Segundo día

COMPLETAS

Donde se entra en el Edificio, se descubre un visitante misterioso, se encuentra un mensaje secreto escrito con signos de nigromante, y desaparece, en seguida después de haber sido encontrado, un libro que luego se buscará en muchos otros capítulos, sin olvidar el robo de las preciosas lentes de Guillermo.

La cena fue triste y silenciosa. Habían pasado poco más de doce horas desde el descubrimiento del cadáver de Venancio. Todos miraban a hurtadillas su sitio vacío. Cuando fue la hora de completas, la procesión que se dirigió al coro parecía un cortejo fúnebre. Nosotros participamos en el oficio desde la nave, y sin perder de vista la tercera capilla. Había poca luz, y, cuando vimos que Malaquías surgía de la oscuridad para dirigirse a su asiento, no pudimos descubrir el sitio exacto por el que había entrado. En todo caso nos mantuvimos ocultos en la sombra de la nave lateral, para que nadie viese que nos quedábamos al acabar el oficio. En mi escapulario tenía la lámpara que había cogido en la cocina durante la cena. Después la encenderíamos con la llama del gran trípode de bronce, que ardía durante toda la noche. Tenía una mecha nueva, y mucho aceite. De modo que no nos faltaría luz.

Estaba demasiado excitado por lo que íbamos a hacer como para prestar atención al rito, y casi no me di cuenta de que éste había acabado. Los monjes se bajaron las capuchas y con el rostro cubierto salieron en lenta fila hacia sus celdas. La iglesia quedó vacía, iluminada por los resplandores del trípode.

—¡Vamos! —dijo Guillermo—. ¡A trabajar!

Nos acercamos a la tercera capilla. La base del altar parecía realmente un osario: talladas con singular maestría, se veía, encima de un montón de tibias, una serie de calaveras que, con sus órbitas huecas y profundas, infundían temor a cualquiera que las contemplase. Guillermo repitió en voz baja las palabras que había pronunciado Alinardo (cuarta calavera a la derecha, hundirle los ojos). Introdujo los dedos en las órbitas de aquel rostro descarnado y en seguida oímos como un chirrido ronco. El altar se movió, girando sobre un gozne secreto, y ante nosotros apareció una negra abertura donde, al levantar mi lámpara, divisamos unos escalones cubiertos de humedad. Decidimos bajar, no sin antes haber discutido sobre la eventual conveniencia de cerrar la entrada al pasadizo. Mejor no hacerlo, dijo Guillermo, porque no estábamos seguros de saber cómo abrirla al regresar. Y en cuanto al peligro de que nos descubrieran, si a aquella hora llegase alguien con la intención de poner en funcionamiento dicho mecanismo, sin duda sabría cómo entrar, y no por encontrarse con el acceso cerrado dejaría de penetrar en el pasadizo.

Después de bajar algo más de diez escalones, llegamos a un pasillo a cuyos lados estaban dispuestos unos nichos horizontales, similares a los que más tarde pude observar en muchas catacumbas. Pero aquélla era la primera vez que entraba en un osario, y sentí un miedo enorme. Durante siglos se habían depositado allí los huesos de los monjes: una vez desenterrados, los habían ido amontonando en los nichos sin intentar recomponer la figura de sus cuerpos. Sin embargo, en algunos nichos sólo había huesos pequeños, y en otro sólo calaveras, dispuestas con cuidado, casi en forma de pirámide, para que no se desparramasen, y, en verdad, el espectáculo era terrorífico, sobre todo por el juego de sombras y de luces que creaba nuestra lámpara a medida que nos desplazábamos. En un nicho vi sólo manos, montones de manos, ya irremediablemente enlazadas entre sí, una maraña de dedos muertos. Lancé un grito, en aquel sitio de muertos, porque por un momento tuve la impresión de que ocultaba algo vivo, un chillido y un movimiento rápido en la sombra.

—Ratas —me tranquilizó Guillermo.

—¿Qué hacen aquí las ratas?

—Pasan, como nosotros, porque el osario conduce al Edificio y, por tanto, a la cocina. Y a los sabrosos libros de la biblioteca. Y ahora comprenderás por qué es tan severa la expresión de Malaquías. Su oficio lo obliga a pasar por aquí dos veces al día, al anochecer y por la mañana.Él sí que no tiene de qué reír.

—Pero, ¿por qué el evangelio no dice en ninguna parte que Cristo rió? —pregunté sin estar demasiado seguro de que así fuera—. ¿Es verdad lo que dice Jorge?

—Han sido legiones los que se han preguntado si Cristo rió. El asunto no me interesa demasiado. Creo que nunca rió porque, como hijo de Dios, era omnisciente y sabía lo que haríamos los cristianos. Pero, ya hemos llegado.

En efecto, gracias a Dios el pasillo había acabado y estábamos ante una nueva serie de escalones, al final de los cuales sólo tuvimos que empujar una puerta de madera dura con refuerzos de hierro para salir detrás de la chimenea de la cocina, justo debajo de la escalera de caracol que conducía al scriptorium.

Mientras subíamos nos pareció escuchar un ruido arriba.

Permanecimos un instante en silencio, y luego dije:

—Es imposible. Nadie ha entrado antes que nosotros…

—Suponiendo que ésta sea la única vía de acceso al Edificio. Durante siglos fue una fortaleza, de modo que deben de existir otros accesos secretos además del que conocemos. Subamos despacio. Pero no tenemos demasiadas alternativas. Si apagamos la lámpara, no sabremos por dónde vamos; si la mantenemos encendida, avisaremos al que está arriba. Sólo nos queda la esperanza de que, si hay alguien, su miedo sea mayor que el nuestro.

Llegamos al scriptorium por el torreón meridional. La mesa de Venancio estaba justo del lado opuesto. Al desplazarnos íbamos iluminando sólo partes de la pared, porque la sala era demasiado grande. Confiamos en que no habría nadie en la explanada, porque hubiese visto la luz a través de las ventanas. La mesa parecía en orden, pero Guillermo se inclinó en seguida para examinar los folios de la estantería, y lanzó una exclamación de contrariedad.

—¿Falta algo? —pregunté.

—Hoy he visto aquí dos libros, y uno era en griego. Ése es el que falta. Alguien se lo ha llevado, y a toda prisa, porque un pergamino cayó al suelo.

—Pero la mesa estaba vigilada…

—Sí. Quizá alguien lo cogió hace muy poco. Quizá aún esté aquí —se volvió hacia las sombras y su voz resonó entre las columnas —. ¡Si estás aquí, ten cuidado!

Me pareció una buena idea: como ya había dicho mi maestro, siempre es mejor que el que nos infunde miedo tenga más miedo que nosotros.

Guillermo puso encima de la mesa el folio que había encontrado en el suelo, y se inclinó sobre él. Me pidió que lo iluminase. Acerqué la lámpara y vi una página que hasta la mitad estaba en blanco, y que luego estaba cubierta por unos caracteres muy pequeños cuyo origen me costó mucho reconocer.

—¿Es griego? —pregunté.

—Sí, pero no entiendo bien —extrajo del sayo sus lentes, se los encajó en la nariz y después se inclinó aún más sobre el pergamino—. Es griego. La letra es muy pequeña, pero irregular. A pesar de las lentes me cuesta trabajo leer. Necesitaría más luz. Acércate…

Mi maestro había cogido el folio y lo tenía delante de los ojos. En lugar de ponerme detrás de él y levantar la lámpara por encima de su cabeza, lo que hice, tontamente, fue colocarme delante. Me pidió que me hiciese a un lado y al moverme rocé con la llama el dorso del folio. Guillermo me apartó de un empujón, mientras me preguntaba si quería quemar el manuscrito. Después lanzó una exclamación. Vi con claridad que en la parte superior de la página habían aparecido unos signos borrosos de color amarillo oscuro. Guillermo me pidió la lámpara y la desplazó por detrás del folio, acercando la llama a la superficie del pergamino para calentarla, cuidando de no rozarla. Poco a poco, como si una mano invisible estuviese escribiendo «Mane, Tekel, Fares»[*], vi dibujarse en la página blanca, uno a uno, a medida que Guillermo iba desplazando la lámpara, y mientras el humo que se desprendía de la punta de la llama ennegrecía el dorso del folio, unos rasgos que no se parecían a los de ningún alfabeto, salvo a los de los nigromantes.

—¡Fantástico! —dijo Guillermo—. ¡Esto se pone cada vez más interesante! —echó una ojeada alrededor y dijo —. Será mejor no exponer este descubrimiento a la curiosidad de nuestro misterioso huésped, suponiendo que aún esté aquí…

Se quitó las lentes y las dejó sobre la mesa. Después enrolló con cuidado el pergamino y lo guardó en el sayo. Todavía aturdido tras aquella secuencia de acontecimientos por demás milagrosos, estaba ya a punto de pedirle otras explicaciones cuando de pronto un ruido seco nos distrajo. Procedía del pie de la escalera oriental, por donde se subía a la biblioteca.

—Nuestro hombre está allí, ¡atrápalo! —gritó Guillermo.

Y nos lanzamos en aquella dirección, él más rápido y yo no tanto, por la lámpara. Oí un ruido como de alguien que tropezaba y caía; al llegar vi a Guillermo al pie de la escalera, observando un pesado volumen de tapas reforzadas con bullones metálicos. En ese momento oímos otro ruido, pero del lado donde estábamos antes.

—¡Qué tonto soy! —gritó Guillermo—. ¡Rápido, a la mesa de Venancio!

Me di cuenta de que alguien situado en la sombra detrás de nosotros había arrojado el libro para alejarnos del lugar.

De nuevo Guillermo fue más rápido y llegó antes a la mesa. Yo, que venía detrás, alcancé a ver entre las columnas una sombra que huía y embocaba la escalera del torreón occidental.

Encendido de coraje, pasé la lámpara a Guillermo y me lancé a ciegas hacia la escalera por la que había bajado el fugitivo. En aquel momento me sentía como un soldado de Cristo en lucha contra todas las legiones del infierno, y ardía de ganas de atrapar al desconocido para entregarlo a mi maestro. Casi rodé por la escalera de caracol tropezando con el ruedo de mi hábito (¡juro que aquélla fue la única ocasión de mi vida en que lamenté haber entrado en una orden monástica!), pero en el mismo instante —la idea me vino como un relámpago— me consolé pensando que mi adversario también debía de sufrir el mismo impedimento. Y además, si había robado el libro, sus manos debían de estar ocupadas. Casi me precipité en la cocina, detrás del horno del pan, y a la luz de la noche estrellada que iluminaba pálidamente el vasto atrio, vi la sombra fugitiva, que salía por la puerta del refectorio, cerrándola detrás de sí. Me lancé hacia ella, tardé unos segundos en poder abrirla, entré, miré alrededor, y no vi a nadie. La puerta que daba al exterior seguía atrancada. Me volví. Sombra y silencio. Percibí un resplandor en la cocina. Me aplasté contra una pared. En el umbral que comunicaba los dos ambientes apareció una figura iluminada por una lámpara. Grité. Era Guillermo.

—¿Ya no hay nadie? Me lo imaginaba. Ése no ha salido por una puerta. ¿No ha cogido el pasadizo del osario?

—¡No, ha salido por aquí, pero no sé por dónde!

—Ya te lo he dicho, hay otros pasadizos, y es inútil que los busquemos. Quizá en este momento nuestro hombre está saliendo al exterior en algún sitio alejado del Edificio. Y con él mis lentes.

—¿Vuestras lentes?

—Como lo oyes. Nuestro amigo no ha podido quitarme el folio, pero, con gran presencia de ánimo, al pasar por la mesa ha cogido mis lentes.

—¿Y por qué?

—Porque no es tonto. Ha oído lo que dije sobre estas notas, ha comprendido que eran importantes, ha pensado que sin las lentes no podría descifrarlas, y sabe muy bien que no confiaré en nadie como para mostrárselas. De hecho, es como si no las tuviese.

—Pero ¿cómo sabía que teníais esas lentes?

—¡Vamos! Aparte del hecho de que ayer hablamos de ellas con el maestro vidriero, esta mañana en el scriptorium las he usado mientras estaba hurgando entre los folios de Venancio. De modo que hay muchas personas que podrían conocer el valor de ese objeto. En efecto: todavía podría leer un manuscrito normal, pero éste no —y empezó a desenrollar el misterioso pergamino—, porque la parte escrita en griego está en letra demasiado pequeña, y la parte superior es demasiado borrosa…

Me mostró los signos misteriosos que habían aparecido como por encanto al calor de la llama:

—Venancio quería ocultar un secreto importante y utilizó una de aquellas tintas que escriben sin dejar huella y reaparecen con el calor. O, si no, usó zumo de limón. En todo caso, como no sé qué sustancia utilizó y los signos podrían volver a desaparecer, date prisa, tú que tienes buenos ojos, y cópialos en seguida, lo más parecidos que puedas, y no estaría mal que los agrandaras un poco.

Esto hice, sin saber lo que copiaba. Era una serie de cuatro o cinco líneas que en verdad parecían de brujería. Aquí sólo reproduzco los primeros signos, para dar al lector una idea del enigma que teníamos ante nuestros ojos:

Cuando hube acabado de copiar, Guillermo cogió mi tablilla y, a pesar de estar sin lentes, la mantuvo lejos de sus ojos para poderla examinar.

—Sin duda se trata de un alfabeto secreto, que habrá que descifrar —dijo—. Los trazos no son muy firmes, y es probable que tu copia tampoco los haya mejorado, pero es evidente que los signos pertenecen a un alfabeto zodiacal. ¿Ves? En la primera línea tenemos… —alejó aún más la tablilla, entrecerró los ojos en un esfuerzo de concentración y dijo —. Sagitario, Sol, Mercurio, Escorpión…

—¿Qué significan?

—Si Venancio hubiese sido un ingenuo, habría usado el alfabeto zodiacal más corriente: A igual a Sol, B igual a Júpiter… Entonces la primera línea se leería así…, intenta transcribirla: RAIOASVL… —se interrumpió—. No, no quiere decir nada, y Venancio no era ningún ingenuo. Se valió de otra clave para transformar el alfabeto. Tendré que descubrirla.

—¿Se puede? —pregunté admirado.

—Sí, cuando se conoce un poco la sabiduría de los árabes. Los mejores tratados de criptografía son obra de sabios infieles, y en Oxford he podido hacerme leer alguno de ellos. Bacon tenía razón cuando decía que la conquista del saber pasa por el conocimiento de las lenguas. Hace siglos Abu Bakr Ahmad ben Ali ben Washiyya an-Nabati escribió un Libro del frenético deseo del devoto por aprender los enigmas de las escrituras antiguas, donde expuso muchas reglas para componer y descifrar alfabetos misteriosos, útiles para las prácticas mágicas, pero también para la correspondencia entre los ejércitos o entre un rey y sus embajadores. He visto asimismo otros libros árabes donde se enumera una serie de artificios bastante ingeniosos. Por ejemplo, puedes reemplazar una letra por otra, puedes escribir una palabra al revés, puedes invertir el orden de las letras, pero tomando una sí y otra no, y volviendo a empezar luego desde el principio, puedes, como en este caso, reemplazar las letras por signos zodiacales, pero atribuyendo a las letras ocultas su valor numérico, para después, según otro alfabeto, transformar los números en otras letras…

—¿Y cuál de esos sistemas habrá utilizado Venancio?

—Habría que probar todos éstos, y también otros. Pero la primera regla para descifrar un mensaje consiste en adivinar lo que quiere decir.

—¡Pero entonces ya no es preciso descifrarlo! —exclamé riendo.

—No quise decir eso. Lo que hay que hacer es formular hipótesis sobre cuáles podrían ser las primeras palabras del mensaje, y después ver si la regla que de allí se infiere vale para el resto del texto. Por ejemplo, aquí Venancio ha cifrado sin duda la clave para entrar en el finis Africae. Si trato de pensar que el mensaje habla de eso, de pronto descubro un ritmo… Trata de mirar las primeras tres palabras, sin considerar las letras, atendiendo sólo a la cantidad de signos… IIIIIIII IIIII IIIIIII… Ahora trata de dividir los grupos en sílabas de al menos dos símbolos cada una, y recita en voz alta: ta-ta-ta, ta-ta, ta-ta-ta… ¿No se te ocurre nada?

—A mí no.

—Pero a mí sí. Secretum finis Africae[*]… Si es así, en la última palabra la primera y la sexta letra deberían ser iguales; y así es, el símbolo de la Tierra aparece dos veces. Y la primera letra de la primera palabra, la S, debería ser igual a la última de la segunda; y, en efecto, el signo de la Virgen se repite. Tal vez estemos en el buen camino. Sin embargo, también podría tratarse de una serie de coincidencias. Hay que descubrir una regla de correspondencia…

—¿Pero dónde?

—En la cabeza. Inventarla. Y después ver si es la correcta. Pero podría pasarme un día entero probando. No más tiempo, sin embargo, porque, recuérdalo, con un poco de paciencia cualquier escritura secreta puede descifrarse. Pero ahora se nos haría tarde y lo que queremos es visitar la biblioteca. Además, sin las lentes no podré leer la segunda parte del mensaje, y en eso tú no puedes ayudarme porque estos signos, para tus ojos…

—Graecum est, non legitur[*] —completé sintiéndome humillado.

—Eso mismo. Ya ves que Bacon tenía razón. ¡Estudia! Pero no nos desanimemos. Subamos a la biblioteca. Esta noche ni diez legiones infernales conseguirían detenernos.

—Pero —y me persigné—, ¿quién puede haber sido el que se nos adelantó? ¿Bencio?

—Bencio ardía en deseos de saber qué había entre los folios de Venancio, pero no me pareció que pudiese jugarnos una mala pasada como ésta. En el fondo, nos propuso una alianza. Además me dio la impresión de que no tenía valor para entrar de noche en el Edificio.

—¿Entonces Berengario? ¿O Malaquías?

—Me parece que Berengario sí es capaz de este tipo de cosas. En el fondo, comparte la responsabilidad de la biblioteca, lo corroe el remordimiento por haber traicionado uno de sus secretos, pensaba que Venancio había sustraído aquel libro y quizá quería volver a colocarlo en su lugar. Como no pudo subir, ahora debe de estar escondiéndolo en alguna parte y podremos cogerlo con las manos en la masa, si Dios nos asiste, cuando trate de ponerlo de nuevo en su sitio.

—Pero también pudo haber sido Malaquías, movido por las mismas intenciones.

—Yo diría que no. Malaquías dispuso de todo el tiempo que quiso para hurgar en la mesa de Venancio cuando se quedó solo para cerrar el Edificio. Eso yo ya lo sabía, pero era algo inevitable. Ahora sabemos precisamente que no lo hizo. Y si piensas un poco advertirás que no teníamos razones para sospechar que Malaquías supiese que Venancio había entrado en la biblioteca y que había cogido algo. Eso lo saben Berengario y Bencio, y lo sabemos tú y yo. Después de la confesión de Adelmo, también Jorge podría saberlo, pero sin duda no era él el hombre que se precipitó con tanto ímpetu por la escalera de caracol…

—Entonces, Berengario o Bencio…

—¿Y por qué no Pacifico da Tivoli u otro de los monjes que hemos visto hoy? ¿O Nicola el vidriero, que sabe de la existencia de mis anteojos? ¿O ese personaje extravagante, Salvatore, que, según nos han dicho, anda por las noches metido en vaya a saber qué cosas? Debemos tener cuidado y no reducir el número de los sospechosos sólo porque las revelaciones de Bencio nos hayan orientado en una dirección determinada. Quizá Bencio quería confundirnos.

—Pero nos pareció que era sincero.

—Sí, pero recuerda que el primer deber de un buen inquisidor es el de sospechar ante todo de los que le parecen sinceros.

—Feo trabajo el del inquisidor —dije.

—Por eso lo abandoné. Pero ya ves que ahora debo volver a él. Bueno, vamos a la biblioteca.