I

¡COMO usted guste, señora! Pero son muy dignos de lástima los Dutlov. ¡Todos ellos son buena gente!... Y si no mandamos ahora a uno de los dvorovuy, inevitablemente deberá ir uno de ellos, decía el intendente. La verdad es que toda la aldea los señala. Por lo demás, si es voluntad de usted... Y puso otra vez la mano derecha sobre la izquierda, colocándose ambas sobre el vientre; inclinó a un lado la cabeza, apretó sus delgadísimos labios hasta casi hacerlos chasquear, levantó los ojos y calló, con la intención evidente de permanecer así mucho tiempo, escuchando sin réplica todas las tonterías que no dejaría de decir la señora.

Este intendente era un antiguo siervo de la casa, que, afeitado y con largo casacón del corte especial adoptado por los intendentes, estaba de pie frente a su ama, rindiendo su informe, a la caída de una tarde de otoño. Según el parecer de la señora, el informe había de consistir en escuchar en las cuentas que le rindiera respecto a la marcha de la hacienda, para darle enseguida órdenes sobre asuntos futuros, mas, según el parecer del intendente, Egor Mikáilovich, consistía en la obligación de permanecer sobre sus torcidos pies, en un rincón de la estancia, con el rostro vuelto hacia el diván, escuchando toda la charla, alejada siempre del asunto, hasta lograr por medios diversos que la señora, impaciente, comenzara a murmurar: "Bien, bien...", consintiendo en todos los propósitos de Egor Mikáilovich.

Se trataba en esta ocasión del reclutamiento. La hacienda Pokróvskoie había de enviar tres reclutas.

Dos estaban designados claramente por la suerte, debido a la coincidencia de todas las condiciones familiares, morales y económicas; acerca de ellos no podía haber duda, vacilación o protesta ni por la parte del mir ni por la de la señora; pero en cuanto al tercero, la cuestión era discutible. El intendente quería salvar al treinik (padre de tres hijos) Dutlov, enviando en lugar de uno de ellos a Polikushka, un dvorovuy, padre de numerosa familia, pero hombre de muy mala reputación, a quien se había sorprendido varias veces robando sacos vacíos, riendas y heno. La señora, que frecuentemente acariciaba a los andrajosos hijos de Polikushka, y que se dedicaba a procurar su mejoramiento moral por consejos y medios evangélicos, no quería sacrificarlo. Al mismo tiempo, tampoco quería el mal de los Dutlov, a quienes ni conocía ni siquiera los había visto. Con todo esto la señora de ningún modo pudo comprender, y el intendente no se atrevía a explicarle con claridad, que si no iba Polikushka iría indispensablemente Dutlov. ¡Pero es que yo no quiero mal ninguno para los Dutlov! -decía emocionada-. "Si no quiere usted, pague entonces trescientos rublos para un sustituto", era lo que se debía contestar; mas el respeto a los amos no permitía hacerlo, y el intendente calló.

Egor Mikáilovich se colocó entonces con la mayor comodidad, apoyándose en la pared, con expresión de servilismo en el semblante, y se puso a contemplar los movimientos de los labios de la señora, el bordado movedizo de su cofia y los movimientos correspondientes de la sombra en la pared, bajo un cuadrito. Por lo demás, no cría que fuese necesario profundizar el sentido de las palabras de la señora, que hablaba mucho, durante largos ratos. El timbre de su voz complacía en cierto grado al intendente. De pronto sintió detrás de las orejas las contracciones nerviosas que produce el deseo de bostezar, lo cual disimuló hábilmente con fingido acceso de tos, cubriéndose la boca con la mano.

Recuerdo haber visto no ha mucho tiempo a lord Palmerston, sentado, cubriéndose el rostro con su sombrero, mientras un miembro de la oposición atacaba rudamente al ministerio; y luego, levantándose de súbito, con un discurso que duró tres horas, a contestar a todas las objeciones de su adversario; y esto lo oí sin sorpresa ninguna, porque mil veces había visto lo mismo entre Egor Mikáilovich y su ama. Fuese que sintiera dormirse, o que le pareciese que su ama ya hablaba demasiado, el intendente comenzó a removerse, apoyando el peso de su cuerpo ora sobre el pie izquierdo, ora sobre el derecho, y rompió a hablar con su frase habitual.

-Como usted guste, señora; pero..., el mir está reunido en mi despacho y es preciso acabar de una vez. La orden dice que es necesario entregar los reclutas, en la ciudad, antes del día de Pokrov (1º de octubre) y todos los campesinos indican a los Dutlov, pues en verdad no hay otros en la misma condición. El mir no se preocupa por los intereses de usted: para el mir es indiferente que arruinemos a esta familia; pero yo sé muy bien lo que ellos han sufrido. Desde el tiempo que hace que soy intendente, siempre han vivido en la miseria. Apenas ha podido aguardar el pobre viejo que su nieto menor comience a trabajar, y ahora resulta que les arruinaríamos de nuevo. En cuanto a mí, puede usted creer que me preocupo tanto de sus intereses como de los míos. Y diga lo que diga, es una lástima, señora; no es mi suegro, ni mi hermano, y personalmente no tengo ningún provecho de ellos...

-Eso no me pasa ni por la imaginación, Egor interrumpió la señora; e inmediatamente se le ocurrió que el intendente había sido pagado por

Dutlov.

-...Sólo que es esta la mejor casa en todo Pokrovskoie. Son mujiks que temen a Dios, y muy trabajadores. El viejo, desde hace treinta años, es

stárosta de la iglesia; no toma vino, ni jura con malas palabras; frecuenta el templo (¡qué bien conocía el intendente el lado sensible de la señora!), y lo que es principal, que tiene sólo dos hijos, porque el tercero es nieto. El mir los señalaba, pero lo justo sería sortearlos con los demás "dobles".

Hay algunos que teniendo tres hijos se han dividido por su imprudencia, y ahora resulta que tienen razones para no ir al servicio, mientras éstos tendrán que sufrir por su virtud.

Desde ese momento la señora ya no comprendió nada, no entendió qué significaba "el sorteo entre los dobles", y de qué virtud se trataba; escuchaba los sonidos de la voz del intendente y observaba los botones de nankin de la casaca del intendente; el botón superior se abrochaba de seguro raras veces, por lo cual estaba firme, mientras que el segundo se había descosido por completo y colgaba de modo que ya hacía mucho tiempo hubiera sido preciso recoserlo. Pero como sabemos todos, para una conversación seria no es necesario comprender lo que se nos dice, pues basta únicamente recordar bien lo que debemos decir. Y así obraba la señora.

-Pero, ¿por qué no quieres entenderme, Egor Mikáilovich? No deseo de ningún modo que Dutlov vaya al servicio. Creo que me conoces bastante para saber que hago lo posible para ayudar a mis campesinos, y no quiero el mal para ninguno. Sabes que estoy dispuesta a sacrificar todo, para librar de esta triste necesidad, no sólo a Dutlov, sino también a Jorushkin. (No sé si le ocurrió al intendente que para librarse de esta triste necesidad no era preciso sacrificar todo, sino que bastaba con trescientos rublos; sin embargo, le pudo venir este pensamiento.) Te diré solamente una cosa, y es que a Polikey no lo daré por nada del mundo. Cuando después de aquel asunto del reloj, que él mismo me confesó llorando, juró corregirse, hablé mucho con él y me convencí de que estaba conmovido y arrepentido sinceramente. (Vaya, ¡ya comenzó su canción! -pensó Egor Mikáilovich, y se puso a examinar la conserva de fruta que tenía en el vaso de agua -:¿naranja o limón?, de todos modos debe estar muy amargada, siguió pensando.) Desde entonces ya han pasado seis meses, y ni una vez se ha emborrachado, y su conducta es ejemplar. Su mujer me ha dicho que se ha convertido en otro hombre..., ¿cómo quieres que yo le castigue ahora que él se ha enmendado? Sería, además, una cosa horrible que se mandara al servicio a un hombre que tiene cinco hijos, de los cuales es el único sostén. No, Egor, no me hables más de ello...

Y la señora se volvió a su agua dulce.

Egor Mikáilovich observó el paso del líquido por la garganta de la señora, y después preguntó corta y secamente:

-Entonces, ¿usted ordena que se aliste a Dutlov?

Y la señora dio una palmada, con impaciencia.

-¿Cómo es que no puedas comprenderme?

¿Deseo yo acaso la desdicha de los Dut1ov? ¿Tengo contra ellos el menor resentimiento? Dios es testigo que estoy dispuesta a hacer por ellos todo lo posible. (La señora dirigió la mirada hacia el cuadro que estaba en el rincón, pero advirtió al punto que no era una imagen de Dios: "Es igual; esto no es lo importante", pensaba. Lo extraño era que tampoco esta vez se le ocurrió lo de los trescientos rublos), Pero, ¿qué puedo yo hacer? ¿Acaso yo sé cómo arreglarlo? No lo puedo saber; confío en ti, y ya sabes lo que deseo. Haz que todos se queden contentos, como lo manda la ley. No hay remedio no sólo para ellos, para todos hay en la vida momentos críticos. Únicamente que no se mande a Polikey. Tú mismo comprendes que esto sería una cosa terrible para mí.

Hubiera seguido hablando mucho tiempo -a tal grado se sentía animada-, pero entró la criada.

-¿Qué hay, Duniasha?

-Acaba de llegar un mujik para preguntar a Egor Mikáilovich si ordena que la asamblea lo espere -dijo la criada mirando con odio a Egor Mikáilovich-; ¡qué intendente tan imbécil! -pensó la doncella-: ha enfadado a la señora y ahora no me dejará dormir hasta las dos de la mañana.

-Entonces, anda, Egor -dijo la señora-; haz lo mejor.

-Obedezco. (Ya no dijo nada de los Dutlov.) - ¿Quién ordena usted que vaya a cobrar al jardinero?

-No, no ha vuelto.

-¿Podrá ir Nikolay?

-Mi padrecito está en cama, le duelen los riñones -dijo Duniasha, que por lo visto era hija de Nicolás.

-¿Quiere usted que yo mismo vaya mañana? -preguntó el intendente.

-No, te necesitamos aquí, Egor.

-La señora quedó pensativa. ¿Qué tanto es?

-Cuatrocientos sesenta y dos rublos.

-Envía a Polikey -dijo al fin mirando resueltamente al rostro del intendente.

Egor Mikáilovich, sin despegar los dientes, contrajo los labios como si fuese a sonreír, pero no hubo cambio en su semblante.

-Obedezco.

-Antes ordénale que venga aquí.

-Obedezco -y Egor Mikáilovich se fue a su despacho.