V
ENTRE tanto, la asamblea se agitaba frente al despacho. No se trataba de poca cosa. Todos los mujiks estaban presentes y cuando Egor Mikáilovich se fue a consultar con la señora, se cubrieron la cabeza; cada vez era mayor el número de voces que tomaban parte en la discusión, y cada vez también hacíanse más ruidosas. El rumor de charlas en voz baja se interrumpía de cuando en cuando por las sentencias de una voz gritona y gruesa, y este rumor parecido al del mar tormentoso llegaba hasta las ventanas de la señora, la cual, no soportando estos ruidos, sentía en la ocasión una inquietud nerviosa parecida a la que provoca una fuerte tempestad: algo de miedo y algo de disgusto.
Siempre le parecía que las voces iban creciendo, que debían aumentar todavía más, y que sucedería algo grave. "¡Cómo si no pudiese hacerse todo esto tranquilamente, con calma, sin discusiones, sin gritos -pensaba-, según la ley de Cristo, de fraternidad y de bondad.”
Muchos hablaban a la vez, pero Fiodor Rezum, el constructor, sobrepasaba a todos con sus gritos.
Era de los dobles y atacaba a Dutlov. El viejo Dutlov se defendía; salió al frente de los demás, tras los cuales se encontraba antes, sofocado y agitándose vivamente, deteniéndose la barba con las manos; gruñía con tal rapidez que apenas él mismo podía comprender lo que decía. Sus hijos y sobrinos, todos buenos mozos, se escondieron tras él, y el viejo Dutlov parecía una gallina que defiende a sus polluelos del gavilán. Rezum representaba el gavilán, y no sólo Rezum sino todos los dobles y unigénitos; casi toda la asamblea atacaba a Dutlov.
La cuestión era como sigue: el hermano de Dutlov, treinta años hacía, había ya sido reclutado, de modo que Dutlov ahora no deseaba encontrarse en el turno de los troinik, sino que el servicio de su hermano se tomase en consideración, nivelándole en sus derechos con los dobles para jugar la suerte junto con ellos. Hubo todavía cuatro troinik más, sin contar a Dutlov; pero uno era el stárosta (el alcalde), y fue retirado de su obligación militar por la señora- el de otra familia, había dado ya un recluta el año anterior; de las otras dos familias fueron tomados ahora dos reclutas, y uno de ellos no se presentó en la junta; únicamente su mujer estaba de pie detrás de todos, con la esperanza oscura de que la rueda de la fortuna pudiera favorecerla de algún modo; el otro de los reclutados, el rubio Román, con un armiak remendado (aunque no era pobre), estaba de pie, apoyándose en la gradería, con la cabeza inclinada, fijándose a veces silenciosamente en alguno que le hablaba más alto, para después volver a bajar la cabeza. Toda su figura estaba rodeada de un ambiente de tristeza. El viejo Semión Dutlov pertenecía a aquella clase de hombres a quienes todo el mundo, después de conocerlos un poco, les confiaría centenares y miles de rublos: era un hombre serio, piadoso, bien afortunado y sobre todo, el stárosta de la iglesia. Así saltaba más a la vista el azar en que se encontraba ahora.
El constructor Rezum era, por el contrario, hombre de elevada estatura, sereno, turbulento, borracho, atrevido y muy hábil en las discusiones y debates, en las asambleas, en los mercados; igual en sus tratos con obreros, mercaderes, mujiks o señores. Ahora conservaba mucha calma; mordaz, aprovechaba su alta talla y su elocuencia, y atacaba al sofocado Dutlov, que de momento en momento perdía la serenidad. Los demás que tomaban parte en los debates eran Garaska Kipilov, de redonda faz, cabeza cuadrada, barba rizada, rechoncho, y no viejo todavía; era de los habladores de la generación posterior a la de Rezum, y se distinguía por su manera dura de hablar que le había ganado cierta importancia en las asambleas; le seguía Fiador Mélnichny, un mujik joven también, amarillo, flaco, larguirucho, con un hombro caído, la barba corta, los ojos pequeños, naturalmente irritado, sombrío y que era hombre que siempre descubría el punto negro de todo asunto y asombraba con frecuencia a sus oyentes con preguntas rápidas y objeciones inesperadas. Estos dos habladores estaban al lado de Rezum. Además, a veces tomaban parte otros dos parlanchines: uno con cara más bondadosa y gran barba rubia Jrapkov, que decía sin cesar: "mi querido amigo"..., y otro: menudo y con cara de pájaro, Jidkov, que siempre repetía: "resulta, hermanos míos"..., y se dirigía a todos, hablando muy armoniosamente y sin ninguna relación con el asunto. Los dos tomaban unas veces el lado de uno y otras el del otro, pero nadie hacía caso de ellos.
Había aún otros, pero estos dos eran los que corrían por las filas de todos los presentes opacando a los demás con sus gritos, asustando a la señora, sin que se les prestara ninguna atención; sólo arrastrados por el rumor y por los gritos, se entregaban con toda su alma al placer de soltar la lengua. Había campesinos de los más diferentes caracteres: sombríos, decentes, indiferentes, tímidos; había también mujeres que se escondían detrás de los mujiks, con sus bastones en las manos, pero de toda esa gente, hablaré, si Dios quiere, en otra ocasión.
En general, era una muchedumbre de campesinos que asistía a la asamblea como asiste a la iglesia, donde los que quedan atrás, charlan de sus asuntos domésticos, del momento propicio para ir a cortar leña al bosque..., o esperan silenciosos que acabe la algarabía. También había algunos ricos, para los cuales la asamblea no significaba provecho ni daño.
De éstos era Ermil, de cara redonda y brillante, a quien los mujiks llamaban panzón, por ser muy rico; a éstos pertenecía también Starostin, en cuyo rostro se reflejaba la expresión del poder satisfecho:
"Hablad vosotros lo que queráis, conmigo no podréis nada; tengo cuatro hijos y he aquí que no se irá ninguno". A veces los liberales, como Kopilov y Rezum, también atacaban a éstos, pero ellos contestaban con calma y firmeza, conscientes de su inviolabilidad. Si Dutlov se parecía mucho a una gallina defendiendo a sus polluelos, sus hijos y su sobrino no parecían del todo polluelos; no se metieron en nada, ni chillaron, sino que estuvieron de pie, muy tranquilos tras de su padre. El más grande ya tenía treinta años; el segundo, Vassily, era casado también, pero estaba incapacitado para ser soldado; Iliushka, el sobrino recién casado, era el tercero y revelaba en su semblante la salud; con su tulup elegante (había sido antes postillón), miraba a las gentes rascándose a veces la nuca, por debajo del casquete, de manera que parecía que la cosa no le importaba nada, cuando a él precisamente era a quien querían los gavilanes arrebatarlo a la familia.
-Mi abuelo fue soldado -dijo alguien-, y por ello, ¿voy a rehusar el sorteo? No existe semejante ley.
En el último alistamiento se llevaron a Mijeich, mientras que su tío todavía no ha vuelto.
-Ni tu padre ni tu tío han servido al zar -gritaba al mismo tiempo Dutlov-. Tampoco tú has servido a los señores, ni al mir, estás siempre emborrachándote, y por esto tus hijos se han separado de ti. ¿Cómo es posible que ellos vivan contigo? Por eso señalas a los otros; pero yo he sido diez años sotsky también he sido stárosta, dos veces se quemó mi casa y nadie me ha ayudado; por esto, porque en mi casa se vive en paz y honradamente, ¿se me quiere arruinar? ¡Devolvedme a mi hermano!
¡Sin duda ha muerto allá! ¡Quién va a escuchar los embustes de un borracho!
Al mismo tiempo Gerasim gritaba, dirigiéndose a Dutlov:
-Nos recuerdas a tu hermano, pero él no fue enviado al reclutamiento por el mir, sino que lo designaron los señores por su conducta infame, de modo que esto no se puede tomar en cuenta.
Gerasim no había acabado aún de hablar cuando el amarillo y largo Fiodor Mélnichny dijo coléricamente, adelantándose:
-Eso precisamente es la cuestión. Los señores envían a quien les da la gana y después el mir tiene que ser responsable. Ahora hemos designado a tu hijo para marchar, y si no te gusta, ve a pedir a la señora que ordene ella que se vaya mi unigénito.
Ésta precisamente es la justicia de que tratas -dijo con amargura. Y de nuevo se colocó entre los demás.
El rubio Román, cuyo hijo había sido designado, levantó la cabeza y murmuró:
-¡Tienes razón! ¡Esa es la ley! -y se sentó disgustado en el escalón de la puerta.
Más éstos no eran los únicos que hablaban a la vez. Con excepción de los que atrás y de pie charlaban de sus negocios particulares, los charlatanes no olvidaban su papel.
-Es cierto, mir cristiano -dijo el pequeño Jidkov, repitiendo las palabras de Dutlov-, hay que juzgar como mande Dios. Es decir, hermanos míos, hay que juzgar según la ley cristiana.
-Hay que resolver honradamente, querido amigo -decía el bondadoso Jrakov, repitiendo las palabras de Kopilov, y cogiendo a Dutlov por el tu1up-; esta fue la voluntad de los señores, y de ningún modo resolución del mir
-¡Tienes razón!, este es el asunto -repitieron algunos.
-¿De qué borracho se trata? -decía Rezum-. ¿Tú me has convidado, o hablas de tu hijo, a quien encuentran borracho en la carretera, para poder reprocharme por el vino? Hermanos, hay que acabar de una vez. Si queréis proteger a Dutlov, podéis enviar, no sólo a los dvoinik, sino a los unigénitos, para que sea posible reírse de nosotros.
-¡Dutlov tiene que marchar! ¡No hay que hablar más! ¡Es claro! Los troinik deben sortearse antes -dijeron varias voces.
-Todavía falta saber lo que ordene la señora.
Egor Mikáilovich dijo que tal vez se enviarla a un dvorovuy -exclamó alguien.
Esta aclaración detuvo un instante las discusiones; pero pasados unos momentos, comenzaron de nuevo acaloradamente, convirtiéndose en ataques personales.
Ignacio, a quien Rezum acusaba de encontrarlo por los caminos en estado de ebriedad, sostuvo que Rezum había robado una sierra a unos carpinteros transeúntes, y que una vez, estando borracho, a punto estuvo de matar a su mujer a golpes.
Rezum contestó que en cuanto a la mujer, le pegaba lo mismo en su juicio que borracho, y que nunca era lo bastante; tal declaración provocó alegres risas. En cuanto a lo de la sierra se manifestó muy ofendido, y se enfrentó a Ignacio preguntando:
-¿Quién robó?
-Tú robaste -contestó resueltamente el robusto Ignacio, acercándose también a su interlocutor.
-¿Quién más podía robar sino tú? -gritó Rezum.
-No, ¡tú eres el ladrón! -gritó Ignacio.
Después de lo de la sierra el altercado pasó a lo de un caballo robado; luego se habló de un saco de avena y de un trozo de terreno en la huerta común, y hasta llegaron a tratar de un cadáver. Y los dos mujiks acabaron por acusarse mutuamente de cosas tan horribles que si la centésima parte de éstas fueran ciertas, los dos, por lo menos, hubieran sido desterrados a Siberia.
Entre tanto, el viejo Dutlov esgrimía otra forma de defensa. Le disgustaban los gritos de su hijo; trataba de convencer a la asamblea que como troinik debía considerarse no únicamente a los que tenían tres hijos reunidos, sino también a aquellos que se habían dividido. Entre éstos señaló la familia de Starostin.
Éste sonrió ligeramente, tosió, y, acariciando su barba de la manera que lo hacen los ricos, contestó que no había más voluntad que la de la señora; y que si había sido declarado libre del servicio, indudablemente su hijo lo merecía. Respecto a las familias divididas, Gerasim también destruyó las razones de Dutlov, haciendo notar que el mir tenía derecho de no permitir la separación, como no se permitía en tiempos del viejo barin, que al pasar el verano no se anda en busca de frambuesas, y que ahora era imposible enviar a los ya separados.
-No por nuestro placer nos hemos dividido; ¿por qué se nos ha de arruinar ahora? -decían las voces de los que estaban en esa condición, y los indiferentes seguían su parecer.
-¿Compra un recluta si no te gusta mandar al tuyo? ¡Lo puedes hacer! -dijo Rezum a Dutlov.
Dutlov abrochóse el kaftán, y desesperadamente se colocó detrás de los mujiks, murmurando colérico:
-¡Tú habrás contado mi dinero!
-Vamos a oír todavía lo que nos diga Egor Mikáilovich respecto a la voluntad de la señora.