Quinto día

COMPLETAS

Donde se escucha un sermón sobre la llegada del Anticristo y Adso descubre el poder de los nombres propios.

El oficio de vísperas se había celebrado en medio de la confusión, cuando aún proseguía el interrogatorio del cillerero, y los novicios, curiosos, habían escapado al control de su maestro para observar a través de ventanas y rendijas lo que estaba sucediendo en la sala capitular. Ahora toda la comunidad debía rezar por el alma de Severino. Se pensaba que el Abad les hablaría a todos, y todos se preguntaban qué diría. Pero después de la ritual homilía de san Gregorio, del responso y de los tres salmos prescritos, el Abad sólo se asomó al púlpito para anunciar que aquella tarde no hablaría. Eran tantas las desgracias que habían afligido a la abadía, dijo, que ni siquiera el padre común podía hablarles en tono de reproche y admonición. Todos, sin excepción alguna, debían hacer un severo examen de conciencia. Pero como alguien debía hablar, proponía que la admonición viniera de quien, por ser el más anciano de todos y encontrarse ya cerca de la muerte, se hubiese visto menos envuelto en las pasiones terrenales que tantos males habían ocasionado. Por derecho de edad la palabra hubiera correspondido a Alinardo da Grottaferrata, pero todos sabían cuan frágil era la salud del venerable hermano. El que seguía a Alinardo, según el orden establecido por el paso inexorable del tiempo, era Jorge. Y a él estaba cediéndole en aquel momento la palabra el Abad.

Escuchamos un murmullo del lado de los asientos que solían ocupar Aymaro y los otros italianos. Supuse que el Abad había confiado el sermón a Jorge sin consultar con Alinardo. Mi maestro me señaló por lo bajo que la de no hablar había sido una prudente decisión del Abad: porque cualquier cosa que hubiese dicho habría sido sopesada por Bernardo y los otros aviñoneses presentes. En cambio, el anciano Jorge se limitaría a alguno de sus vaticinios místicos, y los aviñoneses no le darían demasiada importancia.

—Pero yo sí —añadió Guillermo—, porque no creo que Jorge haya aceptado, o quizá pedido, hablar, sin un propósito muy preciso.

Jorge subió al púlpito, apoyándose en alguien. Su rostro estaba iluminado por la luz del trípode, única lámpara encendida en la nave. La luz de la llama ponía en evidencia la oscuridad que pesaba sobre sus ojos, que parecían dos agujeros negros.

—Queridísimos hermanos —empezó diciendo—, y vosotros, amados huéspedes, si queréis escuchar a este pobre viejo… Los cuatro muertos que afligen a nuestra abadía (para no decir nada de los pecados, antiguos y recientes, cometidos por los más desgraciados de entre los vivos) no deben, lo sabéis, atribuirse a los rigores de la naturaleza, que, con sus ritmos implacables, administra nuestra jornada en esta tierra, desde la cuna a la tumba. Quizá todos penséis que, por confusos y doloridos que os haya dejado, esta triste historia no alcanza a vuestras almas, porque todos, salvo uno, sois inocentes, y cuando éste sea castigado lloraréis, sin duda, la ausencia de los desaparecidos, pero no tendréis que defenderos de ninguna acusación ante el tribunal de Dios. Eso pensáis. ¡Locos! —gritó con voz terrible—. ¡Locos y temerarios! El que ha matado soportará ante Dios la carga de sus culpas, pero sólo porque ha aceptado ser el intermediario de los decretos de Dios. Así como era preciso que alguien traicionase a Jesús para que pudiera cumplirse el misterio de la redención, y sin embargo el Señor decretó la condenación y el oprobio para el que lo traicionó, del mismo modo alguien en estos días ha pecado trayendo muerte y destrucción, ¡pero yo os digo que esta destrucción ha sido, si no querida, al menos permitida por Dios para humillación de nuestra soberbia!

Calló, y su mirada vacía se dirigió a la lóbrega asamblea, como si con los ojos pudiese captar las emociones, mientras que de hecho eran sus oídos los que saboreaban el silencio y la consternación que imperaban en la nave.

—En esta comunidad —prosiguió—, serpentea desde hace mucho el áspid del orgullo. Pero ¿qué orgullo? ¿El orgullo del poder, en un monasterio aislado del mundo? Sin duda que no. ¿El orgullo de la riqueza? Hermanos míos, antes de que resonaran en el mundo conocido los ecos de las largas querellas sobre la pobreza y la posesión, desde la época de nuestro fundador, incluso habiéndolo tenido todo, no hemos tenido nada, porque nuestra única riqueza verdadera siempre ha sido la observancia de la regla, la oración y el trabajo. Pero de nuestro trabajo, del trabajo de nuestra orden y en particular del trabajo de este monasterio, es parte, incluso esencial, el estudio y la custodia del saber. La custodia, digo, no la búsqueda, porque lo propio del saber, cosa divina, es el estar completo y fijado desde el comienzo en la perfección del verbo que se expresa a sí mismo. La custodia, digo, no la búsqueda, porque lo propio del saber, cosa humana, es el haber sido fijado y completado en los siglos que se sucedieron entre la predicación de los profetas y la interpretación de los padres de la iglesia. No hay progreso, no hay revolución de las épocas en las vicisitudes del saber, sino, a lo sumo, permanente y sublime recapitulación. La historia humana marcha con movimiento incontenible desde la creación, a través de la redención, hacia el retorno de Cristo triunfante, que aparecerá rodeado de un nimbo, para juzgar a vivos y a muertos. Pero el saber divino y humano no sigue ese curso: firme como una roca inconmovible, nos permite, cuando somos capaces de escuchar su voz con humildad, seguir, y predecir, ese curso, pero sin que éste haga mella en él. Yo soy el que es, dijo el Dios de los hebreos. Yo soy el camino, la verdad y la vida, dijo Nuestro Señor. Pues bien, el saber no es otra cosa que el atónito comentario de esas dos verdades. Todo lo demás que se ha dicho fue proferido por los profetas, los evangelistas, los padres y los doctores para iluminar esas dos sentencias. Y a veces algún comentario pertinente se encuentra incluso en los paganos, que no las conocían, y cuyas palabras han sido retomadas por la tradición cristiana. Pero aparte de eso no hay nada más que decir. Sí, en cambio, que meditar una y otra vez, qué glosar, qué conservar. Ésta, y no otra, era y debería ser la misión de nuestra abadía, de su espléndida biblioteca. Se cuenta que en cierta ocasión un califa oriental entregó a las llamas la biblioteca de una famosa ciudad, y que, mientras ardían aquellos millares de volúmenes, decía que podían y debían desaparecer: porque, o bien repetían lo que ya decía el Corán, y por tanto eran inútiles, o bien contradecían lo que afirmaba ese libro que los infieles consideran sagrado, y por tanto eran dañinos. Los doctores de la iglesia, y nosotros con ellos, no razonaron así. Todo aquello que comenta e ilumina la escritura debe ser conservado, porque extiende la gloria de las divinas escrituras; todo aquello que contradice lo que ellas afirman no debe ser destruido, porque sólo si se lo conserva es posible contradecirlo a su vez, por obra del que sea capaz, y haya recibido la misión de hacerlo, del modo y en el momento que el Señor disponga. De ahí la responsabilidad de nuestra orden a lo largo de los siglos, y el peso que abruma hoy a nuestra abadía: orgullosos de la verdad que proclamamos, custodiamos con prudencia y humildad las palabras que le son hostiles, sin dejar que ellas nos contaminen. Pues bien, hermanos míos, ¿cuál es el pecado de orgullo que puede tentar al monje estudioso? El de interpretar su trabajo, ya no como custodia, sino como búsqueda de alguna noticia que aún no haya sido dada a los hombres, como si la última no hubiese resonado ya en las palabras del último ángel que habla en el último libro de las escrituras: «Yo atestiguo a todo el que escucha mis palabras de la profecía de este libro que, si alguno añade a estas cosas, Dios añadirá sobre él las plagas escritas en este libro; y si alguno quita de las palabras del libro de esta profecía, quitará Dios su parte del árbol de la vida y de la ciudad santa, que están escritos en este libro». Pues bien… ¿no os parece, infortunados hermanos, que estas palabras aluden precisamente a lo que ha sucedido no hace mucho entre estos muros, y que, a su vez, lo que ha sucedido entre estos muros alude precisamente a las vicisitudes mismas del siglo que vivimos, que, tanto en la palabra como en las obras, en las ciudades como en los castillos, en las orgullosas universidades como en las iglesias catedrales, trata de esforzarse por descubrir nuevos codicilos a las palabras de la verdad, deformando el sentido de esta verdad ya enriquecida por todos los escolios, esa verdad que en vez de estúpidos añadidos lo que necesita es una intrépida defensa? Éste es el orgullo que ha serpenteado y sigue serpenteando entre estos muros; y yo digo a quien se ha empeñado y sigue empeñándose en romper los sellos de los libros que le están vedados, que ése es el orgullo que el Señor ha querido castigar y seguirá castigando hasta que no se rebaje y se humille, porque, dada nuestra fragilidad, al Señor nunca le ha sido, ni le es, difícil encontrar los instrumentos para realizar su venganza.

—¿Has escuchado, Adso? —me dijo por lo bajo Guillermo—. El viejo sabe más de lo que dice. Tenga o no parte en esta historia, el hecho es que sabe, y nos advierte que mientras los monjes curiosos sigan violando la biblioteca, la abadía no recuperará su paz.

Después de una larga pausa, Jorge siguió hablando:

—Pero ¿quién es, en definitiva, el símbolo mismo de este orgullo? ¿De quién son los orgullosos figura y mensajeros, cómplices y abanderados? ¿Quién en verdad ha actuado y quizá sigue actuando entre estos muros, para avisarnos de que los tiempos están próximos, y para que nos consolemos, porque si los tiempos están próximos, aunque los sufrimientos sean insoportables no son infinitos en el tiempo, puesto que el gran ciclo de este universo está por consumarse? ¡Oh! Lo habéis comprendido muy bien, y tenéis miedo de pronunciar su nombre, porque también es el vuestro, pero aunque vosotros tengáis miedo, yo no lo tendré, y diré ese nombre en voz muy alta, para que vuestras vísceras se retuerzan de terror y vuestros dientes castañeteen hasta cortaros la lengua, y para que el hielo que se forme en vuestra sangre haga caer un velo de tinieblas sobre vuestros ojos… ¡Es la bestia inmunda, el Anticristo!

Volvió a hacer otra pausa inacabable. Los asistentes parecían estar muertos. Lo único que se movía en toda la iglesia era la llama del trípode, pero hasta las sombras que formaba esa llama parecían congeladas. El único ruido, ahogado, era el jadeo de Jorge, que se secaba el sudor de la frente. Después continuó:

—Quizá quisierais decirme: «No, aún no llega, ¿dónde están los signos de su llegada?». ¡Necio quien lo diga! ¡Pero si cada día, en el gran anfiteatro del mundo, y en su imagen reducida, que es este monasterio, nuestros ojos pueden contemplar las catástrofes que anuncian su llegada! Está dicho que cuando se acerque el momento surgirá en occidente un rey extranjero, señor de bienes dolosos, ateo, matador de hombres, tramposo, sediento de oro, capaz de mil ardides, malvado, enemigo y perseguidor de los fieles, y que en su época la plata no importará, sino sólo el oro. Lo sé bien: mientras me escucháis, vuestra mente no para de preguntarse si el que estoy describiendo se parece al papa, al emperador, al rey de Francia o a cualquier otro, para luego poder decir: ¡Es mi enemigo, yo estoy del lado bueno! Pero no soy tan ingenuo como para indicaros un hombre; cuando llega el Anticristo, llega en todos y para todos, y todos forman parte de él. Estará en las bandas de salteadores que saquearán ciudades y comarcas, estará en signos repentinos del cielo, donde de pronto surgirán arco iris, cuernos y fuegos, al tiempo que se oirán bramidos de voces y hervirá el mar. Está dicho que los hombres y las bestias engendrarán dragones, pero con ello quería decirse que los corazones concebirán odio y discordia. ¡No miréis a vuestro alrededor para ver si descubrís las bestias de las miniaturas con que os deleitáis en los pergaminos! Está dicho que las jóvenes esposas parirán niños capaces de hablar perfectamente, y que esos niños anunciarán que los tiempos están maduros y pedirán que se los mate. ¡Pero no busquéis en las aldeas de abajo! ¡Los niños demasiado sabios ya han sido matados entre estos muros! Y, como los de las profecías, tenían el aspecto de hombres ya canosos, y eran los hijos cuadrúpedos de las profecías, y los espectros, y los embriones que deberían profetizar en el vientre de las madres pronunciando encantamientos mágicos. Y todo está escrito, ¿sabéis? Y está escrito que habrá gran agitación en los estamentos sociales, en los pueblos, en las iglesias; que surgirán pastores inicuos, perversos, llenos de desprecio, codiciosos, ávidos de placer, hambrientos de ganancias, afectos a los discursos vanos, fanfarrones, arrogantes, golosos, malvados, libidinosos, jactanciosos, enemigos del evangelio, reacios a pasar por la puerta estrecha, dispuestos a despreciar una y otra vez la palabra verdadera; y aborrecerán todo camino de piedad, no se arrepentirán de sus pecados, y así difundirán entre los pueblos la incredulidad, el odio entre hermanos, la maldad, la crueldad, la envidia, la indiferencia, el latrocinio, la ebriedad, la intemperancia, la lascivia, el placer carnal, la fornicación y todos los demás vicios. Desaparecerán la aflicción, la humildad, el amor a la paz, la pobreza, la compasión, el don del llanto… ¡Vamos! ¿Acaso no os reconocéis, todos los aquí presentes, monjes de la abadía y poderosos que habéis llegado de fuera?

Durante la pausa que siguió, se escuchó un crujido. Era el cardenal Bertrando que se agitaba en su asiento. En el fondo, pensé, Jorge se estaba comportando como un gran predicador, y mientras fustigaba a sus hermanos no dejaba de amonestar a los visitantes. Habría dado cualquier cosa por saber qué pasaba en aquel momento por la cabeza de Bernardo, o de los rechonchos aviñoneses.

—Y será entonces, o sea precisamente ahora —tronó Jorge— cuando el Anticristo, que pretende imitar a Nuestro Señor, hará su blasfema parusía. En esa época (o sea en ésta), todos los reinos se verán trastocados, quedarán sumidos en la escasez y en la pobreza, y la penuria durará muchos meses, y habrá inviernos de un rigor desconocido. Y los hijos de esa época (o sea de ésta) ya no contarán con nadie que administre sus bienes y conserve los alimentos en sus almacenes, y serán humillados en los mercados de compra y venta. ¡Bien aventurados los que entonces ya no vivan, o los que, si viven, logren sobrevivir! Llegará entonces el hijo de la perdición, el adversario que se gloria y se hincha de orgullo, exhibiendo innumerables virtudes para engañar al mundo entero, y para prevalecer sobre los justos. Siria se derrumbará y llorará por sus hijos. Cilicia erguirá su cabeza hasta que aparezca el que está llamado a juzgarla. La hija de Babilonia se levantará del trono de su esplendor para beber del cáliz de la amargura. Capadocia, Licia y Licaonia doblarán el espinazo porque multitudes enteras serán destruidas en la corrupción de su iniquidad. Por todas partes surgirán campamentos de bárbaros y carros de guerra para ocupar las tierras. En Armenia, en el Ponto y en Bitinia los adolescentes morirán por la espada, las niñas caerán en cautiverio, los hijos y las hijas consumarán incestos; Pisidia, que tanto se enorgullece de su gloria, será obligada a arrodillarse; la espada se descargará sobre Fenicia; Judea se vestirá de luto y se preparará para el día de la perdición que merece por su impureza. Por todas partes cundirá entonces el espanto y la desolación. El Anticristo arrasará occidente y destruirá las vías de comunicación, sus manos empuñarán la espada y arrojarán fuego y todo lo quemará con la violencia de la llama enfurecida: su fuerza será la blasfemia, su mano el engaño, su derecha la destrucción, su izquierda será portadora de tinieblas. Por estos rasgos se lo reconocerá: ¡su cabeza será de fuego ardiente, su ojo derecho estará inyectado en sangre, su ojo izquierdo será de un verde felino, y tendrá dos pupilas, y sus párpados serán blancos, y su labio inferior será grande, su fémur será débil, los pies grandes, el pulgar chato y alargado!

—Parece su propio retrato —comentó Guillermo con voz burlona y casi inaudible.

La frase era muy impía, pero se la agradecí, porque ya se me estaban poniendo los pelos de punta. Apenas pude contener la risa hinchando los carrillos y soltando luego el aire sin abrir los labios. En el silencio que siguió a las últimas palabras del viejo, el ruido que hice se oyó clarísimo, pero por suerte todos pensaron que era alguien que tosía, o lloraba, o temblaba estremecido, y todos tenían razones para ello.

—Y en ese momento —estaba diciendo Jorge— todo se hundirá en la arbitrariedad, los hijos levantarán la mano contra los padres, la mujer urdirá intrigas contra el marido, el marido acusará a la mujer ante la justicia, los amos serán inhumanos con los sirvientes y los sirvientes desobedecerán a los amos, ya no habrá respeto por los ancianos, los adolescentes querrán mandar, todos pensarán que el trabajo es un esfuerzo inútil, en todas partes se elevarán cánticos de gloria a la licencia, al vicio, a la disoluta libertad de las costumbres. Y a continuación vendrá una ola de estupros, adulterios, perjurios, pecados contra natura, y enfermedades, vaticinios y encantamientos, y aparecerán en el cielo cuerpos voladores, surgirán entre los cristianos falsos profetas, falsos apóstoles, corruptores, impostores, brujos, violadores, avaros, perjuros y falsificadores. Los pastores se convertirán en lobos, los sacerdotes mentirán, los monjes desearán las cosas del mundo, los pobres no acudirán en ayuda de los jefes, los poderosos no tendrán misericordia, los justos se volverán testigos de la injusticia. Todas las ciudades serán sacudidas por terremotos, habrá pestes en todas las comarcas, habrá tempestades de viento que levantarán inmensas nubes de tierra, los campos quedarán contaminados, el mar secretará humores negruzcos, se producirán prodigios desconocidos en la luna, las estrellas se apartarán de su trayectoria normal, otras estrellas, desconocidas, surcarán el cielo, en verano nevará y apretará el calor en invierno. Y habrán llegado los tiempos del fin y el fin de los tiempos… El primer día a la hora tercia se elevará en el firmamento del cielo una voz grande y potente, una nube purpúrea avanzará desde septentrión, truenos y relámpagos la seguirán, y caerá sobre la tierra una lluvia de sangre. El segundo día la tierra será arrancada de su sitio y el humo de un gran fuego cruzará las puertas del cielo. El tercer día los abismos de la tierra retumbarán desde los cuatro rincones del cosmos. Los pináculos del firmamento se abrirán, el aire se llenará de pilastras de humo y habrá hedor a azufre hasta la hora décima. El cuarto día al comienzo de la mañana el abismo se licuará y emitirá truenos, y los edificios se derrumbarán. El quinto día a la hora sexta se destruirán las potencias de luz y la rueda del sol, y habrá tinieblas en el mundo hasta la noche, y las estrellas y la luna no cumplirán su misión. El sexto día a la hora cuarta el firmamento se partirá de oriente a occidente y los ángeles podrán mirar hacia la tierra a través de la hendidura de los cielos y todos los que están en la tierra podrán ver a los ángeles que mirarán desde el cielo. Entonces todos los hombres se esconderán en las montañas para huir de la mirada de los ángeles justos. Y el séptimo día llegará Cristo en la luz de su padre. Y entonces se celebrará el juicio de los buenos y su asunción, en la eterna buenaventuranza de los cuerpos y las almas. ¡Pero no meditaréis sobre esto esta noche, orgullosos hermanos! ¡No serán los pecadores quienes vean el alba del octavo día, cuando una voz suave y melodiosa se eleve desde oriente hasta el medio del cielo, y se manifieste el Ángel que gobierna a todos los otros ángeles santos, y todos los ángeles avancen con él, sentados en un carro de nubes, corriendo llenos de júbilo por el aire, para liberar a los elegidos que han creído, y todos juntos se regocijen porque se habrá consumado la destrucción de este mundo! ¡No, no nos regocijaremos con orgullo esta noche! Pero sí meditaremos sobre las palabras que pronunciará el Señor para alejar de su lado a los que no hayan merecido la absolución: «¡Alejaos de mí, malditos, desapareced en el fuego eterno que os han preparado el diablo y sus ministros! ¡Vosotros mismos os lo habéis merecido! ¡Gozad ahora de vuestro premio! ¡Alejaos de mí, bajad a las tinieblas exteriores y al fuego inextinguible! ¡Yo os he dado forma, y vosotros habéis seguido a otro! ¡Os habéis hecho sirvientes de otro amo, id a vivir con él en la oscuridad, con él, con la serpiente que no da tregua, en medio del chirrido de los dientes! ¡Os di oídos para que escuchaseis las escrituras, y escuchasteis las palabras de los paganos! ¡Os hice una boca para que glorificaseis a Dios, y la usasteis para las falsedades de los poetas y para los enigmas de los bufones! ¡Os di los ojos para que vieseis la luz de mis preceptos, y los usasteis para escudriñar en las tinieblas! Soy un juez humano pero justo. A cada uno daré lo que se merece. Quisiera tener misericordia de vosotros, pero no encuentro aceite en vuestros vasos. Estaría dispuesto a apiadarme de vosotros, pero vuestras lámparas están veladas por el humo. Alejaos de mí…». Así hablará el Señor. Y entonces aquellos… y nosotros, quizá, bajaremos al suplicio eterno. En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

—¡Amén! —respondieron todos al unísono.

En fila, sin un susurro, los monjes se dirigieron a sus celdas. Sin deseo de hacer comentario alguno, desaparecieron también los franciscanos, y los hombres del papa, en busca de aislamiento y reposo. Mi corazón estaba dolorido.

—A la cama, Adso —me dijo Guillermo, mientras subía las escaleras del albergue de los peregrinos—. No es una noche para quedarse dando vueltas. A Bernardo Gui podría ocurrírsele la idea de anticipar el fin del mundo empezando por nuestras carcasas. Mañana trataremos de asistir a maitines, porque, cuando acabe el oficio, Michele y los otros franciscanos partirán.

—¿También se marchará Bernardo con sus prisioneros? —pregunté con un hilo de voz.

—Seguramente. Aquí ya no tiene nada que hacer. Querrá llegar a Aviñón antes que Michele, pero cuidando de que la llegada de este último coincida con el proceso del cillerero, franciscano, hereje y asesino. La hoguera del cillerero será la antorcha propiciatoria que alumbrará el primer encuentro de Michele con el papa.

—¿Y qué le sucederá a Salvatore… y a la muchacha?

—Salvatore acompañará al cillerero, porque tendrá que ser testigo en su proceso. Puede ser que a cambio de ese servicio Bernardo le perdone la vida. Quizá lo deje huir y luego lo haga matar. También podría ser que lo dejara realmente en libertad, porque alguien como Salvatore no interesa para nada a alguien como Bernardo. Quizá acabe asesinando viajeros en algún bosque del Languedoc…

—¿Y la muchacha?

—Ya te he dicho que es carne de hoguera. Pero la quemarán antes, por el camino, para edificación de alguna aldea cátara de la costa. He oído decir que Bernardo tendrá que encontrarse con su colega Jacques Fournier (recuerda este nombre; por ahora quema albigenses, pero apunta más alto), y una hermosa bruja sobre un montón de leña servirá muy bien para acrecentar el prestigio y la fama de ambos…

—¿Pero no puede hacerse algo para salvarlos? —grité—. ¿No puede interceder el Abad?

—¿Por quién? ¿Por el cillerero, que es un reo confeso? ¿Por un miserable como Salvatore? ¿O acaso estás pensando en la muchacha?

—¿Y si así fuese? —me atreví a responder—. En el fondo, es la única inocente de los tres. Sabéis bien que no es una bruja…

—¿Y crees que después de lo que ha sucedido el Abad estaría dispuesto a arriesgar el poco prestigio que le queda para salvar a una bruja?

—¡Asumió la responsabilidad de la fuga de Ubertino!

—Ubertino era uno de sus monjes, y no estaba acusado de nada. Además, qué tonterías me estás diciendo: Ubertino era una persona importante. Bernardo sólo hubiese podido atacarlo por la espalda.

—De modo que el cillerero tenía razón: ¡los simples siempre pagan por todos, incluso por quienes hablan a favor de ellos, incluso por personas como Ubertino y Michele, que con sus prédicas de penitencia los han incitado a la rebelión!

Estaba desesperado; ni siquiera se tenía en cuenta que la muchacha no era una hereje de los fraticelli, seducida por la mística de Ubertino. Era una campesina, y pagaba por algo que no tenía nada que ver con ella.

—Así es —me respondió tristemente Guillermo—. Y si lo que estás buscando es una esperanza de justicia, te diré que algún día, para hacer las paces, los perros grandes, el papa y el emperador, pasarán por encima del cuerpo de los perros más pequeños que han estado peleándose en su nombre. Y entonces Michele o Ubertino recibirán el mismo trato que hoy recibe tu muchacha.

Ahora sé que Guillermo estaba profetizando, o sea razonando sobre la base de principios de filosofía natural. Pero en aquel momento ni sus profecías ni sus razonamientos me brindaron el menor consuelo. Lo único cierto era que la muchacha sería quemada. Y yo me sentía en parte responsable de su suerte, porque de algún modo en la hoguera expiaría también el pecado que yo había cometido con ella.

Sin ningún pudor estallé en sollozos, y corrí a refugiarme en mi celda. Pasé toda la noche mordiendo el jergón y gimiendo impotente, porque ni siquiera me estaba permitido lamentarme —como había leído en las novelas de caballería que compartía con mis compañeros de Melk— invocando el nombre de la amada.

Del único amor terrenal de mi vida no sabía, ni supe jamás, el nombre.