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Exposición de lo estético
Siempre que se ha pretendido concebir los escritos de los filósofos como obras poéticas, se ha perdido de vista su contenido de verdad. La ley formal de la filosofía exige la interpretación de lo real en la relación acorde de los conceptos. Ni la manifestación de la subjetividad del pensador, ni la pura unidad y coherencia de la obra en sí misma deciden sobre su carácter como filosofía, sino sólo esto: si lo real entra en los conceptos, se acredita en ellos y los fundamenta razonablemente. Algo que la concepción de la filosofía como poesía contradice. Al retirar ésta a la filosofía la obligación de dar la medida de lo real, sustrae la obra filosófica a la crítica adecuada. Pues sólo en comunicación con el espíritu crítico puede ella acreditarse históricamente. El que, no obstante, casi todos los pensadores «subjetivos» en el sentido propio del término estuviesen condenados a ser clasificados como poetas, se explica por la equiparación que hizo el siglo XIX de la filosofía a la ciencia. Lo que en filosofía no se sometía al ideal de la ciencia, era reclasificado, cual apéndice sobrante, bajo el título de poesía. Se exigía de la filosofía científica que sus conceptos se constituyeran en unidades marcadoras de los objetos comprendidos bajo ellos. Pero cuando la concepción kantiana de la filosofía como ciencia encontró por vez primera una formulación concisa en la sentencia de Hegel, según la cual «es hora de que la filosofía se erija en ciencia»[1], su exigencia de conceptualidad científica no coincidía con la de la utilización unívoca de los conceptos como unidades marcadoras. Lo esencial del método dialéctico, del que la obra entera de Kierkegaard participa pese a toda su hostilidad hacia Hegel, es que en él la clarificación de los distintos conceptos, entendida como definición completa de los mismos, sólo puede llevarse a cabo desde la totalidad del sistema elaborado, y no en el análisis del concepto particular aislado. En el prólogo a la Fenomenología, donde esto es bien patente, Hegel se refirió explícitamente a la apariencia poética que todo comienzo filosófico conlleva. La conciencia «echa de menos en la nueva figura que se manifiesta la expansión y la especificación del contenido; y aún echa más de menos el desarrollo completo de la forma que permite determinar con seguridad las diferencias y ordenarlas en sus relaciones fijas. Sin este desarrollo completo, la ciencia carece de inteligibilidad universal y presenta la apariencia de ser solamente patrimonio esotérico de unos cuantos; patrimonio esotérico, porque por el momento existe solamente en su concepto o en su interior; y de unos cuantos, porque su manifestación no desplegada hace de su ser allí algo singular»[2]. Pero el poder descubridor que posee eso nuevo que aparece queda también conservado, más allá de la definición marcadora, en el entramado de pensamientos que no está encerrado en el sistema asegurado. Así responde un intérprete materialista actual de Hegel a «la cuestión de las determinaciones conceptuales y de la terminología»: «Pertenece a la esencia del método dialéctico el que en él los conceptos falsos —por su unilateralidad abstracta— quedan superados. Pero este proceso de superación hace a la vez necesario que se siga operando ininterrumpidamente con estos conceptos unilaterales, abstractos, falsos; que los conceptos sean conducidos hacia su correcto significado menos por una definición que por la función metódica que adquieren en la totalidad como momentos superados»[3]. La propia «totalidad» no es necesaria para conferir a los conceptos dialécticos su función descubridora en la conexión del pensamiento. Pero si la filosofía como pensar «subjetivo» ha abandonado completamente la totalidad, lo nuevo que aparece le hace al punto oír la dudosa llamada de lo poético, siendo los conceptos dialécticos su verdadero instrumento. La filosofía no se distingue de las ciencias solamente por ser una ciencia superior que reúne en un sistema los enunciados más universales de las ciencias subordinadas. Ella construye ideas que ponen en claro y parcelan la masa de lo meramente existente, y en torno a las cuales los elementos de lo existente cristalizan en conocimientos. Estas ideas tienen su exposición en los conceptos dialécticos. En cuanto una filosofía que tiene este origen es tolerantemente tenida por «poesía», la extrañeza de sus ideas, en la cual se manifiesta su poder sobre lo real, es rechazada junto con la seriedad de su pretensión. Sus conceptos dialécticos son considerados ingredientes metafóricamente decorativos que el rigor científico puede apartar a voluntad. De ese modo queda desvalorizada: todo lo que, en la filosofía, no va directo a la cosa, es llamado poesía. Incluso cuando se reconoce y aprueba el poetizar filosófico. Gottsched, el traductor de Kierkegaard, no sólo piensa que en La repetición «el momento estético aparece representado del modo más brillante en las partes divertidas y en las partes serias»[4], sino también que «este filósofo esencialmente seco es, aunque no haya dejado ni un solo verso, no sólo un artista del lenguaje que tañe su querida lengua materna como un fino instrumento y le arranca los tonos más variados, sino también un poeta cuya lira está provista de las cuerdas más vigorosas y más delicadas, más sombrías y más estimulantes»[5]. El elogio deshonra tanto a la filosofía como a la poesía. Para evitar la mera posibilidad de confusiones como la de Gottsched, la primera exigencia de una construcción de lo estético en la filosofía de Kierkegaard es separar a ésta de la poesía.
Respecto a la reivindicación poética, la obra de Kierkegaard es ambigua. Maliciosamente se presta a todo malentendido que inicie en el lector un proceso de apropiación de sus contenidos. La dialéctica en las cosas es para Kierkegaard a la vez dialéctica de la comunicación. En ésta, la obra reivindica engañosamente el título de lo poético para luego negarlo. En la obra póstuma titulada Punto de vista explicativo de mi labor como escritor se hace llamar sin contradicción, por un «poeta» ficticio, un «genio en una pequeña ciudad»[6]. La fórmula resuena aún en Theodor Haecker, quien en un temprano trabajo suyo dice de la producción de Kierkegaard publicada bajo seudónimo que puede ser considerada como «una obra colectiva escrita no por distintos hombres de ciencia, sino por distintos genios»[7]. Por algo en la obra cuya forma superficial más admitiría ser llamada poética, ve Kierkegaard lo poético como algo asaz problemático: «El que lo escribió» —el Diario de un seductor— «era una naturaleza poética, y como tal naturaleza no era ni lo bastante rico ni, si se quiere, lo bastante pobre para separar poesía y realidad… Primero gozó personalmente de lo estético, luego de su personalidad estéticamente… Poseyó lo poético con la misma ambigüedad en la que transcurrió su vida entera»[8]. La imagen ambigua desfigura en el límite la del filósofo que Kierkegaard imaginaba ser. Por otro lado, Kierkegaard echa al poeta lejos de sí: «Yo no soy un poeta, yo sólo procedo dialécticamente»[9]. Su vacilación se explica cuando se comprende la función específica de la reivindicación poética en él mismo. Poéticas son para él las tesis todas de su teología en la medida en que no están derivadas apodícticamente del contenido doctrinal del cristianismo: «Como escritor soy un genio de una clase un tanto particular —ni más ni menos, absolutamente sin autoridad, y por eso continuamente abocado a anularse a sí mismo para no convertirse en autoridad para nadie»[10]. Como «genio» reivindica la condición de poeta para no usurpar ante sí mismo y ante los demás el nombre de apóstol. Sobre este punto, los Tratados ético-religiosos, el preámbulo estereotipado de los discursos religiosos y la publicación calculada del artículo sobre la actriz no dejan ninguna duda. Sin «mandato» aspira a arrancar el concepto de la fe a una razón que se resiste, a crearlo de esa su resistencia. Lo poético del discurso sin autoridad le lleva al dominio de la especulación filosófico-religiosa, la misma que él combate en Hegel y en Schelling— de quienes lo poético de ese discurso se distingue por la ironía de un método que dice no poder demostrar otra cosa que lo que le es ya secretamente inherente como fe. Ante la revelación positiva, la poesía es para él la marca de la ilusión en toda metafísica. – Con lenguaje vago se llama poeta allí donde trata de restituir la existencia poética, que, según su jerarquía de esferas, representa el lugar de la degradación en la vida de los hombres. En la obra de Kierkegaard, el origen del nombre poesía es siempre transparente como filosófico que es.
Es verdad que la forma misma de la obra anuncia largamente y de forma tácita la reivindicación poética. Textos como O lo uno o lo otro, Temor y temblor, La repetición y Estadios en el camino de la vida contienen novelas, cuentos y partículas líricas; desde la sólida superficie del Diario de un seductor hasta las obras trabajadas de forma conceptualmente transparente, como In vino veritas y la historia de sufrimiento ¿Culpable o no culpable? Pero justamente esta producción, que ella sola satisfaría los criterios artísticos, demuestra de forma concluyente que el concepto de artista no puede aplicarse a Kierkegaard. No es la «impureza» de su forma reflejada lo que la excluye del arte. Ésta instauró su robusta ley en Friedrich Schlegel, Hoffmann y Jean Paul, los modelos del cuentista Kierkegaard, una ley no contradicha porque bastante a menudo Kierkegaard defienda, como teórico estético, frente a ella un clasicismo reaccionario que sus propias empresas literarias dejaban atrás. Pero en ninguna parte de aquellos escritos llega él a ese enérgico choque entre realidad intuida y subjetividad reflexiva que constituye la ley formal de la prosa romántica alemana. Sólo exteriormente ha repetido Kierkegaard este ritmo. La intuición es en él, lo mismo que el pensamiento, siempre reducible a una significación subjetiva. Y en ningún lugar lo es tan drásticamente como allí donde actúa tan soberanamente como en el Diario, el cual puede sin embargo deducirse del esquema preconcebido del seductor hasta en la contingencia de lo accidental. El que como filósofo tan resueltamente impugna la identidad de pensamiento y ser es el mismo que en la obra no tiene inconveniente en hacer al ser conformarse al pensamiento. Sólo Lukács ha advertido y señalado esto en un ensayo de juventud sobre Kierkegaard y Regine Olsen: «La sensualidad incorpórea y una lerda y programática falta de escrúpulos son los sentimientos dominantes» en el Diario de un seductor. «La vida erótica, la vida bella, la vida que culmina en el gozo anímico como cosmovisión —y sólo como cosmovisión[11]». Todavía Vetter, a quien no se le escapa el carácter problemático de los resultados artísticos de Kierkegaard, busca la razón de este carácter en el esteticismo romántico que el Diario programáticamente representa, sin darse cuenta de que éste en modo alguno satisface la exigencia inmanente de aquél: «La fama literaria la fundamentó el Diario de un seductor, que hechizaba con su tratamiento artístico, voluptuosamente recargado, de los estados de ánimo. La segunda obra más brillante literariamente hablando, In vino veritas, es de un tono más conciso… Aquí, como allá, una elocuencia ostentosa ha ahuecado peligrosamente el contenido; estos escritos son también testimonios de una fuerza creadora excesivamente refinada y agotada, propia de una época tardía»[12]. Pero el «hechizo» del Diario sólo fue posible en la situación literaria de un país que en la obra de juventud de Kierkegaard recuperaba modestamente las sensaciones de Lucinde; el banquete platonizante de los seudónimos es, en la pobre antitética de cosmovisiones en la que los interlocutores intervienen como portavoces de las mismas, nada menos que una «obra brillante», o simplemente eso; finalmente, ante el perseverante esteticismo de Kierkegaard no cabe hablar de una «fuerza creadora excesivamente refinada y agotada, propia de una época tardía». Los motivos cosmovisivos del Diario pueden desprenderse de su envoltura romántica sin que se pierda ni uno solo de ellos, pero también sin que quede un solo resto de la envoltura de la intuición. Incluso la alternancia en el Diario de partes de exposición y partes de reflexión, a través de la cual la intuición quiere afirmarse, es producida por una dialéctica a la que Johannes, un sujeto-objeto del esteticismo romántico, es sometido para que en él quede superada, de acuerdo con el esquema hegeliano de la triplicidad, toda «inmediatez». Esta dialéctica se distingue de la hegeliana sólo por la «mala» infinitud —en el sentido que esta palabra tiene en Hegel— del proceso, que precisamente la reflexión debe censurar como esteticista y rechazable. Así sucede en toda la dinámica de la acción y en toda psicología de la conciencia representativa individual hasta el último detalle: el de la seducción misma. Con la intención de Kierkegaard o sin ella, la seducción se convierte en parodia de su concepto del instante. A pesar de su contenido supuestamente demoniaco, está construida conforme a la misma lógica que el «punto en el que tiempo y eternidad se tocan»; el seductor posee una vez a la amada para en seguida abandonarla para siempre. – Las figuras estéticas de Kierkegaard son únicamente ilustraciones de sus categorías filosóficas, que ellas explican como en un glosario antes de ser articuladas de forma conceptualmente suficiente. Todas ellas tienen, para el observador de hoy, el peculiar carácter de apariencia propio de muchas ilustraciones de la primera mitad del siglo XIX. En sus colores se oculta, y en su formato burgués de miniatura se reduce, la gran intención de lo alegórico, que en su filosofía es de una gran dignidad, pero incompatible con la novela psicológica que atraía a Kierkegaard en sus comienzos. Si en su último trabajo novelesco, Una historia de sufrimiento, Kierkegaard manifiesta ya en la disposición externa la alternancia de inmediatez y reflexión y apenas viste de anécdotas el esqueleto de la conceptualidad, al que finalmente, en el epílogo de Taciturnus, deja totalmente desnudo de ellas, pudo haber hecho esto movido no sólo por la intención filosófica que desconsideradamente se manifiesta, sino también por el conocimiento de la insuficiencia de su proceder estético-ficcional. El esqueleto conceptual es idéntico en las tres exposiciones de la vida erótica, el Diario, La repetición y Una historia de sufrimiento. Y lo es de otra manera que la que su concepto de repetición admitiría. Tres veces exhibe con rigidez alegórica la imagen enigmáticamente vacía de su amor ruinoso. La ruina de ese amor arrastra consigo todo lo que aparece a la apariencia. Ante ese amor, los hombres se reducen a máscaras, y el lenguaje suena como en los diálogos operísticos: «Quien pone su cabeza a reposar en la colina de los elfos, ve a los elfos en sueños. No sé si esto es así. Pero sí sé que cuando mi cabeza reposa en tu seno y no cierro los ojos, sino que alzo la vista hacia ti, veo el rostro de un ángel»[13]. Y en el banquete de los seudónimos es inevitablemente conjurada la escena de Don Juan: «El ánimo exaltado de los participantes, el ruido de la fiesta, el espumoso regocijo del champán, el torrente de ingenio que manaba de los inspirados oradores: todo eso tenía que despertar, en la apacible seguridad y el silencio de un rincón aislado del mundo, a la vida del recuerdo»[14]. Finalmente, la catástrofe inminente: «Tan pronto como estuvieron juntos, las puertas se abrieron de par en par. Un mar de luz inundó a los que entraban, el aire fresco traía un aroma delicioso, y mil detalles excitantes anunciaban que allí reinaba un gusto exquisito»[15]. – No es casual que la impotencia artística de Kierkegaard eligiera preferentemente el arte y los artistas como objeto. En ello se anuncia uno de los motivos centrales de la apariencia en el siglo XIX. Como artista no le interesa dar forma a los contenidos de las cosas que encuentra, sino la reflexión del proceso artístico y del hombre artista en sí mismos. La consiguiente conversión del arte en objeto de sí mismo está ya prefigurada en el idealismo estético del primer Schelling y en Schopenhauer, y finalmente se impone de forma destructiva en Wagner y en Nietzsche. En Kierkegaard se prepara, bajo la influencia del Romanticismo alemán, la transición de esta intención desde el sistematismo filosófico, que él críticamente demuele, a una praxis artística para la que él no está aún capacitado. Él testimonia a la vez aquel aislamiento del intelectual privatizante, replegado en sí mismo, que en la Alemania de la misma época, la de las últimas escuelas románticas e idealistas, sólo Schopenhauer expresaba en el material de la filosofía. Kierkegaard era bien consciente de su afinidad con Schopenhauer, y poco antes de su muerte anotó: «A. S.» – «Curiosamente, yo me llamo: S. A.; también somos uno lo inverso del otro» – «no puede negarse que es un escritor importante, me ha interesado mucho, y me ha dejado perplejo encontrar un escritor tan cercano a mí a pesar del total desacuerdo»[16]. Cercano en la «actitud»: cuya idea no se limita al protestantismo radical de Kierkegaard. Pues la crítica de Kierkegaard a Schopenhauer puede extenderse también a la existencia privada de éste[17]; a ambos les es común lo privado como rasgo dominante. En el pensamiento vivido y experimentado por Schopenhauer hay una aflicción por la mala realidad —que la soledad de Kierkegaard nunca conoció—. Por eso no cabe explicar suficientemente desde la estética misma su fracaso artístico, ni tampoco criticarlo razonablemente. El arte poético consiste para él en determinar el comportamiento del poeta, porque ante su mirada melancólica el mundo objetivo retrocede. Los emblemas del poeta, en el cual se refleja, le rodean como accesorios no suscitados por su palabra, como ornamentos amenazantes alrededor de su monólogo.
Para el Kierkegaard estético, que no era un poeta, existe la fórmula del «esteta» que pasivamente oscila entre el conocimiento filosófico y la exigencia artística de forma. Así se caracterizó a sí mismo en una anotación muy citada, y sin duda muy temprana, de su Diario: «Aquí estoy yo cual Hércules, pero no en la encrucijada —no, aquí se muestra una pluralidad mucho mayor de caminos, y ello hace tanto más difícil tomar el correcto—. Quizá sea una desgracia de mi existencia el que yo me interese por demasiados caminos y no me decida por uno determinado; mis intereses no están todos subordinados a uno solo, sino que están todos coordinados»[18]. La mayoría de los autores recientes han planteado en sus interpretaciones de Kierkegaard el problema del literato. En la gran biografía de Schrempf ocupa un lugar central y penetra, como bien ha visto Przywara, la estructura entera de la misma, hasta la crítica de la teología kierkegaardiana del sacrificio: «Si él quiso ser la víctima que fue como “poeta” nolens volens, la desproporción quedaba superada aun sin haber sido humanamente (κατ᾿ ἄνθρπον) socorrido como hombre. Lo que a través de él, como órgano escogido de la divinidad y, por ende, destinado a perecer, debía ser comunicado a la humanidad era también la idea por la que quería vivir y morir. ¿Pues no eran ya estos mismos pensamientos sobre el “poeta” la idea por él deseada, la única capaz de elevarle por encima de la angustiosa ironía de la vida que siempre le acompañaba? ¿No eran ellos la revelación que él debía transmitir a los hombres?»[19]. Con la formulación de Schrempf, la cuestión del esteticismo literario de Kierkegaard queda, como cuestión de «actitud», separada de la obra y es llevada a la discusión psicológica sobre el hombre. Esta cuestión aparece planteada de manera puramente psicológica en la «interpretación» de Vetter. Incluso la interpretación católica de Erich Przywara ha admitido la tesis del literato estético romántico como fundamento psicológico-dialéctico[20]. Ésta puede destacar, además de la actitud de los primeros escritos con seudónimo y las afirmaciones de los diarios de la misma época, particularmente el uso de la palabra «escritor», que se repite en la obra de Kierkegaard como una fórmula mágica; en un pasaje del Diario aparece asociada a la concepción expresa de la vida entera como escritura[21]; en su carácter de fórmula sólo es ciertamente accesible al análisis filosófico, y en modo alguno se la puede tomar sin interpretación. Pero el horizonte de la fantasía de la época, en el que Kierkegaard resalta, parece el del esteta literario: menos el del Romanticismo alemán tardío que el de Baudelaire. Vetter, a quien hay que agradecer el descubrimiento, aporta gran cantidad de pruebas procedentes de sus Journaux intimes, que testimonian sorprendentes concordancias entre el esteticismo de los Papeles de A, o del banquete, y el modelo parisiense desconocido para Kierkegaard[22]. La analogía puede ir más lejos de lo que el propio Vetter percibió y extenderse a figuras históricas más determinadas; de hecho Kierkegaard se llamó a sí mismo, volviendo la vista al periodo de O lo uno o lo otro, un «flâneur», dando así a la imagen de su propia persona una semejanza física con la baudelaireiana del dandy[23]. Pero justamente en la estrecha vecindad de tal semejanza los contrastes resultan determinantes. El esteticismo no es una «actitud» que quepa adoptar a voluntad. Igual que tiene su hora, tiene su lugar: las grandes urbes en la época de su formación. En ellas brilla, como la iluminación artificial de las calles, como la desesperación que comienza en el crepúsculo, extraña, peligrosa, soberana, la forma que crudamente inmortaliza la vida que se escapa. La obra de Kierkegaard no entró en este escenario. La ruidosa seriedad de una estrecha existencia privada, que acompaña a las manifestaciones del esteticismo kierkegaardiano; la carencia de toda experiencia evidente del paisaje social que el flâneur y el dandy pudieron frecuentar; el espacio de la pequeña ciudad como el espacio de una seducción que tiene que buscar su víctima en la escuela de cocina[24]: este conjunto de circunstancias desemboca en una parodia del dandismo al que Kierkegaard tendía. Creer en ella significaría equivocarse sobre la verdadera seriedad de su filosofía. Por eso no cabe rebatir la sólida sabiduría de Schrempf, quien, más ingenuamente que cualquiera de los autores versados en la materia, percibe en la primera parte de O lo uno o lo otro un «esteticismo afectado, coqueto y bobo», y se lo reprocha al «estético A», cuya «seriedad estética» no le protege «ni siquiera de la puerilidad y la necedad»[25]. El seductor reconoce bastante ingenuamente: «Yo soy un estético, un erótico, que ha comprendido lo principal y esencial del amor, que cree en el amor y lo conoce a fondo, que solamente se reserva la opinión privada de que una historia de amor dura como mucho medio año y de que una relación amorosa está acabada cuando se ha gozado de ella hasta el final»[26]. O simplemente, en un pasaje de In vino veritas: «Pues en un banquete se trata principalmente de comer y de beber, y la mujer no puede participar en él; eso sería antiestético»[27]. Incluso como alegorías del esteticismo, de las que una es la cifra del «esteta A», tales fórmulas le desenmascaran con la ambición ilógica del laisser-faire laisser-aller. No otra cosa sucede con la categoría de lo «interesante». En cuanto «actitud», se expresa como algo subalterno: «Estar enamorado: ¡qué hermoso! Saber que se está: ¡qué interesante!»[28]. Filosóficamente, en cambio, lo «interesante», la «concupiscencia estética» como delimitación entre dos esferas, da a su lógica de la existencia su sentido preciso, bien que objetivamente problemático: «La categoría que yo quiero considerar algo más de cerca es la de lo interesante, una categoría que ha adquirido una gran significación particularmente en nuestra época, porque ésta vive in discrimine rerum; pues ella es verdaderamente la categoría del momento crucial. […] Lo interesante es además una categoría límite, un confín entre lo estético y lo ético. Por ello debe nuestra investigación rozar continuamente el ámbito de la ética, al tiempo que, para adquirir significación, debe abordar el problema con interioridad y concupiscencia estéticas»[29]. El pensador puede formular como «problema» lo que el esteta en ninguna parte prueba con la «actitud».
El que haya podido hablarse del Kierkegaard esteta o poeta, sólo se comprende por la fascinación que éste ejerce con su obstinada letanía de fórmulas estéticas fijas a las que, para bien y para mal, no se ajusta. La fascinación es el poder más peligroso de su obra. Quien se abandona a su obra aceptando una de las grandes categorías fijas que Kierkegaard constantemente le mete por los ojos; quien se inclina ante la grandeza de dicha categoría sin confrontarla jamás con lo concreto ni comprobar si se le adecua, sucumbe a esta obra como a un dominio mítico. Igual que en éste domina la palabra mágica, en el orbe de Kierkegaard domina una inmanencia lógica en la que todo lo que en él aparece debe integrarse. El concepto más alto de su supuesto esteticismo, el de genialidad, es él mismo de tipo mágico. Aunque este concepto debía excluir y proscribir desde el principio la pretensión apostólica, Schrempf, Gottsched e incluso Haecker sucumbieron sucesivamente a su hechizo. Esto explica la suposición de Haecker de los «varios genios». Éstos son para él los seudónimos: ellos son, como la «genialidad», potencias fascinadoras en el paisaje de Kierkegaard. Pero, con el rechazo de la condición de poeta, quedan descartados como componentes integrales de la filosofía kierkegaardiana. Por eso tiene el método prohibido orientarse por principio a ellos. El vano intento de Kierkegaard de hacer hablar a los poetas que se conducen de forma autónoma confunde al creador con el artista, y está más conforme con sus orígenes idealistas que con su intención teológica última. Toda interpretación que acepte sin vacilar la pretensión de los distintos seudónimos y se atenga a ella, va descaminada. Éstos no son figuras en cuya existencia incomparable estuviese condensada la intención. Son enteramente figuras de la representación abstracta. Ello no quiere decir que la crítica pueda desatender la función de los mismos y tomar su opinión por la de Kierkegaard. Ella debe, antes bien, contraponer las unidades abstractas de los seudónimos a los motivos concretos encerrados en el marco de la seudonimidad y medir la coherencia del conjunto. La consistencia engañosa de los seudónimos podrá desvanecerse: aun así, la unidad del contexto filosófico superficial cerrará siempre el camino a la verdadera comprensión. La crítica debe primeramente comprender las aserciones de los seudónimos según su construcción filosófica, que en todo momento hay que evidenciar como esquema dominante. Aquello que los seudónimos dicen, que es más de lo que el esquema filosófico les concede decir: su núcleo secreto y concreto, corresponde a la interpretación en la literalidad de la comunicación. Ningún escritor procede tan astutamente en la elección de las palabras como Kierkegaard, ninguno busca ocultar por medio de la palabra tantas cosas como él, que incansablemente se denuncia como «espía al servicio de una causa superior»[30], como policía secreto y seductor dialéctico. No hay ningún otro medio para tenerlo en la zorrera de la interioridad infinitamente reflejada que el de tomarle sus palabras, que, concebidas como trampas, acaban encerrándole a él mismo. La elección de las palabras y su retorno estereotipado, y no siempre planeado, anuncian contenidos que hasta la intención más profunda del proceder dialéctico preferiría esconder antes que revelar. La interpretación del Kierkegaard con seudónimo tiene, pues, que descomponer la unidad poética pasajeramente simulada en la polaridad de su propia intención especulativa y la literalidad traidora. El motivo de la literalidad no necesita ser psicoanalíticamente tratado en su obra, por frecuentes que sean la ocasión y la tentación de hacerlo. Pues este motivo tiene en la obra misma su arquetipo: la exégesis teológica cristiana. La obra firmada con seudónimo Ejercicio del cristianismo es, como los escritos edificantes, exegética, y todos los escritos con seudónimo tienen entremezcladas partes exegéticas. Pero no se puede concebir ninguna exégesis razonable que no esté obligatoriamente ligada a la letra de su texto. Su modelo en Kierkegaard es la interpretación literal de la doctrina de la parusía. En el Ejercicio, «la existencia entera de la Iglesia aquí en la tierra» se convierte en «un paréntesis o algo parentético en la vida de Cristo; el contenido del paréntesis empieza con la ascensión de Cristo, y acaba con su regreso»[31]. Desconocería la seriedad exegética de Kierkegaard quien viera anulada la dignidad de la letra por el recurso psicológico a la seudonimia. Pues en todas partes sus aserciones se comunican con textos que él reconocía como sagrados. Las aserciones singulares de los seudónimos deben ser tomadas literalmente dentro de su respectiva construcción según la «lógica de las esferas»: como aclaraciones relativas a las formas de existencia estética, ética y religiosa, que al mismo tiempo tienen su límite en la literalidad. El procedimiento exegético debe ocuparse primero, contra el exegeta Kierkegaard, de la metafórica. Mientras que los objetos metafóricamente designados por Kierkegaard deben ser clarificados por la lógica de sus «esferas», las metáforas literales poseen autonomía. Aquí se filtran los contenidos míticos de su filosofía, que la clara arquitectura de la lógica de las esferas en vano quiere desterrar. Su fuerza se muestra precisamente en sus más grandes concepciones: allí donde contenido y expresión más profundamente se enlazan. Así, en el pasaje de La enfermedad mortal donde se lee: «Del mismo modo que en los cuentos el duende se esfuma a través de una rendija que nadie puede ver, así también la desesperación tiende a habitar, y tanto más cuanto más espiritual, en una exterioridad detrás de la cual a nadie se le ocurriría buscarla»[32]. La comparación, que por lo demás pone ella misma al descubierto la ruptura entre contexto superficial y contenido oculto, quiere expresar con la figura de cuento del duende que desaparece el disimulo de la desesperación, ya que «un exterior que se correspondiera con lo interior encerrado sería una contradicción en los términos, pues lo que con ello se corresponde no haría más que revelarlo»[33]. Pero en la palabra «duende» se anuncia a la vez, de forma mítica y personificada, aquello que, en el orden conceptual general, actúa en la categoría de lo demoniaco de La enfermedad mortal, pero que sólo como algo vivo y encarnado constituye el verdadero objeto de la demonología kierkegaardiana. Bajo la presión de su subjetivismo, las imágenes objetivas a cuya interpretación sus escritos están propiamente dedicados se han volatilizado en esta clase de metáforas. Ellas deben ser reducidas, fuera de esta metafórica, a su verdadera realidad. Por mucho que, en el ocultamiento demoniaco de Kierkegaard, el método parezca aproximarse al psicoanalítico, como método filosófico debe distinguirse de éste de forma bien precisa para que él mismo no ceda a la demonía. Pues hasta ahora el psicoanálisis sitúa aún al hombre en una perfecta inmanencia, y explica cada uno de sus impulsos por el contexto total de su vida consciente. Pero con su doctrina de la existencia y su propio personalismo radical, Kierkegaard induce a componer la inmanencia individual humana de forma autónoma y cerrada; tanto como el psicoanálisis quiere arrancarla del conflicto de los impulsos como conocimiento. La inmanencia es el dominio soberano de su demonía, y el psicoanálisis se somete a este dominio, antes de decir su primera palabra, al deducirlo todo de la misma inmanencia que las fórmulas de Kierkegaard conjuran. Pero la crítica pone precisamente en cuestión el derecho de la perfecta argumentatio ad hominem que obra hasta en la teología más íntima: el derecho de identidad de las personas y la cosa, la tesis de la Apostilla no científica, según la cual la subjetividad es la verdad. Conceder en general a Kierkegaard esta tesis, basta para someterse a su régimen. Por eso, la valiente biografía de Schrempf, que partiendo de la tesis del pensador subjetivo disputa desesperadamente con Kierkegaard sobre cada frase de su obra y cada decisión de su vida, es una lucha con espíritus; su escenario es la oscuridad de la inmanencia subjetiva, sin esperanza desde el principio. Superior a todo lo demás que se ha escrito sobre Kierkegaard, no solamente por aquella tan citada «pasión», de la que siempre trata cuando el ingenio crítico no es suficiente, sino por su más estrecho contacto dialéctico con el objeto, el libro no es finalmente capaz de hacer filosóficamente fecundas sus intuiciones porque la casuística del principio de la verdad de la subjetividad lo deja paralizado. Obcecadamente sigue el rastro de un adversario cuya figura no se puede atrapar mientras, evaporándose, envuelva al propio observador. Schrempf se salva abandonando el rastro que constantemente perseguía; él retiene las manos vacías del librepensador ético secularizado mientras se le escapa todo lo que en Kierkegaard hay de verdad mejor que la de la cuestionable identidad acreditada. Hay que conservar la proximidad a la que por primera vez Schrempf llegó: arrancar toda comprensión de Kierkegaard al propio universo kierkegaardiano. Pero ésta sólo deviene verdad cuando se sustrae a su hechizo y se mantiene en su singularidad. Cierto que la persona de Kierkegaard no se puede ahuyentar de la obra simplemente con la forma de proceder de una filosofía objetiva de la que no en vano era Kierkegaard un encarnizado enemigo. Pero la persona sólo debe aparecer citada en el contenido de la obra, el cual se identifica con ella tan poco como ella con la obra.
Por eso, la construcción de lo estético en Kierkegaard no debe partir del esteta. La categoría de lo estético es, contra lo que aquél supone, una categoría del conocimiento. No se puede anticipar como tal en una definición, y por eso hay que separarla claramente de toda mezcla. Incluso cuando se contempla una convergencia final de arte y filosofía, habría que evitar toda estetización del proceder filosófico. Cuanto más puramente cristaliza la forma filosófica como tal, más firmemente excluye toda metafórica que la aproxime exteriormente al arte, y más puede ella, en virtud de su ley formal, afirmarse artísticamente. Hay que empezar buscando los equívocos del término «estético» en Kierkegaard. La síntesis de sus significados no puede encontrarse ni en el arte ni en la actitud de Kierkegaard: sólo puede ser construida a partir de los elementos purificados. De éstos hay que distinguir tres que siempre aparecen confundidos. En primer lugar, estético es en Kierkegaard, como en el uso general del lenguaje, el dominio de las obras de arte y de la consideración teórica del arte[34]. Así en la mayoría de las partes del primer volumen de O lo uno o lo otro: en el gran ensayo sobre Don Juan; en el breve e importante tratado Sobre el reflejo de lo trágico antiguo en lo trágico moderno; en las Siluetas de personajes dramáticos; en la interpretación del Primer amor de Scribe. Ellas indican ya, en la elección de los objetos, el segundo empleo, central en Kierkegaard, del término: lo estético como actitud o, en su lenguaje posterior, «esfera». El seductor sensual representa la tesis dialéctica en antítesis con el Johannes reflejado; las voces de Marie Beaumarchais, Elvire y Gretchen responden tristes a la llamada de la seducción; totalmente aparente es el amor por mero recuerdo en la comedia de Scribe. Pero los ensayos pueden ser a la vez considerados, en cuanto piezas de teoría del arte, como autónomos, independientes de la intención del seudónimo Eremita o del anónimo A. El artículo sobre lo trágico principalmente contiene motivos que reaparecen inalterados en la teología de Kierkegaard. Y el artículo sobre la actriz no se identifica con los planes maquiavélicos de su publicación. Él evoca claramente la teoría «ética» kierkegaardiana del envejecimiento en el matrimonio, que no merma el amor; y contradice la concepción de lo estético como mera presencia e inmediatez, tal como Kierkegaard la desarrolló, y de forma cada vez más consecuente, en la exposición de la «esfera». Lo estético como lo artístico pudo haberse amalgamado en el Kierkegaard maduro con la fórmula de lo «poético», con cuyo uso quería él afirmarse como alguien sin autoridad. De otro modo no se entendería que hubiera declarado estética toda su obra seudónima anterior a las Migajas, y también los escritos manifiestamente teológicos, como Temor y temblor y El concepto de la angustia. – Ya en O lo uno o lo otro definió Kierkegaard expresamente la segunda manera de emplear el término: «Lo estético en el hombre es aquello por lo cual él es inmediatamente lo que él es; lo ético en él es aquello por lo cual se convierte en lo que se convierte. El que vive en y de lo estético, por y para lo estético en él, vive estéticamente»[35]. Desde el punto de vista de la actitud «ética», la actitud estética aparece en Kierkegaard como un no-decidirse. Luego, la actitud ética retrocederá y quedará detrás de su doctrina de lo religioso-paradójico. Con el «salto» a la fe, lo estético se convierte deprecativamente, de grado en el proceso dialéctico —el del no-decidirse—, en pura y simple inmediatez de la criatura. Pues precisamente esta inmediatez debe ser rota por la paradoja, de la cual constituye lo contrario absoluto. Con ello, lo estético como arte, que en los primeros escritos aún afirma, al menos dialécticamente, su derecho, se somete finalmente, aunque con reservas, al veredicto. Al cambio terminológico corresponden los ataques al arte que comienzan con el Ejercicio y que poco tienen ya en común con el anterior rechazo de la existencia estética. – La tercera manera de emplear el término ocupa un lugar marginal en el lenguaje de Kierkegaard. Se encuentra solamente en la Apostilla conclusiva no científica. Aquí, lo estético queda referido a la forma de la comunicación subjetiva, y se legitima en el concepto kierkegaardiano de existencia. «El pensador subjetivo» tiene «como pensador existente un interés esencial en su propio pensamiento, en el cual existe. Por eso hay en su pensamiento una forma distinta de reflexión, a saber: la de la interioridad, la de la propiedad, por las cuales este pensamiento pertenece al sujeto y a nadie más»[36]. La «doble reflexión» del pensamiento subjetivo, esto es, la reflexión sobre la «cosa» y sobre la «interioridad» del pensante, tiene que «manifestarse también en la forma de la comunicación, es decir: el pensador subjetivo tiene que procurar que en la forma haya artísticamente tanta reflexión como él mismo, existiendo, tiene en su pensamiento. Nótese bien: artísticamente, pues el secreto no está en que el pensador exprese directamente la doble reflexión, ya que tal forma de expresión es justamente una contradicción»[37]. De acuerdo con ello, estética es la manera en que se manifiesta la interioridad, esto es, el cómo de la comunicación subjetiva, porque, según su doctrina, tal comunicación nunca puede llegar a ser «objetiva»: «Dondequiera lo subjetivo tiene su importancia en el conocimiento, dondequiera la apropiación es lo principal, la comunicación es una obra de arte»[38]; o brevemente: «Cuanto más arte, más interioridad»[39]. – La categoría kierkegaardiana de lo estético reúne estos empleos dispares. Pero ni es el resultado de su adición, ni cabe obtenerla de su antagonismo abstracto al igual que tampoco de una psicología dispar como la que supone Przywaras: «El Kierkegaard de la actual filosofía de la existencia» es «un primer plano que permite pasar al Kierkegaard de O lo uno o lo otro entre el psicoanálisis y la estricta religión»[40]. De ello resulta un juego de sombras chinescas de conceptos en lucha, en cuyas masas gigantes todo color y toda forma determinados de los objetos desaparecen. Nunca los pomposos conflictos de lo universal alcanzan el verdadero estado de cosas. Éste sólo puede obtenerse en las células concretas de la dialéctica, la misma que la propia obra de Kierkegaard despliega. La vaguedad de la categoría no se puede corregir con un método general, sino sólo con una intuición aguzada de los fenómenos particulares.
La categoría se ofrece a esta intuición de la manera aparentemente más práctica allí donde comunica con el uso histórico del lenguaje: en la doctrina de lo bello, en la estética explícita del primer volumen de O lo uno o lo otro. Pero sus contenidos específicos no permiten suponer que aquí esté la llave del cofre categorial. En el conjunto del pensamiento de Kierkegaard, la estética está aislada. Ella fija de forma rudimentaria una fase de su filosofía, de la que, por ejemplo, la polémica contra Andersen es un documento. Ella se aleja del auténtico Kierkegaard ya por la neutralidad con que considera el arte y sus exigencias sin plantear seriamente la cuestión del derecho que las fundamenta. Podrá la neutralidad ser admitida en la dialéctica como neutralidad de la «actitud estética»: en sí misma sólo fragmentariamente mostrará conexión con la dialéctica. En el primer volumen de O lo uno o lo otro, la máscara seudónima no es más que un breve antifaz que en ninguna parte oculta suficientemente unos rasgos mezcla de especulación estética ingenua y doctrina cristiana positiva. Con razón dice Schrempf que «A. emplea también constantemente en la primera parte ideas cristianas, hasta el punto de que uno se asombra de observar que este hombre frívolo piensa de una manera notablemente cristiana»[41]. O —cabe añadir—, como estético, con los conceptos de la estética kantiana e idealista-poskantiana: los de lo finito, lo infinito y la contradicción —que en la dialéctica kierkegaardiana no sufren ninguna corrección importante—. Ellos envuelven con amplias mallas las configuraciones artísticas. De ellos se obtienen las determinaciones tanto de lo trágico como de lo cómico. Ambos últimos están construidos conforme al principio formal de contradicción en el sentido hegeliano, no discutido por la crítica kierkegaardiana de Hegel: «Pues al descansar lo cómico de forma natural en oposiciones contradictorias, tanto de los fines en sí mismos como del contenido de los mismos con la contingencia de la subjetividad y de las circunstancias exteriores, la acción cómica necesita, más imperiosamente que la trágica, de una resolución. Pues la contradicción entre lo verdadero en y para sí y su realidad individual resalta mucho más en la acción cómica»[42]. La tragedia y la comedia, que coinciden en la condición formal de la contradicción, las distingue Kierkegaard según la relación que en cada una mantienen entre sí la finitud y la infinitud como momentos contradictorios. Trágico es para él lo finito que entra en conflicto con lo infinito y, medido por él, es juzgado según la medida infinita; cómico es lo infinito que se enreda en lo finito y sucumbe a las determinaciones de la finitud. Esto lo ilustra Taciturnus en el comentario de Una historia de sufrimiento con un ejemplo erótico: «Lo trágico es que dos amantes no se entiendan; lo cómico es que dos que mutuamente no se entienden, mutuamente se amen»[43]. La dialéctica de estas determinaciones básicas no va más allá de su «solución» formal. Por eso mantiene Kierkegaard una definición de lo bello equivalente a la kantiana, que Wilhelm expresa como la tesis de su adversario A, representante oficial de la estética kierkegaardiana: «Bello es lo que tiene su teleología en sí mismo»[44]. El vacío del concepto de contradicción se manifiesta en las determinaciones triviales, que a nada comprometen, de la tragedia y la comedia: «La cosa es bien sencilla. Lo cómico está presente en cada estadio de la vida (sólo que su puesto es cada vez distinto), pues dondequiera hay vida hay contradicción, y donde hay contradicción está presente lo cómico. Lo trágico y lo cómico son lo mismo en la medida en que ambos designan la contradicción, pero lo trágico es la contradicción dolorosa, y lo cómico la contradicción indolora»[45]. El que, sin embargo, el concepto dialéctico central de contradicción no sea enteramente compatible con la definición formal-idealista de lo bello, es algo que no se le escapa a Kierkegaard. Contra la tradición estética formal intenta jugar la carta de la estética hegeliana del contenido: «Hubo una escuela de estéticos que, acentuando unilateralmente la forma, fue la causante del malentendido opuesto. A menudo me ha sorprendido que estos estéticos se adhiriesen sin más a la filosofía de Hegel, cuando un conocimiento de su filosofía en general, y de su estética en particular, no deja ninguna duda respecto a que, en lo tocante a la estética, aquél subraya vigorosamente la importancia de la materia»[46]. Algo muy apropiado a la estética formal sería una lírica vana y sin objeto: «¡Dios sabe cuáles son las lecturas de los jóvenes versificadores de hoy! Su estudio seguro que consiste en aprender rimas de memoria. ¡Dios sabe qué importancia tienen en la existencia! Por ahora no sabría decir si ellos son útiles para otra cosa que para ofrecer una prueba edificante de la inmortalidad del alma, pues de ellos se puede sin duda decir lo que Baggesen del poeta municipal Kildevalle: “Si él llega a ser inmortal, lo seremos todos”»[47]. Sin embargo, en la estética del contenido sólo aparentemente lleva a cabo Kierkegaard la corrección del formalismo. Pues siempre que la estética se apoya en el dualismo de forma y contenido, sin evidenciar en el análisis que hace tanto de las formas como de los contenidos la recíproca producción de uno por otro, necesariamente se impone a la teoría el primado del principio formal. Kierkegaard se mantiene sin reservas en aquella dualidad, a la vez que anuncia su propio clasicismo: «Lo feliz» del acierto estético «tiene dos factores: es una feliz circunstancia el que la más señalada de las materias épicas le estuviese deparada a Homero. El acento recae aquí tanto en Homero como en la materia. En este punto encuentro esa profunda armonía que nos permiten escuchar todas las producciones que llamamos clásicas. Y lo mismo ocurre con Mozart: es una feliz circunstancia el que una materia musical única en el sentido más profundo no encontrase a otro que a Mozart»[48]. A la rígida divergencia de formas y contenidos sólo se impone el primado de la forma, y es éste el que inmediatamente vuelve a conculcar el derecho propio y reconocido de los contenidos. Y ello mediante un principio de selección. Kierkegaard distingue entre contenidos estéticos y contenidos no estéticos. Ello quita a los contenidos toda sustancia específica: en la elección, la subjetividad se convierte en el momento dominante ya con la predisposición del material, y los contenidos que reclamarían contra ella sus derechos desaparecen. A pesar del pretendido procedimiento dialéctico, Kierkegaard se queda en verdad por detrás de Kant y de Schiller. Bajo el incólume principio formal de ambos autores, todos los objetos son posibles objetos del arte con tal de que se les imponga la forma; y por lo mismo que el principio formal es incapaz de despertar su propia sustancia, no cierra a ésta el paso. Ello permite comprender por qué en Hebbel, Flaubert e Ibsen pueden aparecer motivos realistas bajo la envoltura del principio formal. Pero Kierkegaard atribuye a los objetos un derecho propio, aunque lo manipule para que los más apremiantes queden, en atención a ellos mismos, excluidos de la elaboración: los de la experiencia social. Ante el realismo incipiente de los años cuarenta queda su aviso: «La poesía hace un intento tras otro de producir una impresión de realidad, lo cual es totalmente apoético; la especulación quiere siempre alcanzar la realidad dentro de su dominio»[49]. Las consecuencias se tornan drásticas en los Estadios, siendo rechazadas como propias de la «actitud estética», pero sin que Kierkegaard les discuta su derecho intraestético: «La estética declara orgullosa —y en esto es simplemente consecuente—: la “enfermedad no es ningún motivo poético; la poesía no debe ser un hospital”. Esto es cierto. Así debe ser: sólo un chapucero utilizará estéticamente la enfermedad. “Sólo la salud es amable”, dice Friedrich Schlegel; y tiene toda la razón desde el punto de vista de la estética. Parecida debe ser la posición de la poesía respecto a la pobreza. Para mantener a distancia los gritos y gemidos, debe decretar: “Sólo la riqueza es amable”. Ella no puede servirse de los que son realmente pobres. Incluso el idilio no hace aquí ninguna excepción»[50]. Con lo cual, la posibilidad de una psicología artística queda restringida y privada de sus verdaderos objetos: «Es fácil ver por qué lo estético vuelve consecuentemente cómico todo atormentarse a sí mismo: aquí no hace más que ser consecuente. La estética supone una relación directa entre fuerza y sufrimiento; la fuerza está en el hombre; el sufrimiento le viene a éste de fuera. Por eso puede y debe preservar a su héroe del deseo enfermizo de atormentarse a sí mismo. Que el héroe tome la dirección al interior, sólo puede interpretarlo como una deserción; y como no puede fusilar al desertor, lo hace aparecer ridículo»[51]. Así trasciende la estética de Kierkegaard del contenido hacia la «actitud estética»; si para él la existencia estética es la de la mera inmediatez, ésta constituye para él el único objeto de la poesía: «La poesía tiene que tratar con la inmediatez. Por eso no puede concebir una duplicidad. Si por un solo instante existiera la duda de que los amantes quieran qua amantes ser absolutamente fieles, de que estén absolutamente dispuestos a la unión en el amor, la poesía se apartaría resueltamente del culpable: “Veo que tú no amas; por eso no puedo contar contigo”. Y hace bien la poesía. Si equivoca su misión, no hace más que ponerse a sí misma en ridículo, como bastante a menudo ha sucedido en estos últimos tiempos»[52]. Para Kierkegaard, lo estético no tiene, como arte y como actitud, «nada que ver con lo interior»[53]. Ello modela la grotesca figura de su estética. Cuando la subjetividad autónoma, que elige, conculca el derecho de los objetos, el precio que debe pagar por ese acto es ella misma. No le está permitido formarse en su ser concreto como objeto artístico: en los objetos se reencuentra solamente como esquema de ideas previas y recibidas que no provienen de ella, como tampoco ella se pone verdaderamente a prueba en ellas. Kierkegaard recurre a Hegel, que corrigió «la expresión del sujeto desenfrenado en su no menos desenfrenada vaciedad de contenido»[54] al devolver «a la materia, a la idea, sus derechos»[55]. Pero, a decir verdad, escoge de Hegel tesis del siglo dieciocho. Con la equivalencia de «materia» e «idea» evoca una ontología natural-racional, predialéctica, de las artes. Ésta se muestra en la demarcación estática que él efectúa, aunque, influido por Schelling[56], quisiera perseguir «la evolución de lo bello estético de forma dialéctica e histórica»[57]: «El elemento de la música es el tiempo; pero la música no consiste en tiempo: ella a la vez suena y deja de sonar, existe sólo en el instante en que nace y muere. De todas las artes es la poesía la que más hace valer el significado del tiempo, y por eso es la más perfecta de las artes»[58]. La taxonomía de las artes es tan antigua como inadecuada a la forma de las mismas. Pues el tiempo se cuenta entre las condiciones constitutivas de la música. En su disposición formal, en la alternancia de lo repetido y lo nuevo; en los conceptos de la elaboración motívica y la elaboración temática y en toda su «tectónica» se producen, justamente en virtud de su curso temporal, relaciones que objetivan el sonar efímero, el particular momento musical aislado, en una duración. Es completamente absurdo afirmar, como hace Kierkegaard, que la música «solamente existe en la medida en que es repetida… [que] sólo existe en el momento de la ejecución»[59]. En el texto que se lee como un texto literario, la música tiene existencia independientemente de la ejecución actual. – Kierkegaard acepta, a pesar de su concepción contraria a ella[60], la clasificación de las artes según el material. El idealismo de su elección de la materia quiere constantemente tornarse en una fe bárbara en la materia. A muchas obras de arte se les atribuye por su materia un rango superior, siendo indiferente cómo estén hechas. En todo caso, y como dice Wilhelm, que por lo demás afecta de grado ser ajeno al arte: «Hay un cuadro que representa a Romeo y Julieta; un cuadro eterno. No hago ningún juicio sobre su valor artístico, sobre la belleza de sus formas y colores: para eso no tengo ni el sentido artístico ni la formación artística que se necesitan. Es un cuadro eterno porque representa a una pareja de amantes, y hace intuir lo esencial de su relación […] Julieta está echada en actitud de adoración a los pies del amado»[61]. Lo que la estética de los afectos establecía en el siglo XVIII como lo adecuado a la gran práctica artística se queda aquí en apologías de miserables cuadros de género. Por cierto, que Hegel muestra el origen de esta disposición: «Se ha dicho que las verdaderas obras de arte, por ejemplo las Madonas de Rafael, no gozan de veneración, ni reciben la multitud de ofrendas que otras imágenes malas, que son buscadas con más afán y constituyen el objeto de la mayor devoción y largueza; la piedad pasa de largo junto a aquéllas, cuando debiera sentirse íntimamente atraída y cautivada por ellas; pero tales pretensiones son cosa extraña allí donde sólo existe el sentimiento de la sujeción sin conciencia y el embotamiento servil. – El arte ha surgido ya del principio de la Iglesia»[62]. Pero no en vano resuena en Hegel el motivo teológico, que hace comprensible la grosería de los excesos kierkegaardianos con la estética de la materia. Y éste es la representación de la imagen santa, del «símbolo» en el sentido más preciso, cuya materia predomina como contenido de verdad y hace estallar la forma inmanente, como el último Kierkegaard expuso en el relato sobre la imagen del crucificado. Este motivo se vuelve contra la estética misma.
Donde Kierkegaard se aferra a la dualidad de forma y contenido, tal dualidad conserva su carácter idealista. La estética del contenido queda formalistamente bajo el signo de la «grandeza» de los objetos: «Aquellos estéticos que ponían unilateralmente el acento en la forma artística han ampliado de tal manera este concepto, que el panteón del clasicismo semeja un trastero lleno de baratijas y bagatelas clásicas, y ha desaparecido por completo la representación espontánea de una galería seria y fría con unas pocas figuras, pero imponentes y expresivas. Cualquier futilidad artísticamente realizada es, según esa estética, una obra clásica segura de su absoluta inmortalidad. Tales menudencias tenían su lugar en este montaje, y aunque generalmente se odiaban las paradojas, no inquietaba la paradoja de que en el arte lo más pequeño fuese lo más grande. La causa de todo esto era el vicio de acentuar unilateralmente la forma. Tal estética sólo pudo mantenerse durante un tiempo determinado, el que tardó en advertir que su época se burlaba de ella y de sus obras clásicas. Esta concepción fue una forma de radicalismo en el terreno de la estética, el mismo que de forma análoga se manifestó en otros muchos terrenos»[63]. Aquí, la «grandeza» atribuible al objeto es lo que el sujeto trascendental le imprime como «idea» y «totalidad». La escuela hegeliana, a la que Kierkegaard debe la estética del contenido y la categoría de totalidad, supo dar cuenta de los centros de la intuición artística. En la Estética de lo feo de Rosenkranz —autor muy estimado por Kierkegaard—, que apareció diez años después de O lo uno o lo otro, se lee: «La grandeza (magnitudo) en general no es aún sublime; veinte millones de táleros son una gran fortuna que probablemente sea muy grato poseer, pero en ella no hay ciertamente nada de sublime. La pequeñez (parvitas) en general tampoco es aún común. Una fortuna de sólo diez táleros es muy pequeña, pero es siempre una fortuna en la que no hay nada de despreciable. Un padrenuestro escrito con caracteres muy pequeños en un hueso de cereza no es por eso feo, simplemente está escrito con caracteres muy pequeños. La pequeñez en el lugar adecuado y el momento justo puede ser estéticamente tan necesaria como la grandeza. También lo ínfimo puede, como lo inmenso, justificarse en un caso determinado»[64]. Kierkegaard se sustrae a tal concepción encastillándose en el concepto tradicional de lo clásico: «Las producciones clásicas son todas igual de altas, pues cada una es infinitamente alta»[65]. Por eso no sabe aducir otro criterio que el de la inmortalidad: «Con su Don Juan, Mozart entra en la pequeña grey inmortal de los hombres cuyos nombres y cuyas obras el tiempo no olvidará, pues la eternidad la ha acogido en su seno»[66]. Kierkegaard hace desaparecer la eternidad bajo el título de la inmortalidad: lo mismo que él reprochaba a Hegel. En el arte está, para él, ligada a la abstracción: «Yo creo, por el contrario, que las siguientes consideraciones abren perspectivas a una clasificación que es útil precisamente porque es enteramente accidental. Cuanto más abstracta y pobre es la idea, más abstracto y pobre es el medio» —es decir, el material artístico, como el sonido y el lenguaje—: «Mayor la probabilidad de que no surja una repetición, y mayor la probabilidad de que la idea que ha encontrado su expresión la haya encontrado de una vez y para siempre»[67]; esto es, de que la obra sea inmortal. Lo abstracto es definido como lo invariante en el tiempo, y lo concreto como lo históricamente determinado[68]. Las ideas estéticas son para él universalia post rem, obtenidos por eliminación de los elementos históricos específicos. De ese modo, su estética cae en un nominalismo que acaba hurtando a ésta su objeto. Lo que verdaderamente dura en las obras de arte no es lo que por abstracción ha escapado al tiempo —que en su vacío más bien sucumbe a él—. Se afirman los motivos cuya eternidad oculta, inmersa en lo más profundo de la constelación de lo temporal, más fielmente se conserva en sus cifras. Las obras de arte no obedecen al poder de la universalidad de las ideas. Su centro es lo temporal y particular, a lo cual se orientan y de lo cual son figuras; lo que ellas más propiamente significan, lo significan únicamente en la figuración. El esquema de las artes según lo abstracto y lo concreto es, junto con la jerarquía de su «eternidad», inesencial porque en toda práctica artística se exige concreción, y ésta en modo alguno está limitada al lenguaje. Una vez más la música contradice las determinaciones de Kierkegaard. Es verdad que Kierkegaard la concibe en cierto sentido como lenguaje: «El reino por mí conocido, hasta cuyos límites extremos quiero ir para descubrir la música, es el lenguaje. Si se quisiera ordenar los distintos medios de modo que representasen un proceso evolutivo, habría que colocar el lenguaje justo al lado de la música; por eso se ha dicho que la música es un lenguaje, y esto es más que una observación ingeniosa»[69]. Pero él piensa la relación entre música y lenguaje como mera analogía, fundada únicamente en el carácter del órgano del que ambas se sirven: «La música es, aparte del lenguaje, el único medio que se dirige al oído»[70]. Su diferencia equivale a la que existe entre lo abstracto y lo concreto: «¿Pero qué se quiere decir con que el medio es más o menos concreto? Sencillamente que se aproxima, o parece aproximarse, más o menos al lenguaje»[71]. E inversamente: «¿Cuál es la idea más abstracta? La idea más abstracta que puede pensarse es la genialidad sensible. ¿Y qué medio permite su representación? Únicamente la música»[72]. Poco importa el derecho a llamar a la genialidad sensible la idea más abstracta: la definición de la música como el material más abstracto lleva a consecuencias absurdas. De ella se deduce que Don Juan es la única y exclusiva obra maestra de la música, no de otro modo que Hegel deduce que el Estado prusiano es la realización de la razón universal: «La unidad realizada de esta idea» —de la genialidad sensible— «y la forma que le corresponde la tenemos ahora en el Don Juan de Mozart. Y precisamente porque la idea es tan sumamente abstracta, y porque también el medio es abstracto, no hay ninguna probabilidad de que Mozart encuentre un competidor. La suerte de Mozart es haber recibido una materia que es en sí misma absolutamente musical; por eso, si otro compositor quisiera rivalizar con Mozart, no podría hacer otra cosa que volver a componer el Don Juan. […] Don Juan […] es y será único en su género, en el mismo sentido en que lo son las obras clásicas de la escultura griega. Pero la idea del Don Juan es más abstracta que la idea que fundamenta la escultura; de ahí que en la escultura tengamos muchas obras, y en la música, en cambio, una sola. Sin duda se pueden señalar también en la música muchas obras clásicas; pero sólo existe una de la que se pueda decir que su idea es absolutamente musical, una en la que la música no interviene como acompañamiento, sino como revelación de la idea, como revelación de su más íntima esencia. Por eso está Mozart con su Don Juan por encima de todos aquellos inmortales»[73]. No cabe llevar más lejos el idealismo estético: ante la unidad de la «idea», del concepto universal y vacío de contenido de «genialidad sensible», todas las diferencias cualitativas en las que el arte tiene su sustentación se reducen, y únicamente queda, tristemente sola, una obra maestra canónicamente entendida como totalidad acabada y definitiva. La música permanece arbitrariamente reservada a una demonía abstracta, y sobre la música «absoluta» cae, como más tarde en la escuela de George, este veredicto: «Cuando el lenguaje calla y la música empieza, cuando, como se dice, todo se vuelve música, se demuestra que no se ha avanzado, sino retrocedido. De ahí que yo —y quizá los propios entendidos en música me comprendan— nunca me haya sentido especialmente atraído por la música sublime, que cree poder prescindir de la palabra. Esta música suele suponer que se halla a mayor altura que la palabra, cuando la verdad es que se halla a menor altura que ella»[74]. El mismo Kierkegaard que tan a menudo cree apreciar en la imagen de Mozart los contornos de la historia futura de la música; el mismo que en el Don Giovanni escuchaba la demonía del poder elemental de la naturaleza, que hasta Wagner no quedaría musicalmente liberado, e interpretaba la opera buffa según un esquema hermenéutico romántico que se realizaría después de él —ese mismo Kierkegaard no habría podido aprobar, de acuerdo con la doctrina de su estética musical, ningún movimiento de Beethoven—. Sus intuiciones musicales, como la descripción de la obertura de Don Juan, que sólo encontraría un paralelo en los comentarios de Nietzsche a la obertura de Los maestros cantores, le fueron concedidas a pesar de su propia teoría. La jerarquía de las artes sólo le permitía obtener conocimientos teóricos suficientes en el dominio del lenguaje. Su estética dualista de la forma y el contenido encuentra así su expresión más congrua en la filosofía del lenguaje: en aquella doctrina de la «comunicación» que implica la tercera forma de emplear el término «estético». El idealismo de la estética de Kierkegaard llega aquí hasta su fundamento filosófico: «Lo artístico consiste en la reduplicación del contenido en la forma, y hay que evitar especialmente las manifestaciones sobre lo artístico hechas de una forma inadecuada»[75]. Pero, como mera reduplicación, «lo estético» puede separarse del contenido y ser algo superfluo, añadidura de la subjetividad a un ser que permanece ajeno a ella y que ella no puede alcanzar más que imprimiéndole exteriormente su sello en la comunicación. Contra toda pretensión de la «interioridad», a ésta no le es concedida la unidad inmediata con su objeto en la forma artística. La idea errónea de ciertos intérpretes de Kierkegaard, según la cual lo artístico en él se sitúa en el ornamento y no en la cosa, ha sido propiciada por su estética teórica. Ésta tiene su origen en la constelación en la que aparecen los elementos fundamentales de toda filosofía idealista, y, por ende, de la kierkegaardiana: sujeto y objeto. Kierkegaard ve arte donde algo objetivo —el «contenido» formado por el sujeto— «es expresado en la existencia». Como momento de lo «existencial», la forma es para él subjetiva. Lo concreto de la obra de arte, como todo lo concreto, lo piensa como mero producto de dos momentos abstractos: el sí-mismo abstracto y la idea abstracta; o al menos en analogía con la relación de sujeto y objeto, forma y contenido. Traslada sin reservas su polaridad a la región estética concreta —y a la del «enunciado existencial»—. La estética de Kierkegaard no es sino el esquema de esta transposición. En ella no se puede captar el sentido de su categoría de lo estético. Éste sólo puede construirse partiendo de la relación de sujeto y objeto, y, por ende, del oscuro fondo de una filosofía que sólo en estremecimientos pasajeros alcanza a su teoría del arte.