VIII

HACIA la media noche los sirvientes de la posada y el mismo Polikey fueron despertados por golpes dados en la puerta y gritos de mujiks. Eran los reclutas de Pokrovskoie y sus acompañantes, como unos diez hombres: Joriushkin, Mitiushkin e Ilia (el sobrino de Dutlov), dos sustitutos, el stárosta, el viejo Dutlov y los cocheros. En la isba ardía un farol; la cocinera dormía en el banco, bajo las imágenes; al oír aquellos golpes, se levantó y encendió la bujía. Polikey despertó también e inclinándose fuera de la estufa miró a los mujiks que entraban. Todos estaban muy tranquilos y no se hubiera podido adivinar cuáles eran los reclutas y cuáles componían la guardia. Saludaron al posadero, charlaron y pidieron de comer. Es cierto que unos parecían silenciosos y tristes, pero también había otros demasiado alegres, sin duda por el vino; entre estos últimos estaba también Ilia, que antes no tomaba nunca.

-Y bien, muchachos, ¿cenamos o nos acostamos?

-preguntó el stárosla.

-Cenamos -dijo Ilia, abriendo su abrigo y acomodándose en el banco-. Manda servir vodka.

-Ya has bebido bastante -dijo el stárosta, entre dientes, y se dirigió a los otros-. ¡Comed un pedazo de pan, muchachos! ¿Por qué despertar a estas gentes?

-Dadme vodka- repetía Ilia sin mirar a nadie y en tono que demostraba bien que no estaba dispuesto a ceder.

Los mujiks se conformaron con la proposición del stárosta, sacaron el pan de sus carros, comieron un poco, pidieron kvass y se acostaron unos sobre el suelo, otros en los bancos y los demás sobre la estufa.

Ilia repetía de tiempo en tiempo: «Dame vodka, te digo, dame vodka". De pronto advirtió la presencia de Polikey:

-¡Ílich, oh, Ílich! ¿Estás aquí, querido? ¿Sabes?, ¡Voy a ser soldado! Ya me despedí para siempre de mi madre y de mi mujer ...!, ¡cómo lloraba la pobre!

Me han condenado al servicio-, convídame vodka...

-No tengo dinero -contestó Polikey-. Si Dios quiere te rechazarán por inútil -añadió consolándolo.

-No, hermano mío, estoy sano como un roble; no tengo ningún defecto. Si me rechazan, ¡qué soldados entonces necesita el zar!

Polikey explicó la historia de un mujik que escapó del servicio por haber regalado algún dinero al doctor.

Ilia se acercó a Polikey y comenzó a lamentarse:

-No, no, Ílich, todo ha acabado para mí; yo mismo no quiero quedarme ahora... Es mi tío quien me pierde. ¿Acaso no podríamos comprar un sustituto? Pero no, no quiere dar ni a su hijo ni dinero. Me envía a mí... Ahora yo mismo no quiero quedarme (comenzó a hablar en tono de confianza y de profundo dolor.) Lo único que me da pena es dejar a mi madre; ¡cómo se lamentaba!, ¡pobrecita!..., también mi mujer..., ¡han arruinado a mi mujer!..., ¡qué vida le aguarda!, soldadera, en una palabra...

Mejor sería no habernos casado. ¿Por qué nos casaron?... Mañana vendrán las dos...

-¿Por qué les han traído tan pronto? -preguntó Polikey-. Nada sabe un hombre, y de repente...

-Es que tienen miedo de que haga algo malo -contestaba Ilushka sonriendo-; pero no hay cuidado, no haré nada... Yo nada pierdo con ser soldado, lo siento sólo por mi madrecita, y por mi mujer... ¿Por qué me han casado?... -repetía aún, dulce y tristemente.

La puerta se abrió de golpe y entró el viejo Dutlov, sacudiendo su gorra, con sus sandalias siempre muy grandes, como si llevase barcos en los pies.

-Atanasio -dijo, dirigiéndose al posadero-; préstame tu linterna, porque quiero dar avena a los caballos, Dutlov no miró a Ilia y se puso con calma a encender una bujía. Llevaba los guantes y el látigo atados a la cintura, y su abrigo estaba bien arreglado.

Tenía un aire tan sosegado, tan frío y libre de cuidados como de costumbre.

Al ver a su tío Ilia enmudeció, bajó los ojos fijándose con aire sombrío en el rincón oscuro, bajo el banco, y de nuevo se dirigió al stárosta: -Dadme vodka, Ermil; quiero tomar vino.

Su voz estaba ronca y colérica.

-¿De qué vino hablas ahora? -contestó el stárosta bebiendo del jarro. Ya ves que los demás comieron y todos duermen... ¡sólo tú escandalizas!

La palabra "escandalizas" incitó a Ilia a escandalizar.

-Stárosta, te haré un escándalo si no me das vodka.

-Tal vez tú puedas calmarle -dijo el stárosta a Dutlov, que ya había encendido su linterna y se había detenido a escuchar hasta dónde llegaba la disputa; veía al sobrino con mirada de compasión, como asombrado de su necedad.

Y mirando al suelo, Ilia repitió: -Dame vino, o haré un escándalo.

-¡Basta, Ilia! -dijo el stárosta bondadosamente-; basta, te lo suplico, será mejor.

Aún no había terminado cuando Ilia se levantó, golpeó con el puño el cristal de la ventana y gritó con todas sus fuerzas:

-¿No me quieren escuchar?... ¡Pues tomen!... -y corrió hacia otra ventana para hacer lo mismo.

En un momento Ílich se retiró al rincón de la estufa, como si se hubiera espantado. El stárosta tiró su cuchara y se abalanzó hacia Ilia; Dutlov lentamente dejó la linterna, se desató el cinturón, apretando los dientes, movió la cabeza y se acercó a Ilia, a quien ya sujetaban el stárosla y el posadero, impidiéndole que se acercara a la ventana; pero apenas Ilia vio a su tío con el cinturón en las manos, sus fuerzas se centuplicaron, se libró de ellos y con los ojos inyectados, y cerrados los puños se lanzó sobre Dutlov.

-¡Te mataré; no te adelantes, bárbaro! ¡Tú me has perdido, sí, tú, con tus hijos ladrones! ¿Por qué me casaste? ¡No te acerques, o te mato!

Iliushka estaba terrible: encendido el rostro, los ojos fuera de las órbitas, su cuerpo, robusto y joven, temblando corno si tuviera fiebre. Parecía que en aquel momento era muy capaz de matar a los tres mujiks que lo rodeaban.

-¡Es la sangre de tu hermano la que bebes!... ¡vampiro!

Algo terrible iluminó de pronto el semblante siempre tranquilo de Dutlov, y dio un paso adelante.

-No quisiste calmarte por las buenas -dijo el viejo, y con movimiento rápido cogió a su sobrino, cayó junto con él en el suelo y con ayuda del stárosta comenzó a atarle las manos. Lucharon todavía unos cinco minutos; al fin Dutlov se levantó, ayudado por los mujiks, y arrancó su abrigo de los dedos de Ilia, que le tenía cogido; luego levantó a Ilia, las manos atadas a la espalda, y le sentó en un banco, en el rincón.

-Ya te lo decía, que era peor... -dijo sofocado por la lucha y arreglando la cinta de su camisa- ¿Por qué pecar? ¡Todos hemos de morir! Ponle el kaftán bajo la cabeza -añadió dirigiéndose al posadero-, para que no le canse. Y él mismo cogió la linterna, se ciñó con una cuerda y se marchó a cuidar de los caballos.

Ilia, con los cabellos en desorden, pálido el rostro y la camisa abierta, escudriñaba el cuarto como para acordarse del lugar donde estaba. El posadero recogió los trozos de vidrio y tapó la ventana con un polushubo para impedir que el viento penetrara. El stárosla volvió a su jarro.

-¡Ea, Iliushka, Iliushka! ¡Qué piedad tengo de ti!..., ¡qué vamos a hacer! Mira, también Joriushkin es casado. La suerte es así.

-¡Pero es que yo estoy perdido por culpa del bandido de mi tío! -repitió Ilia con furor-. Sólo ama su dinero... Mi madre dice que el intendente le había ordenado comprar un recluta; y no quiere dice que no puede. Acaso nosotros, mi padre y yo, ¿hemos traído poco a la casa? ¡Es un bandido!

Dutlov regresó a la isba, rezó antes las imágenes, se desnudó y sentóse junto al stárosta. La criada le dio kvass y una cuchara. Ilia calló y cerrando los ojos se tendió sobre el kaftán. El stárosta lo señaló al viejo compasivamente, moviendo la cabeza.

Dutlov hizo un gesto de desesperación.

-¿Acaso crees que no me da pena? Es hijo de mi propio hermano. Y a pesar de todo me han convertido a sus ojos en un bandido. Sin duda que su mujer le ha metido en la cabeza (es muy astuta, aunque joven), que tengo el dinero para comprar un sustituto. ¡Y ahora me hace reproches...! ¡Es lástima perder a un mozo como él!

-¡Oh, sí, es un buen muchacho! -dijo el stárosta.

-Pero, ¿qué voy a hacer con él? Mañana enviaré a Ignacio; también su mujer quería venir.

-Envíales, está bien -dijo el stárosta, que se levantó y se acomodó en la estufa, mientras murmuraba-.

¿Qué es el dinero? ¡El dinero no es más que polvo!

-Si hay dinero, ¿por qué guardarlo? -dijo el criado levantando la cabeza.

-¡Oh, el dinero, el dinero! ¡Cuántos pecados engendra! -exclamó Dutlov-. Nada en el mundo trae tantas maldades como el dinero; así está escrito en los Evangelios.

-Y está bien dicho -repitió el posadero. Cierta vez un hombre que tenía amontonado mucho dinero y no quería dejarlo a nadie; a tal grado amaba su dinero, que se lo llevó consigo a la tumba.

Cuando llegó la hora de morir, ordenó que se pusiera en su féretro una almohadita. No ocurrió a nadie pensar de qué se trataba, y cumplieron su deseo. Después los hijos comenzaron a buscar el dinero: no había nada. Al fin uno de ellos sospechó que seguramente el dinero debía estar en la almohadita. Llegaron hasta el zar; pidieron el permiso de cavar, y, ¿qué te figuras? Abrieron y no había nada en la almohada, el féretro estaba lleno de gusanos. Y volvieron a enterrarlo. ¡Eso es lo que hace el dinero!

-Ya es sabido! Sólo engendra pecados -dijo Dutlov, que se levantó y se puso a rezar.

Al terminar dirigió la mirada hacia el sobrino.

Éste dormía. Acercósele Dutlov, le aflojó el cinturón y se acostó. El otro mujik se fue a dormir a la cuadra.