ETCHEBAR
Hanna Stern estaba sentada a una mesa del café situado debajo de los porches de la plaza principal de Tardets. Miraba soñolienta los posos de su café, gruesos y granulados. La luz cegadora del sol se reflejaba en los blancos edificios de la plaza; las sombras, debajo de los porches, eran negras y frías. Desde el interior del café, a su espalda, le llegaban las voces de cuatro viejos vascos que estaban jugando al mus, acompañados por una letanía de bai… paso… paso… alla Jainkoa!… paso… alla Jainkoa… esta última frase pasando por todos los matices de tensión y acento cuando los jugadores fanfarroneaban, señalaban, mentían y clamaban a Dios poniéndole por testigo de la mierda que les había tocado, o para que castigara a ese idiota de compañero con el que Dios les había castigado a ellos.
Durante las últimas siete horas, Hanna Stern había estado alternando entre contender con una realidad de pesadilla o flotar en fantasías de evasión, entre la confusión y el vértigo. Estaba aturdida por un choque emocional, espiritual mente vacía. Y ahora, al borde de un colapso nervioso, se sentía infinitamente sosegada… hasta un poco soñolienta.
Lo real, lo irreal; lo importante, lo insignificante; el Ahora, el Entonces; el frescor debajo del porche, el calor envolvente de la plaza pública ahora vacía; esas voces continuas expresándose en el lenguaje más antiguo de Europa… todo estaba indiferentemente mezclado. Todo estaba sucediendo a otra persona, a alguien por quien ella sentía una gran piedad y simpatía, pero a quien ella no podía ayudar. Alguien a quien ya no se podía ayudar.
Después de la matanza en el aeropuerto de Roma Internacional, Hanna consiguió de alguna manera llegar desde Italia hasta este café en una ciudad comercial vascuence. Confusa, y la mente llena de vacilaciones, Hanna había recorrido mil quinientos kilómetros en nueve horas. Pero ahora, cuando sólo le quedaban cuatro o cinco kilómetro que recorrer, había agotado toda su capacidad de energía nerviosa. Su reserva de adrenalina estaba vacía, y parecía como si fuese a derrumbarse, vencida, por el simple capricho de un propietario de café zumbón.
Al principio fue el terror y la confusión al ver a sus camaradas muertos de un disparo, una incredulidad neurasténica durante la cual permaneció inmóvil, mientras la gente la atropellaba, pasando por su lado, empujándola. Más disparos. Fuertes lamentos de la familia de italianos que esperaban a un pariente. El pánico hizo presa en ella en aquel momento; caminó ciegamente hacia delante, hacia la entrada principal de la terminal, hacia la luz del sol. Respiraba por la boca, jadeante. Los policías pasaban corriendo por su lado. Ella se repetía que tenía que seguir caminando. Se dio cuenta entonces de que los músculos de la parte inferior de su espalda le dolían, agarrotados, anticipándose a la bala que nunca llegó. Pasó junto a un anciano de barbilla blanca, sentado en el suelo con las piernas estiradas frente a él, como un niño jugando. No le vio herida alguna, pero el charco de sangre oscura en el cual el viejo estaba sentado se ampliaba lentamente. No parecía estar sufriendo. Alzó los ojos y miró a Hanna interrogativamente. Hanna no pudo detenerse. Entrelazó su mirada con la del anciano al pasar por su lado. Y murmuró estúpidamente:
—Lo siento. Lo siento de verdad.
Una mujer gruesa del grupo de parientes que esperaban se había puesto histérica, lamentándose y ahogándose. Estaba consiguiendo más atención ella sola que los miembros caídos de la familia. Después de todo, era la mamma.
Por encima de la confusión, de las carreras y los gritos, una voz monótona anunció la primera llamada para los pasajeros del vuelo 470, de «Air France», con destino a Toulouse, Tarbes y Pau. Esa voz, de registro, ignoraba el caos reinante debajo de los altavoces. Cuando el anuncio se repitió en francés, su parte final llegó hasta la conciencia de Hanna. Puerta número once. Puerta número once.
La azafata recordó a Hanna que debía poner en posición normal el respaldo inclinado de su asiento.
—Sí, sí, lo siento. —Un minuto después, cuando volvió a recorrer el pasillo de regreso, recomendó a Hanna que se abrochara el cinturón del asiento—. ¿Qué? ¡Oh, sí! Lo siento.
El avión penetró en una nube algodonosa, y salió después al límpido azul infinito. El zumbido de los motores; la vibración del fuselaje. Hanna temblaba, vulnerable y sola. A su lado estaba sentado un hombre de mediana edad, que leía una revista. De vez en cuando, su mirada se deslizaba por encima de la página y echaba una ojeada rápida a las piernas bronceadas de Hanna más abajo de su pantaloncito caqui. Hanna sentía aquella mirada sobre ella, y se abrochó uno de los dos botones de arriba de la blusa. El hombre sonrió y se aclaró la garganta. ¡Iba a hablar con ella! ¡Aquel bastardo imbécil iba a intentar conquistarla! ¡Dios mío!
Y de repente se sintió enferma.
Corrió hasta el lavabo, arrodillándose en el pequeño espacio y vomitando en el vaso del retrete. Cuando salió, pálida y frágil, impreso en sus rodillas el dibujo del mosaico, la azafata se mostró solícita, pero ligeramente superior, creyendo que un vuelo tan corto como aquel había podido marearla.
El avión se inclinó al virar al acercarse a Pau, y Hanna contempló por la ventanilla el panorama de los Pirineos, con sus picos agudos y nevados en el aire cristalino, como un mar de picos blancos helados en medio de una tormenta. Bello y terrible.
En algún lugar de allí, en la parte vasca de la cordillera, vivía Nicholai Hel. Si consiguiera llegar hasta Mr. Hel…
Sólo después de haber abandonado la terminal del aeropuerto y encontrarse de pie bajo el sol, con el frescor de los Pirineos, Hanna se dio cuenta de que no tenía dinero. Avrim era el que llevaba el dinero de los tres. Tendría que hacer autostop y no conocía el camino. Bueno, podría preguntar a los conductores. Sabía que no habría problema en conseguir que la llevaran. Cuando se es joven y bonita… y con un espléndido busto…
El primer automóvil que la aceptó la llevó hasta Pau, y el conductor se ofreció para encontrarle un lugar en donde pudiera pasar la noche. En vez de ello, la joven le convenció para que la llevara hasta los suburbios indicándole el camino de Tardets. Debía de ser un automóvil con un cambio de marchas muy duro, pues la mano del conductor por dos veces resbaló de la palanca y rozó la pierna de Hanna.
Casi inmediatamente, otro conductor paró. No, no iba a Tardets. Únicamente hasta Oléron. Pero podía buscarle un lugar donde pasar la noche…
Otro auto, otro conductor con sugerencias, y Hanna llegó finalmente al pueblecito de Tardets, en donde preguntó la dirección en el café. El primer obstáculo con que tropezó fue el acento local, langue d’oc, con la marcada influencia de soultine vasco, que para referirse a une petite cuillère[5] utiliza una palabra de ocho sílabas.
—¿Qué es lo que está buscando usted? —le preguntó el dueño del café, desviando la mirada de sus senos para fijarla en sus piernas.
—Estoy buscando el castillo de Etchebar. La casa de Monsieur Nicholai Hel.
El propietario frunció el entrecejo, miró de reojo los porches hacia arriba, y se rascó con un dedo por debajo de la boina vasca que los hombres sólo se quitan para irse a la cama, o cuando adjudican el juego de rebot[6]. No, no creía haber oído antes ese nombre. ¿Hel, ha dicho usted? (Podía pronunciar la h a causa de su sonido vascuence). Quizá su esposa lo supiera. Se lo preguntaría. ¿Tomaría alguna cosa la señorita mientras esperaba? Hanna encargó un café que le trajeron, espeso y amargo, y a menudo recalentado, en un pote de aluminio, la mitad de cuyo peso correspondía a las soldaduras del calderero remendón, a pesar de las cuales seguía goteando. El dueño parecía lamentar el goteo, pero lo aceptaba con un profundo fatalismo. Confiaba en que el café que había goteado sobre la pierna de Hanna no la había quemado. ¿No estaba lo bastante caliente para quemar? Bien. Bien. Desapareció en las profundidades del café, ostensiblemente a preguntar por Monsieur Hel.
Esto había sucedido hacía ya quince minutos.
Los ojos de Hanna se dilataban penosamente al mirar hacia la plaza deslumbrante, vacía si se exceptuaban los automóviles en caótico desorden, en su mayoría Deu’ches con placa de 1964, estacionados de cualquier manera, en diversos ángulos de acuerdo con la posición en que sus conductores aldeanos habían conseguido detenerlos.
Con un ruido ensordecedor de motores, chirridos de engranajes y desprendimiento de gases nocivos, un camión juggernaut alemán se introdujo penosamente en una esquina, dejando apenas diez centímetros entre el vehículo y la fachada crépi de los edificios[7]. Sudando, dando frenéticas vueltas al volante, y con silbidos constantes de sus frenos de aire, el conductor alemán consiguió introducir el monstruo en la vieja plaza, sólo para enfrentarse con la barrera más formidable. Anadeando una junto a otra, en mitad de la calle, don mujeres vascas de rostro moreno y tosco, intercambiaban sus chismes murmurando a través de un extremo de los labios. De mediana edad, rígidas, enormes, avanzaban sobre sus piernas cortas y regordetas, indiferentes a la frustración y la furia del conductor del camión, que las seguía arrastrándose y soltando maldiciones y dando puñetazos contra el volante.
Hanna Stern no estaba en condiciones de apreciar la escena de esta representación iconográfica de las relaciones franco-germanas en el Mercado Común, y en aquel momento apareció el dueño del café, su rostro, típicamente vasco, iluminado por una súbita comprensión.
—Usted está preguntando por Monsieur Hel —dijo a Hanna.
—Eso es lo que le he dicho antes.
—¡Ah, si hubiera sabido que era a Monsieur Hel a quien usted estaba buscando…! —Se encogió desde la cintura, alzando las palmas de las manos en un gesto que significaba que si Hanna se hubiese explicado con mayor claridad ambos se hubieran ahorrado mucho tiempo.
Le dio instrucciones seguidamente para llegar al castillo d’Etchebar: primero cruzar el gave[8] desde Tardets (r arrastrada, y la t y la s pronunciadas), pasar después por el pueblo de Abense-de-Haut (cinco sílabas, la h y la t pronunciadas), siguiendo hasta Lichans (no nasal, s pronunciada) y tomando entonces el camino de la derecha hasta las colinas de Etcheber; cuidado con el camino de la izquierda, que le llevaría a Licq.
—¿Está lejos?
—No, no está muy lejos. Pero usted no quiere ir a Licq, de todos modos.
—¡Quiero decir a Etchebar! —En su estado de fatiga y tensión nerviosa, la formidable tarea de obtener información simple de un vasco resultaba demasiado para Hanna.
—No, no está lejos. Quizá dos kilómetros después de Lichans.
—¿Y a qué distancia está Lichans?
El hombre se encogió de hombros.
—Oh!, podrían ser dos kilómetros después de Abense-de-Haut. No puede usted equivocarse. A menos que tuerza a la izquierda en el cruce. ¡Entonces sí que se equivocará de pleno! Se equivocaría porque iría a Licq, ¿no se da cuenta?
Los viejos jugadores de mus han olvidado su juego agrupándose alrededor del dueño del café, intrigados por la confusión que esta turista extranjera estaba causando. Sostuvieron una breve discusión en vasco, llegando finalmente a un acuerdo de que si la chica torcía a la izquierda acabaría realmente en Licq. De todas maneras, si así sucedía, Licq no era un mal lugar. No había esa famosa historia del puente de Licq construido con la ayuda de los Pequeños Seres de las montañas que entonces…
—¡Escuchad! —suplicó Hanna—. ¿Hay alguien que quiera llevarme en automóvil hasta el castillo de Etchebar?
Hubo una conferencia rápida entre el dueño del bar y los jugadores de mus. Hubo discusión y una cantidad considerable de aclaraciones y puntos sobre las íes. Finalmente, el propietario dio a conocer la opinión de consenso.
—No.
Se había decidido que esta muchacha extranjera, de pantalón corto y con mochila, era uno de esos jóvenes turistas atléticos, populares por su amistosa actitud, y conocidos también por sus escasas propinas. Por tanto, no había nadie que quisiera llevarla hasta Etchebar, excepto el más viejo de los jugadores de mus, que estaba dispuesto a arriesgarse con la generosidad de Hanna, pero que desgraciadamente no poseía automóvil.
De todos modos, tampoco sabía conducir.
Con un suspiro, Hanna recogió su mochila. Pero cuando el dueño del bar le reclamó el pago de la taza de café, Hanna recordó que no tenía dinero francés. Se lo explicó con cierto aire de contrición, tratando de dar un aire cómico a la situación. Pero el dueño del bar siguió mirando severamente la taza de café impagado, y permaneció lúgubremente silencioso. Los jugadores de mus discutieron este nuevo giro de los acontecimientos, muy animados. ¿Qué? ¿La turista había tomado café sin tener dinero para pagarlo? Probablemente, la ley tendría que ver en esta cuestión.
Al final, el dueño del café exhaló un susurrante suspiro y miró a Hanna con expresión trágica en sus húmedos ojos. ¿Estaba ella dictándole de verdad que no tenía los dos francos para pagar el café, y olvidemos la propina, simplemente los dos francos para el café? En este asunto había una cuestión de principios. Después de todo, él había pagado el café, él había pagado el gas para calentar el agua; y cada dos años él tenía que pagar al calderero los remiendos del pote. Él era un hombre que pagaba sus deudas. No como otras personas que podía nombrar.
Hanna se debatía entre la irritación y la risa. No podía creer que toda aquella comedia fuese provocada por dos francos. (Ella ignoraba que el precio real de una taza de café era de un franco). Nunca, anteriormente, se había tropezado con esa determinada versión de la avaricia francesa, por la que el dinero, la propia monedita, es el centro de toda consideración, más importante que la mercancía, la comodidad o la dignidad… En verdad, más importante que la propia riqueza. Hanna no había tenido oportunidad de saber que, aunque llevaran nombres vascos, las gentes de aquel pueblo se habían convertido en auténtico franceses bajo las presiones culturales corrosivas de la Radio, la Televisión y una educación controlada por el Estado, en la que la historia moderna está interpretada creativamente para confeccionar ese analgésico nacional, la vérité a la Cinquiéme République[9].
Dominado por la mentalidad del petit commerçant[10], estos pueblos vascos compartían el punto de vista gálico por el que el placer de ganar cien francos queda reducido a nada ante el intenso sufrimiento por la pérdida de un céntimo.
Finalmente, dándose cuenta de que aquella estúpida demostración de pena y desilusión no conseguiría arrancar los dos francos a esta jovencita, el propietario se excusó con una cortesía sarcástica, diciendo a Hanna que en seguida volvería.
Cuando regresó, veinte minutos más tarde, después de una dramática conferencia con su mujer, en el cuarto de atrás, el dueño del café preguntó a Hanna:
—¿Es usted amiga de Monsieur Hel?
—Sí —mintió Hanna, no queriendo entrar en detalles.
—Entiendo. Bueno, en este caso, supongo que Monsieur Hel pagará, si usted falla. —Arrancó una hoja del bloque de propaganda distribuido por «Byrrh» y escribió algo en ella antes de doblarla un par de veces, marcando los dobleces con la uña de su pulgar—. Haga el favor de entregar esto a Monsieur Hel —dijo a Hanna fríamente.
Sus ojos ya no se detuvieron en los senos y las piernas de Hanna. Algunas cosas son más importantes que el romance.
Hanna había caminado más de una hora, cruzando el Pont d’Abense por encima del reluciente gave de Saison, y subiendo después por las colinas vascas para recorrer una estrecha carretera asfaltada suavizada por el sol y limitada por viejos muros de piedra sobre los que las lagartijas se deslizaban ante la proximidad de Hanna. Los rebaños pacían en los prados, los corderitos brincaban alrededor de las ovejas y las rojizas vacas de los Pirineos holgazaneaban a la sombra de los manzanos descuidados, viéndola pasar, con sus ojos infinitamente gentiles, infinitamente estúpidos. Los helechos daban un aspecto lozano a las suaves colinas animando el estrecho valle, y, más allá de las redondeadas elevaciones, se alzaban las montañas con sus picos nevados, sus aristas dentadas destacando duramente contra el límpido azul del cielo. En lo alto, un halcón se columpiaba al borde de una corriente ascendente, con las plumas de sus alas desplegadas como dedos en constante comprobación del viento mientras observaba el suelo en busca de una presa.
El calor creaba un fuerte aroma mezclado: soprano de las flores silvestres, mezzotones de la hierba segada y los excrementos frescos del rebaño y el insistente basso profundo del asfalto reblandecido.
Hanna continuaba su camino, aislada en su fatiga de las vistas y los olores a su alrededor, con la cabeza baja y absorta en la contemplación de las puntas de sus botas de montaña. Su mente, huyendo de la sobrecarga sensorial de las últimas diez horas, encontraba refugio en una visión túnel de su subconsciente. No se atrevía a pensar, o a imaginar, o a recordar; porque, allí, en los límites del momento presente, estaban al acecho aquellas visiones que le harían daño si les daba entrada. No pensar. Sólo caminar, y contemplar las puntas de las botas. Todo consiste en llegar al castillo d’Etchebar. Todo consiste en ponerse en contacto con Nicholai Hel. No queda nada más, antes o más allá de eso.
Hanna llegó a una bifurcación del camino y se detuvo. A la derecha, el camino ascendía bruscamente hasta el pueblo de Etchebar en lo alto de la colina y más allá del racimo de casas de piedra y crépi, Hanna vio la gran fachada de una mansión que debía de ser el castillo que asomaba entre los altos pinos y estaba rodeado por un alto muro de piedra.
Suspiró profundamente, y se esforzó en seguir, sintiendo que su fatiga se amalgamaba con su neurastenia emocional protectora. Si pudiera llegar hasta el castillo… llegar nada más hasta Nicholai Hel…
Dos aldeanas vestidas de negro interrumpieron su charla al lado de un muro de piedra bajo y observaron a la muchacha extranjera con manifiesta curiosidad y desconfianza. ¿Adónde iba aquella descarada que enseñaba las piernas? ¿Hacia el castillo? ¡Ah!, bueno, eso lo explicaba todo. Al castillo iban gentes muy extrañas desde que ese extranjero lo compró… Y no es que Monsieur Hel fuese un mal hombre. Realmente, sus maridos les habían dicho que el movimiento para la libertad vasca sentía una gran admiración por él. Pero, a pesar de eso… continuaba siendo un recién llegado. Sólo había vivido en el castillo catorce años, mientras que en el pueblo (noventa y tres almas) todos podían leer su nombre en docenas de lápidas cerca de la iglesia, algunas veces recién talladas de granito de los Pirineos, algunas veces casi ilegible en viejas piedras que cinco siglos de lluvia y viento habían alisado. ¡Fíjate! ¡Esa descarada ni tan siquiera se sujeta los pechos! Quiere que los hombres la miren, esto es lo que ella quiere. ¡Si no tiene cuidado, pronto tendrá un hijo sin padre! ¿Y quién se casaría entonces con ella? Acabará cortando verduras y fregando el suelo en casa de su hermana. ¡Y el marido de su hermana la perseguirá cuando esté borracho! ¡Y un día, cuando la hermana esté embarazada, demasiado gorda para hacerlo, ésta sucumbirá ante el marido! Probablemente, en el pajar. Siempre sucede así. Y la hermana lo descubrirá ¡y la echará de casa! ¿Y adónde irá entonces? Se convertirá en una mujerzuela en Bayona. ¡Esto es lo que sucederá!
Una tercera mujer se unió a las otras dos. ¿Quién es esa chica que enseña las piernas? No sabemos nada de ella… excepto que es una puta de Bayona ¡Y ni tan siquiera es vasca! ¿Crees que debe ser protestante? Oh no, yo no iría tan lejos. Sólo es una pobre putain que se ha acostado con el marido de su hermana. Es lo que siempre sucede cuando andas por ahí sin llevar sostén.
Muy cierto, muy cierto.
Al pasar junto a ellas, Hanna alzó los ojos y las vio.
—Bonjour, mesdames —saludó.
—Bonjour, Mademoiselle —respondieron las tres mujeres a coro, sonriendo abiertamente al estilo vasco—. ¿Está usted dando un paseo? —preguntó una de ellas.
—Si, Madame.
—Esto está bien. Tiene usted suerte de disponer de tiempo.
Dio un codazo a su vecina que le fue devuelto. Era una muestra de atrevimiento e inteligencia acercarse tanto a la verdad.
—¿Está usted buscando el castillo, Mademoiselle?
—Sí, así es.
—Siga adelante, y ya encontrará lo que está buscando.
Un codazo; otro codazo. Era peligroso, pero deliciosamente ingenioso acercarse tanto a la verdad.
Hanna se detuvo frente a las pesadas puertas de hierro. No se veía a nadie, y no parecía haber ningún medio para hacer sonar un timbre o una aldaba para llamar. El château estaba a unos cien metros, al final de una larga avenida curvada flanqueada por árboles. Vacilante, Hanna decidió probar una de las puertas más pequeñas, más abajo del camino, cuando una voz sonó detrás de ella preguntándole con acento cantarín:
—¿Mademoiselle?
La joven regresó junto al portalón en donde un viejo jardinero, con un delantal azul de trabajo, la estaba observando desde el otro lado de la barrera.
—Busco a Monsieur Hel —explicó Hanna.
—Sí —respondió el jardinero, con ese oui inspirado que puede significar cualquier cosa, menos sí. Le dijo que esperara un momento, y desapareció entre la hilera curvada de árboles.
Un minuto después Hanna oyó el chirrido de los goznes de una de las puertas laterales, y el jardinero le hizo ademán de entrar dando vueltas a su brazo y haciendo una profunda reverencia que casi le hizo caer. Al pasar por el lado del viejo, Hanna se dio cuenta de que el hombre estaba medio borracho. De hecho, Pierre nunca estaba borracho. Pero tampoco estaba nunca sobrio. Los doce vasos de vino rojo que se bebía diariamente a intervalos regulares le protegían de cualquiera de ambos estados.
Pierre le indicó el camino, pero no la acompañó a la casa; él volvió a su trabajo de recortar los setos cuadrados que formaban un laberinto. Pierre nunca trabajaba aprisa, y nunca huía del trabajo, marcando los hitos de su jornada, frescos y confusos, por su vasito de rojo cada media hora aproximadamente.
Hanna podía oír el clip-clip-clip de sus tijeras, amortiguándose el ruido a medida que avanzaba por la avenida entre los altos cedros azuladoverdosos, cuyas ramas colgantes gemían y ondeaban, cepillando las sombras con largas pasadas a modo de algas marinas. Un viento susurrante silbaba en lo alto de los árboles, como la marea en la arena, y la sombra, espesa, era muy fresca. Hanna sintió un escalofrío. Estaba algo mareada después del largo paseo bajo el sol sin haber tomado otra cosa en todo el día que el café en el pueblo. Sus emociones habían quedado paralizadas por el miedo, y después se fundieron en su desesperación. Paralizadas, y después fundidas. Estaba perdiendo su contacto con la realidad.
Cuando llegó al pie de una doble escalinata de mármol que conducía a las terrazas, Hanna se detuvo, insegura del camino que debía tomar.
—¿Puedo ayudarte? —le preguntó una voz femenina desde arriba.
Hanna se hizo sombra en los ojos y alzó la mirada hacia la soleada terraza.
—Hola, soy Hanna Stern.
—Bien, sube, Hanna Stern. —La mujer tenía el sol a su espalda y Hanna no podía ver el rostro, pero, a juzgar por el vestido y sus modales, parecía ser oriental, aunque su voz, suave y modulada, contradecía el estereotipado gorjeo del habla femenina oriental—. Tenemos una de esas coincidencias que se supone traen suerte. Me llamo Hana, casi igual que tú. En japonés, hana significa flor. ¿Qué es lo que tu Hanna significa? Quizá, como tantos otros nombres occidentales, no significa nada. ¡Qué delicioso es que hayas llegado justo a la hora del té!
Se dieron las manos al estilo francés. Hanna quedó impresionada por la serena belleza de aquella mujer, cuyos ojos parecían contemplarla con una mezcla de bondad y humor. También sus modales daban a Hanna la sensación de estar extrañamente protegida y a sus anchas. Mientras caminaban juntas por la amplia terraza enlosada, hacia la casa, con su fachada clásica de cuatro puertas-ventana que flanqueaban la entrada principal, la mujer escogió las mejores entre las flores que había estado cortando y se las ofreció a Hanna, con un gesto tan natural como agradable.
—Debo poner éstas en agua —dijo—. Después tomaremos el té. ¿Eres una amiga de Nicholai?
—No, no realmente. Mi tío era amigo suyo.
—Y tú has venido a saludarle de paso. ¡Qué amabilidad por tu parte!
Abrió las puertas de cristales que daban a un salón soleado, en medio del cual, sobre una mesita baja frente a una chimenea de mármol con pantalla de latón, había un servicio de té. En el momento en que entraron, se oyó cerrar suavemente una puerta al otro lado de la habitación. Durante los pocos días que Hanna permaneció en el castillo de Etchebar, todo lo que pudo oír o ver del personal y de los sirvientes, fue puertas que se cerraban cuando ella entraba, o un caminar de puntillas al otro lado del vestíbulo, o la aparición de café o de flores en una mesilla de noche. Las comidas eran preparadas de tal manera que el ama de la casa podía servirse personalmente. Para ella, era una oportunidad de mostrarse bondadosa y solícita.
—Deja tu mochila ahí en el rincón, Hanna —indicó la mujer—. Y ¿podrías servir el té mientras yo arreglo estas flores?
Con la luz del sol entrando a raudales por los ventanales, las paredes de un azul pálido, las molduras doradas, el mobiliario combinado Luis XV y marquetería oriental, las espirales de vapor gris elevándose retorcidas desde la tetera a través de un rayo de sol, espejos por todas partes, alumbrando, reflejando, duplicando y triplicándolo todo; esta habitación no era de aquel mismo mundo en el que se dispara contra jóvenes en los aeropuertos. Mientras Hanna vertía el té de la tetera de plata en la porcelana de Limoges con cierto vago sentimiento chino, Hanna notó que el vértigo de la realidad se apoderaba de ella. Había sucedido demasiado en estas últimas horas. Temía desmayarse.
Sin motivo aparente, Hanna recordó sentimientos de desquiciamiento, como el de este momento, experimentados en sus años escolares… Fue durante el verano y ella se aburría, y sentía latente a su alrededor una pereza general hacia el estudio. Miraba fijamente los objetos a su alrededor hasta que éstos se convirtieron en grandes/pequeños. Y ella se había preguntado: ¿Soy yo misma? ¿Estoy aquí? ¿Soy realmente yo quien está pensando? ¿Yo? ¿Yo?
Y ahora, mientras contemplaba los movimientos parcos y graciosos de aquella esbelta mujer oriental que volvía sobre sus pasos para criticar el arreglo floral y hacer una ligera corrección, Hanna intentó desesperadamente encontrar un ancla contra la marea de confusión y fatiga que estaba arrastrándola lejos.
Es extraño, pensó. De todo lo que le había sucedido aquel día: las cosas horribles en el aeropuerto, el vuelo hacia Pau como en sueños, el parloteo invitador de los conductores que la habían llevado en sus autos, aquel imbécil propietario del café en Tardets, la larga caminata por la carretera hasta Etchebar… de todo ello, la imagen más profunda que conservó fue la del corto trecho que caminó bajo las sombras acuosas de la avenida flanqueada de cedros… en la densidad de esas sombras, temblorosa, mientras los gemidos del viento entre los árboles sugería ruidos del mar. Era otro mundo. Un extraño mundo.
¿Era posible que ella estuviera sentada allí, llenando de té unas tacitas de Limoges, probablemente con aspecto de bufón, con sus pantaloncitos cortos de excursión y torpe ademán? ¿Con sus botas claveteadas?
¿Habían transcurrido solamente algunas horas desde que había pasado aturdida junto al viejo sentado en el suelo de Roma Internacional?
—Lo siento —había murmurado estúpidamente.
—Lo siento —repitió ahora nuevamente, en voz alta.
La bella mujer dijo algo que no había podido penetrar en las capas de pensamiento e introversión de Hanna.
La mujer sonrió al sentarse junto a ella.
—Estaba diciendo solamente que es una pena que Nicholai no esté aquí. Ha estado en las montañas algunos días, arrastrándose en esas cuevas que ama tanto. Una afición escalofriante. Pero espero que regrese esta tarde, o mañana por la mañana. Esto te dará oportunidad de bañarte, y hasta de dormir un poco. Supongo que te irá bien, ¿no crees?
Imaginar un baño caliente y unas sábanas frescas resultó de una seducción casi desfallecedora para Hanna.
La mujer sonrió y acercó su silla a la mesa de mármol donde estaba el servicio de té.
—¿Cómo te gusta tomarlo? —Sus ojos eran tranquilos y honestos. De forma oriental, pero de color avellana con puntitos dorados. Hanna no hubiera podido adivinar su raza. Sus movimientos seguramente eran orientales, delicados y controlados; pero su piel tenía un tono café con leche, y el cuerpo, envuelto en un traje chino de seda verde y cuello alto, mostraba un desarrollo claramente africano en el pecho y las nalgas. Sin embargo, su boca y su nariz eran caucasianas. Y su voz era cultivada, baja y modulada, como lo fue su risa al decir—: Sí, ya lo sé. Es muy confuso.
—¿Perdón? —replicó Hanna, avergonzada, al ver que sus pensamientos habían sido interpretados tan claramente.
—Yo soy aquello que las personas bondadosas llaman «cosmopolita», y otras llamarían una mestiza. Mi madre era japonesa, y, por lo visto, mi padre era mulato, un soldado americano. Nunca tuve la suerte de conocerle. ¿Tomas leche?
—¿Cómo?
—En el té. —Hanna sonrió—. ¿Prefieres que hablemos inglés? —le preguntó en ese idioma.
—Sí, me expreso mejor —admitió Hanna también en inglés, pero con acento americano.
—Así lo he deducido de tu acento. Muy bien. Hablaremos en inglés. Nicholai casi nunca habla inglés en casa y me temo que estoy olvidándolo. —De hecho, Hanna tenía un acento ligeramente perceptible; no una mala pronunciación, sino una articulación ligeramente mecánica de su inglés británico. Es posible que su francés también mostrara rasgos de ese acento pero Hanna, al ser extranjera, no podía apreciarlo.
Pero se le ocurrió algo más.
—Hay dos tazas en la mesa. ¿Estaba esperándome Mrs. Hel?
—Llámame Hana. Oh, sí, te estaba esperando. El hombre del café de Tardets me llamó por teléfono para pedir permiso antes de darte la dirección. Y recibí otra llamada cuando pasaste por Abense-de-Haut, y otra cuando llegaste a Lichans. —Hana rió ligeramente—. Nicholai está muy bien protegido aquí. Sabes, no le gustan demasiado las sorpresas.
—Por cierto, eso me recuerda algo. Traigo una nota para usted. —Sacó del bolsillo la nota doblada que el propietario del café le había entregado.
Hana la abrió y le lanzó una ojeada, echándose a reír con su voz profunda, en clave menor.
—Es una factura. Escrita con todo detalle, además. ¡Ah, estos franceses…! Un franco por la llamada telefónica. Otro franco por tu café. Y un franco y medio adicionales, una estimación de la propina que tú hubieras dejado. ¡Dios mío, hemos hecho un buen negocio! El placer de tu compañía nos costará solamente tres francos y medio. —Se echó a reír, dejando a un lado la nota. Alargó entonces la mano, tibia y seca, sobre el brazo de Hanna—. ¿Jovencita? Creo que no te das cuenta de que estás llorando.
—¿Qué? —Hanna se puso la mano en la mejilla. Estaba húmeda de lágrimas. Dios mío, ¿cuánto rato había estado llorando?— Lo siento. Es que… Esta mañana mis amigos estaban… ¡Debo ver a Mr. Hel!
—Lo sé, querida niña, lo sé. Ahora acaba tu té. Hay algo que te hará dormir. Te acompañaré después a tu habitación en donde podrás bañarte y dormir. Y cuando veas a Nicholai, estarás fresca y bella. Deja aquí mismo tu mochila. Una de las muchachas cuidará de ella.
—Debería explicar…
Pero Hana alzó la mano.
—Todo se lo contarás a Nicholai cuando venga. Y él me contará lo que quiera que yo sepa.
Hanna sollozaba todavía y se sentía como una niña mientras subía detrás de Hana por la amplia escalinata de mármol que dominaba el vestíbulo de entrada. Pero en su interior sentía que la invadía una paz deliciosa. Lo que hubiera en el té estaba suavizando la corteza de sus recuerdos y hacía que se desvanecieran en la distancia.
—Es muy amable conmigo, Mrs. Hel —dijo con sinceridad.
Hana rió suavemente.
—Llámame Hana. Después de todo, no soy la esposa de Nicholai. Soy su concubina.