VI. EL COMPOSITOR Y EL RODAJE
Las siguientes observaciones no pretenden realizar una descripción de los procesos de trabajo a los que se somete el elemento musical durante la fabricación de un film, y que van desde el plan original de la composición, pasando por la grabación y el montaje, hasta la definitiva fijación de todo el film. Los autores carecen de la necesaria competencia para intentar semejante descripción. Necesitarían mencionar innumerables detalles, especialmente de técnica electrónica, del procedimiento especial del cutting[1] y de una suerte de técnicas auxiliares que son poco familiares para el músico y tan poco necesarias al artista para llegar a una creación válida como puedan serlo, por ejemplo, los procedimientos de impresión para el autor de un libro. Las técnicas a considerar varían además enormemente: en los grandes y bien equipados estudios de Hollywood son diferentes a las de los productores independientes, que disponen de unos medios financieros y técnicos mucho más modestos, pero que permiten una mayor libertad a las iniciativas personales de los compositores, que están menos constreñidos a la estandarización por el peso específico de los equipos y a quienes esta anacrónica libertad permite en ocasiones sacar provecho, incluso en cuestiones técnicas, de los procedimientos de grabación en sentido estricto.
De todas formas no hay que exagerar la analogía entre el rodaje de un film y la impresión de un libro. Un libro sigue siendo, en cuanto a su contenido y su forma literaria, en gran medida, aunque no absolutamente, el mismo independientemente del procedimiento de impresión empleado. Pero no existe un film «en sí», abstracción hecha de los procedimientos técnicos de grabación y reproducción. Mencionemos solamente la diferencia entre el libro manuscrito —que en realidad es el propio libro— y el guión del film, que en casos extremos presenta indicaciones sobre la naturaleza de la obra, pero que no es la obra. Aquí es donde comienza el interés de las observaciones que siguen. Tratan sobré aspectos que son esenciales desde el punto de vista artístico o, hablando más modestamente, de aspectos relacionados con el fenómeno musical definitivo en el seno del film. Hablaremos de los principales aspectos musicales de la producción cinematográfica y destacaremos aquello que es necesario saber desde él punto de vista del compositor de música para el cine. Queremos presentar experiencias de trabajos concretos en éste campo, pero no pretendemos desarrollar una teoría de la técnica musical en el cine. Dada la orientación general de nuestro estudio, es inevitable que los problemas técnicos de la composición en sentido estricto ocupen un lugar privilegiado. Además se mencionarán algunos aspectos que merecen la especial atención del compositor si no quiere ceder a la intimidación o capitular ante las necesidades, a menudo impenetrables para él, del proceso de producción en lugar de llegar al máximo de sus potencialidades.
El departamento musical
El carácter industrial de la producción de films no permite diferenciar los problemas organizativos y los problemas técnicos en sentido estricto. Es importante que el compositor tome conciencia desde el principio de cuál es el elemento organizativo. La organización de la música en el conjunta de la producción del film y, en último término, el rígido y petrificado reparto de responsabilidades en el gran trust, en el que todos los puestos decisivos están ocupados y controlados desde hace mucho tiempo, han conducido, como se sabe, a la creación de departamentos musicales especiales que detentan en forma exclusiva la responsabilidad para todos los aspectos artísticos, técnicos y comerciales de todos los objetos musicales relacionados con el film y que, por este motivo, se manifiestan autoritariamente frente al compositor. La situación es distinta en la producción independiente, en donde, si bien el compositor dispone de unos medios mis limitados, cuenta con más libertad. Pero en las empresas típicas, el compositor no trabaja en pie de igualdad con el productor, el autor del guión y el director del film. Este nivel corresponde con mayor exactitud al director del departamento, que recurre al compositor como un especialista que bien trabaja solo o junto con otros compositores de forma permanente en departamento, o bien es contratado para una ocasión en particular. El compositor es pues, a priori, un empleado dependiente al que se puede despedir con facilidad, ya que los lazos que le unen a la empresa son sumamente endebles. Dada la composición del personal del departamento —de la que ya hemos hablado en el capítulo de sociología—, los conflictos son casi inevitables. El departamento musical elige generalmente a los compositores de acuerdo con su gusto personal, de una forma similar a la selección de los actores. Sólo en casos excepcionales el compositor es designado por alguna persona ajena al departamento, y entonces su situación es particularmente inestable. En el seno de la organización, el compositor, independientemente de su valía personal, ocupa una posición subordinada. Tiene que satisfacer a su «boss», el jefe del departamento. Éste lo considera como uno de sus auxiliares, al mismo nivel que el arreglista o el director de orquesta, y le asigna una función limitada: producir una música perfectamente definida que, en el mejor de los casos será una partitura completa. El grado de influencia que consiga en la planificación musical y en la ejecución y grabación de la música depende en gran medida de su autoridad, su habilidad y, en todo caso, del apoyo con que cuente en instancias ajenas al departamento. Actuaría sensatamente si desde un principio tomase conciencia de este estado de cosas, dejando de lado toda ilusión, y se plantease los problemas de tal forma que pudiera llegar a los mejores resultados posibles en el marco del «set up»[2] que le ha sido asignado. Hasta el momento nadie ha conseguido hacerlo saltar y convertir al compositor en coautor, por así decirlo, del film. Él instrumento que lo somete al departamento es precisamente la responsabilidad de su jefe frente al productor. Además corresponde al departamento la disposición financiera de todo aquello que se relacione con la música en el film, incluida la contratación de los miembros de la orquesta. La composición se convierte automáticamente en propiedad de la empresa.
Con todo, sería insensato por su parte que el compositor considerase irreflexivamente al departamento como a un enemigo y que comenzase su trabajo manteniendo una actitud insumisa. La cuestión del departamento musical representa a pequeña escala un estado de cosas mucho más extendido. A pesar de todas las insuficiencias, e incluso a veces a pesar de la grotesca incompetencia artística de los directores y de la presunción fetichista de los departamentos, los procesos técnico-económicos en los que se ve envuelto el compositor son tan complicados que, sin la labor de organización y de división de trabajo realizada por el departamento, nada sería realizable cuando menos dentro del actual sistema de producción. El compositor puede considerar al departamento como un obstáculo burocrático o como una agencia de control al servicio de los hombres de negocios, pero sin el departamento se perdería irremisiblemente en medio de todos estos mecanismos. El camino que lleva desde la partitura hasta la música definitiva del film, es decir, lo que con toda propiedad hay que llamar «realización artística», discurre por instancias ajenas al arte que solamente resultan accesibles a los expertos en el mundo de los negocios. Los departamentos son superfluos y necesarios a la vez. Su inutilidad hace referencia a una situación en la que la producción artística fuese libre y emancipada de la noción de beneficio; en la situación actual son necesarios, ya que sin sus recursos, sin sus servicios de intermediario con el proceso general de producción, y a menudo también sin su experiencia, sería imposible realizar nada. La actitud del compositor debe ser consecuente con el reconocimiento de esta ineluctable contradicción. No debe abandonarse en el conformismo, pero tampoco debe intentar alocadamente librarse de toda dependencia. Ambas actitudes le dejarían igualmente reducido a la impotencia.
Generalidades sobre el método de composición
El film en sí mismo no exige ninguna técnica de composición específica. La concordancia formal del film y de la música como «artes de la duración» no suscita por sí sola un procedimiento musical autónomo. Hasta el momento, la música, a pesar de todo lo que se ha hablado acerca de su misión particular, no ha recibido del cine ningún impulso realmente nuevo. Entretanto sólo puede hablarse de la adaptación de determinadas técnicas de la música autónoma.
No obstante comienzan a precisarse algunas experiencias. Una de ellas ya ha sido indicada. Consiste en la necesidad de formas musicales breves que correspondan a la brevedad de las secuencias. Lo que es realmente «cinematográfico» en las formas breves, esquemáticas, rapsódicas o aforísticas, es la irregularidad, la fluidez y la ausencia de repeticiones internas y de codas. La forma ternaria tradicional de la canción, a-b-a, con la repetición de la primera parte, resultaría menos adecuada que las formas «continuas», como los preludios, las invenciones o las tocattas. La «exposición», presentación y unión de varios temas, así como su «ejecución», parecen aún más alejados del cine, ya que la comprensión de estos complejos musicales dotados de un peso específico propio requiere una atención demasiado intensa como para que puedan ser directamente combinados con procesos visuales. Pero no cabe deducir de esto una regla general. No es imposible imaginar grandes formas musicales que no correspondan a las secuencias de imágenes, sirio a una continuidad de significación, lo que presupone evidentemente una técnica cinematográfica diferente en la que el guión, la dirección y el cutting no se contenten con copiar al teatro.
La limitación a formas musicales breves afecta también a sus elementos constitutivos. Todo debe ser independiente o ha de ser rápidamente desarrollado; la música del cine no puede «esperar». Entre las formas breves se puede hacer una diferenciación. Un motivo breve acompañará mejor que una melodía completa a una secuencia de dos minutos. Un tema que durase treinta segundos resultaría desproporcionado en este lugar. Pero para un fragmento de treinta segundos no es necesario que el tema sea aún más corto. Por el contrario, podrá consistir en una larga melodía que cubra toda la secuencia.
La lógica musical propiamente dicha, que selecciona y une estos elementos, debe plegarse también a las contingencias del cine. Debe prevalecer el cambio súbito de los caracteres musicales, los desplazamientos y las transiciones rápidas y todo lo improvisado e imaginativo. Para hacer esto posible sin sacrificar la coherencia musical es necesaria una técnica de la variación altamente desarrollada. Toda forma musical breve del film es en cierta forma una «variación», aunque no haya sido expresamente precedida por un tema. En este caso, el tema es la función dramática.
El compositor cinematográfico no puede sustraerse a la «planificación», que desde el punto de vista de la dramaturgia, consiste en la consideración del film en su conjunto y de sus relaciones con los elementos aislados. Pero mientras que este proceso ha sido estérilmente desarrollado hasta el momento por los responsables técnico-administrativos, el compositor debe intentar hacerlo fructífero. Debe dominar conscientemente las formas simples y complicadas, continuas y discontinuas, discretas y llamativas, cálidas y frías. A partir de esta exigencia podrá reunir potencialmente y producir con libertad lo que surgió espontáneamente a lo largo de la evolución histórica de la música; de esta forma, la composición de la música de cine —si es que alguna vez existe realmente— se desarrollará productivamente. La planificación debe transformarse en nueva espontaneidad. La inspiración y la concepción, por el hecho mismo de que están negadas en la música de cine, pueden reaparecer a un nivel más elevado.
Quisiéramos indicar cuando menos la consecuencia más simple que se sigue de estas exigencias en orden a los procedimientos de composición. A grandes rasgos se pueden distinguir dos formas diferentes de componer desde el doble punto de vista de la lógica del objeto y de su génesis. La primera forma es la que, partiendo de la visión del detalle, una especie de célula germinal musical, y sometiéndose ciegamente a la tendencia marcada por cada uno de esos detalles, llega hasta la totalidad. Schubert y Schumann son compositores de este tipo; también lo fue originalmente Schönberg, que en una ocasión dijo que para componer un «lied» se dejaba llevar por las primeras palabras, sin tener en absoluto en cuenta el poema en su totalidad. La forma opuesta es aquella en la que prevalece el conjunto y en la que todos los detalles son construidos en función de aquél. Beethoven pertenece sin duda alguna a este género de compositores. La perfección de un compositor estriba fundamentalmente en la profundidad con que se interpenetren estas dos formas de componer en la lógica de su obra: Bach, Mozart, Beethoven y Schönberg son ejemplares desde este punto de vista. Si la primera forma de componer permanece «poco dialécticamente» en sí misma, como por ejemplo sucede en Dvorák, el resultado es un popurrí de «ocurrencias» unidas entre sí de una forma arbitraria y esquemática; a la inversa, el peligro latente en la segunda forma de componer —Händel sería un buen ejemplo— consiste en la concepción vacía y gratuita del conjunto con detalles esquemáticos, incompletos y frecuentemente superficiales. Una peculiaridad de la composición de la música de cine es que empuja al compositor a posiciones extremas dentro de esta segunda tendencia, lo que de todas formas sucede a menudo en todas las composiciones hechas por encargo. En la música de cine prevalece sin duda alguna una visión global de la forma y de su articulación a menudo en una especie de «vacío de la conciencia» que reclama y evoca ritmos, secuencias de tonos y figuras en este y aquel lugar sin un conocimiento previo. El compositor de música de cine debe crear formas y relaciones formales y ha de abandonar las «ideas» si no quiere hacer una música incidental sin relación de ninguna clase con el film. Las dificultades que esto implica sólo pueden ser superadas si comienza por tomar conciencia de ellas y las traduce a problemas técnicos bien definidos, si descompone en partes el proceso de trabajo y realiza finalmente una invención específica. Como primer paso debe representarse una especie de esquema general en cuyo marco decidirá con la mayor precisión posible el contenido de cada uno de los pasajes, y luego, como segunda fase del proceso de composición, tendrá cuidado de que este contenido sea eficaz y vivo. En cierto sentido debe mantener un dominio constante sobre lo que en composición tradicional pasa por ser —a veces equivocadamente— intuición libre y espontánea.
La realización es la etapa más delicada en la composición de música de cine. Como deriva de un plan corre el constante peligro de degenerar en simple relleno y de que aparezcan pasajes secos, manidos y mecánicos en todo lugar en que el compositor no haya podido opener a la fuerza inherente al plan compuesto por él mismo una espontaneidad igualmente intensa. En esos casos el resultado es una de esas curiosas obras musicales que a pesar de la escasa calidad de su sustancia musical, ejercen un determinado efecto debido a la afortunada concepción de su conjunto. La exigencia habitual de showmanship[3] en el compositor se refiere en realidad a esa facultad musical y no musical que consiste en tener «olfato» para la función musical, careciendo de un sentido igualmente preciso para su materialización. Una vez que el compositor ha alcanzado verdaderamente el nivel de la composición planificada, debe concentrar todas sus energías y todo su sentido crítico en la «realización».
Pero aunque afirmemos la primacía del conjunto, de la forma, en su sentido más amplío, en la música del cine, hay que recordar al mismo tiempo que el elenco de formas desarrollado por la música tradicional y consignadas en la «teoría académica de las formas», no es en su mayor parte aplicable al cine. Muchas de las formas tradicionales han de ser pura y simplemente excluidas, otras deben ser detenidamente replanteadas. La realización de esta primacía del conjunto en la música del cine no significa, pues —como sucede en determinadas tendencias de la ópera contemporánea, especialmente en Berg y en Hindemith—, que haya que tomar las formas de la música autónoma y hacerlas coincidir, pase lo que pase, con las imágenes del film, sino precisamente lo contrario: construir estructuras formales que respondan a las exigencias particulares de la secuencia de base correspondiente y luego «realizarlas». La buena música de cine es, por principio, antiformalista. Ya hemos hablado en el capítulo sobre el nuevo material musical de la inadecuación de Las formas tradicionales y de la posibilidad de reemplazarlas por estructuras musicales más avanzadas. Señalábamos allí el elemento más importante de esta inadecuación: el carácter de prosa que tiene el cine, que está en completa contradicción con las repeticiones y las relaciones musicales de simetría. Vamos a abordar aquí, desde el punto de vista de las exigencias del cine y prescindiendo del carácter específico del material musical, una serie de problemas formales de la música del cine surgidos a lo largo de unas experiencias que hasta el momento han sido extremadamente limitadas.
No se puede representar musicalmente el carácter de prosa del cine limitándose a suprimir mecánicamente las repeticiones y otras figuras reiterativas, como por ejemplo la de la parte «a» en la forma ternaria de la canción, y construyendo al mismo tiempo la música de acuerdo con los esquemas tradicionales, como por ejemplo la exposición de la sonata, que desde hace más de ciento cincuenta años es el prototipo de todo tratamiento de la forma musical. En la música autónoma hay una serie de elementos formales que solamente tienen sentido, en el seno de esta autonomía, en donde desempeñan el papel de mirada prospectiva o retrospectiva sobre el acontecer puramente musical. La repetición de la sonata clásica, con su modificación estructuralmente calculada del plan de modulación que permite la clausura del movimiento cíclico, es solamente el ejemplo más tangible de este hecho. Pero estos elementos existen ya en la «exposición» tradicional. El esquema clásico de la sonata se basa en la suposición de la desigualdad de los diferentes momentos musicales, en que no están todos presentes, en que no están todos «aquí»; por el contrario, la presencia de los acontecimientos musicales aumenta con la constantemente renovada intervención de los «temas», disminuyendo conscientemente en otras partes. La vitalidad de la forma tradicional de sonata consiste en ésta diferencia en la presencia de los episodios musicales, según que constituyan o no «lo esencial», es decir, dependiendo de que deban ser percibidos como el objeto de la espera o del recuerdo o, por el contrario, nos conduzcan hacia esa espera o ese recuerdo o nos alejen de él. Su articulación equivale a la cambiante densidad o presencia de los episodios musicales en los diferentes momentos. No se puede afirmar de antemano que sea mejor una frase sinfónica en la que todo está igualmente presente (desde el punto de vista técnico musical podría decirse, sin más, que en ella todo es «tema»), sino aquella en la que la relación entre los momentos presentes y no presentes haya sido elaborada de una manera más amplia y más profunda.
Solamente en la última fase de la evolución de la música autónoma, en obras como Erwartung, de Schönberg, se ha mantenido a igual distancia del centro a toda la construcción musical; desde que emplea la técnica dodecafónica, el propio Schönberg parece buscar de nuevo una diferenciación dirigida a conseguir diversos grados de presencia. En la música tradicional, esta diferenciación se, consigue gracias a los pasajes de transición, las áreas de tensión y las áreas de resolución. Se trataba precisamente de esas partes de la forma que siendo opuestas a las «ideas», es decir, a los temas propiamente dichos, en la mayor parte de los casos eran objeto de una elaboración esquemática y nefasta; en compensación, en los casos más importantes, como la Sinfonía Heroica, triunfaba el principio de la construcción dinámica del conjunto. Estos elementos, cuya significación consiste en el desarrollo de una relación musical válida por sí misma, le están vedados al cine. Este exige de la música que esté absoluta y continuamente presente, que no se contemple a sí misma, que no se refleje en sí misma y que no genera una expectación. Y en los casos en que el cine necesite pasajes de transición o áreas de tensión, éstos derivan del curso de las imágenes, pero no de la propia vida de la composición. Solamente por este motivo existen grandes limitaciones para la adopción de esquemas tradicionales.
En vez de esto, el compositor se ve enfrentado a tareas formales que apenas si se han dado en la música tradicional. Así, por ejemplo, en una secuencia puede existir la necesidad dramática de preparar un episodio en la «exposición» musical, pero con una extremada concisión, cosa que la sonata no ha conocido hasta la desintegración de la tonalidad. El compositor ha de dominar, pues, el arte de escribir música de carácter preparatorio pero que, al mismo tiempo, esté rigurosamente presente, sin recurrir a los métodos superficiales de preparación del estado de ánimo, como los detestables trémolos crescendi y otros parecidos. O tiene que ser capaz de componer pasajes de conclusión que, por ejemplo, pongan punto final a un desarrollo dramático anterior de la imagen o del diálogo sin que estos pasajes vayan precedidos de un desarrollo puramente musical que encuentre en este punto su conclusión. En cierto modo se trata de una stretta[4] que no va precedida de un ritmo más lento. El carácter de «conclusión» debe emanar exclusivamente del gesto de la misma música, del detalle de su formulación y na de su relación con elementos musicales precedentes, ya que éstos no existen. En determinadas circunstancias puede surgir la necesidad de que los puntos culminantes sean alcanzados inmediatamente a través de la música, sin ningún crescendo previo o, en todo caso, con una somera preparación. La dificultad es considerable, pues la sensibilidad formal musical diferencia claramente un simple forte o un fortissimo de un pasaje que deba suscitar un efecto dé «pimío culminante». Pero mientras que anteriormente un puntó culminante derivaba del desarrollo general, aquí hay que lograr el carácter de punto culminante in abstracto, «en sí». No existe ninguna regla general que permita determinar la consecución de este efecto. Pero esto no excusa el deber de tomar conciencia de estos problemas. Se puede afirmar que esta tarea del punto culminante «absoluto» sin una gradación preferente, ha de ser esencialmente resuelta a través de la naturaleza y en énfasis de la propia forma musical y no mediante la potencia sonora bruta. Todo músico sabe que existen temas que tienen en sí mismos un «carácter de conclusión» en una forma que es muy difícil de explicar verbalmente y a la que sólo se puede llegar a través de un minucioso análisis, pero que es extremadamente imperativa y que recuerda a la «conclusión» del canto procedente de la práctica de los maestros cantores. Entre estos temas se puede citar en la obra de Beethoven, por ejemplo, el motivo final del primer movimiento de la Sinfonía Pastoral, el brevísimo tema final del primer movimiento de la Sonata para piano op. 101 o el tema final del larghetto de la Segunda Sinfonía (compás 82 y sigs.). También existen temas que tienen en sí mismos el carácter de «principales» o «accesorios». El compositor de música de cine debe tomar conciencia de la existencia de estas cualidades entre los materiales de que dispone, y debe intentar producirlos inmediatamente sin el rodeo que supone una preparación o una resolución. Los efectos en cuestión no exigen nada que sea ajeno a la música. En gran parte han cristalizado ya en el seno del lenguaje formal tradicional. Pero se trata de conferirles una nueva dignidad, considerándolos como entidades independizadas de este lenguaje formal. Se trata de emanciparlos de sus habituales presupuestos formales, que en el cine resultan inadecuados, y de conferirles una mayor movilidad.
También existen formas no esquemáticas en la música tradicional. Reciben los nombres de fantasías y rapsodias. Mientras que estas últimas, sobre todo en su forma menor, se parecen peligrosamente al popurrí o, como la rapsodia de Brahms Opus 79, son formas encubiertas del «lied» y de la sonata, de cuyo espíritu participa también la Fantasía del viajero, de Schubert, existe también una forma de fantasía específica a pesar de toda su libertad. Recordemos la célebre Fantasía en do menor y la más pequeña en re menor, escritas ambas por Mozart para piano. La teoría oficial ha eludido estas obras y se ha contentado con afirmar prudentemente que no están basadas en una forma determinada. A pesar de ello, estos fragmentos de Mozart no están organizados con menos precisión que los que recibieron la forma de sonotas; quizá lo estén de una manera más exacta, ya que no estaban sometidos a ningún estatuto heterónomo. Se puede decir que el fundamento de su forma es el del «período» o entonación. Se descomponen en un determinado número de partes de las que cada una es homogénea y relativamente terminada, y que casi siempre están construidas según un mismo modelo temático reproducida en ritmos y en tonalidades diferentes. Aquí el arte consiste menos en elaborar un conjunto de naturaleza uniforme y continua que en equilibrar los períodos entre sí mediante los efectos de semejanza y contraste, la meticulosidad de las proporciones[5], la modulación de las características y una cierta soltura de los períodos en sí que tiene a menudo la tendencia de interrumpirse bruscamente. Cuanto menor sea la apariencia de que han alcanzado una formulación definitiva, tanto mayor será la posibilidad de ser añadidos a otro y de ser continuados por otro. Todo esto recuerda en gran medida a las condiciones de la música de cine. El compositor de este tipo de música se verá frecuentemente obligado a pensar en períodos en lugar, de pensar en desarrollos, y tendrá que reproducir, a través de la relación de los períodos entre sí, lo que normalmente corre a cargo, de la forma resultante de un desarrollo temático. Ésta es una consecuencia inmediata de la exigencia de «presencia» de la música de cine, y se refiere a fragmentos musicales de mayores dimensiones que, por el momento, son raros en cine.
La relación de varias formas entre sí plantea también problemas que no se pueden solucionar exclusivamente con los medios tradicionales. El contraste conseguido a través del ritmo no es suficiente. Las exigencias dramáticas pueden implicar que varios movimientos deban sucederse al mismo ritmo, pero que, como en las antiguas suites, se diferencien claramente entre sí a través de sus caracteres. Así, en la nueva música compuesta para La lluvia, de Joris Ivens, había que excluir todo ritmo lento no tanto para ilustrar el caer de la lluvia como porque, debido a la ausencia de acción y a la naturaleza «estática» del film, la misión de la música consistía en hacerlo avanzar en cierta forma. Esto obligó al compositor a recurrir a contrastes más sutiles que la sucesión del allegro y del adagio. La música de cine no contribuye, pues, a hacer más groseros los recursos musicales; una vez liberada obligará, por el contrario, a una nueva diferenciación.
Todo esto está no obstante sujeto a una restricción si no se quiere perder de vista la relación con el film, como sucede actualmente. Planificar la música de un film supone planificar al mismo tiempo la música y el film en una interacción fructífera; no existe planificación desde el momento en que el compositor es enfrentado al jait accompli de una serie de secuencias soleccionadas, requiriéndosele para que contribuya aquí con treinta segundos y allí con dos minutos de música. Ésta es la manera de limitar su planificación a la función burocrático-administrativa de la que debe emanciparse, Es una planificación que emana del ciego reparto de responsabilidades, pero no de la lógica de la cosa. Planificar libremente significaría planificar conjuntamente la música y el film y a menudo concebir el film en función de la música, justamente lo contrario de lo que se viene haciendo. Claro está que una cosa así exigiría un auténtico esfuerzo colectivo por parte de la producción. Eisenstein parece trabajar en este sentido.
Con una planificación semejante establecida con espíritu de responsabilidad se vería que en muchos casos resulta preferible una grabación de ruidos oportunamente colocada, que la música. Esto es particularmente válido para efectos sonoros de fondo (background music) paralelos a los diálogos. Hacer las veces de telón contradice la naturaleza de una música articulada, elaborada y destinada a ser percibida como tal. O sigue siendo música, en cuyo caso distrae la atención, o tiende espontáneamente hacia el ruido, lo que hace superflua la apariencia musical. Naturalmente, a menudo es necesario mezclar la música y el ruido, porque el ruido solo resultaría «tosco» y vacío. Pero en esos casos es necesario armonizar la música y el ruido. Visto desde el punto de vista de la música, significa que debe ceder al ruido el necesario espacio y oportunidad de expansión. El ruido desempeña, por así decirlo, un doble papel: en primer lugar el más o menos naturalista, además de el de un elemento de la misma música que se puede comparar a los acentos de los instrumentos de percusión. De esto se deducen dos consecuencias: la primera, que las intervenciones del ruido se preverán en la música de acuerdo con un plan rítmico que en cierta forma les reserva un lugar determinado; la segunda, es que él color de la música debe ser semejante al del ruido o que contrastará deliberada y nítidamente con éste. Ejemplo: en una ciudad, un hombre huye a través del tráfico de las calles. La imagen siguiente muestra que está salvado; jadeando, llega ante una puerta. El timbre de la puerta pone fin a unas apresuradas figuras de la sección de cuerda, como el acorde final de una cadencia. De esta forma la música puede disolverse en el ruido o los ruidos; a la manera de las disonancias, resolverse en la música.
En algunas ocasiones es posible planificar el ruido y la música Con mayor amplitud. La cámara muestra un plano panorámico de los tejados de una ciudad. Todas las campanas de la ciudad deben empezar a sonar al mismo tiempo, mientras la cámara descubre nuevas masas de tejados y campanarios. Un primer plano: del carrillón de un campanario sale la figura de la muerte y con un martillo golpéala campana. Al final de la secuencia, cuándo aparece el féretro, se oye aún el eco sordo de la campana fúnebre. El mismo fragmento de música, de un carácter de frialdad monumental, incluía ya las campanadas como un elemento de la composición, pero esto no bastaba para generar la densidad sonora, necesaria por motivos dramáticos, de una multitud de campanas tocadas al vuelo. No era posible obtenerlo en una grabación simultánea: la irregularidad rítmica del sonido característico del tañido de las campanas no puede conseguirse bajo la batuta de un director. Por este motivo había que producir sintéticamente el sonido a partir de varias grabaciones. Además de la banda musical se grabaron otras cuatro con el sonido de las campanas, y luego, separadamente, la campana fúnebre y el golpe del martillo de la muerte. Las cuatro bandas con el sonido de las campanas estaban dispuestas de tal manera que se completaban mutuamente. En la sesión de regrabación se mezclaron las diferentes bandas con la música, destacando alternativamente los diferentes elementos. Este tipo de efectos no puede ser abandonado al azar. La. única forma de alcanzar un resultado satisfactorio consiste en la confección de bandas de ruido teniendo en cuenta la música y en la preparación del efecto general.
La grabación de ruidos ha puesto punto final a la música descriptiva. Una reproducción musical resulta impotente frente a la fotografía acústica de una auténtica tempestad. En principio, la música descriptiva se ha hecho tan superflua como ya lo venía siendo desde siempre. De todas formas está justificada en los casos en que responda a las exigencias que Beethoven le planteaba en la Sinfonía pastoral, «más expresión del sentimiento que pintura», o también cuando acentúa o cuando, como en una sobreexcitación, tiende al virtuosismo y sustituye deliberadamente efectos naturales carentes de relieve por lo artificial. Puede ser interesante superar el efecto de una lluvia natural por una lluvia musical; en cierta forma, hacer intencionadamente que llueva mejor de lo que puede hacerlo la naturaleza. O se puede inventar el sonido musical que correspondería a la nieve si la nieve tuviese un sonido: «debería nevar así». Este tipo de efectos muy diferenciados quebrantan evidentemente el concepto de música descriptiva.
Técnica de escritura e instrumentación
Por lo que concierne a la técnica de escritura y a la instrumentación —ambas cosas son idénticas en un buen compositor—, se puede establecer de antemano que la exigencia de lo «adaptado al micrófono», válida hace veinte años, está superada. El progreso experimentado a partir de 1932 por las técnicas de grabación musical permite reproducir cualquier partitura, sea cual sea su estilo, de una forma relativamente satisfactoria. Esto no ha sido siempre así: acordes dobles o triples de instrumentos de cuerda, instrumentos particularmente destacados, como el contrabajo y el piccolo, pero también las trompas, las flautas y los oboes, incluso las tradicionalísimas orquestas de cuerda, se expresaban en aquella época con bastante más dificultad que otras coloraciones o combinaciones sonoras. Actualmente, los equipos de registro son mucho más perfectos. Esto significa, por supuesto, que una música mal compuesta y de sonoridad indecisa será reproducida como tal.
En cualquier caso, los límites de la forma de escritura y de instrumentación no vienen ya determinados por las insuficiencias del equipo de grabación, sino a través de la «función dramática». En la música de concierto, una forma de escribir muy compleja, como por ejemplo la de Schönberg, es el resultado de una evolución histórico-musical independiente. Ésta no sería legítima en el cine si no tuviese su origen en exigencias dramáticas muy precisas. En los casos en que la música, merced al reparto de los centros de gravedad en el conjunto del film, es empujada hacia los límites de la atención, dispone de márgenes muy estrechos para su inteligibilidad. Resultaría absurdo escribir más de lo que puede ser percibido en cada instante dada la naturaleza objetiva del fenómeno global. Incluso los problemas más sutiles de la forma de escritura puramente musical dependen de la planificación del film considerado como un todo.
Actualmente la planificación musical se manifiesta, desfigurada, a través de la distinción mecánica entre composición (escritura) y arreglo (instrumentación). Esta distinción deriva en mayor medida de las costumbres de la gran industria que de una verdadera organización del proceso de producción. No se justifica ni objetiva ni económicamente. Es un reparto aparente del trabajo que está basado en razones puramente personales. En realidad, todo compositor calificado debería estar en condiciones de crear una música ya instrumentada y no «instrumentarla» después. Se emplea exactamente el mismo tiempo en componer una partitura o un esbozo de partitura que en componer la dudosa reducción para piano de una versión orquestal aún inexistente. La división que reina en este campo tiene como primera consecuencia que la composición se ponga en manos de ignorantes —que además se sienten estimulados porque sus más burdos errores son corregidos por el arreglista— mientras que, por su parte, los profesionales se ocupan de la pretendida técnica especial de la instrumentación, al estilo de «Tin Pan Alley»[6]. Por otro lado, la promoción de la figura del arreglista hace que el sonido de la orquesta se estandarice. La consecuencia de esto es la tediosa uniformidad de las partituras de música de cine. El mejor arreglista se hace estéril a fuerza de tener que bregar con un material miserable.
Esta esterilidad hay que atribuirla también en parte a la formación orquestal que actualmente se da en los estudios. Es cierto que un buen compositor puede obtener una gran diversidad sea cual sea la formación orquestal, incluso con recursos instrumentales muy limitados. Pero algunas de las restricciones existentes en cuanto a la composición de la orquesta tienen la tendencia de igualar el sonido. Esto se refiere sobre todo al falso brillo del genérico y del final, a la monótona homofonía en la que las voces medias están constantemente borradas, en el predominio de las voces «untuosas» de los violines, a la indiferenciación en el tratamiento de las maderas, entre las que, como mucho, el fagot hace las veces de cómico episódico y el oboe el de inocente corderillo, y finalmente a la conducción pesadamente armonizada del metal. Fuera de los burdos diálogos entre el metal y las cuerdas, no se oye apenas nada más que la insistente voz alta acompañada de un bajo insignificante.
Esto se debe esencialmente a la absurda disposición de la sección de cuerda. Con algunas excepciones, claro está, se utilizan de doce a dieciséis violines, que generalmente se tratan como una sola voz (es decir, los primeros y los segundos violines al unísono); dos o tres violas, dos o tres violoncelos y dos contrabajos. La desproporción entre las voces graves y altas excluye a priori toda polifonía claramente audible y conduce a un trabajo chapucero en el que las diferentes voces se limitan a hacer de relleno.
La misma desproporción existe entre el metal y la madera. A menudo se enfrentan cuatro trompas, tres trompetas, dos o tres trombones y una tuba a dos flautas, tres clarinetes (que generalmente suelen doblar a los violines), un oboe (raras veces dos) alternando con el corno inglés y a menudo solamente con el fagot. Ya en la orquesta de concierto y de ópera es patente que el problema de los bajos está mal resuelto; la orquesta de estudio ni siquiera lo toma en cuenta. Pero además las maderas suelen limitarse a labores de relleno o a seguir a las cuerdas.
En la práctica reinante las grandes formaciones orquestales intervienen solamente en el principio, el final y en secuencias particularmente importantes; todo lo demás, los pasajes íntimos, la música de fondo para los diálogos, los acompañamientos de secuencias muy breves, es confiadó a formaciones más pequeñas. En éstas ha desaparecido casi todo el metal y la madera, pero en cambio las cuerdas siguen intactas. De ahí la desagradable sonoridad de café concierto. El arpa y el piano, que no faltan jamás, contribuyen a ello con la coloración empalagosa, la garantía mecánica del sonido y la falsa plenitud.
Si se quiere distinguir entre formación grande y pequeña, hay que exigir que en ambos casos se respeten las proporciones correctas y la diferencia entre ambos tipos de formaciones no debe residir solamente en la cantidad, sino también en la selección de los instrumentos. La gran orquesta debería parecerse toda ella mucho más a la orquesta sinfónica: más segundos violines, violas, violoncelos y contrabajos y dos o tres veces más maderas que las que emplean actualmente. En algunos casos ya se hace así, pero no deberían constituir una excepción. A la inversa, las formaciones pequeñas deberían parecer auténticas orquestas de cámara. Como por ejemplo: flauta, clarinete, violín solista, violoncelo solista, piano. O también: cuarteto de cuerda, flauta, clarinete y fagot. Resulta fácil establecer un gran número de combinaciones semejantes, que han sido probadas desde hace ya mucho tiempo en la música de cámara. La mencionada en primer lugar es, por ejemplo, la utilizada por Schönberg en su Pierrot lunaire. Si se añaden los nuevos instrumentos, como el novochord[7] y el piano, la guitarra y el violín eléctricos y otros, pero utilizándolos con autonomía y no solamente, como suele suceder hoy en día, para obtener simples efectos coloristas y de duplicación, se abre una multitud de maravillosas posibilidades, un verdadero paraíso para el compositor. He aquí algunas combinaciones de probada eficacia: clarinete, trompeta, novochord, piano eléctrico, guitarra eléctrica; también novochord, piano eléctrico, violín y flauta. Recientemente se ha podido observar una cierta tendencia a moderar la estandarización de las orquestas de cine mediante la adición de colorido sonoro poco usual, utilizando, además de los instrumentos eléctricos, maderas de timbre delicado, como la flauta alto o el clarinete bajo. Debemos recordar que la instrumentación no es jamás una cuestión de selección de colorido sonoro en sí, sino una cuestión de escritura, una forma de composición que permita movilizar al máximo las posibilidades de cada instrumento. No se trata, pues, de componer algo habitual para instrumentos inhabituales, es mucho más importante escribir una música inhabitual para instrumentos habituales. Esto no se refiere solamente a la estructura de la música, sino también, y sobre todo, a la manera peculiar de inventar en un sentido específicamente instrumental. Por regla general, los conjuntos de música de cámara exigen del compositor una forma de escribir verdaderamente acorde con la música de cámara. No se puede utilizar con ellas la escritura habitual para orquestas de salón. La partitura para piano o novochord debe componerse como para instrumento solista, y no hay que contentarse con indicar la armonía.
Composición y práctica de la grabación
La sincronización es el elemento fundamental: hay que interpretar la música en función de determinados puntos y las relaciones de la imagen y de la música deben coincidir temporalmente hasta en los más mínimos detalles. De ello se deducen varias consecuencias. En aras de la sincronización, el compositor ha de ser capaz de escribir con soltura, es decir, de forma que eventualmente puedan suprimirse, añadirse o repetirse compases o frases enteras; ha de pensar en los calderones y en la posibilidad de tempi rubati; en una palabra, debe poseer un determinado patrimonio de «potencialidad» —lo contrario de esa mala costumbre de componer en la que el azar sustituye a la libertad—, a fin de permitir conseguir a la vez una sincronización perfecta y una ejecución viva de la música. Casos análogos de libertad deliberada se pueden encontrar fundamentalmente en la música de ópera. A pesar de todo, el director de orquesta no podrá evitar en ocasiones ayudar levemente a la sincronización acelerando o frenando voluntariamente el ritmo. Esto sucede en detrimento de la música, que en tales pasajes aparece desfigurada y absurda. Claro está que los compositores y los directores de orquesta experimentados podrán evitar en mayor o menor grado estas deformaciones ocasionales. Pero, a pesar de esto, se escuchan demasiado a menudo ritenuti y accelerandi en lugares en los que la construcción musical no los exige en absoluto. Lo mismo sucede en las malas ejecuciones de música moderna constructiva.
La sincronización tendrá que ser automática en aquellas secuencias prolongadas en las que sea imperativa una coincidencia permanente de la imagen y de la música. Para ello se requiere una exactitud matemática: la incapacidad de los hombres para adaptarse a relaciones temporales mecánicas se corrige con medios mecánicos. Los ritmogramas proporcionan al compositor la oportunidad de ver en su mesa de trabajo que, por ejemplo, unas nubes que vienen de la parte derecha de la imagen desfilan desde el segundo cuarto del primer compás hasta el tercer cuarto del decimocuarto compás. Además puede ver que en el duodécimo compás la heroína levanta la mano entre el primer cuarto y el tercer cuarto de compás, etc. Sobre esta base puede escribir una partitura que describa, subraye o contraste musicalmente con la mayor precisión todos los detalles, hasta los más complicados y diferenciados. En esta partitura todas las modificaciones de tiempo deben estar previstas en la misma composición, y no pueden ser abandonadas al gusto del director de orquesta y a las exigencias de la sincronización. El director de orquesta ha de dejar de ser un intérprete para limitarse al estudio y al control de la ejecución.
Está técnica afectará asimismo al carácter de la música. Todo lo que es inestable, contingente, queda excluido. Lo que principalmente importa es la extremada precisión de la construcción musical, tanto en los detalles como en el conjunto. La música ha de estar elaborada como un mecanismo de relojería: el arte del compositor consiste en reunir en una forma global, musicalmente válida, toda una serie de detalles pequeños y a menudo divergentes. Se comprende que este tipo de música tendrá un carácter más frío y distanciado que expresivo.
Si se piensa que el nacimiento del cine sonoro es relativamente reciente, el nivel general de la técnica de grabación musical es asombrosamente elevado. A pesar de esto, el equipo utilizado adolece de una serie de deficiencias importantes. Ante todo el ruido de fondo (basic noise) es aún demasiado alto, son esos «parásitos» que acompañan constantemente a todo film sonoro. Además el sonido general carece de profundidad: la música aparece en primer plano, superficial, poco plástica, en cierta forma como si solamente se oyese por un oído. Por este motivo es difícil la lectura de los fragmentos que tienen una composición densa. En comparación con los demás registros, las octavas más bajas (contrabajo, tuba, contrafagot) y las más altas (piccolo) tienen un sonido más inseguro que las intermedias. Claro está que estas deficiencias podrían corregirse poniendo más atención, disponiendo de más tiempo e introduciendo otras reformas en la rutina de los estudios. Pero la ayuda decisiva ha de venir de los progresos de la técnica y no de los esfuerzos aislados. Este nivel ya ha sido alcanzado, pero el temor al coste de la inversión —todas las salas de cine tendrían que cambiar sus equipos de reproducción— hace que la industria se retraiga de la aplicación de estos descubrimientos. El procedimiento sonoro llamado «fantasy-sound» y utilizado por Disney en el film Fantasía (1940) —que, por otra parte, es muy discutible—, puede proporcionar una idea de estas nuevas técnicas.
Respecto al director de orquesta, digamos simplemente que la política de personal practicada por los estudios no corresponde generalmente a la de las óperas europeas que contratan a jóvenes músicos de talento desde que finalizan sus estudios. Por el contrario, lo normal es que se traté de un marcador de compases procedente de la opereta o del cabaret, rutinario, vacío y además musicalmente incompetente; o si no, del músico de orquesta que ha ido subiendo peldaño a peldaño gracias a su aplicación y sus relaciones, cuando no es el mismo compositor que, bien que mal; dirige su propia música. Los directores de esta clase sustituyen el conocimiento y la auténtica experiencia musical con la costumbre de adaptarse automáticamente a las condiciones de grabación y principalmente a la sincronización. En la mayor parte de los casos no saben ensayar correctamente, y ni siquiera marcan el compás como es debido; su papel se limita a impedir que la música se les vaya al traste con un mínimo de preparación. Al mismo tiempo mantienen la ficción del profesional del cine altamente especializado, el gesto de augures que da a entender que todo eso no es en absoluto fácil, que no tiene nada que ver con el resto de las facultades musicales y que se trata de una aptitud especial adquirida a costa de muchos años de trabajo.
Por el contrario, el nivel de los músicos de orquesta es muy elevado. Por razones pecuniarias, son siempre los mejores instrumentistas los que intentan colocarse en los estudios. Pero es un dinero que les resulta caro. Tienen que padecer un material musical indigno, y a menudo miserable, hasta el límite de lo soportable, las partituras de cine; aguantan una forma de trabajo que asocia la pedantería con la inhibición irresponsable y, finalmente, la incompetencia arrogante de los directores de orquesta. Lo más penoso son los horarios absurdos e implacables, que obedecen más a la incompetencia que a una exigencia objetiva. Los músicos son convocados a las horas más extrañas, a menudo en medio de la noche: tienen que tocar hasta el completo agotamiento físicos; en casos extremos han de interpretar durante ocho horas seguidas los mismos miserables dieciséis compases, mientras que es frecuente que les falte el tiempo necesario para ocuparse de los problemas de ejecución planteados por una música más exigente. A breves períodos de surménage siguen semanas enteras de inactividad. Dicho sea de paso, esto no solamente sucede con la música, sino con todos los aspectos del cine, y es el factor más desmoralizante. Se derrocha y destruye el talento del músico. Se embota su sensibilidad, se le hace indiferente y se ]e incita a ser superficial. A fin de cuentas, su autodefensa consiste en adoptar, frente a toda la empresa, una actitud de silencioso desprecio.