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Kierkegaard ha triunfado. Una vez que la atención se fijó en el «extraordinario», primero resultó, como es ya habitual, psicológicamente interesante, por ejemplo para el ilustrado Georg Brandes, que, por lo demás, aún no fascinado por él, le veía de forma más imparcial, y también más crítica, que casi toda la literatura posterior. Luego, Kierkegaard se convirtió en Alemania, gracias a su traductor, Christoph Schrempf, en santo patrón de aquellos pastores que sufrían conflictos de conciencia con su ministerio, en una especie de ibseniano Rosmer, del mismo modo que el Brand del joven Ibsen toma algunos rasgos de Kierkegaard. Este cambio repentino puede datarse antes de 1920. Quizá lo desencadenase la traducción por Theodor Haecker del libro sobre Adler, cuya fuerza expresiva puso a Kierkegaard por vez primera a su verdadero nivel en Alemania. Kierkegaard impresionó a los teólogos protestantes, que se hallaban desorientados en medio de un cristianismo liberal cuyo contenido teológico se volatilizaba en metáforas para ideas. Toda la teología dialéctica fue seguidora de Kierkegaard; en Karl Barth, seguidora también de su firmeza. Pero su obra tiene una capa teológica y otra filosófica: de ahí su influencia. La influencia filosófica llegó más tarde, mediados los años veinte, cuando Heidegger por un lado y Jaspers por otro emanciparon el concepto kierkegaardiano de existencia de los llamados estadios de la religiosidad A y la religiosidad B, transformándolo en concepto de una ontología antropológica que en Heidegger ciertamente no deseaba, ya entonces, ser entendida como una antropología. Mientras que el concepto de existencia, sobre todo los existenciarios, como la angustia, la interioridad —el modelo de la autenticidad heideggeriana— o la decisión, se estableció como núcleo de una metafísica material supuestamente resucitada, Kierkegaard puso fin a la supervivencia académica del idealismo alemán. Sus invectivas contra Hegel acabaron lo que las schopenhauerianas habían comenzado: la caricatura de un pensamiento desenfrenado, que se idolatraba a sí mismo y perdía su sustrato. Las publicaciones del llamado círculo de Patmos en los años veinte son documentos de esta influencia. Ésta era entonces tan grande, que proporcionó a Kierkegaard el anonimato del espíritu de la época. Kierkegaard se infiltró en todo el lenguaje teológico-filosófico y pedagógico para, gracias a tal supervivencia, ser olvidado una segunda vez; con esto al menos no habría quedado insatisfecho. Menos le habría agradado que aquel lenguaje quedase tan pronto a disposición de tantos, se dejase utilizar en parloteos tan corrientes y desprovistos de experiencia como los que él reprochó a los candidatos de la teología. Los últimos escritos de Kierkegaard, el ataque a la cristiandad en nombre del cristianismo, se habían vuelto bruscamente incluso contra instituciones burguesas, como el matrimonio: «Jamás podría ocurrírseme la idea de casarme; la tarea de llegar a ser cristiano es tan inmensa, que no podría aceptar esta traba, por mucho que los hombres, especialmente a cierta edad, la declaren y la vean como un estado de suprema felicidad. Sinceramente hablando, no concibo cómo puede ocurrírsele a cualquier hombre la idea de conciliar el ser cristiano con el estar casado, y debo precisar que no pienso en el caso de alguien que, por ejemplo, ya estuviera casado y tuviera familia y sólo a esa edad quisiera ser cristiano; no, quiero decir que cómo alguien que está soltero y dice que es cristiano puede tener la ocurrencia de casarse»[484]. Kierkegaard condenaba en bloque la acomodación a las ordenaciones mediocres de la vida que se perpetúa. En Temor y temblor, la esfera religiosa se funda en la suspensión de la ética. Sus admiradores le han arrancado esos colmillos. En el epílogo que en 1955 escribió para su Filosofía, Jaspers declaraba casi emocionado que él había hecho suyo el «concepto» kierkegaardiano de existencia. «Pero nunca fui partidario de Kierkegaard. Pues no sólo no me llegó su cristianismo, sino que percibía en sus decisiones negativas (su negativa al matrimonio, a la posición y a la realización en el mundo y su afirmación de la existencia del mártir como algo esencialmente ligado a la verdad del cristianismo) lo contrario de todo lo que yo amaba y quería, de todo lo que estaba dispuesto a hacer o a no hacer. Su concepción de la fe cristiana a través de su religiosidad B (como absurdo) me parecía, igual que aquella negatividad práctica, el fin del cristianismo histórico, y el fin también de toda vida filosófica. Tanto más asombroso era así lo que Kierkegaard fue en su probidad capaz de ver y decir en su itinerario, casi inagotable en momentos de despertar. Una filosofía sin Kierkegaard me parecía entonces imposible. Su grandeza tenía, tal como yo la veía, un alcance histórico-universal parejo al de Nietzsche[485]». Como si pudiera tan sencillamente darse una cosa sin la otra. En apenas cien años, Kierkegaard ha sido no menos aplanado por uno de sus más renombrados adeptos, no menos engullido por la conciencia burguesa normal que, según su propia tesis, el cristianismo después de casi dos milenios. Poder incitador, grandeza comparable a la de un monumento a Bismarck, historia universal —justo lo que Kierkegaard despreciaba, es lo que quedó de él, siendo además glorificado—. De aquel «individuo» han derivado las habladurías mendaces que alardean de que los otros son inauténticos y dados a las habladurías. Lo cual quedó sellado en Alemania cuando, antes de 1933, el nacionalsocialista Emanuel Hirsch se apropió de él: la victoria como derrota.