La respiración
Pero también había otro motivo para insertar los extensos pasajes didácticos. Después de haber leído el manuscrito, los amigos de la editorial me sugirieron que acortase las primeras cien páginas, porque les parecía que exigían demasiado esfuerzo y se leían con dificultad. No vacilé en negarme, porque, sostuve, si alguien quería entrar en la abadía y vivir en ella siete días, tenía que aceptar su ritmo. Si no lo lograba, nunca lograría leer todo el libro. De allí la función de penitencia, de iniciación, que tienen las primeras cien páginas; y, si a alguien no le gusta, peor para él: se queda en la falda de la colina.
Entrar en una novela es como hacer una excursión a la montaña: hay que aprender a respirar, coger un ritmo de marcha, si no todo acaba en seguida. En poesía sucede lo mismo. Piensen en lo insoportables que resultan los poetas recitados por actores que, para «interpretar», no respetan la medida del verso, hacen enjambements recitativos como si hablasen en prosa, siguen el contenido en lugar del ritmo. Para leer una poesía escrita en endecasílabos y tercetos hay que adoptar el ritmo cantado que quería el poeta. Más vale recitar a Dante como aquellas poesías que se publicaban en el Corriere dei Piccoli, que sacrificarlo todo por el sentido.
En la narrativa, la respiración no se obtiene en el plano de la frase, sino mediante macroproposiciones más extensas, mediante la escansión de los acontecimientos. Hay novelas que respiran como gacelas y otras que respiran como ballenas, o como elefantes. La armonía no reside en la longitud del aliento, sino en la regularidad con que se lo toma; también porque, si en determinado momento (que no debe ser muy frecuente), la aspiración se interrumpe y un capítulo (o una secuencia) acaba antes de que haya concluido la respiración, eso puede desempeñar una función importante en la economía del relato, puede marcar un punto de ruptura, un golpe de teatro. Al menos así proceden los grandes autores: «La infeliz respondió» —punto y aparte— no tiene el mismo ritmo que «Adiós montes», pero cuando llega es como si el bello cielo de Lombardía se tiñese de sangre. Una gran novela es aquella en que el autor siempre sabe dónde acelerar y dónde frenar, y cómo dosificar esos golpes de pedal dentro del marco de un ritmo de fondo que permanece constante. En música se puede «robar», pero no demasiado, porque si no tenemos el caso de esos malos intérpretes que creen que para tocar Chopin basta con exagerar el rubato. No estoy diciendo cómo resolví mis problemas, sino cómo me los planteé. Y mentiría si dijese que me los planteé conscientemente. Hay un pensamiento de la composición que piensa incluso a través del ritmo con que los dedos golpean las teclas de la máquina.
Quisiera poner un ejemplo de cómo contar es pensar con los dedos. Es evidente que toda la escena de la relación sexual en la cocina está construida con citas de textos religiosos, desde el Cantar de los Cantares hasta san Bernardo y Jean de Fecamp o santa Hildegarde von Bingen. Hasta las personas que no están familiarizadas con la mística medieval, pero que tienen un poco de oído, se dieron cuenta. Sin embargo, cuando alguien me pregunta a quién pertenecen las citas y dónde acaba una y empieza otra, ya no estoy en condiciones de decirlo.
De hecho, tenía decenas y decenas de fichas con todos los textos, y a veces páginas de libros, y fotocopias, muchísimas, muchas más de las que luego utilicé. Pero la escena la escribí de una tirada (lo único que hice después fue pulirla, como pasarle una mano de barniz para disimular mejor las suturas). Así, pues, escribía rodeado de los textos, que yacían en desorden, y la mirada se iba posando en uno o en otro; copiaba un trozo y en seguida lo enlazaba con el siguiente. Es el capítulo que, en la primera versión, escribí más aprisa que cualquier otro. Después comprendí que estaba tratando de seguir con los dedos el ritmo de la escena, de modo que no podía detenerme para escoger la cita justa. La cita que insertaba en cada caso era justa en función del ritmo con que la insertaba; desechaba con la mirada las que hubiesen detenido el ritmo de los dedos. No puedo decir que la narración del episodio haya durado lo mismo que éste (aunque hay actos bastante prolongados), pero traté de abreviar lo más posible la diferencia entre el tiempo del acto y el tiempo de la escritura. No en el sentido de Barthes, sino en el del dactilógrafo: me refiero a la escritura como actividad material, física. Y me refiero a los ritmos del cuerpo, no a las emociones. La emoción, ya filtrada, había estado antes, en la decisión de asimilar el éxtasis místico al éxtasis erótico, en el momento en que leí y escogí los textos que utilizaría. Después, nada de emoción: de hacer el amor se ocupaba Adso, no yo, yo sólo debía traducir su emoción en un juego de ojos y dedos, como si hubiese decidido contar una historia de amor tocando el tambor.