcanzará a tu amo, que ha dado asilo a dos herejes, como ese ostrogodo de Eckhart y ese nigromante inglés que llamáis Branucerton!
—¡Venerables hermanos, venerables hermanos! —gritaban el cardenal Bertrando y el Abad.