Sexto día
LAUDES
Donde se elige un nuevo cillerero pero no un nuevo bibliotecario.
¿Era ya la hora de laudes? ¿Era antes o después? A partir de aquel momento perdí la noción del tiempo. Quizá pasaron horas, quizá no tanto, mientras en la iglesia acostaban el cuerpo de Malaquías sobre un catafalco, y sus hermanos se disponían como un abanico a su alrededor. El Abad daba órdenes para las exequias que pronto se celebrarían. Oí que llamaba a Bencio y a Nicola da Morimondo. En menos de un día, dijo, la abadía se había visto privada del bibliotecario y del cillerero.
—Tú —le dijo a Nicola—, asumirás las funciones de Remigio. Conoces la mayoría de los trabajos que se realizan en el monasterio. Haz que alguien te reemplace en la herrería, y ocúpate de las necesidades inmediatas para hoy, en la cocina y en el refectorio. Quedas dispensado de asistir a los oficios. Ve —y luego le dijo a Bencio —. Justo ayer a la tarde fuiste nombrado ayudante de Malaquías. Encárgate de la apertura del scriptorium y vigila que nadie suba solo a la biblioteca.
Bencio observó tímidamente que aún no había sido iniciado en los secretos de aquel lugar. El Abad le dirigió una mirada severa:
—Nadie ha dicho que lo serás. Vigila que el trabajo no se interrumpa y que sea considerado como una plegaria por los hermanos que han muerto… y por los que aún morirán. Que cada cual trabaje con los libros que ya se le hayan facilitado. Quien lo desee puede consultar el catálogo. Sólo eso. Quedas dispensado de asistir a vísperas, porque a esa hora lo cerrarás todo.
—¿Y cómo saldré? —preguntó Bencio.
—Tienes razón, después de la cena, cerraré yo las puertas de abajo. Ahora ve al scriptorium.
Salió con ellos, evitando a Guillermo, que quería hablarle. En el coro quedaba un pequeño grupo de monjes: Alinardo, Pacifico da Tivoli, Aymaro d’Alessandria y Pietro da Sant’Albano. Aymaro tenía una expresión sarcástica.
—Demos gracias al Señor —dijo—. Muerto el alemán, corríamos el riesgo de que nombraran un bibliotecario todavía más bárbaro.
—¿Quién pensáis que será su reemplazante? —preguntó Guillermo.
Pietro da Sant’Albano sonrió de modo enigmático:
—Después de todo lo que ha sucedido en estos días, el problema ya no es el bibliotecario, sino el Abad…
—Calla —le dijo Pacifico.
Y Alinardo, siempre con su mirada perdida:
—Cometerán otra injusticia… como en mi época. Hay que detenerlos.
—¿Quiénes? —preguntó Guillermo.
Pacifico lo cogió con confianza por el brazo y se lo llevó lejos del anciano, hacia la puerta.
—Alinardo… ya sabes, lo queremos mucho, para nosotros representa la antigua tradición, la mejor época de la abadía… Pero a veces habla sin saber lo que dice. Todos estamos preocupados por el nuevo bibliotecario. Deberá ser digno, maduro, sabio… Eso es todo.
—¿Deberá saber griego? —preguntó Guillermo.
—Y árabe, así lo quiere la tradición, así lo exige su oficio. Pero entre nosotros hay muchos con esas cualidades. Yo, humildemente, y Pietro, y Aymaro…
—Bencio sabe griego.
—Bencio es demasiado joven. No sé por qué Malaquías lo escogió ayer para que fuese su ayudante, pero…
—¿Adelmo sabía griego?
—Creo que no. No, seguro que no.
—Pero Venancio sí. Y Berengario. Está bien. Muchas gracias.
Salimos para ir a tomar algo en la cocina.
—¿Por qué queríais averiguar quién sabía griego? —pregunté.
—Porque todos los que mueren con los dedos negros saben griego. De modo que lo más probable es que el próximo cadáver sea el de alguno de ellos. Incluido yo. Tú estás a salvo.
—¿Y qué pensáis de las últimas palabras de Malaquías?
—Ya las has oído. Los escorpiones. La quinta trompeta anuncia la aparición de las langostas, que atormentarán a los hombres con un aguijón como el de los escorpiones, ya lo sabes. Y Malaquías nos dijo que alguien se lo había anunciado.
—La sexta trompeta —dije— anuncia caballos con cabeza de león de cuya boca sale humo, fuego y azufre, y, sobre ellos, unos hombres cubiertos con corazas color de fuego, de jacinto y de azufre.
—Demasiadas cosas. Pero el próximo crimen podría producirse cerca de las caballerizas. Habrá que vigilarlas. Y preparémonos para el séptimo toque de trompeta. O sea que faltan dos personas. ¿Cuáles son los candidatos más probables? Si el objetivo es el secreto del finis Africae, quienes lo conocen. Y por lo que sé, sólo el Abad… está al corriente. A menos que la trama sea otra. Ya lo acabas de oír: existe una confabulación para deponer al Abad, pero Alinardo ha hablado en plural.
—Habrá que prevenir al Abad —dije.
—¿De qué? ¿De que lo matarán? No tengo pruebas convincentes. Procedo como si el asesino razonase igual que yo. Pero ¿y si siguiese otro plan? Y, sobre todo, ¿si no hubiese un asesino?
—¿Qué queréis decir?
—No lo sé exactamente. Pero ya te he dicho que conviene imaginar todos los órdenes posibles, y todos los desórdenes.