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Pero su voz es irresistible por su contenido de verdad. La reaparición regresiva e involuntaria de la religión natural como sustitutivo de una naturaleza extra e intrahumana oprimida adquiere en él tanta más fuerza cuanto que la protesta que se inflama en el aire sofocante de la interioridad kierkegaardiana, en ninguna parte se manifiesta como si fuese naturaleza, sino que expresa invariablemente el alejamiento de ésta. El mundo contra el que Kierkegaard esgrimía lo cristiano, el que simulaba haber realizado el cristianismo: ese mundo en el que, como él decía, el sujeto había desaparecido, era la sociedad del gran capitalismo, la que simultáneamente, y sin que ambos supieran nada uno de otro, Marx analizó. Contra el absoluto ser para otro del mundo de la mercancía se alza en la imaginación el absoluto ser para sí del individuo kierkegaardiano. En su forma invertida, éste es expresión de la forma invertida de la totalidad. Por eso la crítica de Kierkegaard no está superada; tampoco la crítica a su Iglesia, cuya dogmática le absorbió de forma tan grotesca. Él no habría querido conducir a nadie a la verdad haciendo que se tocara jazz en el servicio religioso para que los jóvenes no se aburran demasiado. La hoy tan en boga «plegaria breve» es como una pesadilla kierkegaardiana. Kierkegaard fue el primero que descubrió en la Iglesia en la que había fijado su idiosincrásica mirada el fenómeno de la neutralización. Incorporado o, como hoy se dice con entusiasmo, integrado, separado del potencial de su propia realización, el espíritu ha quedado rebajado a bien cultural, y finalmente a mercancía, a algo que no compromete absolutamente a nada. La parábola de Kierkegaard a este respecto, que todavía encontramos en el segundo número de El instante, es insuperable: «El lugar al que uno mira cómodamente desde el tren es, según la guía, “el temible desfiladero habitado por los lobos y cuya profundidad es de 70 000 brazas”; allí donde uno fuma su cigarro cómodamente sentado en un café tiene su escondite, según la guía, “una banda de salteadores que asalta y maltrata a los viajeros”: tiene, es decir, tenía, pues ahora —y es divertido imaginarse cómo era—, ahora no hay ningún desfiladero habitado por lobos, sino una vía férrea, ni ninguna banda de saltadores, sino un confortable café»[493]. Kierkegaard no quiso tomar parte en el juego. Porque en las circunstancias reducidas y provincianas de su país no veía nada que hubiera podido escapar a esta neutralización, y porque pronosticó que ella sería el destino del mundo, alentó contra toda esperanza la esperanza en la paradoja, disfraz de la revolución, de lo que no se identificaría con la lógica de las cosas, sino que la rompería. En su desplazamiento a lo interior, la prepotencia de la lógica fatal, que estrangula lo posible, proyectaba ya su sombra hacia delante. Si esto era ya irremediable, Kierkegaard al menos no quiso adaptarse, como desde entonces viene diciendo la fórmula mágica; la capacidad de adaptación fue su principal reproche al fallecido obispo Mynster[494]. Su conservadurismo exasperado, que finalmente no le impidió hablar con palabras secas de lo existente, en vez de hablar de aberraciones, ni condenarlo, adquiere un aspecto inesperado. Porque en el liberalismo puro que incesantemente se imponía percibía más el mal que éste hacía a sus víctimas que el progreso con el que las consolaba, simpatizaba más con los condenados que con los vencedores —los batallones más poderosos de la historia universal—. Cuán poco confortable era su conservadurismo puede verse en el efecto de su ataque. La única respuesta que el obispo Martensen se dignó darle es ya una suma de todos los balidos de la mayoría compacta de la posteridad contra el discordante, se llame Nietzsche o Karl Kraus o como quiera se llame. Cuando Kierkegaard restringe el título de testigo de la verdad a los mártires, el obispo le pregunta: «¿Pero quién en el mundo entero le concedería el derecho a restringir el concepto de una manera tan arbitraria y tan contraria al lenguaje de la Iglesia?»[495] —invocando a la institución con el gesto, desde entonces automatizado, del «sí, pero» y ocultando con falsa integridad las cuestiones que conciernen a la cosa con cuestiones formales de definición—. Quien quiera seguir a Kierkegaard, pensaba Martensen, tendrá que, horribile dictu, «abandonar el artículo que aprendimos cuando éramos niños»: ya entonces la ingenuidad del pequeño debía proporcionar una excusa a la necedad satisfecha del adulto. Si Kierkegaard enseña que el signo del testigo de la verdad es el sufrimiento, «es preciso», proclama Martensen, «hacer una observación al respecto» —un gesto retórico muy eficaz—. El radicalismo de Kierkegaard es, dice Martensen, «extravagante»; si Kierkegaard moviliza contra él toda la fuerza espiritual, es porque su radicalismo no es más que «delectación en la vanidad»; Martensen dispone ya del sofisma según el cual el esfuerzo del espíritu que Kierkegaard exige de sí mismo y de otros, cuando no es una broma, es sospechoso de ser un medio de autopromoción del incriminado. A quien siente repugnancia ante los abusos dominantes, el obispo le dice indignado que envilece los bienes más altos. Él ha encontrado ahí frases que no sólo podrían aparecer en una pieza de Ibsen, sino que aún hoy podrían servir de modelo a otros como él. «Pero cuando le veo lanzar sus invectivas contra uno de los hombres más nobles de nuestra patria, contra un hombre al que antes había reconocido como su maestro y su benefactor espiritual, cuando le veo cual un Tersites ante la tumba del héroe, no puedo menos de conceder que con esa oración fúnebre seguramente conseguirá lo que se proponía: dar un gran escándalo. Pero en el bien entendido de que no sólo la verdad y el amor celestiales pueden ser un escándalo para los hombres, sino también la falsedad y la injusticia sin conciencia, el espíritu impuro e irreverente, la petulancia que juega con lo que es digno de veneración, que juega con el mejor sentimiento de un hombre[496]». Todo lo oficial es infame, como Theodor Haecker aprendió de Kierkegaard. Una anotación de su diario basta para evidenciar la mentalidad que halló en Martensen uno de sus primeros portavoces, y que se ha mantenido hasta nuestros días: «El Nuevo Testamento contiene la verdad divina. Está por encima de todos los extravíos, exaltaciones, etc., como la mediocridad, la murmuración, la infantilidad y la palabrería están por debajo de toda parcialidad. Pero como la palabrería tiene la particularidad de no ser parcial, se la explota y se la ofrece como la verdad divina que está por encima de todas las parcialidades»[497]. Y así se continúa estando contra las parcialidades. Que nadie diga que el odio de Kierkegaard a lo existente es demasiado abstracto. Es suficiente con imaginar a Martensen para saber contra quién y contra qué va todo, y hace tiempo que no va contra la Iglesia luterana danesa. En la negación determinada, Kierkegaard ha salido, para utilizar su lenguaje, de la interioridad. Para él el todo era, como totalidad y sistema, el engaño absoluto, y se enfrentó al todo al que, como todos, estaba sujeto. Esto es lo ejemplar en él. Desde el día en que cayó en la vía pública, nada espiritual que sea más modesto puede tener valor: él potenció el pascaliano on ne doit plus dormir. La curva kierkegaardiana es la inversa de la de «el que dice sí» de Brecht, al que lo colectivo quiere hacerle creer que es importante aprender sobre todo a estar de acuerdo. Según Kierkegaard, ya no es posible ninguna amistad con el mundo porque todo decir sí al mundo tal como es eterniza lo malo en él e impide que llegue a ser digno de ser amado. Quien haya presenciado cómo en 1925 Karl Kraus echó, sólo con su palabra, a Imre Bekessy de Viena, habrá aún aprendido algo del poder concreto de lo que en Kierkegaard parece tan abstracto y tan monomaniaco: del poder de la impotencia.