—¡Realmente, Le Cagot, estás tan lleno de mierda como Dios de misericordia!
—Así es —admitió Le Cagot—. Es verdad. Me has oído contar alguna vez la historia de…
Al amanecer, la niebla había desaparecido, arrastrada por los vientos nocturnos. Antes de partir, Hel pagó a los muchachos por su ayuda y les pidió que desmontaran el torno y el trípode y los llevaran a una granja de Larrau, donde quedarían guardados, mientras ya comenzaban a hacer planes para la próxima exploración en la cueva, esta vez llevando trajes y equipo de submarinista, pues los muchachos que habían acampado en el «torrente de Holçarte», en el salto del río subterráneo, señalaron la aparición del tinte en el agua al cabo de unos ocho minutos. Aunque ocho minutos no es un tiempo demasiado largo, podía indicar una distancia considerable teniendo en cuenta la velocidad del agua en aquel tubo triangular, en el fondo de la «bodega». Pero si el canal del agua no presentaba obstáculos, o era demasiado estrecho para un hombre, podrían tener el placer de explorar su cueva desde la sima de entrada hasta el salto final antes de compartir el secreto de su existencia con la fraternidad espeleológica.
Hel y Le Cagot bajaron con celeridad, saltando y deslizándose por la ladera de la montaña hasta el estrecho camino en donde Hel había estacionado su «Volvo». Según su costumbre, Hel dio un formidable puntapié con su bota a la puerta del auto, y después de examinar la satisfactoria muesca, entraron en el vehículo y se dirigieron al pueblo de Larrau, en donde se detuvieron para desayunar pan, queso y café, después de haberse limpiado restregando la mayor parte del barro que los cubría.
La dueña era una robusta viuda, de cuerpo generoso y fuerte y risa descarada, que dedicaba dos habitaciones de su casa como café-restaurante y estanco. Ella y Le Cagot habían tenido relaciones durante muchos años, pues cuando las cosas se ponían demasiado feas para Le Cagot en España, solía cruzar la frontera por el bosque de Irraty que lindaba con el pueblo. Desde tiempos remotos, el bosque de Irraty había sido al mismo tiempo santuario y avenida para los contrabandistas y bandidos que cruzaban la frontera de las provincias vascas en terreno español a las situadas en Francia. Por una antigua tradición, se considera descortés, y peligroso, demostrar reconocer a nadie que se ha encontrado en este bosque.
Cuando entraron en el café, mojados todavía por la bomba de agua en la espalda, la media docena de hombres que estaban tomando su vasito de vino matinal les hicieron preguntas. ¿Cómo había ido en el gouffre? ¿Había una cueva debajo del agujero?
Le Cagot estaba encargando el desayuno, con la mano apoyada en la nalga de su patrona, en actitud posesiva. No tuvo que pensar dos veces la conveniencia de guardar el secreto de la nueva cueva, pues automáticamente cayó en el hábito vasco de responder preguntas directas con una vaguedad confusa que no es enteramente una mentira.
—No todos los agujeros conducen a cuevas, amigos míos.
Los ojos de la patrona brillaron ante esas palabras que ella interpretó doblemente intencionadas. Retiró la mano de Le Cagot con una complaciente coquetería.
—¿Habéis encontrado patrullas españolas fronterizas? —preguntó un viejo.
—No, no me ha sido preciso sobrecargar el infierno con más almas de fascistas. ¿Le complace eso, padre?
Le Cagot dirigió sus últimas palabras a un flaco sacerdote revolucionario sentado en el rincón más oscuro del café, que había desviado la cara al entrar Le Cagot y Hel. El padre Xavier alimentaba un odio amortiguado hacia Le Cagot y un odio ardiente hacia Hel. Aunque nunca se había enfrentado personalmente con el peligro, visitaba los pueblos a lo largo de la frontera, predicando la revolución e intentando unir los objetivos de la independencia vasca con los de la Iglesia, la manifestación vasca de ese esfuerzo general por parte de los mercaderes de Dios para ramificarse en empresas sociales y políticas, ahora que el mundo ya no era buen mercado para el temor del infierno y la salvación de las almas.
El odio del sacerdote (que él calificaba de «justa ira») por Le Cagot se basaba en el hecho de que las alabanzas y el culto a los héroes que por derecho debían corresponder a los líderes escogidos por la revolución, estaban siendo acaparados por este hombre, blasfemo y escandaloso, que había pasado buena parte de su vida en la Tierra de los Lobos, fuera del País Vasco. Pero, Le Cagot, por lo menos, era un nativo. Hel era otra cuestión. Era un forastero que nunca iba a misa y que vivía con una mujer oriental. Y era un descaro para el sacerdote, que los jóvenes exploradores vascos, muchachos que hubieran debido escoger sus ídolos en las filas del sacerdocio, contaban proezas espeleológicas, y hablaban de cuando habían cruzado la frontera con Le Cagot y habían irrumpido en una prisión militar de Bilbao para liberar presos de la ETA. Éste era el tipo de hombre que contaminaría la revolución y desviaría sus energías del establecimiento de una teocracia vasca, la última fortaleza del catolicismo fundamentalista en una tierra en donde las prácticas cristianas eran primitivas y profundas, y en donde la llave para la puerta del cielo era un arma poderosa de control.
Poco después de haber comprado su castillo en Etchebar, Hel comenzó a recibir amenazas sin firma y notas de odio. En dos ocasiones, le dieron cencerradas «espontáneas» a media noche frente al castillo, y contra los muros de la casa fueron arrojados gatos vivos atados a gavillas de paja ardiendo, que lanzaban aullidos en su agonía de muerte. Aunque la experiencia de Hel le aconsejaba despreciar semejantes sacerdotes fanáticos del Tercer Mundo que incitan a los niños a ir a la muerte con el propósito de unificar la causa de la reforma social con la Iglesia, para salvar a esta institución de su atrofia natural frente al conocimiento y la cultura, de cualquier modo hubiera ignorado ese hostigamiento. Pero tenía la intención de establecer su hogar permanente en el País Vasco, ahora que la cultura japonesa estaba infectada con los valores occidentales, y tenía que poner fin a estos insultos, porque la mentalidad vasca ridiculiza a aquellos que son ridiculizados.
Las cartas anónimas y el frenesí de la cencerrada son manifestaciones de cobardía, y Hel sentía un razonable temor de los cobardes, que siempre son más peligrosos que los valientes, cuando son superiores en número o tienen oportunidades de dar el golpe por la espalda, ya que así se ven forzados a causar el mayor daño posible, temiendo, como temen, las consecuencias de la venganza, en caso de que la víctima sobreviva.
A través de los contactos de Le Cagot, Hel descubrió el autor de estos actos de cobardía, y un par de meses después tropezó con el sacerdote en el cuarto trasero de un café de Santa Engracia, en donde éste comía gratuitamente en silencio, mirando ferozmente a Nicholai de vez en cuando, mientras éste se bebía un vaso de vino rojo con algunos hombres del pueblo, hombres que antes habían estado sentados a la mesa del sacerdote, escuchando su sabiduría y su fariseísmo.
Cuando los hombres se marcharon a su trabajo, Hel se acercó a la mesa del sacerdote. El padre Xavier comenzó a levantarse, pero Hel le agarró del antebrazo y le hizo sentar nuevamente.
—Usted es un buen hombre, padre —dijo Hel con su voz suave de la prisión—. Un hombre santo. De hecho, en este momento usted está mucho más cerca del cielo de lo que cree. Termine de comer y escuche con atención. No habrá más cartas anónimas, no más cencerradas. ¿Ha comprendido usted?
—Me temo que no…
—Coma.
—¿Qué?
—¡Coma!
El padre Xavier se llevó a la boca el tenedor lleno de piperade y comenzó a masticar con gesto malhumorado.
—Coma más aprisa, padre. Llene su boca con esa comida que no se ha ganado.
Los ojos del cura estaban húmedos, de miedo y furia, pero continuó llevándose el tenedor a la boca engullendo tan aprisa como podía.
—Si usted decide permanecer en este rincón del mundo, padre, y si no se siente dispuesto a reunirse con su Dios, en ese caso, esto es lo que usted deberá hacer. Cada vez que nos encontremos en un pueblo, usted saldrá inmediatamente del pueblo. Cuando nuestros caminos se crucen, usted saldrá del camino y se pondrá de espaldas mientras yo paso. ¡Puede usted comer mucho más aprisa!
El cura se atragantaba con la comida, y Hel le dejó jadeante y ahogándose. Aquella noche, Hel contó la anécdota a Le Cagot, con instrucciones para que se asegurara de que corriera la voz. Hel consideraba necesaria la humillación pública de este cobarde.
—¿Eh, por qué no me contesta, padre Esteka? —preguntó Le Cagot. El cura se levantó y salió del café, mientras Le Cagot le gritaba—: ¡Hola! ¿No va a terminar de comerse su piperade? Por ser católicos, los hombres viejos que estaban en el café no podían reír; pero sonrieron maliciosamente, por ser vascos.
Le Cagot dio una palmadita en el trasero de la patrona y la mandó a por su comida.
—No creo que hayamos conseguido hacer un gran amigo, Nikko. Y es hombre de temer. —Le Cagot se echó a reír—. Después de todo, su padre era un francés, y muy activo en la Resistencia.
Hel sonrió.
—¿Has conocido alguno que no lo fuese?
—Cierto. Resulta sorprendente que los alemanes pudieran mantenerse en Francia con tan pocas divisiones, si consideramos que todos los que no mermaban los recursos alemanes con la astuta maniobra de entregarse en masa obligando a los nazis a que les alimentaran, estaban vigorosa y valientemente enrolados en la Resistencia. ¿Queda algún pueblo sin su plaza de la Resistencia? Pero uno ha de ser honesto: ha de comprender el concepto gálico de la Resistencia. Cualquier hotelero que sobrecargaba la tarifa a un alemán, estaba en la Resistencia. Cada mujerzuela que contaminaba a un soldado alemán con la gonorrea, era una defensora de la libertad. ¡Todos aquellos que obedecían mientras malignamente se abstenían de sus alegres bonjour mañaneros, eran héroes de la libertad!
Hel se echó a reír.
—Estás siendo muy duro con los franceses.
—En la Historia la que se muestra dura con ellos. Y quiero decir la auténtica historia, no la verité à la cinquième Republique[32] que ellos enseñan en sus escuelas. En honor a la verdad, admiro a los franceses mucho más que a otros extranjeros. Durante los siglos que han convivido con los vascos han absorbido ciertas virtudes, comprensión, discernimiento filosófico, sentido del humor, y esto les hace ser los mejores entre los «otros». Pero, incluso yo, me veo obligado a admitir que es un pueblo ridículo, del mismo modo que uno ha de confesar que los británicos son chapuceros, los italianos incompetentes, los alemanes románticamente salvajes, los americanos neuróticos, los árabes viciosos, los rusos bárbaros y los holandeses fabrican el queso. Fíjate en la especial demostración de la ridiculez francesa cuando intentan combinar su miópica devoción al dinero con la persecución de una gloire fantasmal. Ese mismo pueblo que diluye su borgoña para sacar un modesto beneficio, se gasta gustosamente millones de francos en la contaminación atómica del océano Pacífico, con la esperanza de que se les considere en tecnología al mismo nivel que los americanos. Se consideran un David retozón contra un Goliat codicioso. Tristemente para su imagen exterior, el resto del mundo les ve como una hormiga enamorada trepando por la pata de una vaca y asegurándole que será gentil.
Le Cagot contempló la superficie de la mesa pensativamente.
—En este momento, no sabría qué más decir de los franceses.
La viuda se había unido a ellos en la mesa, sentándose junto a Le Cagot y apretando su rodilla contra la de él.
—¡Ah, sí! Tienes un visitante en Etchehelia —informó a Hel usando el nombre vasco de su castillo—. Es una chica. Una extranjera. Llegó ayer por la tarde.
A Hel no le sorprendió que esta noticia hubiera llegado ya a Larrau, a tres montañas y quince kilómetros de su hogar. No había duda de que a las pocas horas de la llegada de la visitante, todos los pueblos de los alrededores conocían la noticia.
—¿Qué sabes de ella? —preguntó Hel.
La viuda se encogió de hombros y torció la boca indicando que sólo conocía los hechos más simples.
—Tomó café chez Jaureguiberry y no tenía dinero para pagar. Fue andando todo el camino desde Tardets hasta Etchebar y se la vio varias veces en las colinas. Es joven, pero no demasiado joven. Llevaba pantaloncitos y enseñaba las piernas, y se dice que es pechugona. La recibió tu mujer, que pagó la cuenta de Jaureguiberry. Tiene acento inglés. Y las viejas chismosas de tu pueblo cuentan que es una puta de Bayona que la echaron de su granja por acostarse con el marido de su hermana. Como ves, se sabe muy poco de ella.
—¿Dices que es joven y pechugona? —preguntó Le Cagot—. No hay duda alguna de que me está buscando a mí, la experiencia definitiva.
La viuda le pellizcó la cadera.
Hel se levantó de la mesa.
—Creo que voy a irme a casa, a tomar un baño y dormir un poco. ¿Vienes?
Le Cagot miró de reojo a la viuda.
—¿Qué dices tú? ¿Debo ir?
—A mí no me importa lo que hagas, amigo mío.
Pero cuando Le Cagot comenzaba a incorporarse, ella le tiró del cinturón.
—Bueno, me quedaré un poco por aquí. Nikko. Ya iré esta noche y echaré una ojeada a tu jovencita de piernas desnudas y tetas gordas. Vaya, y si me gusta, puede ser que te conceda el honor de prolongar mi visita. ¡Ugh!
—Hel pagó la nota y se encaminó a su «Volvo», al que dio un puntapié en el guardabarros posterior, dirigiéndose después hacia su hogar.