SHANGHAI: 193?

Como es habitual en esta época del año, llegan sobre la ciudad las frescas brisas marinas del atardecer, hacia la masa tibia de la tierra china, y ondean las cortinas de las puertas de vidrio que dan a la galería de la gran casa de la avenida Joffre en la Concesión Francesa.

El general Kishikawa Takashi retira una pieza de su Gõ ke lacado y la sostiene ligeramente entre la punta de su dedo medio y la uña de su dedo índice. Transcurren algunos minutos en silencio, pero su concentración no está en el juego, que ha llegado a la posición número 176 y ha comenzado a concretarse hacia lo inevitable. Los ojos del general están en su contrincante, quien, por su parte, está totalmente absorto en la posición de las piezas negras y blancas sobre el tablero de un pálido color amarillo. Kishikawa-san ha decidido que el muchacho debe ser enviado al Japón, y que esta noche debía comunicárselo. Pero no en este momento.

Estropearía el placer del juego; y es no sería justo, porque, por primera vez, el muchacho está ganando.

El sol se ha puesto por detrás de la Concesión francesa sobre el continente chino. Se han encendido linternas en la vieja ciudad amurallada, y las calles estrechas, laberínticas, están llenas del olor de los millares de cenas que se están preparando. Por el Whangpoo y la ensenada Soochow, las casas sampán de la ciudad flotante reviven con sus pálidas luces, mientras viejas mujeres con los pantalones atados en el tobillo nivelan las piedras dispuestas en los fuegos para cocinar sobre las cubiertas inclinadas, pues el río está en la marea baja y los sampanes se han ladeado con sus vientres de madera clavados en el lodo amarillento. La gente que llega con retraso a cenar, camina de prisa por el puente Stealing Hen. Un amanuense florea despreocupadamente su pincel, ansioso por terminar su jornada de trabajo, y conocedor de que su despreocupación caligráfica no será descubierta por la joven analfabeta para la que está escribiendo una carta de amor basándose en el modelo de una de sus Dieciséis Fórmulas que nunca fallan. El Bund, esa calle de hoteles y casas imponentes, ostentación del poder y la confianza imperiales, está silenciosa y oscura, pues los taipans británicos han huido; el Rorth China Daily News ya no imprime su cotilleo, sus piadosas reprimendas, sus agradables afirmaciones de la situación mundial. Hasta Sasson House, la fachada más elegante del Bund, construida con los beneficios del comercio del opio, ha perdido su categoría para asumir la mundana misión de albergar el cuartel general de las Fuerzas de ocupación. Los avariciosos franceses, los fanfarrones ingleses, los pomposos alemanes, los oportunistas americanos, todos se han ido. Shanghai está bajo el control de los japoneses.

El general Kishikawa piensa en el gran parecido entre este hombre joven al otro lado del tablero y su madre; casi como si Alexandra Ivanovna hubiese producido a su hijo partenogenéticamente, proeza de la que la creerían posible todos aquellos que hubiesen experimentado la abrumadora presencia social de la dama. La mandíbula del muchacho tiene la misma línea angulosa, su frente es igualmente amplia y sus pómulos salientes, y la nariz fina carece de esa maldición eslava que hace que sus interlocutores crean que están mirando a los cañones de un fusil. Pero lo que más intriga a Kishikawa-san, son las comparaciones entre los ojos del muchacho y los ojos de su madre. Comparaciones y contrastes. Físicamente, ambos tienen unos ojos iguales: grandes, profundos y de un sorprendente color verde botella exclusivo de la familia de la condesa. Pero las diferencias polares en la personalidad de madre e hijo son manifiestas en la articulación e intensidad de la mirada, en la expresión y cristalización de esos ojos sinoples. La mirada de la madre es hechicera; la del hijo es fría. La madre emplea los ojos para fascinar; el muchacho los utiliza para rechazar. Lo que en la mirada de ella es coquetería, en la de él es arrogancia. La luz que muestran los ojos de ella es interna y quieta en la de él. Los ojos de la madre expresan humor; los del hijo, ingenio. Ella, encanta; él, turba.

Alexandra Ivanovna era una ególatra; Nicholai es un egoísta.

Aunque el punto de referencia oriental del general no le permite apreciarlo, según criterios occidentales, Nicholai parece muy joven para sus quince años. Únicamente la frialdad de sus ojos demasiado verdes, y cierta expresión firme de la boca evita que su rostro sea demasiado delicado, con una formación excesivamente refinada para ser de un varón. Cierto sentimiento confuso de malestar con respecto a su belleza física, impulsó a Nicholai a dedicarse, desde muy joven, a los deportes más vigorosos y combativos. Se entrenó en el jiujitsu clásico, algo pasado de moda, y jugó al rugby en el bando internacional contra los hijos de los taipans británicos con una eficiencia que bordeaba la brutalidad. Aunque Nicholai entendía la rígida charada del juego limpio y el espíritu deportivo con que los británicos se protegen de la auténtica derrota, él prefería las responsabilidades de la victoria a las comodidades de perder con elegancia. Pero en realidad no le gustaban los deportes en equipo, prefiriendo perder o ganar en virtud de su propia habilidad o dureza. Y su dureza emocional era de tal índole, que casi siempre ganaba, como una cuestión simple de voluntad.

Alexandra Ivanovna casi siempre ganaba también, no por cuestión de voluntad, sino como cuestión de derecho. Cuando apareció en Shanghai, en el otoño de 1922, con una sorprendente cantidad de equipaje y sin medios visibles de subsistencia, se apoyó en su anterior posición social en San Petersburgo para asegurarse el liderazgo en la creciente comunidad de rusos blancos desplazados, llamados así por los gobernantes británicos, no porque viniesen de Belorosskiya, sino porque evidentemente ellos no eran «rojos». Alexandra creó inmediatamente a su alrededor una corte de admiradores que incluían los hombres más interesantes de la colonia. Para ser interesante ante Alexandra Ivanovna, uno tenía que ser rico, atractivo o ingenioso; y le resultaba muy enojoso el encontrar raramente dos de estas cualidades reunidas en un solo hombre, y jamás las tres.

Cerca del núcleo de su sociedad no había otras mujeres; la condesa opinaba que las mujeres eran aburridas, y las creía superfluas, ya que ella era capaz de mantener totalmente ocupadas las mentes y las atenciones de una docena de hombres al mismo tiempo, manteniendo ingenioso, vivo y con un punto justo de picardía el ambiente de una soirée.

En venganza, las damas desdeñadas de la colonia internacional declaraban que nada de este mundo podría tentarlas a aparecer en público al lado de la condesa, y deseaban fervientemente que sus esposos y prometidos compartiesen su fino sentido de la propiedad. Con encogimientos de hombros, gruñidos y muecas significativas, esas damas de la periferia daban a entender que sospechaban de una relación causal entre dos paradojas sociales: la primera, que la condesa mantenía una lujosa mansión, aunque había llegado sin ningún dinero; y la segunda, que estaba rodeada constantemente por los hombres más deseados de la comunidad internacional, a pesar del hecho de que carecía de todas aquellas virtudes rígidas que, según esas damas habían sido informadas por sus madres, eran más importantes y duraderas que el simple encanto y la belleza. Estas mujeres hubieran sido felices incluyendo a la condesa en ese cuerpo de mujeres rusas blancas que huían a China desde Manchuria, vendían las escasas pertenencias y joyas que habían conseguido llevarse al escapar, y finalmente se veían obligadas a buscar el sustento comerciando con la tibieza de sus regazos. Pero a esas mujeres justicieras y áridas les era negada esa fácil salida, pues sabían que la condesa constituía una de esas anomalías corrientes de la corte del zar, una mujer noble rusa, sin una gota de sangre eslava en todo su cuerpo, demasiado expuesto (y posiblemente al alcance). Alexandra Ivanovna (cuyo padre se llamaba Johann como nombre de pila) era una Hapsburgo, emparentada con una familia real alemana que había emigrado a Inglaterra sin nada, excepto su protestantismo a manera de recomendación, y que recientemente había cambiado su nombre por otro con un acento menos bárbaro, como un gesto demostrativo de patriotismo. Sin embargo, las damas dignas de la colonia afirmaban que ni tan siquiera esos antecedentes tan sólidos eran garantía de rectitud moral en aquellos días de frivolidad; ni tampoco, a juzgar por la conducta aparente de la condesa, un sustituto adecuado para tal moralidad.

Durante la tercera temporada de su reinado, la condesa fijó aparentemente sus atenciones en un joven prusiano presumido, poseedor de una diáfana inteligencia superficial, libre de las trabas de la sensibilidad común a su raza. El conde Helmut von Keitel zum Hel se convirtió en su acompañante más asiduo: su mascota y su juguete. Era diez años más joven que ella, y poseía una gran belleza física y eficiencia deportiva. Era un experto jinete y un notable espadachín. Alexandra pensaba que Helmut representaba un excelente marco decorativo para ella, y la única declaración pública que hizo respecto a sus relaciones fue para referirse a él como «de una adecuada raza de cría».

Alexandra solía pasar los meses pesados y húmedos del verano en una villa en las tierras altas. Un otoño regresó a Shanghai más tarde de lo usual, y a partir de entonces hubo un recién nacido varón de la casa. El joven Von Keitel zum Hel propuso el matrimonio como una fórmula de cortesía. Alexandra rió ligeramente y le respondió que, aunque siempre había tenido la intención de producir un niño como argumento viviente contra el igualitarismo mestizo, no sentía el menor deseo de tener dos niños en casa. Von Keitel hizo una inclinación con la rígida petulancia con que los prusianos sustituyen la dignidad, y arregló las cosas para regresar a Alemania al mes siguiente.

Lejos de ocultar al niño o las circunstancias de su nacimiento, Alexandra lo convirtió en el adorno de su salón. Cuando requisitos oficiales hacían necesario aplicarle un nombre, Alexandra lo llamaba Nicholai Hel, tomando el último nombre de un riachuelo que limitaba las posesiones de los Keitel. El punto de vista de Alexandra Ivanovna sobre su propio papel en la producción del muchacho quedaba demostrado por el hecho del nombre total del niño: Nicholai Alexandrovich Hel.

En la casa se sucedieron una serie de niñeras inglesas, de modo que el inglés se unió al francés, el ruso y el alemán, como lenguajes de su cuna, sin que destacara una preferencia demostrada, excepto por la convicción de Alexandra Ivanovna de que ciertos lenguajes eran más adecuados para expresar ciertos tipos de pensamientos. Se hablaba de amor y otras frivolidades en francés; la tragedia y el desastre se discutían en ruso; se llevaban a cabo negocios en alemán; y uno se dirigía a los sirvientes en inglés.

Siendo sus únicos compañeros los hijos de los sirvientes, el chino fue también una lengua de la infancia para Nicholai Hel, y adquirió la costumbre de pensar en esa lengua porque su mayor temor infantil era que su madre pudiera leer sus pensamientos, y ella no sabía chino.

Alexandra Ivanovna consideraba las escuelas propias únicamente para los hijos de los comerciantes, de modo que la educación de Nicholai fue confiada a una serie de tutores, todos ellos hombres jóvenes de buen ver, todos devotos de su madre. Cuando se hizo evidente que Nicholai mostraba gran interés y una considerable capacidad por las matemáticas puras, su madre no se sintió satisfecha. Pero cuando el tutor de ese momento le aseguró que las matemáticas puras era un estudio sin aplicación práctica o comercial, Alexandra decidió que la asignatura era adecuada para su educación.

Los aspectos más prácticos de la educación social de Nicholai, y toda su diversión, consistieron en su costumbre de escaparse de la casa y vagabundear con otros chicos de la calle por las callejuelas estrechas y los patios ocultos de la malsana, bulliciosa y ruidosa ciudad. Con sus ropas corrientes sueltas de color azul, su cabello recortado bajo un gorro redondo, caminaba errante, solo o con amigos del momento, y regresaba a casa para aceptar amonestaciones o castigos, con gran calma y una irritante expresión de ausencia en sus ojos verde botella.

En las calles, Nicholai aprendió la melodía de la ciudad que los occidentales habían creado para ellos. Vio jóvenes británicos altaneros, griffins, acomodados en los rickshaw de los que tiraban boys cadavéricos, caquécticos por la tuberculosis, sudando por el esfuerzo y la desnutrición, cubriéndose con máscaras de gasa para no ofender a sus amos europeos. Vio a los compradores[11], hombres de mediana edad, gordos y grasientos, que se aprovechaban de la explotación que los europeos hacían a su propia gente, y que imitaban los modos y la ética del Occidente. Después de hacer un buen negocio y hartarse de comidas exóticas, el mayor placer de estos compradores consistía en procurarse la desfloración de niñas de doce a trece años que habían sido compradas en Hangchow o Soochow y que estaban dispuestas para entrar en los burdeles establecidos por los franceses. Sus tácticas de desfloración eran… irregulares. La única venganza que la jovencita podía disfrutar era, si tenía dones para el arte dramático, la provechosa comedia de ser desflorada a menudo. Nicholai supo que todos los mendigos que amenazaban a los viandantes con el contacto de sus extremidades putrefactas, o que clavaban alfileres en sus hijos para hacerlos llorar lastimosamente, o que se agrupaban y asustaban a los turistas con sus demandas de kumshah, todos ellos, desde los viejos que rogaban por ti o te maldecían, hasta los niños medio hambrientos que se ofrecían para realizar actos poco naturales entre ellos para que uno se divirtiera, estaban bajo el control de su nefasta Majestad, el Rey de los Mendigos, que había organizado un peculiar esquema fraudulento de hermandad y protección. Cualquier cosa que se perdiera en la ciudad, cualquiera que se ocultara, cualquier servicio que se deseara de la ciudad, todo podía encontrarse por medio de una modesta contribución a las arcas de Su Majestad.

En los muelles, Nicholai observó a los sudorosos estibadores cruzando a buen paso, subiendo y bajando de las pasarelas de los barcos metálicos y los juncos de madera con ojos estrábicos pintados en sus proas. Al atardecer, después de haber estado trabajando durante once horas, cantando su constante y narcotizante hai-yo, hai-yo, los estibadores comenzaban a debilitarse, y algunas veces caían bajo el peso de su carga. Los gurkhas se aproximaban en ese caso, con sus porras y sus barras de hierro, y el perezoso encontraba nuevas fuerzas… o su descanso eterno.

Nicholai observó cómo la Policía aceptaba abiertamente «propinas» de arrugadas amahs, alcahuetas de prostitutas adolescentes. Aprendió a reconocer los signos secretos de los «Verdes» y los «Rojos», que eran las sociedades secretas más importantes del mundo, y cuyas organizaciones de protección y asesinato iban de los mendigos a los políticos. El propio Chiang Kai-shek era un «Verde», que había jurado obediencia a su pandilla. Y fueron los «Verdes» los que mataban y mutilaban a los jóvenes estudiantes universitarios que intentaban organizar el proletariado chino. Nicholai sabía distinguir un «Verde» de un «Rojo» por la manera de sostener el cigarrillo, por su modo de escupir.

Durante el día, Nicholai aprendía de sus tutores: matemáticas, literatura clásica y filosofía. A la caída de la tarde, aprendía de las calles: comercio, política, imperialismo iluminador y humanidades.

Durante la noche se sentaba junto a su madre, mientras ella se dedicaba a los hombres más inteligentes que controlaban Shanghai apurando los beneficios de sus clubs y casas comerciales del Bund. Lo que la mayoría de estos hombres creían era timidez en Nicholai, y otros más avispados consideraban distanciamiento, era en realidad un odio frío hacia los comerciantes y la mentalidad del comerciante.

Pasó el tiempo; las inversiones cuidadosamente colocadas bajo experto consejo, florecieron, mientras que disminuía el ritmo de su vida social. Su cuerpo se hizo más cómodo, más lánguido y sensual; pero su vivacidad y su belleza maduraron en vez de marchitarse, pues Alexandra había heredado ese rasgo familiar que había conservado a su madre y a sus tías con un aspecto vago de seguir en la treintena mucho después de haber pasado la marca del medio siglo. Los antiguos amantes se convirtieron en viejos amigos, y la vida en la avenida Joffre se suavizó.

Alexandra Ivanovna comenzó a experimentar ligeros desmayos, pero no se preocupó por ello, más allá de la aceptación del desfallecimiento oportuno como esencial en el arsenal amoroso de cualquier dama que se precie. Cuando un doctor de su círculo que durante años había estado ansioso por examinarla atribuyó los desfallecimientos a un corazón débil, Alexandra se acomodó nominalmente a lo que ella consideraba una molestia física, reduciendo las reuniones de su salón a una vez por semana, pero siguió sin conceder ningún descanso a su cuerpo.

—… y me han dicho, joven, que tengo un corazón débil. Es una flaqueza esencialmente romántica, y debe usted prometerme que no se aprovechará con frecuencia de ella. Ha de prometerme también que buscará un sastre responsable. ¡Ese traje que lleva, joven!

El día 7 de julio de 1937, el North China Daily News informaba que se habían intercambiado disparos entre los japoneses y los chinos en el puente Marco Polo, cerca de Pekín. En el número 3 del Bund, los taipans británicos que disfrutaban sus ocios en el «Club Shanghai» estuvieron de acuerdo en que este último acontecimiento en la inútil lucha entre orientales, podría alcanzar mayores dimensiones si no se intervenía rápidamente. Informaron al generalísimo Chiang Kai-shek que ellos habrían preferido que hubiera llevado su lucha al Norte para pelear allí con los japoneses, a fin de que sus casas comerciales quedaran alejadas de la maldita molestia de la guerra.

Sin embargo, el generalísimo decidió esperar a los japoneses en Shanghai con la esperanza de que, al poner en peligro la colonia internacional, conseguiría beneficiarse de una intervención extranjera.

Al no dar resultado su estratagema, Chiang Kai-shek comenzó un hostigamiento sistemático de las compañías japonesas y de los civiles de la comunidad internacional, que culminó cuando a las seis y media de la tarde del día 9 de agosto, el subteniente Isao Oyama y su chófer, el marinero de primera clase Yozo Saito, quienes se dirigían en su automóvil a inspeccionar las fábricas de algodón japonesas instaladas en los suburbios de la ciudad, fueron detenidos por soldados chinos.

Los encontraron junto al Monumento Road, con numerosas balas y mutilados sexualmente.

Como respuesta, los navíos de guerra japoneses se adentraron en el Wangpoo. Un millar de marineros japoneses desembarcaron para proteger su colonia comercial en Chapei, al otro lado de la ensenada Soochow. A su paso tuvieron que enfrentarse con diez mil soldados chinos escogidos, atrincherados detrás de barricadas.

Los clamores de los taipans británicos que se lo habían pasado tan cómodamente hasta aquel momento, fue reforzado por los mensajes procedentes de los embajadores europeos y americanos en Nanking y Tokio, exigiendo que Shanghai quedase excluida de la zona de hostilidades. Los japoneses aceptaron la demanda con la condición de que también las fuerzas chinas fuesen retiradas de la zona desmilitarizada.

Pero el 12 de agosto, los chinos cortaron todas las líneas telefónicas del Consulado japonés y de las firmas comerciales japonesas. Al día siguiente, el viernes 13, la 88 División del Ejército Chino llegó a la estación del Norte y bloqueó todos los caminos que conducían a la colonia. Su intención era provocar el mayor embotellamiento posible de civiles entre ellos y los japoneses muy superiores en número.

El 14 de agosto, los pilotos chinos, a bordo de «Northrop» de fabricación norteamericana, volaron sobre Shanghai. Una bomba de gran potencia cayó sobre el tejado del «Palace Hotel»; otra explotó en la calle, junto al «Café Hotel». Murieron setecientas veintinueve personas y ochocientas sesenta y una resultaron heridas. Treinta y un minutos más tarde, otro avión bombardeó el Gran Parque Mundial de diversiones que había sido convertido en un campo de refugiados para mujeres y niños. Mil doce personas muertas; mil siete, heridas.

Para los chinos atrapados, no había huida posible de Shanghai; las tropas del generalísimo habían cortado todos los caminos. Sin embargo, para los taipans extranjeros siempre había huida posible. Los sudorosos coolies gruñían y cantaban hai-yo, hai-yo, mientras subían por las pasarelas cargados con el botín de China bajo la supervisión de jóvenes griffins[12] vestidos de blanco, con sus listas de comprobación, y de los gurkhas, con sus porras recubiertas de cuero. Los británicos, a bordo del Raj Putana; los alemanes, en el Oldenburg; los americanos, en el President McKinley, y los holandeses, en el Tasman, se despedían unos de otros; las mujeres, secándose los ojos con primorosos pañuelos, y los hombres, lanzando diatribas contra los orientales, ingratos e irresponsables, mientras las bandas de los barcos armaban un terrible guirigay de himnos nacionales.

Aquella noche, desde detrás de sus barricadas de sacos de arena y civiles chinos atrapados, la artillería de Chiang Kai-shek disparó contra los navíos japoneses anclados en el río. Los japoneses devolvieron el fuego, destruyendo las dos clases de barricadas.

Mientras sucedía todo esto, Alexandra Ivanovna se negó a abandonar su casa de la avenida Joffre, ahora una calle desierta, con sus ventanas destrozadas abiertas a las brisas del atardecer y a los saqueadores. Sin nacionalidad, ni soviética, ni china, ni británica, Alexandra estaba al margen de los sistemas oficiales de protección. De cualquier manera, a su edad, no tenía la menor intención de abandonar su casa. Así que recogió cuidadosamente sus cosas para restablecerse Dios sabe dónde. Después de todo, razonó Alexandra, los japoneses, que ella conocía no eran peores que los otros, y difícilmente podrían ser unos administradores menos eficientes que los ingleses.

Los chinos mantuvieron sus posiciones en Shanghai con más firmeza que en ningún otro lugar durante la guerra; hubieron de transcurrir tres meses antes de que las fuerzas japonesas, superiores en número, pudieran arrojarles de allí. En sus intentos para atraer la intervención extranjera, los chinos permitieron cierto número de «errores» de bombardeo para sumar a la tasa de vidas humanas y destrucción física causadas por los disparos japoneses.

Y mantuvieron sus barricadas en las carreteras, conservando en su lugar el embotellamiento protector de decenas de millares de civiles… sus propios conciudadanos.

Durante aquellos meses terribles, los acomodaticios chinos de Shanghai continuaron la rutina diaria de sus vidas lo mejor que pudieron, a pesar de la artillería de los japoneses y del bombardeo de los aviones chinos de fabricación norteamericana. Los medicamentos primero, y después la comida y el alojamiento, y finalmente el agua, escasearon, pero la vida continuó en la ciudad, populosa y asustada. Y las pandillas de muchachos vestidos de algodón azul, con los cuales Nicholai recorría las calles, encontraron nuevos juegos, aunque siniestros, trepando por las ruinas de los edificios y gateando desesperadamente en busca de refugio contra los bombardeos y jugando con los géiseres que brotaban de las cañerías principales.

Una vez tan sólo, Nicholai se rozó con la muerte. Se hallaba con otros pillos de la calle en el distrito de los grandes almacenes de departamentos, el «Wing On» y The Sincere, cuando uno de los «errores» corrientes trajo los bombarderos chinos sobre el camino de Nanking denso con un gran gentío. Era la hora del lunch y había allí una numerosa concurrencia cuando «The Sincere» recibió un impacto directo y estalló un costado del «Wing On». Los techos adornados se hundieron sobre los rostros de las personas que miraban horrorizados hacia arriba. Los ocupantes de un ascensor abarrotado gritaron como una sola voz cuando el cable se cortó y se precipitó al sótano. Una anciana que estaba de cara a una ventana que explotó, fue despojada de su carne anterior mientras que la posterior aparecía intacta. Los ancianos, los inválidos y los niños fueron pisoteados por las personas que huían presas del pánico. El chico que había estado junto a Nicholai lanzó un gruñido y se sentó pesadamente en medio de la calle. Estaba muerto; se le había clavado una astilla de piedra en el pecho. A medida que el tronar de las bombas y el ruido de los edificios que se derrumbaban disminuía, iba surgiendo el agudo grito de millares de voces. Una compradora aturdida gemía mientras buscaba entre trozos de vidrio que antes habían sido el mostrador de una tienda. Era una delicada mujer joven, vestida a la moda del «Shanghai» occidental, un vestido hasta los tobillos de seda verde, abierto en los costados hasta más arriba de la rodilla, y un pequeño cuello rígido rodeando su curvado cuello de porcelana. Su extrema palidez podía ser el producto de los pálidos polvos de arroz de moda entre las hijas de los comerciantes chinos ricos, pero no lo era. Estaba buscando la estatuilla de marfil que había estado examinando en el momento del bombardeo, y también la mano con la que la sostenía.

Nicholai huyó a la carrera.

Un cuarto de hora más tarde, se hallaba sentado en un montón de ruinas de un barrio tranquilo, en el que, semanas de bombardeo, habían convertido los bloques de casas en escombros y cascotes. Unos sollozos sin lágrimas le sacudían el cuerpo y ahogaban sus pulmones, pero no lloró; no se deslizó lágrima alguna por el polvo enyesado que cubría su rostro. En su mente, repetía una y otra vez:

—Bombarderos «Northrop». Bombarderos americanos.

Cuando finalmente los soldados chinos fueron expulsados de la ciudad y destruidas sus barricadas, millares de civiles huyeron de la ciudad de pesadilla, con sus edificios bombardeados, en el interior de los cuales podía verse el diseño de los apartamentos destrozados. Y entre los escombros: un calendario roto con una fecha dentro de un círculo, la fotografía carbonizada de una mujer joven, una nota de suicidio y un billete de lotería dentro del mismo sobre.

Por una cruel perversidad del destino, el Bund, monumento al imperialismo extranjero, se encontraba relativamente indemne. Sus ventanas vacías miraban la desolación de la ciudad que los taipans habían creado, apurado y abandonado después.

Nicholai estaba entre el pequeño grupo de chiquillos chinos vestidos de azul que se alineó en las calles para contemplar el primer desfile de las tropas de ocupación japonesas. Los fotógrafos de los noticiarios del Ejército habían repartido barritas de caramelo pegajoso y pequeñas hinomaru, banderitas con el Sol Naciente, ordenando a los chiquillos que las ondearan cuando las cámaras registrasen su desconcertado entusiasmo. Un joven oficial entremetido dirigió el acontecimiento, aumentando mucho más la confusión con sus gritos, lanzando instrucciones en chino con un pesado acento. Inseguro de lo que debía hacer con un rapazuelo de cabello rubio y ojos verdes, ordenó a Nicholai que se desplazara detrás de la multitud.

Nicholai no había visto nunca soldados como éstos, rudos y eficientes, pero, ciertamente, no modelos para un desfile. No marchaban con la sincronización de robot de los alemanes o los británicos; pasaban en hileras derechas, pero apretujadas, caminando espasmódicamente detrás de jóvenes oficiales con bigote y unos largos y cómicos sables.

A pesar de que muy pocas casas estaban intactas en las zonas residenciales cuando los japoneses entraron en la ciudad, Alexandra Ivanovna quedó sorprendida, y molesta, cuando un vehículo oficial, con banderitas ondeando en los parachoques, se acercó por la avenida y un joven oficial anunció, en un metálico francés, que el general Kishikawa Takashi, gobernador de Shanghai, se alojaría en su casa. Pero su rápido instinto de autopresentación la convenció de que podía obtener alguna ventaja en cultivar una relación amistosa con el general, especialmente en aquellos momentos en que escaseaban tantas cosas buenas de la vida. Ni por un instante dudó que este general se alistaría automáticamente entre sus admiradores.

Estaba equivocada. El general dedicó un rato de su atareado tiempo para explicar a Alexandra, en un francés de curioso acento, pero intachablemente gramatical, que lamentaba cualquier inconveniente que las necesidades de la guerra pudieran causar en su vida doméstica, pero dejó claro que ella era un invitado en la casa de él y no él en la de ella. Mostrándose siempre correcto en su actitud hacia ella, el general estaba demasiado ocupado con su trabajo para perder tiempo en devaneos. Al principio, Alexandra Ivanovna estaba asombrada, después se sintió molesta, y finalmente intrigada por la indiferencia cortés de aquel hombre, una respuesta que jamás había inspirado anteriormente a un hombre heterosexual. Por su parte, él la encontró interesante, pero superflua. Y no se impresionó demasiado por la herencia que, a su pesar, había inspirado miedo incluso a las mujeres más altaneras de Shanghai. Desde el punto de vista de sus mil años de estirpe samurai, el linaje de Alexandra parecía reducido a un par de siglos de caudillaje huno.

Sin embargo, como una cuestión de cortesía, el general dispuso una cena semanal al estilo occidental, durante la cual la ligera conversación le reveló mucho sobre la condesa y su callado y reservado hijo; mientras que ellos supieron muy poco sobre el general. Estaba adentrado en la cincuentena, joven para un general japonés, y era viudo, con una hija que vivía en Tokio. Aunque intensamente patriótico, en el sentido de que amaba los aspectos físicos de su país, los lagos, las montañas, los valles brumosos, el general no había considerado su carrera en el Ejército como la realización natural de su personalidad. En su juventud, había soñado con ser escritor, aunque en su corazón siempre supo que las tradiciones de su familia le llevarían finalmente a la carrera militar. La estimación de sí mismo y su sentido del deber le convirtieron en un oficial administrativo consciente y duro trabajador, pero, a pesar de que había pasado más de la mitad de su vida en el Ejército, sus hábitos mentales le hicieron pensar en su carrera militar como en un empleo. Su mente y no su corazón; su tiempo, y no sus pasiones, fueron dedicados a su trabajo.

Como resultado del esfuerzo ilimitado que con frecuencia retenía al general en su despacho en el Bund desde muy temprano hasta la medianoche, la ciudad comenzó a recuperarse. Se restauraron los servicios públicos, se repararon las fábricas, y los campesinos chinos comenzaron a hacer su aparición en la ciudad. La vida y el ruido volvieron lentamente a las calles, y, a veces, hasta se oía una risa. Aunque las condiciones de vida para el trabajador chino no eran buenas según las normas civilizadas, eran ciertamente mejores a las que había tenido bajo el dominio de los europeos. Había trabajo, agua limpia, servicios sanitarios básicos, facilidades higiénicas rudimentarias. Se prohibió la profesión de mendigo, pero naturalmente, la prostitución aumentó, y se produjeron muchos pequeños actos de brutalidad, pues Shanghai era una ciudad ocupada y los soldados, como mínimo, suelen ser bestiales.

Cuando la salud del general Kishikawa comenzó a resentirse por la excesiva carga de trabajo autoimpuesta, comenzó una rutina más sana que le llevó cada noche a su casa de la avenida Joffre con tiempo para la cena.

Una noche después de la cena, el general mencionó casualmente que tenía afición al juego . Nicholai, que hablaba muy raramente, excepto para dar breves respuestas a las preguntas directas del general, admitió que él también conocía ese juego. El general se sintió complacido y algo impresionado también por el hecho de que el muchacho hubiese hablado en un japonés correcto. Se rió cuando Nicholai le explicó que había estado aprendiendo japonés en libros de texto y con la ayuda del propio ordenanza del general.

—Lo hablas bien, para haber estudiado sólo seis meses —dijo el general.

—Es mi quinta lengua, señor. Todos los idiomas son matemáticamente semejantes. Cada idioma nuevo es más fácil de aprender que el anterior. También —el chico se encogió de hombros— poseo un don para las lenguas.

A Kishikawa-san le gustó la manera en que Nicholai dijo esto, sin fanfarronería y sin recato británico, del mismo modo que hubiera podido decir que era zurdo o tenía los ojos verdes. Al mismo tiempo, el general sonrió para sí mismo al darse cuenta de que el muchacho obviamente había ensayado su primera frase, pues aunque ésta había sido totalmente correcta, sus declaraciones siguientes revelaron errores de lenguaje y de pronunciación. Pero el general guardó para sí su divertimiento, reconociendo que Nicholai tenía una edad en la que se tomaba a sí mismo muy en serio y su sensibilidad podía resultar herida muy profundamente.

—Si quieres, te ayudaré con el japonés —ofreció Kishikawa-san—. Pero, primero, veamos si eres un contrincante interesante en el .

Concedió a Nicholai una ventaja de cuatro piezas, y jugaron una partida rápida, de tiempo limitado, pues al general le esperaba una jornada llena de trabajo al día siguiente. Muy pronto, ambos estaban enfrascados en el juego, y Alexandra Ivanovna, que nunca había apreciado los acontecimientos sociales de los que ella no era el centro, se quejó de estar algo cansada y se retiró.

Ganó el general, pero no le resultó tan fácil como se había creído. Siendo un jugador aficionado, capaz de combatir duramente con los jugadores profesionales con un mínimo de dificultades, el general quedó muy impresionado por el peculiar estilo de juego de Nicholai.

—¿Cuánto tiempo hace que juegas al ? —preguntó, hablando en francés para aliviar a Nicholai de la tarea de expresarse en una lengua extraña.

—Oh, cuatro o cinco años, supongo, señor.

El general frunció el entrecejo.

—¿Cinco años? Pero… ¿cuántos años tienes?

—Trece, señor. Ya sé que parezco más joven de lo que soy. Es un rasgo familiar.

Kishikawa-san asintió y sonrió para sí al pensar en Alexandra Ivanovna que, al rellenar sus documentos de identidad para las autoridades de ocupación, se había aprovechado de este «rasgo familiar», lijando descaradamente una fecha de nacimiento que indicaba que ella había sido la amante de un general del Ejército Blanco a los once años de edad, y había dado a luz a Nicholai siendo todavía una adolescente. El servicio de espionaje del general hacía mucho tiempo que le había proporcionado los datos y hechos respecto a la condesa, pero él le permitió ese gesto trivial de coquetería, sobre todo teniendo en cuenta lo que sabía de su desafortunada historia médica.

—A pesar de esto, incluso para un joven de trece años, juegas muy bien, Nikko. —Durante el juego, el general había creado este diminutivo que le permitía eludir la molestosa «1». A partir de entonces, fue su manera de llamar a Nicholai.

—¿Supongo que nunca te has entrenado en serio?

—No, señor. No he recibido ninguna instrucción. Todo lo he aprendido de la lectura de los libros.

—¿Realmente? Nunca lo había oído.

—Quizá sea así, señor. Pero yo soy muy inteligente.

Durante algunos instantes, el general observó el rostro impasible del muchacho, cuyos ojos verdes devolvieron la mirada al oficial.

—Dime, Nikko. ¿Por qué escogiste el estudio del ? Es casi exclusivamente un juego japonés. Ciertamente, ninguno de tus amigos lo juega. Seguro que nunca habrán oído hablar de él.

—Precisamente por eso lo elegí, señor.

—Ya entiendo. —¡Qué muchacho tan extraño, a la vez sensiblemente honrado y arrogante!—. ¿Y la lectura te ha permitido comprender las cualidades necesarias para ser un buen jugador?

Nicholai estuvo pensando un momento antes de responder.

—Bueno, naturalmente uno ha de tener concentración. Audacia. Autocontrol. Todo eso ya se comprende. Pero es más importante que uno tenga… no sé cómo explicarlo. Se ha de ser al mismo tiempo matemático y poeta. Como si la poesía fuese una ciencia; o las matemáticas, un arte. Se ha de ser aficionado a la proporción para poder jugar bien al . No me estoy expresando correctamente, señor. Lo siento.

Al contrario. Estás haciéndolo muy bien en tu intento de explicar lo inexplicable. Entre todas las cualidades que has nombrado, Nikko, ¿en cuál de ellas crees radica tu fuerza?

—En las matemáticas, señor. En la concentración y autocontrol.

—¿Y tus debilidades?

—En lo que he llamado poesía.

El general frunció el ceño y alejó su mirada del muchacho. Era extraño que el chico reconociera eso. A su edad, no debería ser capaz de salir de sí mismo y examinarse con tanta frialdad. Se podía esperar que Nikko se diese cuenta de la necesidad de ciertas cualidades occidentales para jugar bien al , cualidades como concentración, autocontrol, audacia. Pero reconocer la necesidad de las cualidades sensitivas, receptivas, de lo que él llamaba poesía, estaba fuera de esa lógica lineal en la que radica la fuerza de la mente occidental… y su limitación también. Pero, en este caso, considerando que Nicholai llevaba la mejor sangre europea, pero se había criado en el crisol de China, ¿era realmente occidental? Ciertamente, no era tampoco oriental. No poseía ninguna cultura racial. ¿O era más adecuado pensar de él como el único miembro de una cultura racial propia?

—Usted y yo compartimos esa debilidad, señor. —Los ojos de Nicholai se contrajeron humorísticos—. Ambos tenemos debilidades en el área que yo he llamado poesía.

El general alzó la cabeza sorprendido.

—¿Eh?

—Sí, señor. Mi juego carece mucho de esa cualidad. Y su juego tiene demasiado de ella. Tres veces, durante la partida, usted ha suavizado su ataque. Ha preferido la jugada graciosa, antes que la implacable.

Kishikawa-san rió suavemente.

—¿Y cómo sabes que no estaba pensando en tu edad y relativa inexperiencia?

—Eso hubiera significado condescendencia y poca amabilidad, y no creo que usted sea de ese modo. —Los ojos de Nicholai sonrieron otra vez—. Lamento, señor, que en francés no haya expresiones respetuosas. Mi conversación debe parecerle brusca e insubordinada.

—Sí, un poco. Así es. De hecho, eso mismo estaba pensando.

—Lo lamento, señor.

El general asintió.

—¿Supongo que has jugado al ajedrez occidental?

Nicholai se encogió de hombros.

—Un poco. No me interesa.

—¿Cómo lo compararías con el ?

Nicholai estuvo pensando un momento.

—Ah… lo que el es para los filósofos y los guerreros eso mismo es el ajedrez para los contables y comerciantes.

—¡Ah! La intolerancia de la juventud… Sería más amable, Nikko, decir que el atrae a lo que hay en cada hombre de filósofo, y el ajedrez atrae en él su parte de mercader.

Pero Nicholai no rectificó.

—Sí, señor, eso sería más amable. Pero menos verdadero.

El general se alzó de su cojín, dejando que Nicholai colocara las piezas en su sitio.

—Es tarde y necesito descansar. Jugaremos pronto otra vez…

—¿Señor? —dijo Nicholai, cuando el general llegaba a la puerta.

—¿Sí?

Nicholai mantuvo bajos los ojos, protegiéndose del daño de un posible rechazo.

—¿Vamos a ser amigos, señor?

El general dio a la pregunta la consideración exigida por su tono grave.

—Podría ser, Nikko. Esperemos a ver.

Fue aquella misma noche cuando Alexandra Ivanovna, comprendiendo que el general Kishikawa no pertenecía a la misma clase de hombres que ella había conocido en el pasado, decidió ir a llamar a la puerta del dormitorio del general.

Durante el año y medio siguiente, vivieron como una familia. Alexandra Ivanovna se hizo más dócil, más conformista, quizás engordó algo. Lo que perdió en efervescencia, lo ganó en una calma atractiva que hizo que Nicholai, por primera vez en su vida, se sintiera atraído hacia su madre. Sin ninguna prisa, Nicholai y el general establecieron una relación tan profunda como poco demostrativa El primero nunca había tenido un padre, y el militar, un hijo. Kishikawa-san poseía un carácter al que le gustaba guiar y moldear a un joven de mente ágil e inteligente, incluso a un joven que algunas veces era demasiado descarado al expresar sus opiniones, demasiado confiado en sus atributos.

Alexandra Ivanovna encontró un refugio emocional al amparo de la personalidad gentil y fuerte del general. Por su parte, el general halló estímulo y diversión en los despliegues de temperamento e ingenio de ella. Entre el general y la mujer, cortesía, generosidad, gentileza y placer físico. Entre el general y el muchacho, confianza, honestidad, franqueza, afecto y respeto.

Así ocurrió que una noche, después de la cena, Alexandra Ivanovna bromeó como de costumbre sobre las molestias de sus ataques de desfallecimiento y se marchó temprano a la cama… donde murió.

Ahora el cielo es negro hacia el Este y purpúreo sobre China. Fuera, en la ciudad flotante, brillan las linternas anaranjadas y amarillentas, mientras la gente se prepara la cama en los rincones de las cubiertas de los sampanes encallados en el lodo. El aire se ha enfriado en las oscuras llanuras de la China de tierra firme, y ya no llegan las brisas del mar. Tampoco las cortinas se mecen hacia dentro, cuando el general juguetea con su pieza de sobre la uña del dedo índice, con su pensamiento muy lejos del juego frente a él.

Han transcurrido dos meses desde que Alexandra Ivanovna muriera, y el general ha recibido órdenes de traslado. No puede llevarse con él a Nicholai, pero tampoco quiere dejarlo en Shanghai en donde el muchacho no tiene amigos y en donde su falta de ciudadanía oficial le niega incluso la protección diplomática más rudimentaria. El general ha decidido mandar a Nicholai al Japón.

El general observa el rostro refinado de la madre, expresado con más sobriedad, más angularmente, en el muchacho. ¿Dónde encontrará amigos este hombre joven? ¿Dónde encontrará un suelo apropiado para sus raíces, este muchacho que habla seis idiomas y piensa en cinco, pero que carece absolutamente del más pequeño adiestramiento útil? ¿Dónde encontrará, en el mundo, un lugar apropiado para él?

—¿Señor?

—¿Qué? ¡Oh… ah…! ¿Has jugado ya, Nikko?

—Hace rato, señor.

—Ah, sí. Discúlpame. ¿Te importa decirme en dónde has jugado?

Nicholai señaló su pieza, y Kishikawa-san puso mal gesto porque esa colocación forzada sabía a tenuki. Concentró su desperdigada atención y examinó cuidadosamente el tablero, revisando mentalmente el resultado de todos los movimientos que le eran factibles. Cuando alzó la mirada, los ojos verde botella de Nicholai estaban fijos en él, sonriendo con fruición. Podían estar jugando durante varias horas y el resultado estaría cerca. Pero era inevitable que Nicholai ganase. Ésta era la primera vez.

El general miró a Nicholai apreciativamente durante algunos segundos, y después se echó a reír.

—¡Eres un demonio, Nikko!

—Eso es cierto, señor —admitió Nicholai, sumamente complacido con sí mismo—. Su atención no estaba en el juego.

—¿Y tú te has aprovechado de ello?

—Naturalmente.

El general comenzó a recoger sus piezas devolviéndolas el Gõ ke.

—Sí —dijo para sí mismo—. Naturalmente. —Y rió de nuevo—. ¿Qué te parece una taza de té, Nikko?

El mayor vicio de Kishikawa-san residía en su costumbre de beber un té fuerte y amargo a todas horas del día y de la noche. En la jerarquía de su relación afectuosa pero reservada, el ofrecimiento de una taza de té señalaba una conversación. Mientras el ordenanza del general preparaba el té, ambos salieron a la galería, al aire fresco de la noche, llevando los dos yukatas.

Después de un silencio durante el cual la mirada del general vagó por la ciudad, donde la luz ocasional en la vieja ciudad amurallada indicaba que alguien estaba celebrando, o estudiando, o muriendo, o vendiéndose, el general preguntó a Nicholai, sin que, al parecer, viniera a cuento:

—¿Has pensado alguna vez en la guerra?

—No, señor. No tiene nada que ver conmigo.

El egoísmo de la juventud. El egoísmo confiado de un adolescente criado sabiendo que era el último y el más singular de un linaje selectivo, cuyos orígenes se remontaban a una época anterior, mucho antes de que los chatarreros se convirtieran en Henry Ford, mucho antes de que los cambistas de moneda se convirtieran en Rothschild, antes de que los mercaderes se convirtieran en Médici.

—Me temo, Nikko, que nuestra pequeña guerra va a tener que ver contigo, a pesar de todo. —Y con esta introducción el general contó a Nicholai que había recibido órdenes que le mandaban a combatir, y le habló de sus planes de enviarlo al Japón, en donde viviría en casa de un famoso jugador y maestro de .

—… mi más viejo e íntimo amigo, Otake-san, a quien tú conoces por su reputación como Otake del séptimo dan.

Nicholai reconoció efectivamente el nombre. Había leído los lúcidos comentarios de Otake sobre el juego medio.

—He dispuesto que vivas con Otake-san y su familia, entre otros discípulos de su escuela. Es un gran honor, Nikko.

—Me doy cuenta de ello, señor. Y estoy entusiasmado por aprender con Otake-san. Pero, ¿no sentirá desprecio el maestro por desperdiciar sus enseñanzas con un aficionado?

El general rió entre dientes.

—El desprecio no es un estilo de la mente al que recurriría mi viejo amigo. ¡Ah! Nuestro té ya está preparado.

El ordenanza se había llevado el Gõ ban de kaya y en su lugar había una mesita baja preparada para el té. El general y Nicholai volvieron a sentarse en sus cojines. Después de la primera taza, el general se echó ligeramente hacia atrás y habló en términos de negocio.

—Ha resultado que tu madre tenía muy poco dinero. Sus inversiones estaban divididas entre varias compañías locales de poca importancia, la mayor parte de las cuales se hundieron en vísperas de nuestra ocupación. Los propietarios de esas compañías simplemente regresaron a Gran Bretaña con el capital en sus bolsillos. Al parecer, para los occidentales, las grandes crisis morales de la guerra ensombrecen las consideraciones éticas menores. Queda esta casa… y poco más. He arreglado que la casa se venda en tu nombre. El importe servirá para tu mantenimiento e instrucción en el Japón.

—Como usted crea más conveniente, señor.

—Bien. Ahora, dime, Nikko, ¿sentirás añoranza de Shanghai?

Nicholai estuvo pensando un momento.

—No.

—¿Te sentirás solo en el Japón?

Nicholai estuvo pensando un momento.

—Sí.

—Te escribiré.

—¿A menudo?

—No, no será a menudo. Una vez al mes. Pero tú debes escribirme tantas veces como sientas necesidad de hacerlo. Quizá no te sientas tan sólo como temes. Hay otros jóvenes que están estudiando con Otake-san. Y cuando tengas dudas, ideas, problemas, encontrarás en Otake-san una persona valiosa para poder discutirlas. Él te escuchará con interés, pero no te abrumará con consejos. —El general sonrió—. Aunque creo que algunas veces encontrarás algo desconcertante la manera de hablar de mi amigo. Se refiere a todo en términos de . Para él, toda su vida es un paradigma simplificado del .

—Creo que va a gustarme, señor.

—Estoy seguro de que así será. Siento el mayor respeto por ese hombre. Posee una cualidad de… ¿cómo lo diría…?, de shibumi.

—¿Shibumi, señor? —Nicholai conocía la palabra, pero solamente en su relación con la jardinería o la arquitectura, en donde implicaba que no se había declarado en verdad su auténtica belleza con todo el énfasis o la fuerza merecidos—. ¿Cómo aplica usted ese término, señor?

—¡Oh, vagamente! Y, sospecho, que de modo incorrecto. Un torpe intento para describir una cualidad inefable. Como sabes, shibumi tiene que ver con un gran refinamiento fundamental bajo una apariencia corriente. Es un concepto tan correcto que no tiene que ser audaz; tan sutil, que no tiene que ser bonito; tan verdadero, que no tiene que ser real. Shibumi es comprensión mas que conocimiento. Silencio elocuente.

En el comportamiento, es modestia sin recato. En el arte, en donde el espíritu de shibumi toma la forma sabi, es elegante simplicidad, brevedad articulada. En la filosofía, en la que el shibumi emerge como wabi, es un sosiego espiritual que no es pasivo; es el ser sin la angustia de la conversión. Y hablando de la personalidad de un hombre es… ¿cómo podría explicarse? ¿Autoridad sin dominio? Algo parecido.

La imaginación de Nicholai se adentró en el concepto de shibumi. Nunca ningún otro ideal le había emocionado tanto.

—¿Cómo se puede alcanzar este shibumi, señor?

—No se logra, se… descubre. Y únicamente unos pocos hombres de infinito refinamiento son capaces de ello. Hombres como mi amigo Otake-san.

—Lo que significa que uno ha de aprender muchísimo antes de llegar a shibumi.

—Lo que significa, más bien, que uno ha de pasar por el saber y llegar a la simplicidad.

A partir de aquel momento, el objetivo principal de la vida de Nicholai fue convertirse en un hombre de shibumi; una personalidad preponderantemente tranquila. Era una vocación que se le ofrecía mientras que, por razones de crianza, educación y temperamento, se le negaban la mayor parte de otras vocaciones. Para llegar al shibumi, podía superarse invisiblemente, sin atraer la atención y la venganza de las masas tiránicas.

Kishikawa-san tomó de debajo de la mesita del té una pequeña caja de madera de sándalo envuelta en un sencillo tejido y la puso en manos de Nicholai.

—Es un regalo de despedida, Nikko. Una bagatela.

Nicholai inclinó la cabeza aceptando y sostuvo el paquete con gran ternura; no expresó su gratitud con palabras inadecuadas. Ése fue su primer acto consciente de shibumi.

Aunque aquella última noche estuvieron hablando hasta muy tarde de lo que significaba shibumi y podía significar, en su esencialidad más profunda no se comprendieron. Para el general, shibumi era una especie de sumisión; para Nicholai, una especie de poder.

Ambos eran cautivos de su propia generación.

Nicholai embarcó para el Japón en un navío que transportaba soldados heridos que regresaban con permiso, honores, hospitalización, una vida bajo la carga de la mutilación. El lodo amarillento del Yang-tsé siguió al barco durante algunas millas mientras se adentraba en el mar. Hasta el momento en que el agua comenzó a cambiar su color caqui por el azul, Nicholai no desplegó la tela que envolvía el regalo de despedida de Kishikawa-san. Dentro de la frágil caja de sándalo, envueltos en rico papel para impedir que sufrieran daños, había dos Gõ ke de laca negra, con incrustaciones de plata según el método Heidatsu. En las tapaderas de los cuencos, se adivinaban casas de té envueltas en la bruma anidada en las orillas de lagos insinuados. Dentro de un cuenco había las piezas negras de Nichi de kishiu. En el otro, las piezas blancas de concha de molusco miyazaki… lustrosas, curiosamente frías al tacto bajo cualquier clima.

Ninguna persona que observara en aquel momento al delicado adolescente de pie junto a la barandilla del viejo buque de carga, contemplando con sus velados ojos verdes la elevación y depresión del oleaje, mientras meditaba pensativo en los dos regalos que le había hecho el general, aquellos Gõ ke y su meta para toda la vida del shibumi, hubiera sospechado que estaba destinado a convertirse en el asesino mejor pagado del mundo.