II
POLIKEY, en su calidad de hombre misérrimo, de mala fama, y recién venido de otra aldea, no tuvo protección ni por medio del ama de llaves, ni del dispensero, ni del intendente, ni de la doncella, de modo que se le dio el peor rincón de todos, a pesar de que eran siete personas. Estos rincones fueron construidos desde el tiempo del difunto señor, del modo siguiente: en el centro de la isla de diez arshin cuadrados se hallaba la gran estufa rusa alrededor de la cual se encontraba el kolidor (así lo llamaban los siervos), y en cada ángulo se encontraba un rincón separado con tablas. Por este motivo las habitaciones eran pequeñas, especialmente la de Polikey, que era la más cercana a la puerta. El lecho conyugal, con un cobertor cosido y dos almohadas, la cuna con el chiquillo, la mesita de tres pies en que se preparaba la comida y se colocaban todos los objetos domésticos, sirviendo a Polikey como lugar de trabajo (él era curandero de caballos); los cubos para el agua, la ropa de toda la familia, las gallinas, la ternera de que eran dueños, y ellos siete, todo esto llenaba completamente el rincón hasta ser imposible moverse, si no hubiesen contado con la cuarta parte de la estufa común, encima de la que se colocaban las cosas y las gentes, cuando no era posible salir a la gradería. A decir verdad, a poco ya no fue posible salir: en octubre ya hace frío; y en cuanto a abrigos, había sólo un tulup para los siete miembros de la familia; en cambio, los niños podían calentarse corriendo, y los grandes trabajando, y unos y otros subiéndose a la estufa donde había cuarenta grados de calor. Parece imposible vivir en condiciones semejantes, pero ellos vivían: luego, se podía vivir.
Akulina lavaba a los niños, cosía la ropa para ellos y para el marido, hilaba y tejía y blanqueaba sus lienzos, guisaba y horneaba en la estufa común, murmuraba y reñía con las vecinas. Las provisiones del mes bastaban no sólo para los niños, sino que quedaba algo también para la vaca. La leña, lo mismo que el alimento para el ganado lo daba la señora, y a veces también algo de heno. Tenía un trozo de huerta. La vaca acababa de parir; además, poseían varias gallinas. Polikey trabajaba en la caballeriza sangraba a los caballos y al ganado, limpiaba sus herraduras, los curaba si estaban enfermos, con ungüentos de su propia invención, y por esto recibía gratificaciones en dinero y especie.
Solía quedarse también con una parte de la avena destinada a los caballos del ama. En la aldea había un campesino que regularmente le daba cada mes diez libras de carnero a cambio de dos medidas de avena. La vida hubiera sido llevadera, a no pesar un infortunio sobre toda la familia: en su juventud Polikey había vivido muchos años en otro pueblo donde estaba empleado en una gran cría de caballos.
El palafrenero de quien Polikey era subordinado, era el primer ladrón de la comarca, que al fin acabó por ser desterrado. Polikey hizo con él su aprendizaje, y por ser muy joven se acostumbró a tal grado a hurtar, que después, no obstante sus propósitos buenos, ya no pudo abstenerse de hacerlo. Era un pobre joven de carácter muy débil; no tuvo padre ni madre que lo hubieran instruido.
A Polikey le gustaba tomar la copa y no le gustaba que las cosas estuvieran mal colocadas. Una cuerda, los arreos, las chapas, un clavo o algún objeto de más valor, todo encontraba un buen lugar por las manos de Polikey Ílich. En todas partes hay siempre gente que necesita alguna de esas cosas, y que las paga con vino o con dinero, según convenio. Éstas son las ganancias más fáciles, como suele decir el pueblo: no exigen estudios, ni trabajo, y cuando se ha probado una vez, ya no se quiere hacer ningún otro oficio. Hay sólo un inconveniente en esta clase de negocios: aunque todo se consigue con poco costo y sin gran esfuerzo, y se vive muy agradablemente, en cualquier momento se encuentra gente mala que no aprueba esta labor, y entonces ha de pagarse todo a la vez, de suerte que se pierde la alegría de vivir.
Esto mismo sucedió a Polikey. Un día se casó y Dios lo bendijo: su mujer -la hija del guardador del ganado- era de muy buena salud, inteligente y muy trabajadora; le dio hijos, uno mejor que otro...
Polikey no dejaba su oficio y todo marchaba bien, pero de pronto le afligió un infortunio y se comprometió por una insignificancia: robó unas riendas de cuero a un mujik. Encontraron lo robado, lo apalearon, denunciáronle a la señora y comenzaron a vigilarlo. Le pillaron por segunda y tercera vez. La gente comenzó a injuriarlo, el intendente lo amenazó de enviarle al reclutamiento, la señora lo regañó y la mujer lloraba y se acongojaba; todo fue de revés: él era hombre bondadoso, de buena fe, mas de carácter débil; le gustaba el alcohol y se acostumbró a beber de tal manera que ya no pudo dejarlo. Hubo veces que la mujer lo regañaba y aun hubo de pegarle cuando llegaba borracho, pero él no hacía más que llorar.
"Soy un desgraciado -decía- ¿qué puedo hacer? ¡Que me quede ciego si lo vuelvo a hacer!" Y pasado un mes, escapa nuevamente de casa, se emborracha y se pierde por dos días. "¿Y de dónde consigue dinero para pasear?" -murmuraban las gentes. Su último delito fue el del reloj del despacho. En este lugar había un antiguo reloj de pared, que ya no funcionaba desde hacía mucho tiempo. Un día entró por casualidad en un momento en que no había nadie: tentóle el reloj, lo cogió y fue a venderlo a la ciudad. Como si lo hiciera a propósito, ocurrió que el tendero a quien fue vendido el reloj era pariente de una criada de la casa; la visitó con motivo de una fiesta y le contó lo del reloj. Se empezaron a hacer investigaciones; como si esto importase a alguien. El más interesado era el intendente, que no quería a Polikey; y el culpable fue descubierto y denunciado a la señora. Ésta llamó a Polikey, quien al instante cayó a sus pies de rodillas y con gran sentimiento y compunción confesó todo, tal como le había instruido su mujer.
La señora comenzó a decirle un sermón; hablaba, hablaba, lamentaba, lamentaba; le recordaba a Dios, la virtud, la vida del más allá, su mujer y sus hijos, arrancándole, al fin lágrimas. La señora concluyó:
-Te perdono, pero has de prometerme que no volverás a hacer nunca una cosa semejante.
-¡Jamás en la vida! ¡Antes me hunda en la tierra, me desgarre Dios las entrañas! -clamaba Polikey llorando.
Polikey regresó a casa y sollozó todo el día como una ternera, acostado encima de la estufa. Desde esta fecha no se advirtió ya nada malo en su conducta. Pero la vida se le hizo insoportable: las gentes le trataban como ladrón, y cuando vino el tiempo del reclutamiento, todos lo señalaron.
Polikey, como ya hemos dicho, era curandero de caballos. ¿Cómo se había convertido en curandero?
Esto no lo sabía nadie, y él menos que los demás.
En la cría de caballos con aquel palafrenero desterrado, Polikey no tenía otro trabajo que limpiar los establos, almohazar a veces los caballos y acarrear agua. Allí no pudo aprender su arte.
Después fue tejedor, más tarde jardinero y luego, en castigo, fue destinado a hacer ladrillos; finalmente, teniendo licencia de la aldea, trabajaba como dvornik en casa de un comerciante. De modo que tampoco allí pudo hacer práctica veterinaria. Pero durante los últimos tiempos que volvió a pasar en la casa, no se sabe cómo, empezó a correr la fama de sus conocimientos extraordinarios, hasta sobrenaturales, en el arte de curandero. Sangraba un caballo una y dos veces; luego acostaba al animal, practicándole no sé qué en el muslo; después de eso ordenaba que se le atase fuertemente y le hacía un tremendo corte en una de las patas, de modo que el caballo se agitaba y relinchaba, y explicaba luego que esto significaba "extraer la sangre de debajo de la herradura". Después explicaba a los mujiks que para facilitar la "curación" era preciso sangrar dos veces simultáneamente, para lo cual empezó a dar grandes golpes martillo sobre la mellada lanceta; en otra ocasión pasó por debajo del vientre del caballo del posadero una especie de venda, fabricada con pedazos del chal de su mujer, y al fin comenzó a espolvorear toda clase de heridas con sales de vitriolo, mojadas con algunos líquidos que guardaba en botellitas, dando por mixturas lo que le daba la gana. Y cuanto más hacía sufrir y padecer a los caballos, tanto más creía la gente en su ciencia, y tanto más le llevaban animales enfermos.
Confieso que no sería decente para nosotros, los señores, reírnos de Polikey. Las manipulaciones que él empleaba para inspirar confianza en los demás eran las mismas exactamente que tuvieron tanta influencia sobre nuestros padres, sobre nosotros mismos y que también la tendrán sobre nuestros hijos. El campesino que apoya su vientre contra la cabeza de su única yegua, que es para él no sólo toda su riqueza, sino casi un miembro de su familia, y que con confianza y horror contempla el rostro contraído de Polikey, las manos flacas con que palpa intencionadamente la parte que más duele, rajando en su atrevimiento la carne viva, con la única confianza de "que el diablo lo ha salvado en casos peores", fingiendo saber distinguir lo que es sangre de lo que es materia, dónde están los tendones secos y dónde los húmedos, deteniendo entre los dientes el trapito de salvación o la botellita con vitriolo, ¡cómo va a imaginarse que la mano de Polikey se levante sin saber lo que hace! Porque el campesino mismo sería incapaz de hacerlo. Y una vez practicado el corte, no se culpará de haber admitido una operación inútil. No sé si vosotros, pero yo sí, he experimentado este sentimiento, cuando un doctor, a instancias mías, atormenta cruelmente a personas muy queridas de mi corazón.
La lanceta y la misteriosa botella de licor curativo y las palabras Tchiltchak Patchechuy (palabras sin sentido) sangrar, materia, etc., ¿acaso no son lo mismo que los términos: nervios, reumatismo, organismos, etc.? El verso Wage du zu irren und zu traumen (atrévete a engañarte y a soñar), se refiere no únicamente a los poetas, sino también a médicos y veterinarios.