III. EL CINE Y EL NUEVO MATERIAL MUSICAL
La discrepancia entre las películas actuales y la música de acompañamiento al uso resulta sorprendente. Ésta se sitúa como un jirón de niebla ante el film, difumina la precisión fotográfica y actúa en contra del realismo que necesariamente persigue toda película. Convierte el beso filmado en la portada de una revista; la explosión de dolor, en melodrama; un ambiente natural, en un cromo. Sin embargo, a juzgar por la situación que ha alcanzado la música actual, esto no debería ser necesario: la evolución de la música autónoma de los últimos decenios ha conquistado muchos elementos y técnicas que responden perfectamente a la verdadera técnica del film. No se trata de discutir acerca de su utilización solamente porque «son de actualidad». No se trata de «estar al día» in abstracto: resultaría muy pobre limitarse a pedir que la nueva música del cine sea solamente eso: nueva. La necesidad de emplear los nuevos medios musicales deriva de que desempeñan su función de una forma mejor y más adecuada a la realidad que los aleatorios ripios musicales con los que nos contentamos actualmente.
Como elementos y técnicas de la nueva música se entiende lo que las obras de Schönberg, Bartok y Strawinsky han aportado en los últimos treinta años. Lo decisivo no es la mayor riqueza de las disonancias, sino la liquidación del lenguaje musical previo y convencional. Todo se deduce directamente de las exigencias concretas de la figura, no del esquema. Una pieza llena de disonancias puede tener un carácter absolutamente convencional, y una que utilice un material relativamente sencillo, resultar extremadamente avanzada y nueva debido a la integración constructiva de sus elementos. Incluso una secuencia de acordes triples puede tener una sonoridad nueva si se la saca de las acostumbradas rutinas asociativas y se la deriva sola de la coherencia propia de la figura en particular.
El retorno de la música a la necesidad constructiva, la liquidación de los clichés y las muletillas deben calificarse como objetividad. Coinciden con las potencialidades del film. La expresión «objetividad» puede ser erróneamente tomada en su sentido estricto. En primer lugar se pensará en el neoclasicismo musical, el ideal estilístico «neo-objetivo» desarrollado por Strawinsky y sus seguidores. No obstante, no queremos decir con ello que la música cinematográfica avanzada tenga que ser necesariamente fría. La función dramática de la música de acompañamiento puede consistir en determinadas circunstancias en romper la superficie de la fría objetividad visual y liberar tensiones latentes. Componer música cinematográfica objetiva no significa adoptar a cualquier precio una actitud distante, sino elegir conscientemente la actitud necesaria en cada circunstancia, en lugar de incurrir en clichés o afectaciones musicales. El material musical tiene que adaptarse exactamente a las tareas musicales que se impongan en cada caso. Hacia este objetivo se dirige la propia tendencia evolutiva de la música moderna[1]. Como decíamos más arriba, hay que contemplarla como un proceso de racionalización en el sentido de que la necesidad de cada momento musical se deriva de la estructura del conjunto. Cuanto más adaptable sea la música a través de sus propios principios estructurales, tanto más adaptable será en orden a su utilización en cualquier otro medio. Se ha demostrado que la, liberación de nuevos materiales, denunciada como anárquica y caótica, ha conducido a principios estructurales mucho más profundos y severos que los conocidos por la música tradicional. Estos principios hacen posible elegir precisamente el medio que una circunstancia determinada exige en un determinado momento, en vez de verse obligado a echar mano de recursos formalmente petrificados e inadecuados para la concreta función que se les encomienda. Esta objetivización permite responder plenamente a las tareas y situaciones del film continuamente cambiantes. Resulta fácil comprender que los recursos tradicionales, anquilosados hace ya tiempo, no pueden acometer esta tarea, mientras que, liberados y esclarecidos a partir de lo moderno, pueden ser de nuevo empleados, con pleno sentido. Para dar una idea de lo que son las asociaciones anquilosadas: un compás de cuatro cuartos acentuado en los tiempos correctos tiene siempre algo de militar o de «triunfal». La unión del primero y del tercer tiempo en un movimiento lento sugiere, por su carácter modal, algo religioso. El pronunciado ritmo de tres cuartos, el vals y una injustificada alegría vital. Estas asociaciones provocan, a través de la música cinematográfica, un falso conocimiento de los procesos mostrados por la imagen. El nuevo material musical impide esto. Se estimula al oyente para que capte la escena en sí misma y no solamente la oye, sino que, además, la ve desde un punto de vista no tradicional. Lo que la nueva música puede conseguir a través de su especificación no es en modo alguno una copia de representaciones abstractamente interpretadas de la misma forma que la música descriptiva nos hace oír el murmullo de las cascadas o el balido de las ovejas. Por el contrario, acierta a dar con el tono de una escena, con la situación emocional concreta, con el grado de seriedad o de guasa, de significación o indiferencia, de autenticidad o de apariencia; diferencias que no estaban previstas en el repertorio de necesidades del romanticismo. En una película de dibujos francesa de 1933, la tarea consistía en componer una reunión de magnates de la industria como escena de conjunto. Se pedía una discreta ironía, pero la música ejerció, a través de su avanzado material, un efecto tan mordaz sobre los endebles muñecos, que los industriales que habían encargado el film rechazaron la partitura y ordenaron que se rehiciese.
La «falta de objetividad» de la música decadente no se puede separar de su aparente contradicción: la creación de clichés. Únicamente gracias a que determinadas configuraciones y figuras musicales se convierten en modelo, que se utilizan una y otra vez, es posible que esas figuras se asocien automáticamente con determinados contenidos expresivos y que finalmente aparezcan como «muy expresivas». La nueva música evita estos modelos. A las diferentes exigencias responde con configuraciones siempre nuevas. Por lo que aquella perjudicial independización de la expresión ya no resulta posible frente al puro acontecimiento musical.
La conveniencia de los modernos y sorprendentes recursos hay que contemplarla desde el mismo film. En él aún se notan sus orígenes de barraca de feria y drama espeluznante: su elemento vital es la sensación. Esto no hay que entenderlo solamente desde el punto de vista negativo: como falta de gusto y de discriminación. Solamente a través del «schock» puede el cine conseguir que la vida empírica, cuya reproducción pretende basándose en sus premisas, aparezca como algo extraño, permitiendo así reconocer lo que de esencial sucede bajo la reflejada superficie de apariencia realista. La vida narrada solamente puede adquirir dramatismo a través de la sensación en la que lo cotidiano, que es el punto de partida, explote en cierta forma y deje entrever, en términos de verdad artística, las tensiones ocultas por la imagen de lo cotidiano normal y mediocre. Los horrores del «kitsch» sensacionalista liberan un poco del bárbaro fondo cultural. Mientras el cine siga siendo, a través de lo sensacional, el heredero del arte popular de las narraciones espeluznantes y las novelas por entregas, sometido a los standards establecidos por el arte burgués, conseguirá, a través de lo sensacional, que esos standards se tambaleen y podrá establecer una relación con las energías colectivas que, en igualdad de condiciones, les está velada a la pintura y a la literatura usuales. Precisamente esta función es imposible de alcanzar con los recursos de la música en las disonancias del período más radical de Schönberg va mucho más allá del miedo que el burgués medio puede experimentar jamás: es un miedo histórico, provocado por la naciente catástrofe social. Algo de este miedo perdura en la gran sensación de las películas: cuando en San Francisco se hunde el techo del «night club» o cuando en King Kong (1933); de Merian Cooper y Ernest B. Shoesdack, el mono gigantesco arroja por las calles el ferrocarril elevado de Nueva York. El acompañamiento musical tradicional no se ha aproximado nunca, ni siquiera de lejos, a estos momentos. Los «shocks» de la música moderna, que no proceden por casualidad de su tecnificación, pero que en treinta años aún no han sido asimilados, sí pueden hacerlo. La música de Schönberg para un film imaginario, Peligro amenazador, miedo, catástrofe[2], ha designado inequívocamente el punto exacto de inserción para la utilización de los nuevos recursos musicales. Es evidente que la ampliación de las posibilidades de expresión no se limita en forma alguna al ámbito del miedo y de la catástrofe, sino que también se abren nuevos horizontes en la dirección opuesta de la mayor ternura, el dolor desgarrado, la espera vacía y también la fuerza indomable. Dominios que están vedados a los medios tradicionales, porque éstos se presentan como algo ya conocido, motivo por el cual les resulta imposible alcanzar lo extraño y lo desconocido.
Ejemplo: En Hangmen also die, inmediatamente después del genérico, la película nos muestra un enorme retrato de Hitler en una sala de actos en Hradschin[3]. La música termina en el cuadro de fondo con un acorde de diez voces que se prolonga penetrantemente. Apenas si existe una armonía tradicional que tenga la misma fuerza expresiva que este avanzadísimo sonido. También el acorde de doce voces de la muerte de Lulú en la ópera de Berg está muy próximo al efecto cinematográfico. Mientras que la técnica del cine está fundamentalmente dirigida a la creación de tensiones, el momento de tensión desempeña en la música tradicional y en sus disonancias toleradas solamente un papel muy subordinado o está tan gastado que en realidad es incapaz de provocar la más mínima tensión. Sin embargo, la esencia de la armonía moderna es la tensión: no existe ningún acorde que no lleve en sí o no prolongue una «tendencia» en lugar de serenarse en sí mismo, como la mayoría de los sonidos usuales. A esto se añade que los sonidos cargados de una específica asociación dramática de la música tradicional hace tiempo que están tan domesticados que ante la ciega violencia de la realidad actual permanecen tan desfasados como lo estarían los versos románticos del siglo XIX si intentasen dar una imagen del fascismo. Basta con imaginarse un solo caso extremo como el de que una gran matanza, como Stalingrado, fuese acompañada por una música convencional, por una imitación de la música de guerra de Meyerbeer o de Verdi. Lo no metafórico, lo que huye de la estilización estética, metas a las que tiende el film moderno en sus productos más consecuentes, exige precisamente recursos musicales que no resulten ser una imagen estilizada del dolor, sino más bien su documento sonoro. Strawinsky, en una obra como La consagración de la primavera, inauguraba ya esta dimensión de los nuevos recursos musicales.
A modo de resumen mencionaremos los siguientes elementos específicos musicales que resultan adecuados para el cine:
Forma musical
La praxis del cine emplea preferentemente formas musicales breves. La longitud o la brevedad de una forma musical guardan una determinada relación con el material. La música tonal de los últimos doscientos cincuenta años tiende hacia formas largas, desarrolladas. Únicamente puede tomarse conciencia de un núcleo tonal a través de las analogías, los desarrollos y las repeticiones, que exigen un cierto tiempo. Ningún acontecimiento tonal es comprensible como tal, sino que se convierte en «tonal» a través del desarrollo de las relaciones. Esta tendencia se incrementa por la acción de la modulación: cuanto más se aparte la música de su punto de partida tonal, tanto más tiempo necesitará para restablecer el centro de gravedad tonal. Toda la música tonal tiene momentos «superfluos», ya que, para que un acontecimiento cumpla su función en el sistema de relaciones, tiene que ser repetido más veces que las que le corresponderían atendiendo a su propio sentido. Las formas breves del romanticismo (Chopin y Schumann) son sólo una contradicción aparente. Las composiciones de estos maestros, semejantes al «lied», extraen su expresión de lo fragmentario, de una ruptura, sin pretender serenarse en sí mismas ni ser «cerradas». La brevedad de la nueva música es fundamentalmente diferente.
En ella, los diferentes eventos musicales y las figuras temáticas se conciben independientemente de un sistema de relaciones. No tienen que ser «repetitivas» y no necesitan tampoco de una repetición. Su exposición no se produce a través de correlaciones simétricas, como secuencias o repeticiones del primer período de un «lied», sino mediante variaciones desarrolladas a partir de los materiales básicos disponibles, sin que éstos deban ser expresamente reconocidos más adelante. Todo esto desemboca en una condensación de la forma musical que va mucho más allá del fragmento romántico. Mencionemos las composiciones de Schönberg para piano Opus 11 y 199, y el monodrama Erwartung, los cuartetos de Strawinsky, y las canciones japonesas, y los trabajos de Anton Webern. Es evidente la aptitud de la nueva música para la construcción de formas breves, precisas y consistentes que entran en materia inmediatamente y que no necesitan de prolongaciones por motivos estructurales.
Nuevos caracteres
La emancipación de las figuras temáticas respecto a la simetría y la repetitividad permite formular una sola idea musical de una forma más profunda y más drástica y liberar la relación entre los diversos caracteres de todo accesorio retórico. No hay cabida para ripios en la nueva música.
Esta libertad de características es la que acerca a la nueva música al carácter prosaico del film. Al mismo tiempo, la mayor agudeza de las características musicales permite la mayor agudeza de la expresión, que resultaba imposible debido a la «estilización» de los esquemas musicales tradicionales. Si la música clásica mantiene siempre una cierta medida en su expresión de la tristeza, del dolor y del miedo, el nuevo estilo tiende, por el contrario, a lo desmesurado. La tristeza se puede convertir en horripilante desesperación; la calma, en helada rigidez; el miedo, en pánico. Por otra parte, la nueva música puede expresar la inexpresividad, la calma, la indiferencia y la apatía en una forma que resulta imposible a la música tradicional. La impasibilidad aparece por primera vez en las obras de Erik Satie, Strawinsky y Hindemith. Esta ampliación de la escala expresiva no se limita solamente a los caracteres expresivos como tales, sino también, y especialmente, a sus variaciones. La música tradicional, al margen de la técnica de la sorpresa tal y como fue utilizada, por ejemplo, por Berlioz o por Strauss, necesita generalmente un cierto tiempo para el cambio de carácter. La exigencia de un equilibrio entre las tonalidades y los fragmentos simétricos impide colocar directamente seguidos, en función de su propia significación, los caracteres puros. En términos generales, la nueva música no se detiene en estas consideraciones. Puede construir sus formas mediante los contrastes más acusados. El principio técnico del brusco cambio de imagen desarrollado por el film concuerda perfectamente, debido a su agilidad, con el nuevo lenguaje musical.
Disonancia y polifonía
Para el profano, el rasgo más marcado del nuevo lenguaje musical es su riqueza en «disonancias», es decir, la utilización simultánea de intervalos como la segunda menor y la séptima mayor y la formación de acordes con seis o más tonos diferentes. Aunque la abundancia de disonancias en la música moderna se solamente un fenómeno superficial, mucho menos significativo que las modificaciones estructurales del lenguaje musical, implica un elemento que es de extraordinaria importancia para el film. El sonido queda despojado de su cualidad estática y se dinamiza a través de la constante presencia de lo «no resuelto». El nuevo lenguaje es, por así decirlo, dramático aún antes de que llegue a un punto conflictivo, a la disquisición temática de la ejecución. Un rasgo semejante es típico del film. En él, el principio latente de la tensión, hasta en la producción más mediocre, es tan efectivo que procesos a los que, por sí mismos, no corresponde ningún significado, aparecen como fragmentos dispersos de un sentido que debe ser rescatado por la totalidad. Estos procesos actúan mucho más allá de sí mismos. El nuevo lenguaje musical puede adaptarse con gran precisión a este elemento del film.
Al mismo tiempo, la emancipación de la armonía supone un correctivo a una exigencia tratada en el capítulo de los prejuicios: melodía a cualquier precio. Esta exigencia no puede prescindir en la música tradicional de cualquier sentido, porque en ella los demás elementos, especialmente la armonía, están tan limitados en su autonomía que el centro de gravedad se sitúa forzosamente en lo melódico, que, a su vez, depende de la armonía. Pero precisamente por esto se ha convencionalizado y se ha abusado tanto del principio de la melodía. La armonía emancipada, por el contrario, prescinde del exagerado requisito de la melodía y permite las ideas y los giros característicos de la dimensión vertical, no melódica[4]. Además ayuda de otra forma contra la manía de la melodía. El concepto convencional de melodía es sinónimo de melodía en la primera voz. Pero esta, procedente de la canción, se esfuerza desde un principio en captar el primer plano de la percepción. La melodía en primera voz es figura, no es fondo. Pero la figura en el film es la imagen, y acompañar continuamente una imagen con melodías en la primera voz da lugar a imprecisiones, confusiones y perturbaciones. La liberación de la dimensión armónica, así como la ganancia de un auténtico espacio dodecafónico que no esté sistemáticamente subordinado a convencionales técnicas de imitación permite que la música haga las veces de «fondo» en un sentido más positivo que como telón sonoro y que se convierta en la auténtica melodía del film, aportando al acontecer visual los comentarios y contrastes oportunos. Estas decisivas posibilidades de la música cinematográfica solamente pueden ser satisfechas por el nuevo material musical, y hasta el momento apenas si han sido contempladas con seriedad.
Peligros del nuevo estilo
Advertencia de H. Eisler: Con la desaparición del habitual sistema de referencias de la música tradicional se originan una serie de peligros. En primer lugar hay que pensar en la posibilidad de que se comience a componer irresponsablemente utilizando los nuevos medios; se incurriría en un neotonalismo en el peor sentido de la palabra. Más allá cabe que se utilice el material avanzado porque sí y no porque responda a una exigencia real. Si algún ignorante componía algo en el lenguaje musical tradicional, cualquier profesional o aficionado medianamente formado lo advertía con relativa facilidad. La singularidad de las convenciones en la nueva música y la distancia del nuevo lenguaje musical con el que se enseña en los conservatorios tiene como consecuencia que la determinación de la estupidez y de las chapuzas pretenciosas sea, en efecto, una posibilidad objetiva, como sucedía antes, pero resulta ser una tarea más difícil para el oyente medio. Motivo por el cual puede suceder que los neófitos cometan abusos e impongan a las películas desatinadas composiciones dodecafónicas que son avanzadas en apariencia, pero que perjudican el film con su falso radicalismo, sin favorecerlo verdaderamente en forma alguna. Naturalmente, esta amenaza es actualmente mucho más aguda en la música «autónoma» que en la música cinematográfica, pero la necesidad de refuerzos podría llevar fácilmente a una situación en la que la causa de la nueva música estuviese tan mal representada que condujese al triunfo del «kitsch» de la vieja guardia.
También la forma de hacer de la nueva música encierra algunos peligros que deben ser tenidos en cuenta incluso por el compositor experimentado: excesiva complejidad de los detalles, el ansia de hacer que en cada momento el acompañamiento musical sea lo más interesante posible, pedantería, divertimentos formalistas. Hay que advertir especialmente los peligros inherentes a un enfoque irreflexivo de la técnica dodecafónica, que puede degenerar en un ejercicio de aplicación en el que la «concordancia» matemática de la serie sustituya a la auténtica concordancia de las relaciones musicales y, en realidad, la haga imposible.
Advertencia de T. W. Adorno: En tanto que la organización actual de la industria cinematográfica hace impensable que un medio tan costoso se ponga en manos de experimentadores irresponsables, hay otro peligro que es mucho más actual. Casi todo el mundo reconoce en mayor o menor grado los defectos de la música cinematográfica convencional Pero, por consideraciones comerciales, están vedadas todas las innovaciones radicales. Como consecuencia de esto comienza a aparecer una determinada inclinación hacia una solución de compromiso, la ominosa exigencia: moderno, pero no demasiado. Algunas técnicas de la música moderna, como el ostinato de la escuela de Strawinsky, han comenzado a introducirse ya, y con la negación de la rutina se corre el riesgo de llegar a una segunda rutina pseudomoderna y artesanal. La industria cinematográfica fomenta en cierta medida esta tendencia, al tiempo que los compositores que se sienten profundamente atraídos por la técnica moderna, pero que no quieren entrar en conflicto con el mercado, o que, simplemente, no están en condiciones de hacerlo, son precisamente los que acuden a la industria. La idea de que lo radical pueda llegar a imponerse mediante el subterfugio de unas copias suavizadas es una ilusión. Estas concesiones contribuyen más a la disgregación del sentido del lenguaje radical que a su difusión.