CASTILLO DE ETCHEBAR
Desde el momento en que pasaron por la angustiosa experiencia de ser conducidos por Pierre en el abollado «Volvo», los tres invitados no consiguieron pisar firmemente el terreno social. Diamond había confiado en ir al grano inmediatamente con Hel, pero era evidente que eso no iba a ser posible. Mientras Hana acompañaba el grupo hasta el salón azul y dorado para saborear un vaso de «Lillet» antes de la cena, Diamond se quedó rezagado y le dijo a Hel:
—Supongo que usted se estará preguntando por qué…
—Después de la cena.
Diamond se puso rígido casi imperceptiblemente, pero en seguida sonrió medio inclinando la cabeza en un gesto que lamentó al instante, por considerarlo teatral. ¡Ese maldito estruendo del trueno!
Hana llenó los vasos y distribuyó canapés mientras llevaba la conversación, de tal manera que Darryl Starr muy pronto se dirigía a ella llamándola «Ma’am», convencido de que su interés por Texas y las cosas de Texas descubría la fascinación que él había ejercido en aquella bella mujer, y el miembro del Frente de Liberación de Palestina llamado Haman hacía muecas y movimientos de cabeza cada vez que ella se interesaba por su comodidad y bienestar. Incluso Diamond muy pronto se encontró recordando impresiones sobre el País Vasco sintiéndose a un mismo tiempo lúcido y clarividente. Los cinco hombres se levantaron cuando Hana se excusó, diciéndoles que tenía que atender a la joven que cenaría con ellos.
Cuando Hana salió, reinó un espeso silencio, y Hel dejó que se mantuviera ese ambiente ligeramente molesto, mientras observaba divertido y distante a sus invitados.
Fue Darryl Starr quien hizo una observación pertinente para llenar el vacío.
—Bonito lugar tiene usted aquí.
—¿Le gustaría ver la casa? —preguntó Hel.
—Bueno… no, no se moleste por mí.
Hel dijo aparte algunas palabras a Le Cagot, que se acercó a Starr y, con tosca afabilidad, le sacó de la butaca cogiéndole por el brazo ofreciéndose a enseñarle el jardín y el cuarto de armas. Starr explicó que se sentía muy cómodo en donde estaba, gracias, pero la mueca de Le Cagot iba acompañada de una dolorosa presión en la parte superior del brazo del norteamericano.
—No irá usted a negarme este capricho, amigo mío —dijo el vasco.
Starr se encogió de hombros, lo mejor que pudo, y le siguió.
Diamond estaba inquieto, dividido entre el deseo de controlar la situación, y un impulso, que reconoció como infantil, de demostrar que sus gracias sociales estaban a la altura de la sofisticación de Hel. Se dio cuenta de que ambos, él y la ocasión, estaban siendo manejadas, y sentía resentimiento. Por decir algo, mencionó:
—Veo que usted no bebe nada antes de la cena, Mr. Hel.
—Así es.
Hel no tenía ninguna intención de proporcionar a Diamond el consuelo de seguirle la conversación. Simplemente, absorbería cada gesto y dejaría en todo momento a Diamond la iniciativa. Diamond rió suavemente y dijo:
—Creo que debería decirle que su chófer es realmente un conductor muy raro.
—¿Sí?
—Sí. Aparcó el automóvil en la plaza del pueblo y tuvimos que caminar el resto del camino. Estaba seguro de que nos sorprendería la tormenta.
—Yo no permito automóviles en mi propiedad.
—Sí, pero después de haber estacionado el automóvil dio un puntapié a la puerta delantera, y estoy seguro que la habrá abollado.
Hel frunció el entrecejo y dijo:
—¡Qué raro! Tendré que hablarle al respecto.
En ese momento, Hana y Miss Stern se unieron a los hombres, la joven con aspecto elegante y deseable, con un vestido veraniego de cóctel que ella había elegido entre los que Hana le había comprado. Hel observó atentamente a Hanna mientras era presentada a los dos hombres, admirando a su pesar su control y tranquila indiferencia frente a aquellos hombres que habían planeado la muerte de sus camaradas en Roma. Hana indicó a la norteamericana que se sentara junto a ella e inmediatamente hizo que la atención se concentrara en la juventud y belleza de Hanna, guiándola de tal manera que únicamente Hel pudo percibir las trazas del vértigo que Hanna estaba experimentando ante la realidad. En cierto momento, se cruzaron sus miradas y Hel movió la cabeza ligeramente demostrando su aprobación por el aplomo de ella. A fin de cuentas, aquella muchacha tenía madera. Quizá si estuviera en compañía de una mujer como Hana durante cuatro o cinco años… ¿quién sabe?
Se oyó una escandalosa carcajada desde el vestíbulo y Le Cagot regresó, con su brazo alrededor de los hombros de Starr. El tejano parecía algo aturdido y traía alborotado el cabello, pero la misión de Le Cagot había sido cumplida; la funda del revólver bajo la axila izquierda de Starr estaba ahora vacía.
—No sé cómo estaréis vosotros, amigos míos —dijo Le Cagot con su inglés recargado de acento con la r regruñida del francoparlante que finalmente ha conquistado esa difícil consonante—, ¡pero yo estoy famélico! ¡Bouffons![41] ¡Podría comer por cuatro!
La cena, servida a la luz de dos candelabros colocados sobre la mesa y bombillas en candelabros de pared, no fue ostentosa, pero sí buena: salmón del gave[42] local, corzo en salsa de cereza, verduras del huerto cocinadas al estilo japonés y, finalmente, una ensalada de verduras antes de los postres de fruta y quesos. Cada plato iba acompañado de su vino correspondiente, y el problema especial de la caza servida con una salsa de fruta se solucionó con un vino rosado fino, que, aunque no podía realzar los sabores, tampoco los contradecía. Diamond observó, con un poco de inquietud, que Hel y Hana sólo comían arroz y verduras en la primera parte de la cena, aunque se unieron a los demás en la ensalada. Además, aunque la anfitriona bebió vino con el resto de los comensales, en el vaso de Hel sólo se vertía una pequeñísima cantidad de cada botella, de modo que finalmente había bebido una cantidad inferior al contenido de un vaso.
—¿No suele usted beber, Mr. Hel? —preguntó Diamond.
—Pero si estoy bebiendo, como usted puede ver. Únicamente que dos sorbos de vino no me parecen más deliciosos que uno solo.
Opinar sobre vinos, siguiendo la moda, y disimular seudopoéticamente cuando no consiguen describir con lucidez los sabores constituye una afectación en la volubilidad social de los norteamericanos. Y Diamond se ufanaba de ser algo parecido a una autoridad en la materia. Tomó un sorbo, paladeó y examinó el rosado que acompañaba el corzo, y después dijo:
—¡Ah!, hay «Tavels», y «Tavels».
Hel frunció ligeramente el ceño.
—¡Ah…, claro! supongo que es verdad.
—Pero esto es un «Tavel», ¿no es cierto?
Ante el gesto dudoso de Hel, y su cambio diplomático de tema, Diamond sintió que la vergüenza le ponía los pelos de punta en la nuca. Había estado tan seguro de que era «Tavel»…
Durante toda la cena, Hel mantuvo un silencio distante, sus ojos dirigidos en todo momento a Diamond, aunque parecían estar enfocados ligeramente en un punto por detrás de Diamond. Por su parte, Hana conseguía hábilmente que cada uno de los invitados por turno contara historias y chistes y tanta era su demostración de gozo y diversión que todos ellos estaban convencidos de haberse superado mostrando inteligencia y encanto. Incluso Starr, que se había mostrado retraído y altanero después del rudo trato a que le había sometido Le Cagot, pronto estaba hablándole a Hana de su infancia en Flatrock, Texas, y de sus aventuras luchando contra los gooks en Corea.
Le Cagot, al principio, sólo se preocupó de saciar su apetito. Muy pronto, los extremos de su corbata estaban colgando y la levita a un lado, de modo que cuando llegó el momento en que estaba dispuesto a dominar la fiesta dirigiéndose al público largamente con sus historias vigorosas, y algunas veces vulgares, estaba luciendo con toda esplendidez su espectacular chaleco con botones brillantes. Estaba sentado junto a Hanna; de pronto, alargó su gruesa y tibia mano, que colocó sobre el muslo de la muchacha, dándole un amistoso apretón.
—Dime algo, francamente, bella muchacha. ¿Estás luchando con el deseo que mi persona te inspira? ¿O ya has renunciado a luchar? Sólo te lo pregunto para saber cómo he de proceder mejor. Entretanto, ¡come, come! Necesitarás tu fortaleza. ¡Muy bien! De modo que, ustedes, son norteamericanos, ¿eh? Yo, yo he estado tres veces en Norteamérica. Por eso hablo tan buen inglés. Probablemente, podría pasar por norteamericano, ¿eh? Quiero decir, desde el punto de vista del acento.
—¡Oh!, sin duda alguna —repuso Diamond.
Estaba dándose cuenta de lo importante que era para hombres como Hel y Le Cagot la dignidad del estilo puro, aun estando frente a sus enemigos, y él también quiso demostrar que podía seguir también cualquier juego que ellos quisieran.
—Pero, naturalmente, así que la gente percibiese la verdad que brilla en mis ojos, y se oyese la música de mis pensamientos ¡se descubriría el juego! Sabrían en seguida que yo no era norteamericano.
Hel disimuló una ligera sonrisa detrás de su dedo.
—Es usted duro con los norteamericanos —comentó Diamond.
—Quizá sea así —admitió Le Cagot—. Y a lo mejor no soy justo. Aquí sólo vemos lo peorcito de ellos; comerciantes de vacaciones con sus ostentosas mujeres, militares con sus mujeres de papel pinocho masticando goma de mascar, gente joven que busca «encontrarse», y los peores, académicos cargantes que consiguen convencer a las organizaciones becarias de que el mundo mejoraría si Europa recibía el beneficio de su presencia. Algunas veces he pensado que el producto más exportado por los norteamericanos son los aturdidos profesores en salidas de recreo. ¿Es verdad que en Estados Unidos cualquier persona que ha pasado de los veinticinco años posee un título de doctor en Filosofía? —Le Cagot tenía el bocado fuertemente cogido entre los dientes, y comenzó una de sus historias de aventura, basada, como era normal, en un suceso real, pero adornando la verdad simple con tantas fantasías como se le ocurrían a medida que iba hablando. Seguro en su experiencia de que Le Cagot dominaría la situación durante algunos minutos, Hel dejó su rostro congelado en una expresión cortés de diversión mientras su cerebro escogía y organizaba los movimientos que comenzarían después de la cena.
Le Cagot se volvió hacia Diamond.
—Voy a hacer un poco de historia para usted, el invitado norteamericano de mi amigo. Todo el mundo sabe que los vascos y los fascistas han sido enemigos desde antes del nacimiento de la Historia. Pero muy pocos conocen el auténtico origen de esta antigua antipatía. Fue por culpa nuestra, en realidad. Lo confieso finalmente. Muchos años atrás, el pueblo vasco renunció a la costumbre de cagar al lado del camino, y al hacerlo privó a la Falange de su principal fuente de nutrición. Y ésa es la verdad, lo juro por Matusalén y sus arrugadas p…
—¿Beñat? —interrumpió Hana, indicándole con la cabeza a la joven Hanna.
—… por Matusalén y sus arrugadas cejas. ¿Qué te pasa? —preguntó a Hana, mostrándose ofendido—. ¿Crees que he olvidado mis buenos modales?
Hel empujó su silla para atrás y se levantó.
—Mr. Diamond y yo tenemos algo de que hablar. Os sugiero que bebáis el coñac en la terraza. Quizá tendréis tiempo antes de que comience a llover.
Al bajar del vestíbulo principal hasta el jardín japonés, Hel cogió a Diamond del brazo.
—Permítame que le guíe; no me he acordado de traer una linterna.
—¿No? Ya sé que usted tiene un sentido místico de la proximidad, pero no sabía que también pudiera ver en la oscuridad.
—No puedo. Pero estamos en mi terreno. Quizá le convendría a usted no olvidarlo.
Hel encendió dos lámparas de petróleo en el cuarto de armas e indicó a Diamond una mesa baja sobre la que había una botella y vasos.
—Sírvase usted mismo. En seguida estaré con usted. —Acercó una de las lámparas a un estante en el que había cajones con ficheros, con un total de unas doscientas mil tarjetas.
—¿Supongo que su nombre auténtico es Diamond?
—Sí, así es.
Hel buscó la ficha correspondiente a Diamond, con todas sus referencias cruzadas.
—¿Cuáles son sus iniciales?
—Jack Q. —Diamond sonrió para sí al comprobar el fichero simple de Hel con su sofisticado sistema de información, Fat Boy—. No creí que hubiera ningún motivo para utilizar un alias, suponiendo que usted notaría un parecido familiar entre mí y mi hermano.
—¿Su hermano?
—¿No se acuerda usted de mi hermano?
—No, al pronto. —Hel murmuraba para sí mientras iba pasando las fichas. Como la información en las tarjetas de Hel estaba en seis idiomas, los encabezamientos estaban escritos fonéticamente—. D. D-A, D-AI, diptongo, D-AI-M… ah, aquí la tenemos. Diamond Jack Q. Sírvase un trago, Mr. Diamond. Mi sistema de fichas es algo lento y no he tenido que usarlo desde que me retiré.
Diamond quedó sorprendido al ver que Hel ni tan siquiera recordaba a su hermano. Para disimular su confusión momentánea, cogió la botella y examinó la etiqueta.
—¿«Armagnac»?
—¡Hummm! —Hel tomó nota mentalmente de la referencia cruzada y buscó las otras fichas—. Nos hallamos cerca del país del Armagnac. Lo encontrará muy bueno y muy viejo. De modo que usted es sirviente de la Organización Madre, ¿no es verdad? Puedo suponer, por tanto, que su ordenador le ha proporcionado mucha información de mi persona. Tendrá que concederme un momento para ponerme a su nivel.
Diamond cogió su copa y paseó por el cuarto de armas, contemplando las singulares armas en los estantes y soportes de las paredes. Reconoció algunas de ellas: el tubo de gas nervioso, proyectores de astillas de cristal impulsadas por aire, pistolas de hielo seco, etc. Pero otras eran totalmente extrañas para él: simples discos de metal, un mecanismo que parecía consistir en dos varitas cortas de nogal americano conectadas por una anilla de metal, de cono parecido a un dedal que colocado en el dedo terminaba en afilada punta. Sobre la mesa, al lado de la botella de «Armagnac», encontró una pequeña automática, de fabricación francesa.
—Un tipo de armas muy corriente entre tanta pieza exótica —comentó.
Hel dio una ojeada alzando los ojos de la tarjeta que estaba leyendo.
—¡Ah!, sí, ya la observé al entrar. Realmente, no es mía. Pertenece a su hombre, ese bucólico duro de Texas. Pensé que se sentiría más a gusto sin el arma.
—El anfitrión considerado.
—Gracias. —Hel dejó a un lado la tarjeta que estaba leyendo y abrió otro cajón en busca de otra ficha—. Esa pistola nos cuenta muchas cosas. Evidentemente, usted decidió no viajar armado a causa de las enojosas inspecciones al embarcar. Así que su hombre recibió el arma después de haber llegado aquí. Su fabricación nos dice que recibió la pistola de las autoridades policiales francesas. Eso significa que usted los tiene en el bolsillo.
Diamond se encogió de hombros.
—Francia también necesita petróleo, como cualquier otro país industrial.
—Sí. Ici on n’a pas d’huile, mais on a des idées[43].
—¿Qué significa?
—Realmente nada. Sólo es un dicho de la propaganda interior francesa. Así que aquí leo que el mayor Diamond de Tokio era su hermano. Eso es interesante… Bueno, tiene un poco de interés. —Ahora que lo consideró, Hel encontró cierto parecido entre los dos hermanos, el rostro alargado, los intensos ojos negros más bien juntos, la nariz falciforme, el labio superior delgado y el inferior grueso y pálido y cierta intensidad en su modo de actuar.
—Creía que usted lo habría adivinado cuando oyó mi nombre por primera vez.
—Realmente, ya lo tenía bastante olvidado. Después de todo, saldamos nuestra cuenta. Así que usted comenzó a trabajar para la Organización Madre en el Early Retirement Program[44], ¿no es verdad? Esto ciertamente concuerda con la carrera de su hermano.
Hacía algunos años, la Organización Madre había descubierto que sus ejecutivos, al atravesar la barrera de los cincuenta años, mostraban un nivel de productividad muy inferior, justamente en el momento en que la Organización les pagaba mejor. El problema fue llevado a Fat Boy, que presentó la solución de organizar una «División de Pronto Retiro», que llevara a cabo el despido accidental de un pequeño porcentaje de aquellos hombres, normalmente mientras se hallaban de vacaciones y que solían sufrir, por lo visto, un ataque cardíaco. La Organización ahorró considerables sumas. Diamond había ascendido a la cabeza de esta división antes de pasar a ejercer el control de la Organización Madre sobre la CIA y la NSA.
—… así que, al parecer, tanto usted como su hermano encontraron el medio de combinar su sadismo innato con los consoladores beneficios al margen de trabajar para los grandes negocios; él, el Ejército y la CIA, y usted, para las combinaciones petroleras. Ambos son producto del «sueño americano», esa enfermedad mercantil infecciosa. Dos hombres jóvenes intentando abrirse camino.
—Por lo menos, ninguno de nosotros dos terminamos como asesinos a sueldo.
—Bobadas. Cualquier hombre que trabaja para una organización que crea la polución, agota las minas y contamina el aire y el agua es un criminal. El hecho de que usted y su no lamentado hermano maten desde un ángulo institucional y patriótico, no significa que no son criminales… sólo quiere decir que ustedes son cobardes.
—¿Cree usted que un cobarde habría venido a su cubil como yo lo he hecho?
—Cierto tipo de cobarde sí lo haría. Un cobarde que tuviese miedo de su propia cobardía.
Diamond rió suavemente.
—Realmente, usted me odia, ¿no es verdad?
—De ninguna manera. Usted no es una persona, usted es el hombre de una organización. Uno no podría odiarle a usted como individuo; sólo podría odiarse el phylum[45]. De todas maneras, usted no es el tipo de hombre que provoque una emoción tan intensa como el odio. Decir asco sería más apropiado.
—Sin embargo, a pesar de su menosprecio, a causa de su nobleza y educación privada, son personas como yo, lo que usted despreciativamente llama la clase comercial, los que le contratan y le envían para que les haga su trabajo sucio.
Hel se encogió de hombros.
—Siempre ha ocurrido así. Durante todo el curso de la Historia, los mercaderes se han agazapado detrás de los muros de sus ciudades, mientras los paladines luchaban por protegerlos, y en agradecimiento los mercaderes los han adulado y reverenciado inclinándose ante ellos. Realmente, no se les puede culpar. No han sido criados para el valor. Y, lo que es más significativo, no se puede tener valentía en un Banco. —Hel leyó la última ficha informativa apresuradamente y la arrojó al montón para ser colocada de nuevo en el fichero más tarde—. Muy bien, Diamond. Ahora ya sé quién es usted y lo que es. Por lo menos sé sobre usted todo lo que necesito, o deseo, saber.
—¿Supongo que su información proviene de el Gnomo?
—Buena parte de ella proviene de la persona que usted llama el Gnomo.
—Daríamos muchísimo por saber cómo llegan hasta ese hombre los datos.
—No lo dudo. Naturalmente, yo no se lo diría, aunque lo supiera. Pero el hecho es que no tengo ni la más ligera idea.
—Pero usted conoce la identidad y la localización de el Gnomo.
Hel se echó a reír.
—Naturalmente que las conozco. Pero ese caballero y yo somos viejos amigos.
—Ese hombre no es más, ni menos, que un extorsionista.
—Bobadas. Es un artesano en el arte de la información. Nunca ha recibido dinero de ningún hombre como pago por ocultar los hechos que ha recogido de todo el mundo.
—No, pero proporciona la información a hombres como usted y eso les protege del castigo de los gobiernos, y por esa información él recibe mucho dinero.
—La protección vale mucho dinero. Pero, si es que eso puede tranquilizarle, el hombre que usted llama el Gnomo está muy enfermo. Probablemente, no conseguirá vivir todo lo que queda de año.
—¿De modo que muy pronto usted estará sin su protección?
—Le echaré de menos como un hombre ingenioso y encantador. Pero la pérdida de la protección es asunto que no me preocupa mucho. Estoy, según Fat Boy ya le ha informado, completamente retirado. Y ahora, ¿qué le parece si proseguimos con nuestro pequeño asunto?
—Antes de empezar, he de hacerle una pregunta.
—Yo también tengo una pregunta que hacerle a usted, pero la dejaremos para después. Y a fin de que no perdamos tiempo con la exposición del caso, permítame que resuma la situación con un par de frases, y puede usted corregirme si no estoy acertado. —Hel se apoyó en la pared, quedando su rostro en la sombra y con su suave voz monótona de la prisión dijo—: Empezaremos por los miembros de «Setiembre Negro» que matan a los atletas israelíes en Munich. Entre los asesinados figuraba el hijo de Asa Stern. Asa Stern jura tomar venganza. Organiza una pequeña y lamentable célula de aficionados, y no se forme mala opinión de Mr. Stern por la pobreza de su esfuerzo; era un buen hombre, pero estaba enfermo y parcialmente drogado. El espionaje árabe se entera de todo ello. Los árabes, probablemente por medio de un representante de la OPEC, solicitan a la Organización Madre que elimine el estorbo irritante. La Organización Madre le encarga a usted de la misión, esperando que usted utilizará sus fanfarrones de la CIA para hacer el trabajo. Se entera de que la célula vengativa, creo que se llamaban a sí mismos los «Cinco de Munich», va camino de Londres para matar a los últimos supervivientes del asesinato de Munich. La CIA organiza una incursión inutilizante en el aeropuerto de Roma Internacional. A propósito, ¿supongo que esos dos estúpidos que hay en la casa estaban envueltos en dicha incursión?
—Sí.
—¿Y usted los castiga haciéndoles limpiar lo que han ensuciado?
—Algo así.
—Está usted arriesgándose, Mr. Diamond. Un asociado tonto es mucho más peligroso que un adversario inteligente.
—Eso es asunto mío.
—Sin duda. Muy bien, su gente lleva a cabo en Roma un trabajo mal hecho e incompleto. Realmente, debería estar usted contento de lo bien que lo hicieron, a pesar de todo. Con la combinación del espionaje árabe y la competencia de la CIA, ha tenido usted suerte que no fuesen a otro aeropuerto. De todos modos, como usted ha dicho bien, ése es su problema. De alguna manera, probablemente cuando esa incursión fue evaluada en Washington, se descubrió que los muchachos israelíes no iban a Londres. Llevaban billetes de avión para Pau. También descubrieron ustedes que uno de los miembros de la célula, Miss Stern, con quien usted acaba de cenar, había pasado inadvertida a sus asesinos. Su ordenador pudo relacionarme con Asa Stern, y el destino de Pau acabó de redondear la información. ¿Es así?
—Más o menos, es eso mismo.
—Muy bien. Ya me he puesto a nivel. La pelota, me parece a mí, ahora está en su campo.
Diamond no había decidido todavía cómo presentaría su caso, qué combinación de amenaza y promesa serviría para neutralizar a Nicholai Hel. Para ganar tiempo, señaló un par de pistolas de extraño aspecto, con la culata curvada como las antiguas armas de duelo y cañones dobles de nueve pulgadas ligeramente ensanchadas en sus extremos.
—¿Qué son?
—Escopetas, en cierto modo.
—¿Escopetas?
—Sí. Un industrial holandés las hizo fabricar para mí. Un regalo como agradecimiento por una acción bastante peligrosa que involucraba a su hijo cautivo en un tren detenido por terroristas moluqueños. Cada escopeta, como puede usted ver, tiene dos percutores que golpean simultáneamente unas balas de escopeta especiales, con poderosa carga, que esparcen bolas de cojinete de medio centímetro de diámetro. Todas las armas de este cuarto están diseñadas para una situación determinada. Éstas son para un trabajo próximo en la oscuridad, o para eliminar una habitación llena de hombres en el momento de irrumpir. A dos metros del cañón, forman un dibujo esparcido de un metro de diámetro. —Los ojos verdes de Hel se fijaron en Diamond—. ¿Piensa usted pasar la velada hablando de armas?
—No. Supongo que Miss Stern le ha pedido que la ayude a matar a los miembros de «Setiembre Negro» que ahora están en Londres.
Hel asintió con la cabeza.
—¿Y ella estaba segura de que usted la ayudaría, a causa de su amistad con su tío?
—Ella así lo supuso.
—¿Y qué piensa usted hacer?
—Tengo la intención de escuchar la propuesta de usted.
—¿Mi propuesta?
—¿No es eso lo que hacen los comerciantes? ¿Hacer propuestas?
—Yo no lo llamaría exactamente una propuesta.
—¿Y cómo lo llamaría usted?
—Yo lo llamaría un despliegue de acción disuasiva, parcialmente ya en línea, y parcialmente dispuesta a entrar en acción, si es que usted fuese tan tonto como para entrometerse.
Los ojos de Hel se contrajeron en una sonrisa que no llegó a sus labios. Hizo un ademán circular con la mano, invitando a Diamond a continuar.
—He de confesarle que, en diferentes condiciones, ni la Organización Madre ni los intereses árabes con los que estamos se preocuparían demasiado de lo que les ocurriera a los maníacos homicidas del Movimiento de Liberación de Palestina. Pero éstos son tiempos difíciles para la comunidad árabe, y el FLP se ha convertido en algo así como un estandarte de conjunto, una manifestación más en el terreno de las relaciones públicas que en el de la voluntad libre. Por este motivo, la Organización Madre está comprometida en protegerles. Esto significa que no se le va a permitir a usted intervenir con aquellos que piensan secuestrar ese avión de Londres.
—¿Y cómo se me va a impedir eso?
—¿Recuerda usted que poseía varios miles de acres de tierra en Wyoming?
—Supongo que el tiempo pasado del verbo no es una negligencia gramatical.
—En efecto. Parte de esa tierra estaba en Boyle County y el resto en el Condado de Custer. Si se pone usted en contacto con las oficinas del Condado, descubrirá que no existe ningún registro de que usted haya comprado esas tierras. De hecho, los registros demuestran que la tierra en cuestión ahora pertenece, y ha pertenecido durante muchos años, a una de las afiliadas de la Organización Madre. Bajo la tierra hay carbón, y existe un proyecto para extraerlo.
—¿Debo entender que si coopero con ustedes se me devolverá esa tierra?
—De ningún modo. Esa tierra, siendo una representación de lo que usted ha ahorrado para su retiro, le ha sido arrebatada como castigo por atreverse a intervenir en los asuntos de la Organización Madre.
—¿Se me permite suponer que fue usted quien sugirió este castigo?
Diamond inclinó la cabeza a un lado.
—Yo tuve ese placer.
—Es usted un pequeño bastardo pervertido, ¿no cree? ¿Está usted diciéndome que si yo no intervengo en este asunto no será minada la tierra?
Diamond adelantó su labio inferior con gesto petulante.
—Vaya, siento mucho no poder llegar a un acuerdo al respecto. Norteamérica está necesitada de toda su energía natural para ser independiente de las fuentes extranjeras. —Sonrió al repetir la gastada frase del partido—. Además, no se puede guardar la belleza en el Banco. —Se estaba divirtiendo.
—No comprendo lo que está haciendo, Diamond. Si está intentando quitarme la tierra y destruirla, al margen de lo que yo pueda hacer, en ese caso, ¿cómo podría cohibir mis actos con esa tierra?
—Como ya le he dicho, quitarle esa tierra ha sido únicamente una advertencia. Y un castigo.
—Ah, ya entiendo. Un castigo personal. De usted. ¿Por su hermano?
—Así es.
—Se merecía la muerte, ¿sabe? Me torturó durante tres días. Mi rostro no ha recuperado todavía su completa movilidad, a pesar de todas las operaciones.
—¡Era mi hermano! Ahora, pasemos a las sanciones y multas que le caerán encima, si usted no quisiera colaborar. Bajo el grupo clave KL443, Número de Código 45-389-75, usted poseía aproximadamente un millón y medio de dólares en oro en barras en el Banco Federal de Zurich. Esto representaba casi todo el resto con lo que usted contaba retirarse. Sírvase observar nuevamente el tiempo pasado.
Hel permaneció silencioso por un momento.
—Los suizos también necesitan petróleo.
—Los suizos también necesitan petróleo —repitió Diamond como un eco—. Ese dinero reaparecerá en su cuenta siete días después de que los de «Setiembre Negro» hayan secuestrado con éxito el avión. Así que, en lugar de interrumpir sus planes y matar a alguno de ellos, usted saldría beneficiado en hacer todo lo que estuviera en su mano para que el plan de los secuestradores tenga éxito.
—Y es de suponer que ese dinero sirve también para su protección personal.
—Precisamente. Si algo sucediera a mis amigos o a mí mientras somos sus invitados, ese dinero desaparecerá, víctima de un error bancario.
Hel se sintió atraído hacia las puertas correderas que daban a su jardín japonés. Llovía ya, y el agua siseaba sobre la gravilla y hacía vibrar las puntas del follaje negro y plateado.
—¿Y eso es todo?
—No por completo. Sabemos que usted tiene probablemente un par de centenares de miles aquí o allá, como fondos de emergencia. El perfil psicológico que Fat Boy nos ha dado de usted indica que es posible que usted ponga cosas como la lealtad a un amigo difunto y a su sobrina, por encima de todas las consideraciones de beneficio personal. Consecuencia de haber sido educado e instruido selectivamente en los conceptos japoneses del honor, ¿sabe usted? También estamos preparados para esa eventualidad. En primer lugar, el MI-5 y MI-6 británicos están advertidos para que le sigan los pasos y le arresten en el momento en que ponga los pies en su país. Para ayudarles en la tarea las fuerzas francesas de Seguridad interna están comprometidas en asegurarse de que usted no salga de las inmediaciones de este distrito. Se han distribuido descripciones de usted. Si se le descubre a usted en otro pueblo que no sea el suyo, se le disparará sin previo aviso. Ahora bien, conozco perfectamente la historia de sus proezas frente a acontecimientos improbables, y sé que para usted las fuerzas que le hemos alineado en contra constituyen más una molestia que un obstáculo. Pero, de todas maneras, seguiremos con ellas.
Es necesario que se vea que la Organización Madre está haciendo todo lo que está en su mano para proteger a los de «Setiembre Negro» en Londres. Si esa protección fallara, y casi espero que así sea, en ese caso la Organización Madre ha de ser vista aplicando un castigo, un castigo de una intensidad tal que nuestros amigos árabes se sientan satisfechos. Y usted ya sabe cómo es esa gente. Para satisfacer su gusto por la venganza, nos veríamos obligados a hacer algo muy meticuloso y muy… imaginativo.
Hel permaneció silencioso un momento.
—Al iniciar nuestra conversación, le he dicho que tenía una pregunta que hacerle, mercader. Es ésta: ¿Por qué ha venido usted aquí?
—Eso debería resultar evidente.
—Quizá no he acentuado adecuadamente mi pregunta. ¿Por qué ha venido usted aquí? ¿Por qué no mandó usted un mensajero? ¿Por qué traer su cara a mi presencia corriendo el riesgo de hacerme recordarle?
Diamond miró fijamente a Hel unos instantes.
—Voy a ser franco con usted…
—No rompa usted sus costumbres por mi culpa.
—Quería contarle personalmente la pérdida de su tierra de Wyoming. Quería exponerle personalmente todo el castigo que yo mismo he pensado, si es usted lo bastante atolondrado para desobedecer a la Organización Madre. Es algo que debo a mi hermano.
La mirada fría de Hel se fijó en Diamond, que siguió rígido, desafiante, con los ojos brillantes con una mirada húmeda reveladora del miedo contenido en su cuerpo. Había dado un paso peligroso este mercader. Había dejado atrás la cobertura de leyes y sistemas detrás de la que los hombres se esconden, y de la que se deriva su poder, y se había precipitado a correr el riesgo de enseñar su cara a Nicholai Alexandrovich Hel. Diamond se daba cuenta en su subconsciente de la dependencia de su anonimato, de su papel como insecto social, arañando en los frenéticos nidos del beneficio y el éxito. Como otros de su casta, encontraba consuelo espiritual en el mito del vaquero. En este momento, Diamond se veía como individuo viril cabalgando valientemente por la polvorienta calle de un solar de Hollywood, presta la mano a unos centímetros de la funda de su pistolera. Resulta revelador que la cultura norteamericana haya hecho su héroe típico del cowboy: un trabajador del campo, emigrante Victoriano, rústico y sin educación. En el fondo, el papel de Diamond era ridículo: el Tom Mix de los grandes negocios encarándose a un yojimbo con un jardín. Diamond poseía el sistema de computadoras más extenso del mundo; Hel tenía algunos ficheros. Diamond tenía en el bolsillo a todos los gobiernos industrializados occidentales; Hel contaba con algunos amigos vascos. Diamond representaba la energía atómica, el suministro mundial del petróleo, la simbiosis militar-industrial, los gobiernos corruptos y corruptores establecidos por el Poder Monetario para proteger su responsabilidad; Hel representaba el shibumi, un concepto desaparecido de belleza renuente. Y, sin embargo, resultaba obvio que Hel tenía una considerable ventaja en cualquier batalla que pudiera surgir.
Hel volvió el rostro y sacudió ligeramente la cabeza.
—Ser usted, debe resultar vergonzoso.
Durante el silencio, Diamond se clavó las uñas en las palmas de la mano. Se aclaró la garganta.
—Sea lo que fuere lo que opine de mí, no puedo creer que usted sacrifique los años que le quedan por un gesto que nadie apreciaría, sino esa jovencita de la clase media que conocí a la hora de cenar. Creo que ya sé lo que va a hacer Mr. Hel. Va a considerar este asunto con toda tranquilidad, y se dará cuenta de que un puñado de árabes sádicos no valen esta casa y la vida que usted se ha construido aquí; se dará cuenta de que no está atado por el honor a las esperanzas desesperadas de un hombre enfermo y drogado; y finalmente, decidirá echarse atrás. Y uno de los motivos por los cuales hará esto será porque usted consideraría humillante hacer un gesto vacío de valor para impresionarme a mí, a un hombre que usted desprecia. Pero, bueno, no espero que en este momento me diga que ha decidido echarse atrás. Esto sería demasiado humillante, ofendería demasiado su precioso sentido de la dignidad. Pero eso es lo que usted hará finalmente. Para ser sincero, casi deseo que persistiera en este asunto. Sería una lástima que los castigos que he pensado para usted queden desaprovechados. Pero, por suerte para usted, el presidente de la Organización Madre insiste en que no se moleste a los de «Setiembre Negro». Estamos organizando lo que va a llamarse las conversaciones de paz de Camp David, durante las cuales se presionará a Israel para que deje desnudas sus fronteras del Sur y del Este. Como producto secundario de estas conversaciones, el Movimiento de Liberación de Palestina quedará fuera del juego del Medio Oriente. Han servido para su irritante propósito. Pero el presidente quiere mantener a los palestinos sosegados hasta que este golpe se lleve a cabo. Ya ve usted, Mr. Hel, que está usted nadando en aguas profundas, rodeado por fuerzas que van un poco más allá de las pistolas como escopetas y los lindos jardincitos.
Hel estuvo mirando a Diamond en silencio durante unos instantes. Después se volvió de nuevo hacia su jardín.
—Ha terminado esta conversación —dijo en voz baja.
—Entiendo. —Diamond sacó una tarjeta de su bolsillo—. Me encontrará en este número. Dentro de diez horas estaré de regreso en mi oficina. Cuando usted me diga que ha decidido no intervenir en este asunto, iniciaré la liberación de sus fondos en Suiza.
Como Hel parecía no darse cuenta de su presencia, Diamond dejó la tarjeta encima de la mesa.
—No tenemos nada más que discutir ahora, de modo que me marcho.
—¿Cómo? ¡Ah, sí! Estoy seguro de que sabrá usted salir, Diamond. Hana les servirá café antes de mandar a usted y sus lacayos de vuelta al pueblo. No hay duda alguna de que Pierre habrá estado fortaleciéndose con vino durante las últimas horas, y estará en plena forma para proporcionarles un memorable paseo.
—Muy bien. Pero, primero… Hay una pregunta que quisiera hacerle.
—¿Y bien?
—Ese rosé, de la cena. ¿Qué era?
—«Tavel», naturalmente.
—¡Lo sabía!
—No, no lo sabía usted. Casi lo supo.
El brazo de jardín que se extendía en dirección del edificio japonés había sido diseñado para escuchar la lluvia. Hel había trabajado semanas enteras durante la estación de las lluvias, descalzo y vestido solamente con unos pantalones cortos y empapados, mientras armonizaba el jardín. Se habían excavado y dado forma a desagües y gárgolas, las plantas se habían movido una y otra vez, distribuido la gravilla, y las piedras cantarinas colocado estratégicamente en el arroyo, hasta que la mezcla del sibilante soprano de la lluvia en la gravilla, el goteo de bajo sobre las plantas de hoja ancha, las resonancias agudas y delgadas de las temblorosas hojas del bambú, el contrapunto del arroyo con su gorgoteo, todos estaban equilibrados en su volumen, de modo que, si una persona se sentaba precisamente en medio de la habitación tatami, no había ni un sonido que predominase. El oyente concentrado podía extraer un timbre del conjunto, o dejar que se fundiera de nuevo cuando dejaba de dedicar su atención, del mismo modo que en el insomnio una persona sintoniza o no el tic tac del reloj. El esfuerzo exigido para controlar el instrumento de un jardín bien afinado basta para reprimir las inquietudes cotidianas y las ansiedades, pero esta anodina propiedad no es el objetivo principal del jardinero, cuya devoción para crear el jardín ha de ser mayor que su placer en usarlo. Hel permaneció sentado en el cuarto de armas, escuchando la lluvia, careciendo, no obstante, de la paz de espíritu necesaria para ello. En este asunto había mal aji. No era de una pieza y era traidoramente… personal. El estilo de Hel era jugar contra una situación dada en el tablero y no contra oponentes de carne y hueso, vivos e inconsistentes. En este tipo de negocios, los movimientos se harían por razones ilógicas; habría filtros humanos entre causa y efecto. Todo el asunto hedía a pasión y a sudor.
Exhalando un chorro fino de aire, suspiró largamente.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Qué piensa usted de todo esto?
No hubo respuesta. Hel sintió que el aura de Hanna palpitó como animal asustado entre el ansia de huir y el temor a hacer un movimiento. Hel hizo correr el panel que conducía a la sala de té y le indicó con el dedo que se acercara.
Hanna Stern quedó de pie en el umbral, su cabello mojado por la lluvia y su vestido empapado pegado a su cuerpo y piernas. Estaba avergonzada de que la hubieran sorprendido escuchando, pero, en actitud desafiante, no deseaba presentar excusas. Desde su punto de vista, la importancia de los asuntos pendientes sobrepasaba cualquier consideración de buenas maneras y comportamiento cortés. Hel hubiera podido decirle que, al fin y al cabo, las virtudes «menores» son las únicas que importan. Se puede confiar más en la cortesía que en las virtudes lacrimosas de la compasión, la caridad y la sinceridad; el juego limpio es más importante que la noción de justicia. Las virtudes mayores muestran tendencia a desintegrarse bajo las presiones de la racionalización conveniente. Pero las buenas maneras son buenas maneras, y siguen inmutables en la tempestad de las circunstancias.
Hel hubiera podido decirle todo esto, pero no estaba interesado en su educación espiritual y no tenía ningún deseo de adornar lo imperfectible. De todas maneras, es probable que Hanna sólo hubiera comprendido las palabras, y aunque pudiera penetrar en los significados, ¿de qué servirían las barreras y los fundamentos de las buenas maneras a una mujer cuya vida transcurriría en un Scarsdale o semejante?
—¿Y bien? —preguntó Hel nuevamente—. ¿Qué opina usted de todo eso?
Hanna sacudió la cabeza.
—Yo no tenía ni idea de que ellos estaban tan… organizados; que eran tan… despiadados. Le he causado muchas molestias, ¿verdad?
—No la hago responsable de todo lo que ha sucedido hasta ahora. Hace ya mucho tiempo que sé que tengo una deuda de karma. Considerando el hecho de que mi trabajo ha cortado oblicuamente el grano de la organización social, era de esperar que se presentara un poco de mala suerte. No he tenido antes esa mala suerte, de modo que he estallo acumulando una deuda de karma; un peso de antisuerte en contra mía. Usted ha sido el vehículo para el equilibrio karma, pero no considero que usted sea la causa. ¿Entiende algo de lo que le digo?
Hanna se encogió de hombros.
—¿Qué piensa usted hacer?
La tempestad estaba pasando, y los vientos que la seguían soplaron en el jardín haciendo estremecer a Hanna dentro de su vestido mojado.
—En esa cómoda hay quimonos acolchados. Quítese el vestido.
—Estoy bien.
—Haga lo que le digo. La heroína trágica estornudando es una imagen demasiado ridícula.
Hanna bajó la cremallera del vestido mojado dejándolo caer antes de buscar el quimono seco, acción que estuvo de acuerdo con los shorts demasiado cortos, la camisa desabrochada y la sorpresa que ella misma manifestaba (y que ella creía era genuina), cuando los hombres se acercaban a ella tratándola como un objeto. Hanna nunca se había confesado a sí misma que obtenía provecho social de tener un cuerpo deseable, que aparentemente estaba al alcance. Si hubiera meditado en ello, hubiese etiquetado su exhibicionismo instintivo como una aceptación sana de su cuerpo, una ausencia de «prejuicios».
—¿Qué piensa usted hacer? —preguntó Hanna de nuevo mientras se cubría con el quimono.
—La auténtica cuestión consiste en lo que usted hará. ¿Tiene todavía intención de continuar adelante con este asunto? ¿De arrojarse al agua esperando que tendré que saltar detrás de usted?
—¿Lo haría usted? ¿Saltar detrás de mí?
—No lo sé.
Hanna miró fijamente a la oscuridad del jardín y se apretó más el quimono protector.
—No lo sé… No lo sé. Todo parecía tan claro ayer mismo. Yo sabía lo que debía hacer, que era lo único justo y razonable que podía hacerse.
—¿Y ahora…?
Ella hizo un gesto de duda y sacudió la cabeza.
—Usted preferiría que me fuese a casa y olvidase por completo este asunto, ¿no es verdad?
—Sí. Y tampoco eso puede resultar tan fácil como usted cree. Diamond sabe sobre usted. Llevarla a casa sana y salva será una tarea difícil.
—¿Y qué sucederá con los miembros del «Setiembre Negro» que asesinaron a nuestros atletas en Munich?
—Oh, ellos morirán. Todo el mundo muere, eventualmente.
—Pero… si ahora yo vuelvo a casa, ¡la muerte de Avrim y de Chaim habrá sido inútil!
—Cierto. Hay muertes inútiles, y nada de lo que usted pudiera hacer cambiaría eso.
Hanna se acercó a Hel y le miró directamente, mostrando confusión y duda en su cara. Deseaba ser tomada en brazos, consolada, que se le dijera que todo saldría bien.
—Tendrá usted que decidir con rapidez lo que piensa hacer. Volvamos a la casa. Podrá usted reflexionar esta noche.
Encontraron a Hana y Le Cagot sentados al fresco de la húmeda terraza. Después de la tormenta se levantó un fuerte viento y el aire era fresco y límpido. Hana se levantó cuando ellos se acercaron y cogió la mano de Hanna en un gesto inconsciente de bondad.
Le Cagot estaba tendido a todo lo largo en un banco de piedra, con los ojos cerrados, la copa de coñac suelta entre sus dedos, y su pesada respiración resonando ocasionalmente con un ligero ronquido.
—Se quedó dormido justo en medio de una historia —explicó Hana.
—Hana —dijo Hel—. Miss Stern no se quedará con nosotros después de esta noche. ¿Dispondrás que por la mañana recojan sus cosas? Voy a subirla a la cabaña. —Se volvió hacia Hanna—. Tengo un pequeño alojamiento en la montaña. Podrá usted permanecer allí, fuera de peligro, mientras pienso cómo podrá regresar segura a casa de sus padres.
—Aún no he decidido que quiera volver a casa.
En lugar de respuesta, Hel dio un puntapié a la suela de la bota de Le Cagot. El rudo vasco se sobresaltó y se lamió varias veces los labios.
—¿Dónde estaba? Ah… estaba contándote lo de esas tres monjas en Bayona. Bueno, pues las encontré…
—No, decidiste no contarlo, teniendo en consideración la presencia de las damas.
—¡Ah! Bueno, ¡bueno! Sabes, muchachita, una historia como ésa hubiera inflamado tus pasiones. Y cuando vengas a mí, quiero que lo hagas por tu propia voluntad, y no llevada por una pasión cegadora. ¿Qué les sucedió a nuestros invitados?
—Se han ido. Probablemente, han regresado a los Estados Unidos.
—Voy a decirte algo con franqueza, Nikko. No me gustan esos hombres. En sus ojos hay cobardía, y eso les hace peligrosos. Debes invitar a una clase mejor de gente, o arriesgarte a perderme a mí. Hana, mujer maravillosa y deseable, ¿quieres venir a acostarte conmigo?
Hana sonrió.
—No, gracias, Beñat.
—Admiro tu autocontrol. ¿Y qué dices tú, muchachita?
—Está cansada —dijo Hana.
—Ah, bueno, quizá sea mejor así. Estaríamos algo apretados en mi cama con esa rechoncha criada portuguesa de la cocina. ¡Muy bien! Siento mucho privaros del color y el encanto de mi presencia, pero la excelente máquina que es mi cuerpo necesita desaguar y después un buen descanso. Buenas noches, amigos míos. —Se levantó con un gruñido, y ya se iba, cuando observó el quimono de Hanna—. ¿Qué es esto? ¿Qué le ha ocurrido a tu vestido? Oh, Nikko, Nikko… La codicia es un vicio. En fin… buenas noches.
Hana aflojó suavemente la tensión de su espalda y hombros mientras Hel permanecía tendido boca abajo, y después le acarició el cabello hasta que él se adormiló. Entonces, Hana cubrió con su cuerpo el de Hel, acomodando su regazo a las nalgas de él y los brazos y piernas de ella sobre los del hombre, protegiéndole con su peso tibio, consolándole y forzándole a relajarse.
—Es algo serio, ¿verdad? —murmuró.
Hel lo confirmó con una voz inarticulada.
—¿Qué vas a hacer?
—No lo sé —repuso Hel en un susurro—. En primer lugar, sacar a la chica de aquí. Ellos pueden pensar que con su muerte queda cancelada mi deuda con su tío.
—¿Estás seguro que no la encontrarán? En estos valles no existe nada secreto.
—Únicamente los hombres de las montañas sabrán donde esta Hanna. Son mi gente y no hablan con la Policía, por costumbre y por tradición.
—¿Y después?
—No lo sé. Tengo que pensarlo todavía.
—¿Quieres que te proporcione placer?
—No. Estoy demasiado tenso. Déjame ser egoísta. Permíteme que sea yo quien te dé placer.