VII

AL día siguiente, muy temprano, detúvose frente al portalón de la casa de los dvorovuy una pequeña carreta, la que servía al intendente para su viajes, enganchada a un caballo alazán, muy robusto, llamado Tambor, quién sabe por qué. Aniutka, la hija mayor de Polikey, a pesar de la lluvia, del granizo y del viento frío estaba con los pies desnudos a la cabeza del caballo, lo más lejos posible y visiblemente asustada, deteniéndolo con una mano de la brida y sosteniendo con la otra un camisolín de color amarillo verdoso que llevaba en la cabeza y que desempeñaba en la familia el papel de cubierta, de abrigo, de gorro, de alfombra, de paletó para Polikey y de muchos oficios más, en el rincón habla gran animación. Todavía estaba oscuro; la luz de la madrugada del día lluvioso penetraba apenas por la ventana, cuyos cristales estaban pegados con papel. Akulina no cuidaba en aquel instante de la cocina, ni de los hijos, de los cuales todavía no se habían levantado los pequeños, que temblaban de frío, porque las ropas de la cama las habían tomado en calidad de abrigo los que estaban de pie, siendo sustituidos por el chal de la madre. Akulina ocupábase de los preparativos para el viaje de su marido. La camisa estaba limpia; pero las botas, que como se ha dicho estaban muy rotas, exigían grandes cuidados. Primero sacó sus medias de lana gruesas, las únicas que tenía, y las entregó a su marido. Luego, aprovechando una manta de caballo que había traído Polikey hacía pocos días, de la caballeriza, donde se encontraba mal colocada, hizo unas plantillas que pararon hasta cierto punto los agujeros, protegiendo los pies de la humedad.

Ílich estaba sentado con los pies en la cama y se ocupaba de arreglar su cinturón para que no tuviese aspecto de cuerda sucia. La niña más pequeña, de voz balbuciente, cubierta la cabeza con un chal que se le enrollaba hasta los pies, fue enviada a casa de Nikita para pedir prestada la gorra. El tumulto lo aumentaban los dvorovuy, que venían a pedir a Ílich que les comprase algo en la ciudad: quién agujas, quién té, quién aceite para lámpara, tabaco, y hasta la mujer del carpintero le pidió que le comprara azúcar, apresurándose a hacer hervir el samovar, y, para captarse la voluntad de Ílich, le ofreció en un jarro el líquido que llamaba té. Como Nikita se negó a prestar la gorra, fue preciso arreglar la propia, meter los pedazos de algodón que colgaban, recosiendo un agujero con la aguja del veterinario; las botas, con las plantillas hechas de la mantilla, no podía ponérselas y como Aniutka se había congelado y dejó las riendas de Tambor, se envió a Mashka, para que, envuelta en el chal, la sustituyera, y después, cuando quitaron el abrigo a Mashka, Akulina misma tuvo que detener el caballo. Al fin de cuentas, Ílich se había puesto todos los vestidos de su familia, dejando en casa únicamente el delgado manto y las pantuflas. Se colocó en el carruaje, se cruzó el abrigo, arregló el heno a sus pies, de nuevo se cruzó el abrigo, desató las riendas, por tercera vez se cruzó el abrigo, como lo hacen los hombres muy serios, e hizo partir el caballo.

Su hijo, Mishka, saliendo al portalón, le pedía que lo pasease un poco en el carro, y Mashka, con voz balbuciente, pidió lo mismo, asegurando que sentía calor también sin abrigo; Polikey detuvo el caballo, sonrió con su sonrisa débil, mientras Mulina, que subía a sus chicos inclinándose hacia él le rogó otra vez que no olvidara su juramento y que no tomara nada durante el viaje. Polikey llevó a los niños hasta la fragua, los bajó, se envolvió mejor en el abrigo, se hundió el casquete y se puso a caminar al trote, estremeciéndose y golpeando con los pies el fondo de la carreta en los choques del camino.

Mashka y Mishka corrieron descalzos, dando tales chillidos que un perro de la aldea, que se había desviado llegando a la quinta, al mirarlos bajó de repente la cola y se fue ladrando, circunstancia que aumentó los chillidos de los herederos de Polikey.

El tiempo era malo; el cierzo cortaba el rostro de Pilikey; a veces nieve, a veces agua o el granizo, azotaban a Ílich en la cara y en las desnudas y heladas manos que llevaban las riendas y que trataba de esconder en las mangas del abrigo; el pobre Tambor, movía a un lado y a otro la cabeza, sacudía las orejas y cerraba los ojos. A veces la tempestad calmaba y se despejaba el día; veíanse claramente las azuladas nubes de nieve, y parecía que el sol iba a brillar, irresoluto, sin alegría, como la sonrisa de Polikey. A pesar de todo, Ílich se sumergía en agradables meditaciones. Él, a quien trataban de deportar, a quien amenazaban con el reclutamiento, a quien asustaba y golpeaba todo el que quería hacerlo, a quien se cargaba con los trabajos más repugnantes..., él iba ahora a cobrar una suma de dinero, una suma grande; la señora tenía confianza en él, y allá iba en la carreta del intendente, tirada por Tambor, por el caballo que muchas veces había conducido a la señora misma; y llevaba en las manos riendas de cuero, como si fuese un posadero. A decir verdad, pueden ir en una carreta también comerciantes cuyos negocios alcanzan a diez mil rubios; viajan lo mismo que viajaba él, pero no es igual. Vemos, por ejemplo, a un hombre de barba abundante, kaftán azul o negro, con caballo bien alimentado, como iba él mismo; basta una sola ojeada para comprender si el caballo está bien alimentado, lo mismo que el dueño; basta fijarse en el arreglo de los arneses, en los muelles de las ruedas, en el cinturón del viajero, para determinar inmediatamente si es con miles o con cientos de rubios con lo que este mujik hace su comercio.

Todo hombre experto, apenas hubiese visto a Polikey, apenas se hubiese fijado un instante en sus manos, en su rostro, su escasa barba recientemente crecida, su cinturón, el heno echado desordenadamente en el fondo de la carreta, Tambor enflaquecido y los muelles gastados por el uso, inmediatamente habría reconocido que quien caminaba era un siervo, y no un comerciante, tampoco un ganadero ni un posadero, y que aquí no se trataba de miles, de cientos, ni de decenas de rublos. Pero Ílich no pensaba así. ¡Se engañaba el buen hombre y se engañaba dulcemente! Eran tres mitades de mil que pronto se hallarían dentro de su pechera. Si le daba la gana podría dirigir a Tambor hacia otra parte, yéndose a donde Dios pluguiera; pero no lo haría, y llevaría el dinero a la señora, alabándose de que ya muchas veces había cobrado cuentas mayores. Al pasar frente a la taberna, Tambor tiró la rienda al lado izquierdo, dispuesto a detenerse; pero Polikery, a pesar de que tenía el dinero que le dieron para las compras, dio al caballo un latigazo y siguió su camino. Lo mismo hizo frente a otra taberna, de modo que al medio día se halló frente a la casa de un comerciante donde siempre se hospedaban los servidores de la señora; detuvo en el patio la carreta, desenganchó el caballo, dándole heno, almorzó con la servidumbre de la casa sin dejar de narrar para cuál importante negocio se le había enviado, y con la carta en la gorra se dirigió al jardinero.

El jardinero conocía a Polikey, y al leer la carta le preguntó con visible desconfianza si verdaderamente él era el encargado de recoger aquel dinero. Ílich quería enfadarse, pero no pudo lograrlo y sonrió únicamente con su triste sonrisa.

El jardinero releyó la carta y entregó el dinero que, recibido, Polikey puso dentro de su pechera, para volver a la casa. Ni el restaurante, ni las tabernas... nada lo tentaba. Sentía una irritación agradable en todo su cuerpo; se detenía delante de las tiendas, para mirar botas, armiaks, casquetes, telas y comestibles; deteníase un momento y luego se alejaba penando: "Todo lo puedo comprar..., ¡pero no lo haré!" Dirigióse al mercado y compró cuanto se le había encargado, y comenzó a tratar una shuba, por la cual pedían veinticinco rublos. El mercader examinaba a Polikey y desconfiaba de que este hombre fuese capaz de comprarla; pero Polikey mostró el dinero que llevaba sobre el pecho, afirmando que sería capaz de comprar toda la tienda si le daba la gana; quiso probarse el abrigo, examinó la piel hasta contaminarse de olor a carnero, y al fin se lo quitó suspirando: "No me conviene el precio.

Si usted lo da en quince rublos..." El mercader lanzó colérico el abrigo sobre el mostrador y Polikey salió de la tienda, con buen humor, camino a la posada.

Después de cenar y de haber dado su pienso a Tambor, Polikey subió a la estufa, sacó el sobre, lo examinó largo rato y al fin pidió al posadero, que sabía leer, que viese qué decía aquello; y éste leyó:

"Contiene mil seiscientos diecisiete rublos, papel moneda". El sobre era de papel corriente; los sellos, de lacre rojo, representaban un ancla, uno grande al centro y cuatro más chicos en las esquinas a un lado una gota de lacre. Ílich observó todo esto muy bien, hasta que lo aprendió de memoria y palpó los agudos filos de los billetes, sintiendo una alegría de niño al verse con tanto dinero en las manos. Puso el sobre en el forro del casquete, colocó éste bajo su cabeza y se acostó... Durante la noche despertó varias veces, y en la oscuridad palpaba, para convencerse de que estaba el sobre donde lo había colocado. Cada vez que hacía esto, experimentaba una sensación gratísima de orgullo, pensando que él Polikey, tan ofendido y humillado, tenía en su poder tanto dinero y lo iba a entregar con exactitud, con tal precisión como no lo habría hecho mejor el intendente.