Construir el lector

Ritmo, respiración, penitencia… ¿Para quién? ¿Para mí? No, sin duda: para el lector. Se escribe pensando en un lector. Así como el pintor pinta pensando en el que mira el cuadro. Da un pincelada y luego se aleja dos o tres pasos para estudiar el efecto: es decir, mira el cuadro como tendría que mirarlo, con la iluminación adecuada, el espectador que lo admire cuando esté colgado en la pared. Cuando la obra está terminada, se establece un diálogo entre el texto y sus lectores (del que está excluido el autor). Mientras la obra se está haciendo, el diálogo es doble. Está el diálogo entre ese texto y todos los otros textos escritos antes (sólo se hacen libros sobre otros libros y en torno a otros libros), y está el diálogo entre el autor y su lector modelo. La teoría figura en otras obras que he escrito, como Lector in fabula o, antes incluso, en Obra abierta, pero tampoco es un invento mío.

Puede suceder que el autor escriba pensando en determinado público empírico, como hacían los fundadores de la novela moderna, Richardson, Fielding o Defoe, que escribían para los comerciantes y sus esposas; pero también Joyce escribe para el público cuando piensa en un lector ideal presa de un insomnio ideal. En ambos casos —ya se crea que se habla a un público que está allí, al otro lado de la puerta, con el dinero en la mano, o bien se decida escribir para un lector que aún no existe— escribir es construir, a través del texto, el propio modelo de lector.

¿Qué significa pensar en un lector capaz de superar el escollo penitencial de las cien primeras páginas? Significa exactamente escribir cien páginas con el objeto de construir un lector idóneo para las siguientes.

¿Algún escritor escribe sólo para la posteridad? No, por más que lo afirme, porque, como no es Nostradamus, sólo puede modelar la posteridad basándose en su imagen de los contemporáneos. ¿Algún autor escribe para pocos lectores? Sí, si ello significa que el Lector Modelo que construye tiene, según sus previsiones, pocas posibilidades de ser personificado por la mayoría. Pero, incluso en ese caso, el escritor escribe con la esperanza, ni siquiera demasiado secreta, de que precisamente su libro logre crear, y en gran número, muchos nuevos representantes de ese lector deseado y perseguido con tanta meticulosidad artesanal, ese lector que su texto postula e intenta suscitar.

La diferencia, en todo caso, está entre el texto que quiere producir un lector nuevo y el que trata de anticiparse a los deseos del lector que puede encontrarse por la calle. En el segundo caso, tenemos el libro escrito, construido según un formulario adecuado para la producción en serie: el autor realiza una especie de análisis de mercado, y se ajusta a las expectativas. Con la distancia puede verse quién trabaja mediante fórmulas: basta analizar las diferentes novelas que ha escrito, para descubrir que, salvo los cambios de nombres, lugares y fisonomías, en todas se cuenta la misma historia. La que el público pedía.

En cambio, cuando el escritor planifica lo nuevo, y proyecta un lector distinto, no quiere ser un analista de mercado que confecciona la lista de los pedidos formulados, sino un filósofo, que intuye las tramas del Zeitgeist. Quiere revelarle a su público lo que debería querer, aunque no lo sepa. Quiere que, por su intermedio, el lector se descubra a sí mismo.

Si Manzoni hubiese querido responder al pedido del público, tenía la fórmula a su disposición: la novela histórica de ambiente medieval, con personajes ilustres, como en la tragedia griega, reyes y princesas (¿qué otra cosa hace en Adelchi?), y grandes y nobles pasiones, y empresas guerreras, y alabanza de las glorias itálicas en una época en que Italia era tierra de fuertes. ¿No fue eso lo que hicieron antes de él, junto a él y después de él, tantos autores de novelas históricas más o menos desafortunados, desde el artesano d’Azeglio hasta el impetuoso y turbio Guerrazzi y el ilegible Cantù?

¿Qué hace, en cambio, Manzoni? Escoge el siglo XVII, época de esclavitud, y personajes viles, y el único espadachín es un traidor, y no narra batallas, y se atreve a cargar la historia con documentos y bandos… Y gusta, gusta a todos, a cultos e incultos, a grandes y pequeños, a beatos y a comecuras. Porque había intuido que a los lectores de su época había que darles eso, aunque no lo supiesen, aunque no lo pidieran, aunque no creyesen que fuera comestible. Y cuánto trabaja, con la lima, la sierra y el martillo, y cómo pule su lengua, para que el producto resulte más sabroso. Para obligar a los lectores empíricos a transformarse en el lector modelo que había soñado.

Manzoni no escribía para gustar al público tal como era, sino para crear un público al que su novela no pudiera no gustarle. ¡Y guay de que no le gustara! Ya se ve por la hipocresía y serenidad con que habla de sus veinticinco lectores. Veinticinco millones, eso quiere.

¿Qué lector modelo quería yo mientras escribía? Un cómplice, sin duda, que entrase en mi juego. Lo que yo quería era volverme totalmente medieval y vivir en el Medioevo como si fuese mi época (y viceversa). Pero al mismo tiempo quería, con todas mis fuerzas, que se perfilase una figura de lector que, superada la iniciación, se convirtiera en mi presa, o sea en la presa del texto, y pensase que sólo podía querer lo que el texto le ofrecía. Un texto quiere ser una experiencia de transformación para su lector. Crees que quieres sexo, e intrigas criminales en las que acaba descubriéndose al culpable, y mucha acción, pero al mismo tiempo te daría vergüenza aceptar una venerable pacotilla que los artesanos del convento fabricasen con las manos de la muerta. Pues bien, te daré latín, y pocas mujeres, y montones de teología, y litros de sangre, como en el grand guignol, para que digas: «¡Es falso, no juego más!». Y en ese momento tendrás que ser mío y estremecerte ante la infinita omnipotencia de Dios que vuelve ilusorio al orden del mundo. Y después, si te animas, tendrás que comprender cómo te atraje a la trampa, porque al fin y al cabo te lo fui diciendo paso a paso, te avisé claramente que te estaba llevando a la perdición, pero lo bonito de los pactos con el diablo es que se firman sabiendo bien con quién se trata. Si no, ¿por qué el premio sería el infierno?

Y, como quería que resultase placentera la única cosa que nos sacude con violencia, o sea el estremecimiento metafísico, sólo podía escoger el más metafísico y filosófico de los modelos de intriga: la novela policíaca.