V. IDEAS PARA UNA ESTÉTICA

Resulta tan problemático establecer una estética para la música del cine como escribir su historia. Hasta el momento, todos los análisis estéticos de los dos medios más importantes de la cultura industrializada, el cine y la radio, han adolecido de un cierto formalismo. El dominio del show business ha excluido toda autonomía en la composición en donde hubiera podido desarrollarse fecundamente la relación entre forma y contenido y a la que necesariamente se ha de remitir toda estética concreta. La reflexión estética sobre el cine ha sido relegada a la abstracción por la poco artística y trivial materialidad del contenido de éste. Se ha ocupado preferentemente de las leyes del movimiento y del color, de la construcción, del montaje, del «ritmo interior» y conceptos parecidos que a menudo no son sino categorías demasiado vagas. Los criterios que de ellos se pueden deducir describen hasta cierto punto el marco artesanal de cualquier producción que no quiera dar muestras de incompetencia, pero no pueden decidir en forma alguna si el producto como tal es realmente bueno o malo. Cabe imaginarse un film —y esto se aplica también a su música— que esté de acuerdo con todas estas normas, que represente una cantidad infinita de trabajo, meticulosidad y conocimiento del material y que, sin embargo, carezca de toda validez, debido a que su concepción está viciada y a que la ausencia de veracidad y sustancialidad hayan degradado todas las prestaciones mencionadas al nivel de ingredientes de artes aplicadas.

Independientemente de toda consideración de mercado, el análisis de la estética del film es eminentemente perecedero, porque la existencia misma del film no se basa tanto en una concepción artística como en la técnica acústica y óptica del momento. Pero el estado de esta técnica no mantiene ninguna relación o, en todo caso, una relación muy precaria con el posible contenido estético, lo que, por otra parte, caracteriza a toda esta época. Por ejemplo, una estética de la tragedia griega puede partir de factores socio-históricos referentes al contenido, así como de los ritos simbólicos, del sacrificio, del juicio, de los conflictos originales de la familia o de las relaciones frente al mito, para penetrar hasta las leyes que rigen sus formas. Algo parecido resultaría pueril respecto al film. Solamente participa en la tendencia evolutiva inmanente de la novela y del drama en la medida en que asume estas formas y las «asimila», es decir, las reproduce después de haber introducido determinadas modificaciones. Sus posibilidades se relacionan de una forma mucho más drástica con la fotografía; la cinematografía y los procedimientos acústicos eléctricos. Pero estos medios, que en cierta forma han madurado completamente al margen de la estética, no proporcionan por sí mismos más que unas nociones estéticas extremadamente tenues, cuya validez no necesita siquiera ni ser discutida, pero que no va más allá que la teoría de los contrastes en la pintura o la de los armónicos en la música.

Sobre todo hay que dar muestras de prudencia frente a consideraciones pseudoestéticas del estilo de la nueva objetividad, tal y como pueden ser formuladas en nombre de la «conformidad al material». Ya se ha visto en la radio sobre todo, en el campo más importante para la música del cine, en el de la captación de los sonidos mediante el micrófono, que la necesidad de componer adaptándose a las exigencias del material desemboca generalmente en una simplificación abusiva. La pretendida adecuación a las condiciones objetivas del material se convierte en una limitación para la fantasía, que generalmente está al servicio de esa «facilidad» tan grata en el mundo de los negocios. La exigencia de la conformidad al material tendría sentido si se refiriese al material de la música en sentido estricto, los tonos y las relaciones entre ellos, y no a los procedimientos de registro de este material, que son extrínsecos y relativamente accesorios. Lo objetivo sería que el micrófono se adaptase a las exigencias de la música y no lo contrario: Incluso en la arquitectura, en donde el concepto de material es mucho más palpable que el que prevalece en la música, que ya de por sí es histórico, una construcción es objetiva si se orienta en función de la piedra y de la idea formal, pero no si parte de la naturaleza del camión y de las grúas que transportan los materiales de un sitio a otro. El micrófono es un medio de comunicación; en forma alguna es un medio de construcción. Además, el progreso de las técnicas de grabación ha superado entretanto las consideraciones referentes a las limitaciones estéticas de esta índole.

Mucho más problemáticas son las especulaciones que intentan forjar cualesquiera leyes partiendo de la naturaleza abstracta de los medios en cuanto tales, como, por ejemplo, la relación establecida por la psicología de la percepción entre los datos ópticos y los fonéticos. En el mejor de los casos desembocan en equivalencias teóricas del film abstracto cuyo carácter ornamental y artesanal es claramente una consecuencia inversa de la objetividad, pero es más probable llegar a tentativas sectarias del tipo de la pretendida música pictórica y otras parecidas que confunden idea fija con vanguardismo. Las reglas de juego inventadas para un calidoscopio no son criterios válidos para el arte. Si la belleza artística se deduce solamente del material, retrocede a la belleza de la naturaleza, sin terminar, no obstante, de alcanzarla. El espíritu artístico, que se manifiesta en sus obras a través de la pureza geométrica, la proporcionalidad y la legitimidad de lo natural, introduce con ello en las formas bellas, si es que lo siguen siendo, ese elemento reflexivo que inevitablemente descompone la belleza natural. Porque, «tanto por lo que se refiere a la unidad abstracta de la forma, como por lo que concierne a la sencillez y a la pureza del material sensible», este elemento reflexivo resulta en su «abstracción como algo carente de vida y de auténtica unidad real. Ya que el patrimonio de esta unidad es la subjetividad ideal que falta a la belleza natural en tanto que fenómeno global»[1].

Eisenstein, el único cineasta importante que ha entrado en discusiones de tipo estético y a quien su trabajo práctico ha permitido de hecho una mayor libertad en la experiencia estética que la que se podía encontrar en Hollywood o en Denham, se opone también a toda clase de especulaciones formales sobre la relación entre música y film y especialmente entre música y color: «Hemos llegado a la conclusión de que la existencia de equivalencias ‘absolutas’ entre música y color —aunque se den en la naturaleza— no puede desempeñar un papel decisivo en la labor creativa, si no es de una forma ocasional, ‘suplementaria’»[2].

Estas «equivalencias absolutas» serían, por ejemplo, las existentes entre determinadas tonalidades y acordes y los colores, quimera perseguida por los teóricos a partir de Berlioz y que tienden más o menos a emparejar cualquier matiz cromático del film con un matiz «idéntico» del sonido. Si prevaleciese esta identidad, y no es éste el caso, e incluso si el método no fuese tan atomístico como para atentar contra todo sistema de significación, quedaría en pie la cuestión de cuál es su utilidad —y de por qué un medio tiene que reproducir precisamente lo que, de acuerdo con esta concepción, ya produce otro de forma idéntica, redundancia con la que no hay nada que ganar y con la que, en todo caso, se incurre en el riesgo de perder algo. Eisenstein hace extensivo su rechazo a la búsqueda de equivalentes para «los elementos puramente representativos de la música»[3], es decir a la tentativa de establecer una unidad entre la imagen y la música añadiendo a las asociaciones expresivas motivos musicales aislados o piezas enteras que correspondieran con las imágenes.

Con todo, las reflexiones personales de Eisenstein sobre la base de la relación entre música y film no han escapado del todo al círculo vicioso de la forma de pensamiento que justificadamente combatió. Ataca, por ejemplo, el prosaísmo de las imágenes derivadas de una concepción rígidamente representativa de la música: como cuando la barcarola de Los cuentos de Hoffmann inspira al director la realización de una escena en la que una pareja de enamorados se abraza ante un decorado veneciano. Manifiesta su oposición en los siguientes términos: «Despojad a las ‘escenas’ venecianas solamente los movimientos de acercamiento y retroceso del agua combinados con los destellos de la luz reflejada en la superficie del canal y os alejaréis inmediatamente, aunque solamente sea un grado de la serie de fragmentos “ilustrativos” y estaréis más cerca de encontrar una respuesta al movimiento interno bien entendido de una barcarola»[4]. Este procedimiento no supondría la supresión del erróneo principio de la unión de imagen y música ya sea a través de la pseudo-identidad, ya sea a través de la asociación, sino solamente su transposición a un plano más abstracto en el que su tosquedad y su carácter tautológico quedan más disimulados. La reducción del manifiesto juego de las olas a un simple movimiento del agua con el juego de luces en su superficie que debe ir sincronizado con el carácter fluctuante, ciertamente discreto, de la música, conduce precisamente a esas «equivalencias absolutas» que Eisenstein rechazaba anteriormente. Su carácter absoluto deriva de la ausencia de cualquier elemento concreto que pudiera suponer una limitación.

La ley postulada por Eisenstein es la siguiente: «Debemos saber cómo captar el movimiento de un determinado fragmento musical, encontrando en su itinerario [su línea o su forma] el fundamento mismo de la composición plástica que debe corresponder con la música»[5]. Esta idea adolece aún de un cierto formalismo: es al mismo tiempo demasiado estricta y demasiado amplia. La noción fundamental de movimiento resulta ambigua. En música se entiende esencialmente por movimiento la unidad de medida constante que forma la base de cualquier fragmento, tal y como aproximadamente viene dada por el metrónomo, aunque también pueda entenderse otra cosa, como, por ejemplo, los grupos de notas más rápidos (las semicorcheas de un fragmento del tipo de «El moscardón», cuya unidad de medida son, no obstante, las negras), o el «movimiento» en un sentido más elevado, el ritmo general, la proporción entre las partes y su relación dinámica, la continuación y la expiración de la forma globalmente considerada. Es evidente que estas nociones musicales superiores no solamente escapan a todos los métodos de medida, sino que además sólo pueden ser traducidas a imágenes a través de las analogías más vagas y menos comprometedoras.

El concepto de movimiento aplicado al film es aún mucho más ambiguo. En primer lugar, cabe pensar en el ritmo vigoroso y mesurable del movimiento en las películas de dibujos animados o en el ballet. Si la imagen y la música se viesen forzadas, en nombre de una unidad superior, a mantener simultánea e ininterrumpidamente este ritmo, no resultaría solamente una insoportable y pedante reducción de las relaciones posibles entre estos dos medios, sino que, además, se llegaría a la perfecta monotonía.

También puede entenderse por ritmo cinematográfico una cualidad de nivel superior. Es evidentemente éste al que se refería Eisenstein, y también el mencionado por Kurt London con el nombre de «rhythm», del que afirma que «procede de varios elementos en su composición dramática y que también se basa en el ritmo la articulación del estilo considerado como un todo»[6]. La existencia de este «ritmo general» en el film está fuera de toda duda, aunque toda discusión sobre él pueda degenerar fácilmente en un cierto diletantismo intelectual. El «ritmo general» deriva de la combinación y de las proporciones de los elementos formales que no dejan de parecerse a las relaciones musicales. Para no citar más que dos principios del movimiento «de nivel superior»: en el cine hay, por una parte, formas «dramatizantes», escenas de diálogo prolongadas, en las que se utiliza la técnica dramática y en las que la cámara se mueve relativamente poco, y formas «épicas», la brusca alineación de pequeñas escenas que solamente tienen en común el contenido y el significado, y que a menudo contrastan vigorosamente entre sí, rompiendo toda unidad de espacio, tiempo y acción principal. Ejemplo de forma dramatizante: Little Foxes (1941), de William Wyler, de forma épica: Ciudadano Kane (1941), de Orson Welles. Pero esta estructura rítmica general del film no es ni complementaria ni paralela a la música: como tal, resulta imposible trasladarla a una composición musical. Si en la práctica se persigue la concordancia entre el ritmo musical «superior» y el ritmo fílmico «superior», lo que realmente se consigue es algo así como una afinidad de atmósferas, es decir, algo sospechosamente trivial, que precisamente contradice el concepto de la adecuación al film en virtud de la cual se realizan los esfuerzos para conseguir ese «ritmo», ese «movimiento interior». Es apenas exagerado afirmar que la noción de atmósfera no es en absoluto aplicable al cine. No es casual que la mayoría de las películas excesivamente ambientadas den la impresión de pintura paisajística o de interiores fotografiados y que contengan elementos falaces y engañosos. Por otra parte, resulta casi imposible imaginarse a Strawinsky o a Schönberg componiendo este tipo de escenas.

Una cosa es cierta: debe existir una relación entre la imagen y la música. Si los silencios, los tiempos muertos, los momentos de tensión o lo que sea, se rellenan con una música indiferente o constantemente heterogénea, el resultado es el desorden. La música y la imagen deben coincidir, aunque sea de forma indirecta o antitética. La exigencia fundamental de la concepción musical del film consiste en que la naturaleza específica del film debe determinar la naturaleza específica de la música —o a la inversa, aunque este caso sea actualmente más bien hipotético, que la naturaleza de la música determine la naturaleza de las imágenes. La auténtica «inspiración» del compositor cinematográfico estriba en la invención de la música que se adapte con mayor precisión; la ausencia de relación constituye su pecado capital. Incluso si, en un caso límite, la música carece de toda relación, como cuando en un film de terror un asesinato es acompañado de una manera despectiva e indiferente, la falta de relación ha de justificarse como una forma especial de relación a partir del sentido del conjunto. En los casos en que la música desempeñe una función de contraste, hay que preservar también la unidad formal: por ejemplo, en la mayoría de los casos de oposición extrema entre el carácter de la música y el carácter de las imágenes, la articulación de la música corresponderá a la articulación de la secuencia en planos.

Pero la unidad de ambos medios se realiza de manera indirecta: no es la identidad inmediata entre elementos cualesquiera, sea entre el sonido y el color o la unidad del «movimiento» en general. Si la noción de montaje, tan enfáticamente preconizada por Eisenstein, está justificada en algún lugar, es precisamente en la relación de imagen y música. Desde el punto de vista de la estética, su unidad no es, o es sólo ocasionalmente, una unidad basada en la semejanza, y por lo general es más una unidad de pregunta y respuesta, de afirmación y negación, de esencia y fenómeno. Tanto la divergencia de los medios expresivos como su concreta naturaleza prescriben este carácter de montaje. La música, por muy definida que sea atendiendo a su forma particular de composición, no es jamás definida respecto a un objeto externo en relación a ella al que tratase de expresar o imitar. A la inversa, ninguna imagen, ni siquiera una imagen abstracta, está completamente emancipada del mundo de los objetos. El hecho de que el ojo haga las veces de mediador con el mundo objetivo, pero no el oído, tiene también sus consecuencias en la composición artística autónoma: hasta las figuras simplemente geométricas de la pintura absoluta parecen fragmentos de la realidad; por el contrario, hasta las más burdas ilustraciones de la música descriptiva se comportan respecto a la realidad, a lo sumo, como el sueño respecto a la vigilia, y lo «humorístico» que caracteriza a toda la música descriptiva que no intente ingenuamente sobrepasar sus propias posibilidades procede precisamente de que expresa la contradicción entre la objetividad reflejada y el medio musical, convirtiendo esta contradicción en un elemento de la eficacia. Hablando más llanamente, toda la música, incluso la más «objetiva» y menos expresiva, corresponde por su sustancia misma en primer término al espacio interior de la subjetividad, mientras que la pintura más espiritualizada ha de padecer la carga de un mundo objetivo que no ha conseguido disipar. La música cinematográfica debe intentar que esta relación sea fructífera y no negarla mediante una turbia indiferenciación.

Al ser montada, la música de cine se adecuaría a la situación actual. En primer lugar, en un sentido muy simple: ambos medios se han desarrollado independientemente y hoy se reúnen bajo los auspicios de una técnica que no ha nacido de su desarrollo, sino de su reproducción. El montaje saca el mejor partido del azar estético que es la forma del cine hablado. Proporciona una expresión a los aspectos externos de la relación[7]. La pretensión de fundir entre sí estos dos medios que, atendiendo al conjunto de su contenido histórico, podemos calificar de divergentes, no tendría más sentido que esos inventos arguméntales de las películas habladas en los que un cantante pierde la voz para encontrarla después. Habría que mantenerse dentro de un ámbito cuyos límites han sido determinados de manera completamente fortuita y que, en el fondo, es completamente indiferente, en el que ambos medios se solapan en cierta forma en el terreno de la sinestesia, de la magia de los sentimientos, del claroscuro y del éxtasis, en una palabra, precisamente en el plano de esos contenidos expresivos que, como demuestra Benjamín en La obra de arte en la era de su reporducción técnica, son fundamentalmente incompatibles con el cine. Afirma que los efectos en los que se unen directamente imagen y música, son siempre «áuricos»[8], pero en realidad son formas degeneradas del aura en las que se manipula técnicamente la magia del Aquí y del Ahora. Nada sería más equivocado que la producción de un film cuyo contenido estético contradijese sus presupuestos técnicos y que, al mismo tiempo, ocultase fraudulentamente esta contradicción. Benjamín lo expresaba con estas palabras: «Es característico que aún hoy día algunos autores especialmente reaccionarios busquen la significación del film en esta misma dirección, y si no precisamente en lo sagrado, sí por lo menos en lo sobrenatural». A raíz del rodaje realizado por Reinhardt del Sueño de una noche de verano (1935), Werfel demuestra que se trata, sin duda alguna, de una copia estéril del mundo exterior con sus calles, interiores, estaciones, restaurantes, automóviles y playas, que hasta el momento habían impedido que el film se elevase al nivel del arte. «El cine no ha captado aún su verdadero sentido; sus auténticas posibilidades… consisten en el poder singular de expresar con medios naturales y con una incomparable capacidad de convicción, lo mágico, lo maravilloso y lo sobrenatural»[9]. Estos films mágicos tendrían una constante tendencia a utilizar la música: su ambición sería la huida del montaje como reconocimiento de la realidad. Apenas es necesario explicar la significación artística y social de semejante principio de realización: una pseudoindividualización industrialmente explotada[10]. Esto caería por debajo del nivel histórico de la música actual, que se ha desligado del drama musical, del género descriptivo y de la sinestesia, y que se ha propuesto la tarea dialéctica de dejar de ser romántica sin renunciar a su condición de música. La ausencia de montaje en una película hablada no sería apenas mejor que la comercialización de una idea de Richard Wagner, cuya obra se degrada incluso en su forma original.

Los auténticos antecedentes de la música del cine son: la música escénica intermitente del drama y los pasajes y números cantados de las comedias. Estas formas no estuvieron jamás al servicio de la ilusión positiva de la unidad de los medios y, con ello, al servicio del carácter ilusorio del conjunto, sino que se presentaban como elementos extraños estimulantes porque quebraban el cerrado contexto dramático o porque tendían a hacerlo pasar del ámbito de lo inmediato al ámbito de las significaciones. Han sido desde siempre refractarias a toda intuición o psicología, a toda imitación estética de los datos de la experiencia.

Lo que importa es que el monopolio de la industria cultural ejecuta inconscientemente el veredicto contenido en la evolución inmanente de las propias formas artísticas. Aplicado esto a la relación de imagen, palabra y música, significa que el irrevocable distanciamiento de estos medios entre sí acelera desde el exterior el proceso de liquidación de todo romanticismo. El distanciamiento de los medios denuncia a una sociedad que se ha alienado a sí misma. Por eso, siempre dentro de sus posibilidades, constituye un legítimo medio de expresión y no una deficiencia lamentable que hay que salvar de una u otra forma. Éste es quizá el motivo de que tantos films fáciles, que no tienen más ambición que hacer pasar el rato y que, según las pretenciosas normas de la industria, carecen de categoría, parecen bastante más válidos que cualquier film que coquetee con el arte autónomo. Los films musicales son generalmente los que se aproximan más al ideal del montaje, y por eso la música desempeña en ellos su función con la mayor precisión. Pero la estandarización y el romanticismo artesanal de estas películas y los historiales profesionales tan estúpidamente aireados, las estropean de antemano. Sin embargo, cuando el cine se libere debería acordarse de ellas.

Pero el principio de montaje no queda exclusivamente sugerido por la relación de los medios visual y auditivo y por el nivel histórico de la obra de arte que se reproduce mecánicamente. Problablemente radica en la necesidad que originalmente llevó a unir el film y la música, y que era de carácter antitético. Desde que el cine existe ha contado siempre con el acompañamiento musical. La pura imagen, al igual que las sombras chinescas, debe haber tenido un carácter fantasmagórico —sombra y fantasma han estado unidos desde siempre—. La función «mágica» de la música, de la que ya hemos hablado, debió consistir en el apaciguamiento de los malos espíritus a nivel inconsciente. La música se introdujo como un antídoto de la imagen. Como originalmente el film estaba asociado a la feria y al entretenimiento como formas precursoras de la actual combinación de efectos calculados, se quiso ahorrar al espectador el desagrado de ver unas reproducciones de la figura humana que vivían, actuaban e incluso hablaban, pero que al mismo tiempo permanecían mudas. Vivían y al mismo tiempo no vivían, esto es lo fantasmagórico, y la música no pretende tanto insuflarles esta vida que les falta —sólo podría hacerlo en el caso de una voluntad ideológica— como apaciguar el miedo y absorber el shock[11]. La música del cine es similar al gesto de un niño que canta en la oscuridad. El verdadero fundamento de lo amenazador no radica siquiera en el hecho de que los hombres, cuyas mudas imágenes se mueven, parezcan fantasmas. Los subtítulos ya habían hecho lo que estaba en su mano para remediar esto. Pero al ver a las máscaras gesticulantes los hombres tomaban conciencia de sí mismos como tales, como seres alienados a sí mismos. Y no les falta mucho para perder el habla. El origen de la música en el film es indisociable de la decadencia del lenguaje hablado tal y como lo expone Karl Kraus. Solamente así se puede entender que en los comienzos del cine no se recurriese al procedimiento aparentemente más próximo de acompañar al film de diálogos realizados por recitadores ocultos, como sucede en el teatro de marionetas, en vez de utilizar la música, que tiene muy poca relación con la acción de los antiguos films de terror y con las farsas.

El cine hablado ha introducido menos cambios en esta función de la música de los que cabría pensar. La película hablada también es muda. Sus personajes no son hombres parlantes, sino imágenes parlantes con todas las características de lo figurativo, de la bidimensionalidad fotográfica, de la ausencia de profundidad de campo. Las palabras emergen de unas bocas inmateriales en una forma que tiene que resultar inquietante para todo espectador ingenuo. Es cierto que, comparadas con las naturales, estas palabras presentan un sonido ampliamente modificado, pero la distancia que hay entre las imágenes y las voces es menor que la que hay entre las imágenes fotografiadas y los hombres. Esta disparidad técnica que existe entre la palabra y la imagen resulta agudizada por un elemento más profundo. En el cine, todo discurso tiene algo de impropio. El principio primordial del cine, su «invención», consiste en fotografiar el movimiento. Este principio posee una fuerza tal que todo lo que no se disuelve en movimiento visual parece heterogéneo y rígido si se tiene en cuenta la ley formal inmanente del cine: todo director conoce los problemas que plantea la filmación de diálogos de teatro; y la insuficiencia técnica de muchas películas, especialmente si son psicológicas, tiene su origen en que no han sabido librarse de la preponderancia del diálogo. En el fondo, el cine, atendiendo a sus materiales, está más cerca del ballet y de la pantomima y la palabra, que en principio presupone al ser humano en tanto que Yo y no la primacía del gesto, resulta algo artificialmente añadido a los personajes. En el cine, la palabra es la auténtica heredera de los subtítulos, una banda escrita que se transcribe acústicamente, y esto se puede percibir incluso en los casos en que no se formula de manera libresca. El inconsciente del espectador registra las divergencias fundamentales entre palabra e imagen, y la insidiosa unidad de la película hablada, que se le presenta como una fiel reproducción de todo el mundo exterior con todos sus elementos, es percibida por él como subrepticia y frágil. La palabra es un parche para el cine, igual que lo es la música mal colocada que pretende alcanzar una identidad inmediata con la acción. Un film hablado sin música no es excesivamente diferente de un film mudo; incluso hay motivos para suponer que cuanto más íntimamente se combinen palabra e imagen, tanto más intensa es la percepción de la contradicción que existe entre ellos y el mutismo de unos personajes que solamente hablan en apariencia. Esto sería una explicación posible, pero la más evidente está relacionada con las exigencias del mercado y radica en el hecho de que el cine, y principalmente el cine sonoro, que dispone aparentemente de todas las posibilidades del teatro y, además, de una movilidad que a éste le está vedada, siga teniendo necesidad de la música. A la luz de esta reflexión cabe reivindicar la teoría de Eisenstein sobre el «movimiento». El elemento de unidad concreto de la música y del cine reside en el gesto[12]. No se refiere al movimiento o al «ritmo» del film en sí, sino a los movimientos fotografiados y a la manera en que se reflejan en la forma de la propia película. Pero el sentido de la música no es tanto el de «expresar» este movimiento —y éste es el error que la teoría de la identificación, con el objeto y la noción de obra de arte total, inspiraron a Eisenstein—, sino el de desencadenar este movimiento o, para ser más exactos, el de justificarlo. La imagen concreta, como fenómeno en sí, carece de una motivación para este movimiento; solamente de una manera derivada, indirecta, cabe entender que las imágenes se muevan, que la copia petrificada de la realidad parezca confirmar de repente esa espontaneidad de la que se había visto privada por su fijación: que lo que, por estar paralizado, es identificable, manifieste una vida propia. En este momento interviene la música, que en cierto modo restituye la fuerza de gravedad, la energía muscular y la sensación de corporeidad. Dentro del efecto estético desempeña un papel estimulante del movimiento, pero no lo reproduce, de la misma forma que la buena música de ballet, por ejemplo la de Strawinsky, no expresa los sentimientos de los bailarines y tampoco se identifica con los personajes de la obra, sino que los relaciona con el movimiento. Así, en el momento en que la unidad es mayor, la relación de la música con la imagen es precisamente antitética.

La evolución de la música del cine dependerá pues de la medida en que le resulte posible hacer que esta antítesis sea fructífera y rechazar la ilusión de una unidad inmediata. Los ejemplos comentados en el capítulo sobre dramaturgia se refieren todos a esta cuestión. Como principio fundamental habría que exigir que las relaciones entre los dos medios se formulen en adelante de una forma más flexible. Esto significa, por una parte, que no se utilizarán ya pretextos estandarizados y, por tanto, ineficaces para introducir la música —efectos de fondo, escenas de suspense, de amor o de muerte, triunfos y cosas parecidas—; que la música no intervendrá ya automáticamente en un determinado momento, como quien obedece a una consigna. Pocas cosas han embotado tanto la función de la música como este hábito. Por otra parte, y por lo que respecta a la relación de los dos medios, habrá que encontrar técnicas semejantes a la modificación del punto de vista y de la posición de la cámara. Permitirán que, de acuerdo con las necesidades del film, la música intervenga desde estratos diferentes, más o menos alejados, en primer término o como fondo sonoro, muy nítida o completamente confusa e incluso descomponer y articular complejos musicales como tales por medio de una «iluminación» cambiante de sus diferentes elementos sonoros.

Además debería ser posible introducir la música, de acuerdo con un plan preconcebido, en determinados lugares carentes de imágenes y de palabras, y no permitir que en otros concluya o se apague discretamente, y, por el contrario, interrumpirla bruscamente por ejemplo con un cambio de escena, de forma que el mutismo de la imagen parlante, al ser presentado como tal, se vea forzado a expresarse. O si no cabría supeditar al tema de la imagen verdaderos sistemas de simple acompañamiento, es decir, figuraciones musicales de carácter expresamente subordinado. A la inversa, la música «ensordecedora» podría desempeñar un papel exactamente opuesto al que le atribuye la concepción «lírica». Esta posibilidad se utilizaba de una manera, sorprendente, en la escena del piano orquestal, en el film Algiers[13], en la que el ruido del instrumento mecánico sofoca los gritos de terror; claro está que esto no se realiza mediante un montaje coherente, sino aferrándose firmemente al prejuicio de una justificación de la música a través de su relación con la acción.

La consecuencia más importante que de todo esto se deduce en orden a la composición musical, se refiere al estilo. El estilo es en primer lugar la quintaesencia, la obra de arte orgánica y continuamente uniforme. Como ni el cine es una obra de arte de este tipo, ni la música puede ni debe prestarse a semejante uniformidad sin fisuras, la exigencia de un «ideal estilístico» carece de sentido en la música del cine. No hace falta decir hasta qué punto es inadecuado y mentiroso el estilo imperante, el falso romanticismo. Pero si en su lugar se pretendiese implantar una objetividad radical, a la que propende el carácter técnico del cine, una música «mecánica» al estilo del neoclasicismo, el resultado no sería mucho mejor. El error de la identificación y de 3a superflua duplicación quedaría exclusivamente compensado por el de la total falta de relaciones. No cabe esperar que la ayuda venga de un compromiso, de una «línea intermedia» entre ambos extremos, es decir, de un estilo que a la vez sea expresivo y constructivo. En música, la acumulación de principios creativos antagonistas, cuya función sería la de protegerla desde todos los ángulos, produciría únicamente el efecto contrario, y en la práctica desembocaría en la consecución de efectos antiguos con medios modernos: una música terrorífica en una escena de asesinato sigue siendo la misma aunque la escala diatónica sea sustituida por una serie de disonancias agudas.

La «voluntad de estilo» tampoco nos lleva mucho más lejos. En su lugar hay que procurar la planificación de la composición, disponer libre y conscientemente, de todas las posibilidades musicales sobre la base de un conocimiento preciso de la función dramática que la música desempeña en un momento dado, que es diferente en cada caso concreto que no sea tratado según las normas convencionales. Este tipo de planificación, que es al mismo tiempo dramáticamente consciente y completamente dominadora de la técnica de la composición, ha sido emprendida rarísimas veces y en casos completamente excepcionales. Pero hay que reconocer de antemano que, aunque se prescindiese de las dificultades propias de la empresa, el éxito de esta planificación se vería obstaculizado por las mayores dificultades objetivas. La elección planificada entre las diferentes posibilidades dirigida a sustituir al estilo, corre el riesgo de caer en el sincretismo, de emplear eclécticamente todos los materiales históricos, procedimientos y formas imaginables. La canción de amor se compone de una manera romántica y expresiva; una música cuyo carácter está llamado a «desmentir» los acontecimientos visualmente representados de una manera duramente objetiva; una escena a la que la música debe aportar una expresión salvaje de una manera expresionista. La universalidad de las opciones podría convertirse en ausencia de opciones. Este peligro se hace notar en la práctica actual. La forma de afrontarla eficazmente —no es más que un caso especial de una actitud mucho más general de la industria basada en la especulación, que consiste en pasar revista y vender los bienes culturales— resulta de una observación más próxima del mismo concepto de estilo. Cuando se plantea la cuestión habitual de saber qué estilo conviene más a la música dé un film, se suele pensar casi siempre en la naturaleza del material histórico dispo-nible: si se trata de «impresionismo», en la gama de escalas diatónicas, en los acordes de novena y en las armonías paralelas; si se trata de «romanticismo», en el repertorio de fórmulas del idioma utilizado por compositores como Wagner y Tchaikowsky; si se trata de «objetividad», en el stock de armonías sobrias, movimientos ritmados, motivos principales preclásicos, formas en «terraza» y determinadas disonancias no resueltas utilizadas, por ejemplo, por Strawinsky y algunas veces por Hindemith. Esta idea de estilo resulta incompatible con la música de cine. Esta puede utilizar en principio materiales de diferente naturaleza, pero la noción de estilo, en su sentido más profundo, no se agota en el material. Es mucho más la forma en que se maneja el material. Claro está que estos dos aspectos no se pueden separar con facilidad. La manera de hacer de Debussy obedecía a las exigencias objetivas del materia] con que trabajaba en la misma medida en que este material era conformado y generado por su manera de hacer. Si las apariencias no nos engañan, la música ha alcanzado actualmente una fase en la que el material y la manera de hacer se disocian, y precisamente en el sentido de que el material se convierte en relativamente indiferente frente a la manera de hacer. Esto está relacionado con el hecho de que la manera de hacer, la composición constructiva, se ha hecho tan general que, en cierta forma, no está dispuesta a tolerar nada que le sea ajeno y que haga valer sus propias pretensiones. La forma de composición se ha hecho tan lógica que ya no tiene por qué ser una consecuencia de su material, sino que puede amoldarse a cualquier material. No es gratuito que Schönberg, después de haber adquirido un perfecto y consistente dominio del material en todas sus dimensiones al elaborar la técnica dodecafónica, pusiese a prueba su dominio en una pieza formada exclusivamente por acordes tri-ples, como es el último coro del Opus 35 o en la Segunda Sinfonía de Cámara, cuyo remodelado final aplica todos los principios constructivos de la técnica dodecafónica a un material que corresponde al estado de desarrollo de la música de unos cuarenta años atrás. Evidentemente, esto sólo indica que existe una tendencia inseparable de la maestría singular de Schönberg, y no proporciona una ideología a compositores que retornan a una vulgaridad que, en el fondo, no abandonaron jamás y que además piensan que siguen estando en vanguardia. En principio, la prioridad corresponde al material musical auténticamente nuevo y no solamente por los motivos que ya hemos aducido, sino porque en la praxis musical actual, el recurso a materiales más antiguos suele obedecer, en la mayor parte de los casos, a una concesión a ese conformismo en el hábito auditivo contra el que se debe luchar. Con todo, hay que reconocer que la música de cine puede disponer legítimamente de otros materiales muy distantes entre sí en la medida en que ésta haya alcanzado los procedimientos más avanzados de la composición moderna; estos procedimientos, una construcción metódica en la que cada detalle esté claramente determinado por la conciencia del conjunto, corresponde efectivamente con el postulado de la planificación universal de la música del cine. Así, de la negación de la noción tradicional de estilo unido al material, se deduce un nuevo estilo más adaptado al cine. Claro está que éste no se alcanza en el caso de que un compositor, por simple cálculo, emplease cualquier material «conveniente» en cualquier pasaje, sino solamente cuando la fase más avanzada de la experiencia actual en composición haya intervenido en la utilización de este material. Entonces puede el compositor de música de cine utilizar los acordes triples; su sumisión al principio constructivo los hace ya tan extraños que no tienen nada en común con el chapoteo lírico de la convención postromántica, y al oído convencional le suenan de forma tan disonante como cualquier disonancia. Dicho de otra forma, esto significa que los materiales musicales pasados y superados, si son realmente movilizados y no explotados por el cine, experimentan una ruptura, gracias a la aplicación del principio de construcción, que afecta tanto a su contenido expresivo como a su esencia puramente musical, a menos que el plan no opere preferentemente un «montaje» de la misma música, es decir, introduzca directamente elementos extraños al estilo y convierta la distancia entre estos elementos extraños y el procedimiento en un aspecto del mismo procedimiento.

En todo esto hay algo que no se debe olvidar: la situación subjetiva del compositor. Se incurriría en vanas e inútiles especulaciones si se intentase precisar objetivamente lo que ya debería estar hecho, pasando por alto la cuestión de si el compositor es capaz de realizarlo, ya que no solamente funciona como un órgano ejecutivo del conocimiento y de la situación del material, sino que no puede hacer abstracción de sí mismo en ninguna de sus manifestaciones objetivas. Toda planificación que prescindiese de esto degeneraría en prescripciones mecánicas. A este respecto no hay qué limitarse a pensar que muchos compositores, y no solamente los malos, han permanecido, por lo que hace a su manera de componer, por debajo del estado de conciencia que permite el procedimiento de planificación sin que por ello pueda afirmarse que la teoría tenga atribuciones para declararlos arbitrariamente no aptos para la composición cinematográfica, sino que, en cierta forma, la situación del compositor de cine es contradictoria en sí misma. Su tarea consiste en encontrar y elaborar determinados «caracteres» musicales muy precisos con un rigor objetivo mucho mayor que el de cualquier otra forma antigua del drama musical. Al final de la era de la música expresiva asistimos al triunfo de la exigencia de la musica ficta, que consiste en «representar» lo que le impongan sin que la manera tenga la menor importancia, renunciando a ser estrictamente ella misma; esto es por sí solo bastante paradójico y encierra las mayores dificultades. El compositor tiene que expresar un «ello», un «algo», aunque solamente sea a través de la negación de la expresión, pero no puede expresarse a «sí mismo». En este momento no se puede decir si una música emancipada de todos los esquemas tradicionales de expresión será realmente capaz de lograrlo.

Además, el compositor se encuentra en una situación de Sísifo. Debe responder a las exigencias objetivas del plan dramático y musical sin tener en cuenta su propia necesidad de expresarse. Puede realizar esto inteligentemente, pero sólo si sus propias posibilidades subjetivas, incluso su propia necesidad de expresión, son capaces de asumir estas exigencias y darles satisfacción: todo lo demás sería puro oficio. El presupuesto subjetivo de su tarea es, pues, precisamente lo que queda excluido por el sentido objetivo de este trabajo: en cierta forma debe ser el sujeto de su música y, al mismo tiempo, no puede serlo. No se puede prever a dónde llevará el desarrollo de esta contradicción, ya que estamos en una fase en que no ha sido ni siquiera captada por la producción. Sin embargo es posible comprobar que las soluciones más elegantes y más distanciadas, las que evitan la jerga romántica, como las de los compositores franceses del Grupo de los Seis, tienden a un arte artesanal no comprometido.

Para responder a la cuestión del estilo no basta con reflexiones teóricas; hay que considerar también las experiencias tecnológicas en el sentido estricto del término. Hasta el momento, toda la música de cine ha manifestado una tendencia a la «neutralización»: el efecto producido tiene generalmente algo de discreto, atenuado, demasiado adaptado y dependiente; en realidad, esta música persigue demasiado a menudo lo que le atribuyen los prejuicios, es decir, desaparecer, no ser en absoluto observada por el espectador que no le otorga una atención particular[14]. Las causas de esta situación son complejas. En primer lugar está la neutralización general de todo fenómeno que pase por el filtro del monopolio: la estandarización y la sumisión a innumerables mecanismos voluntarios e involuntarios de censura conducen a una adaptación generalizada que transforma todo acontecimiento preciso en un mero ejemplar del sistema y que excluye casi absolutamente su consideración como algo específico. Sin embargo, esto se aplica tanto a la imagen como a la música y explica mejor la falta de atención general aplicada al film, correlato de la «distensión» que se supone que persigue, que la desaparición de la música en particular. La verdadera explicación hay que buscarla en el hecho de que el interés decisivo en la relación de efectos, el interés por el contenido, queda absorbido por la acción visual y por el diálogo, de forma que no queda ninguna energía disponible para la percepción musical que se efectúa de acuerdo con otras dimensiones. El esfuerzo fisiológico, necesariamente conectado con el seguimiento de un film, desempeña aquí un papel fundamental.

Pero, prescindiendo de esto, los procedimientos de grabación musical habituales hasta el momento implicaban ya la neutralización. El «efecto de perturbación» confiere a la música, como sucede con la radio, un carácter discontinuo: como las imágenes de la pantalla, parece que discurre ante el espectador, parece una imagen de la música más que música propiamente dicha. Al mismo tiempo está sujeta a transformaciones acústicas notables; disminución de la escala dinámica, reducción de la intensidad de tonalidades y, principalmente, la pérdida de profundidad plástica. Todos estos elementos convergen en el efecto de neutralización. Si se asiste a la grabación de música cinematográfica avanzada e inmediatamente después se escucha la banda sonora y luego se ve casualmente el film con su música «impresa», se observan otros tantos grados de progresiva neutralización. Es como si la música agresiva hubiera perdido garra, y en la representación definitiva, la diferencia de que el material musical empleado sea moderno o tradicional disminuye hasta un punto que no cabía suponer a través del mero conocimiento de la partitura o incluso de la audición de un disco con la misma música. Incluso los oyentes conservadores consumirían en un cine sin ningún reparo una clase de música que, oída en una sala de conciertos, hubiese despertado sus sentimientos más hostiles. Con otras palabras, a través de la neutralización, el estilo musical en sentido ordinario, es decir, el material empleado en cada ocasión, se hace en gran medida indiferente. Por este motivo, si se pretende conseguir una música válidamente montada y antitética, no se tratará de echar el mayor número de disonancias y nuevo colorido a una maquinaria que los digiere, los embota y los restituye finalmente bajo una forma convencional, sino de quebrar el mismo mecanismo de la neutralización. Ésta es precisamente la función de la composición planificada. Claro está que tanto en un caso como en otro habrá situaciones en que la música haya de ser discreta, en que deba permanecer en segundo plano. Pero existe una diferencia decisiva en el hecho de que estas situaciones deriven de la planificación, de que el desvanecimiento de la música sea estudiado y voluntario o que la trasposición de la música del cine no puede proponerse la tarea de fijar a ésta obligación ciega y automática. Se puede considerar que el auténtico efecto de fondo sólo se puede conseguir en el primer, caso y nunca a través de una ausencia de articulación y de plástica de origen mecánico. La diferencia puede compararse con la que existe entre Debussy cuando objetiviza con la máxima precisión lo vago, lo evanescente, lo impreciso, y un chapucero que compone de una forma imprecisa y vaga y luego eleva al rango de principio estético la desamparada, ausencia de plasticidad de su música.

La planificación objetiva, el montaje y la lucha contra la neutralización universal, constituyen diversos aspectos de una misma exigencia, a saber, la de la emancipación de la música de cine de la opresión que sobre ella ejerce la empresa explotadora. La reivindicación social de efectos no pre-digeridos y no censurados, sino «críticos», se asocia aquí a la tendencia inmanente del desarrollo técnico de eliminar los factores neutralizantes. Una música planificada con objetividad sería, al mismo tiempo, la que incrementase la productividad de los nuevos procedimientos de registro plástico.

El examen de las contradicciones que determinan actualmente las relaciones entre él cine y la, música, y, más aún, el examen de la contradicción existente entre la música y la imagen, cuyo desarrollo constituye la verdadera esencia de la música del cine, demuestran que una estética de la música a un segundo plano acústico y estético dependa de una unas normas o unos criterios generales invariables. Es superfluo y perjudicial «aportar nuestros criterios y aplicar nuestras intuiciones y nuestras ideas a nuestro estudio: al dejarlos de lado conseguimos contemplar la cosa tal y como es en y para sí misma»[15]. Pero esto no significa que se abandone la música del cine a la arbitrariedad, sino que lo que en ella haya de justo o de injusto, de bueno o de malo, resulta precisamente de los problemas que en cada caso se le plantean. A la reflexión estética corresponde tomar conciencia de la naturaleza de estos problemas y de estas exigencias, de la presión ejercida por su propio movimiento, pero nunca proporcionar recetas. A esto han pretendido contribuir las consideraciones precedentes.