VIII

SASHKA, que se había ceñido con su cinturón, anunció que los caballos estaban dispuestos. Pero quería ir a toda costa a recoger la pelliza del conde, que había costado trescientos rublos, y devolver la pelliza azul, que no valía nada, al canalla que se había atrevido a cambiarla por la de su amo. Turbin dijo que no había necesidad de hacerlo y entró en su cuarto para cambiarse de ropa.

El oficial de caballería hipaba, sentado al lado de una gitana. El comisario de Policía había ordenado que sirvieran vodka y había invitado a los presentas a desayunar a su casa, prometiendo que su mujer en persona bailaría con las gitanas. El joven apuesto explicaba a Iliushka con toda seriedad que el piano es un instrumento que tiene alma y que, en cambio, en la guitarra no se “pueden dar los bemoles”. El funcionario tomaba té en actitud tristona en un rincón de la estancia. A la luz del día parecía avergonzarse de su libertinaje. Los gitanos discutían en su lengua; algunos insistían en divertir a los señores, a lo que se oponía Stioshka, diciendo que el barorai (en lengua gitana, conde, príncipe o, con más exactitud, gran señor) estaba enfadado. Empezaba a extinguirse la última chispa de la orgía.

-¡Venga una canción de despedida! Después, cada cual se irá a su casa -exclamó el conde, entrando en la sala. Venía lozano, alegre y más apuesto que nunca, con su indumentaria de viaje.

Los gitanos se disponían a empezar a cantar cuando entró Ilin con un fajo de billetes en la mano, y llamó al conde.

-Yo tenía quince mil rublos del Tesoro, y me has dado dieciséis mil trescientos, de manera que éstos son tuyos -dijo.

-Está bien, dámelos.

Mientras Ilin tendía el dinero a Turbin, lo miró tímidamente, abriendo la boca para decir algo; pero se cubrió de rubor hasta el punto de que se le saltaron las lágrimas. Se limitó a apoderarse de la mano de Turbin y estrechársela con fuerza.

-¡Déjame! Oye, Iliushka, te doy ese dinero; pero has de acompañarme cantando hasta las puertas de la ciudad.

Al decir esto, Turbin arrojó sobre la guitarra los mil trescientos rublos. En cambio, se olvidó de devolver al oficial de caballería los cien que éste le diera la víspera.

Eran ya las diez de la mañana. El sol se había remontado por encima de los tejados. Deshelaba. Hacía un rato que habían abierto las tiendas; se veía bastante gente por las calles; algunas señoras deambulaban por el mercado, y pasaban coches con nobles y funcionarios, cuando los gitanos, el comisario, el oficial, el joven apuesto, Ilin y el conde, con la pelliza de piel de oso, salieron a la escalinata del hotel. Tres trineos se acercaron a la entrada. Los caballos de cortas colas atadas chapoteaban en el barro líquido. Y todos, muy alegres, empezaron a acomodarse. El conde, Ilin, Stioshka, Iliushka y Sashka, el asistente, ocuparon el primer trineo. Fuera de sí, Blucher movía el rabo, ladrando al caballo de varas. Los demás se instalaron en los dos trineos siguientes, acompañados también de gitanos de uno y otro sexo. En cuanto arrancaron, los tres vehículos se pusieron al mismo nivel y los gitanos entonaron una canción.

De esta suerte atravesaron la ciudad, hasta llegar a sus puertas, obligando a apartarse hacia las aceras a todos los coches con que se cruzaban.

Los transeúntes, sobre todo los que los conocían, se sorprendieron mucho al ver esos nobles que iban por las calles de la ciudad en pleno día, cantando en compañía de unos gitanos borrachos.

En las puertas de la ciudad, los trineos se detuvieron y todos empezaron a despedirse del conde.

Ilin había bebido mucho en la despedida. De pronto, le dio lástima de que se fuera el conde y le rogó que se quedara un día más. Al convencerse de que no conseguía nada, se puso a besarlo con lágrimas en los ojos. Le dijo que, en cuanto llegara, pediría que lo trasladaran al cuerpo de húsares, al regimiento en que servía él. Turbin estaba particularmente alegre; dio un empujón al oficial de caballería, que desde aquella mañana se había decidido a tutearle, y lo tiró a la nieve; azuzó a Blucher contra el comisario de Policía y cogió en brazos a Stioshka como para llevársela a Moscú. Finalmente, montó al trineo y obligó al perro a que se sentara a su lado, a pesar del empeño que tenía de permanecer en pie.

Tras de pedir al oficial de caballería que recogiera la pelliza de su amo y se la enviase, Sashka subió al pescante. El conde gritó: “¡Vámonos!” Luego, se quitó la gorra y, agitándola por encima de la cabeza, silbó a los caballos igual que un cochero. Los trineos se pusieron en marcha.

Delante, en la lejanía, veíase una llanura uniforme cubierta de nieve por la cual serpenteaba el camino formando una línea de un amarillento sucio. Los rayos del sol jugueteaban sobre la nieve helada y transparente que empezaba a derretirse y calentaba de un modo agradable. Los sudorosos caballos despedían vaho. Sonaban los cascabeles. Un mujik, que llevaba una carga en un pequeño trineo, corría chapoteando con los pies calzados con lapti por la nieve deshelada. Al cruzarse con el trineo de Turbin, se apartó presuroso, tirando de las riendas. Luego seguía otro trineo. Venía en él una campesina gruesa y coloradota, con una criatura en el regazo, a la que había envuelto en su propia pelliza de piel de cordero. Fustigaba a su rocín blanco de sedosa cola con las puntas de las riendas. De pronto, el conde recordó a Ana Fiodorovna.

-¡Volvamos! -gritó al cochero.

Este no comprendió.

-¡Volvamos a la ciudad! ¡Rápido! -repitió Turbin.

El trineo franqueó de nuevo las puertas de la ciudad y no tardó en detenerse ante la casa de la señora Zaitsova. El conde subió presurosamente la escalera y cruzó el vestíbulo y el salón. La viudita estaba durmiendo. Turbin la cogió en brazos, la incorporó y, después de cubrir de besos sus ojos adormilados, se fue corriendo. Ana Fiodorovna se preguntó entre sueños: “¿Qué ha sucedido?”, mientras Turbin montaba en el trineo y ordenaba al cochero que se pusiera en marcha. Esta vez abandonó la ciudad de K*** para siempre, sin acordarse más de la viudita, de Lujnov, ni de Stioshka. Pensaba en lo que le esperaría en Moscú.