I. PREJUICIOS Y MALAS COSTUMBRES
La evolución de la música cinematográfica fue en un principio tributaria de la cruda praxis cotidiana. En parte se guiaba por las más inmediatas necesidades de la producción y en parte por lo que en aquel momento cuanto a música y representación musical. A través de esto cuajaron una serie de reglas prácticas que en aquel tiempo correspondían a lo que las gentes del cine solían llamar; su sano sentido común. Pero, entre tanto, estas reglas han sido superadas por la evolución técnica tanto del film como de la música en general. Sin embargo, se aferran obstinadamente a la vida, como si fuesen una sabiduría heredada y no una mala costumbre. Proceden del ámbito conceptual de la música ligera más corriente, pero, por razones objetivas y personales, están tan profundamente arraigadas que han frenado más que cualquier otra cosa la evolución espontánea de la música cinematográfica. El aspecto razonable se lo deben a la propia normalización del film; que provoca una música normalizada. Además, frente a la gran empresa industrial, estas reglas prácticas representan una especie de pseudotradición de los días del medicine show[1] y las carretas entoldadas. Precisamente la desproporción entre estos residuos y los métodos «científicos» de producción es lo que caracteriza al sistema. Ambos elementos están en igual medida sometidos a la crítica y de acuerdo con su principio más íntimo deben ser considerados conjuntamente. Por lo que respecta a las manidas reglas prácticas, debería bastar con hacerlas conscientes para quebrar su dictado.
Sin pretensiones de exhaustividad vamos a mencionar a continuación algunas de estas costumbres características. Proporcionan una representación concreta del ámbito en el que actualmente se plantea el problema de la música en el cine, ámbito que puede quedar desvirtuado si se intenta una aproximación basada en elevadas consideraciones teóricas.
Leitmotiv
Aún hoy en día la música de cine se enhebra con «leitmotiv». Mientras que su fuerza evocadora proporciona al espectador sólidas directivas, facilita al mismo tiempo la labor del compositor en medio de la apresurada producción: se limita a citar en donde, en otro caso, debería inventar. La idea del «leitmotiv» es popular desde los tiempos de Wagner[2]. Sus éxitos masivos han estado siempre relacionados con la técnica del «leitmotiv»: sus «leitmotiv» actuaban ya como una especie de marcas registradas en las que se podían reconocer figuras, sentimientos y símbolos.
Fueron siempre la más vasta forma de ilustración, la falsilla para la gente sin formación musical. En el caso de Wagner se inculcaban a través de insistentes repeticiones, a menudo sin modificación alguna, de la misma forma en que actualmente se nos inculca de una canción a melodías mediante el plugging[3] o la imagen de una actriz de cine a través de un rizo de su pelo. Cabía suponer que esta técnica, debido a su comprensibilidad, iba a ser especialmente adecuada para el film, ya que éste es el criterio que rige todos los aspectos de su realización. Sin embargo, esta creencia: es ilusoria. En primer lugar, están los motivos de índole técnica. Su carácter de elemento constructivo, su expresividad y su concisión estaban desde un principio relacionados con la magnitud de la forma musical de los gigantescos dramas de la era wagneriana y postwagneriana. Precisamente porque el «leitmotiv» en sí mismo no está musicalmente desarrollado, exige la amplitud de la forma musical para tener un sentido desde el punto de vista de la composición, sentido que supera la mera función de indicador. A la atomización del material corresponde la monumentalidad de la obra. Esta relación se ha interrumpido completamente en el film, porque la técnica cinematográfica es fundamentalmente una técnica basada en el montaje. El film exige necesariamente que los materiales se sustituyan unos a otros, no la continuidad. El repentino cambio de los escenarios fotografiados denota algo acerca de la estructura del film en su conjunto. Desde el punto de vista musical, se trata generalmente también de formas cortas que no permiten la técnica del «leitmotiv», ya que, debido a su brevedad, deben ser desarrolladas en sí mismas. Tampoco necesitan, por ser fácilmente aprehensibles, del semáforo de un «leitmotiv», y la brevedad impide que éste llegúe a desplegarse adecuadamente. De estas circunstancias técnicas resultan otras estéticas. El «leitmotiv» wagneriano está inseparablemente unido a la representación de la esencia simbólica del drama musical. El «leitmotiv» no caracteriza simplemente a personas, emociones o cosas, aunque casi siempre haya sido concebido de esta forma, sino que, en el sentido de la propia concepción wagneriana, debe elevar el acontecer escénico a la esfera de lo metafísicamente significativo. Cuando en el Anillo resuenan en las tubas el motivo de Walhalla, no hay que entender que anuncia la residencia de Wotan, sino que Wagner quería expresar con ello la esfera de lo grandioso, de la voluntad universal, del principio original. La técnica del «leitmotiv» fue inventada solamente en aras de un simbolismo como el descrito. En el film, que se propone una exacta reproducción de la realidad, no hay lugar para simbolismos de este tipo. El cometido del «leitmotiv» queda reducido al de una ayuda de cámara musical que presenta a sus señores con gesto trascendente, mientras que a las personalidades las reconoce cualquiera de todos modos. La técnica que fue eficaz en tiempos se convierte en mera duplicación ineficaz y poco económica. Asimismo, la utilización del «leitmotiv», cuando, como es el caso del cine, no puede desplegar todas sus consecuencias musicales, conduce a la extrema indigencia de la misma estructura compositiva.
Melodía y eufonía
La exigencia de melodía y eufonía obedece, además de a una presunta naturalidad, al gusto del pueblo considerado como el consumidor por excelencia. No es necesario discutir que, en este punto, consumidores y productores están de acuerdo. Pero los conceptos de lo melódico y de lo eufónico no son en manera alguna tan evidentes como se pretende. En ambos casos se trata de categorías históricas ampliamente convencionalizadas. Desde el punto de vista teórico, el concepto de melodía se abre paso solamente en el siglo XIX y precisamente a propósito de los nacientes «lieder», especialmente los de Schubert. Se contrapone al «tema» de los clásicos vieneses como Haydn, Mozart o Beethoven: señala una tendencia hacia una sucesión de sonidos musicales de la que no resulta tanto el material de base de una composición, sino que, bien versificada, cantable y muy expresiva, tiene sentido en sí misma. De ella procede una categoría musical, para la que no hay en el idioma alemán una expresión específica, pero que en inglés se designa con gran precisión a través de tune, como un caso especial dentro de la melodía. Ésta se refiere, sobre todo, al hecho de que la melodía discurre ininterrumpidamente en la voz alta en una forma que hace que la continuación de la melodía aparezca como «natural», porque hace posible anticipar y en cierto modo adivinar esta continuación en virtud de determinados indicios. Los oyentes se aferran enérgicamente a su derecho a esta anticipación y rechazan todo aquello que no se acomode a sus reglas. El fetichismo de la melodía que predominó sobre todos los demás elementos de la música, principalmente durante el postromanticismo, ha supuesto siempre una limitación para el propio concepto de melodía. El concepto convencional de melodía ha quedado actualmente referido a criterios de lo más burdo. La comprensibilidad queda asegurada a través de la simetría armónica y rítmica y a través del parafraseo de los correspondientes procesos armónicos: la cantabilidad, mediante el predominio de los pequeños intervalos diatónicos. Ambos postulados no solamente presuponen un material histórico muy determinado, la tonalidad del período romántico, sino que además vienen definidos por toda una serie de depurados procedimientos técnicos que en forma alguna son el resultado espontáneo de la lógica musical, sino que cobran, la apariencia de lo lógico a través de la rígida cosificación de la praxis dominante en la que «espontáneamente» se tiende hacia esas reglas. Ni siquiera en tiempos de Mozart o de Beethoven, cuando el ideal estilístico era la filigrana, resultaría ya comprensible el predominio exclusivo de la melodía predecible en las primeras voces. La concepción «natural» de lo melódico es una apariencia, una absolutización de un fenómeno eminentemente relativo, de ninguna forma una norma obligatoria o un dato originario del material, sino una manera de hacer entre otras, elevada a la exclusividad. Pero la exigencia convencional de melodía y eufonía entra constantemente en conflicto con las exigencias objetivas del film. La melodía en el lied presupone la independencia del compositor en el sentido de que puede conectar su elección y su «idea» con situaciones que le inspiran lírica y poéticamente. Esto es precisamente lo que no sucede en el film. Toda la música en el film está bajo el signo de la funcionalidad y no bajo el de un «alma» que se expresa cantando. Del compositor de música para películas no se puede esperar una inspiración lírico-poética, y, además, esta clase de inspiración iría en contra de la función de adorno y de servicio que es lo que la praxis de la industria exige en realidad al compositor. El problema de la melodía como algo «poético» se hace insoluble precisamente por el carácter convencional que ha adoptado, el concepto popular de melodía. El tratamiento óptico del film tiene siempre un carácter de prosa, de irregularidad y de asimetría. Pretende ser vida fotografiada, y en esto todos los films dramáticos imitan al documental. En consecuencia, hay una ruptura entre el acontecer visual y la melodía convencional simétricamente estructurada. Ningún período de ocho compases es realmente síncrono con el beso fotografiado. Especialmente pronunciada es la ausencia de relación entre asimetría en la música que acompaña los fenómenos naturales: nubes que pasan, salidas de sol, viento, lluvia. Pues mientras estos fenómenos naturales podían inspirar a los líricos del siglo XIX, al ser fotografiados, son tan irregulares y tan documentales que su presencia material excluye precisamente ese elemento poético y regular con el que los asocia la industria cinematográfica. Verlaine podía hacer una poesía sobre la lluvia en la ciudad, pero no se puede silbar al compás de la lluvia fotografiada en un film. La exigencia de lo melodioso a cualquier precio y en cualquier ocasión ha frenado más que cualquier otra cosa la evolución de la música en el cine. La exigencia contraria no sería, ciertamente, lo no melódico, sino precisamente la liberación de la melodía de sus trabas convencionales.
La música de una película no debe oírse
Uno de los prejuicios más extendidos en la industria cinematográfica es el de que la música no debe oírse. La ideología de este prejuicio es la creencia más o menos vaga de que el film como unidad organizada otorga a la música una función modificada, a saber, solamente la de servicio. En líneas generales, el film es una acción hablada; el interés material y el interés técnico que de él se deriva están centrados en el acto, y todo lo que pueda hacerle sombra se considera un estorbo. En los guiones solamente se pueden encontrar indicaciones muy esporádicas y vagas acerca de la música. Solamente entró a formar parte de los procedimientos de reproducción cinematográfica por razón de la evolución de los medios técnicos del cine sonoro. Nunca ha sido realmente elaborada según su contenido propio. Se la tolera como a una intrusa de la que en cierto modo no se puede prescindir. En parte, satisface una auténtica necesidad, en parte se trata de la creencia fetichista de que hay que utilizar las posibilidades técnicas existentes[4]. Pese a la invocadísima experiencia de la gente del cine, con la que están también de acuerdo algunos compositores, la tesis de que la música no debería oírse es discutible. No existe la menor duda de que en film hay situaciones, especialmente aquellas en que la palabra hablada pasa a un primer plano, en las que la interpretación de unas figuras musicales en primer plano resultaría un estorbo. Además, estamos de acuerdo en que, a pesar de todo, estas situaciones necesitan eventualmente de un complemento acústico del tipo de los que en el argot de las radiodifusión se llama telón sonoro. Pero precisamente cuando se toma en serio esta exigencia resulta especialmente problemático insertar en estas secuencias piezas musicales pretendidamente discretas. Por definición, estos telones musicales deberían ser algo más parecido al ruido que a la música articulada, y para incluirlos en un contexto musical debería tratarse de algo así como de una composición de ruidos. Este carácter de ruido de la música estaría mucho más de acuerdo con el «realismo» del film. Si, en cambio, se utiliza en estas situaciones verdadera música con la condición de que no debe ser advertida, se incurre en el comportamiento descrito en la canción infantil:
Conozco un bonito juego:
me pinto unas barbas
y las tapo con un abanico
para que nadie las vea.
En la práctica, la exigencia de discreción en la música no significa generalmente esta aproximación al ruido, sino pura y simplemente trivialidad. La música ha de pasar tan inadvertida como el «popurrí» de temas de La Bohéme en un café.
Pero, además, el que la producción considere como típico que la música no debe oírse es solamente una y, por ende, de las más subordinadas, entre muchas probabilidades. La intervención planificada de la música debería comenzar con el guión y la cuestión de si la música debe traspasar o no los límites de la consciencia debería decidirse siempre en virtud de las concretas; exigencias dramáticas del guión. Interrumpir la acción para permitir el desarrollo dé una pieza musical puede convertirse en uno dé los más importantes recursos artísticos. Por ejemplo, en una película antinazi cuya acción se disuelve en diferentes rasgos psicológicos y privados se interrumpe la acción para dar paso a una música especialmente sería. Este gesto ayuda al espectador a reflexionar sobre lo esencial en la escena, la situación general. Claro está que en este caso la música sería precisamente lo contrario de lo que postula la convención, porque dejaría de ser una íntima expresión de sentimientos para permitimos un distanciamiento frente a lo íntimo. En el film musical y arrevistado, considerado como una forma menor del entretenimiento, en el que está prácticamente excluida la psicología dramática, se encuentran los primeros intentos de la mencionada técnica de interrupción mediante la música y una coherente e independiente utilización de la misma en canción, baile y final.
La utilización de la música debe encontrar una justificación óptica
Se trata menos de una regla que de una tendencia que se ha debilitado en los últimos años, pero cuya existencia se puede comprobar. El miedo a parecer ingenuo o infantil por la introducción de un fenómeno imposible la realidad o el de presuponer una actividad imaginativa en el espectador que pudiera apartarle de la acción principal han llevado a que a menudo la presencia de la música se intente apoyar de una forma más o menos racional. Se crean situaciones en las que resulta «natural» que el protagonista comience a cantar o cuando menos se intente disculpar la presencia de la música en una escena de amor haciendo que el héroe conecte una radio o un tocadiscos. Son escenas en las que no se habla. El director quiere llenar ese silencio. Sabe que las detenciones son peligrosas, así como los momentos vacíos o la relajación de la tensión. Por este motivo recurre a la música. Pero al mismo tiempo el director vive aferrado a la idea de la relación de motivaciones objetivas y psicológicas de manera que considera peligrosa la irrupción gratuita de la música. Así recurre a menudo a los subterfugios más ingenuos para evitar la ingenuidad y deja que el héroe juegue con un aparato de radio. La pobreza del recurso queda patente en esas secuencias en las que el protagonista acompaña «con naturalidad» los primeros ocho compases de su canción al piano, momento en que un coro y una gran orquesta acuden a aliviarle de esta tarea sin que por eso el decorado se haya modificado en lo más mínimo. Resulta evidente que, en la medida en que esta costumbre dominante en los principios del sonoro tenga actualmente alguna vigencia, impide que la música se utilice de una forma verdaderamente constructiva y creadora de contrastes. La música se pone al nivel de la acción y queda convertida en un requisito, en una especie de mueble acústico.
Ilustración
Un popular y jocoso adagio de Hollywood dice: birdie sings, music sings [5]. La música ha de seguir el acontecer visual, ilustrarlo bien, imitándolo al pie de la letra, o bien reproduciendo clichés que son asociados con los estados de ánimo y los contenidos representativos de las respectivas imágenes. La naturaleza recibe aquí un trato privilegiado. Por naturaleza hay que entender, de acuerdo con la manera de pensar más trivial, lo contrario de la ciudad, es decir, el reino en el que los hombres pueden presumiblemente respirar de nuevo, estimulados por la vida y la pujanza de las plantas y de los animales. Es la decadente y ya estandarizada concepción de la naturaleza de la lírica del siglo XIX, y a esta lírica periclitada se le añaden los correspondientes sonidos. El momento en que la naturaleza se presenta como tal, al margen de la acción, es el que brinda la ocasión propicia para dar rienda suelta a la música, y ésta se comporta entonces según el desprestigiado esquema de la música descriptiva. Alta montaña: trémolo de cuerdas con un tema para trompas parecido a una llamada. El rancho al que el hombre viril se ha llevado a la chica sofisticada después de raptarla: ruidos del bosque y melodía de flauta. Bote en un río tapizado de sauces a la luz de la luna: vals inglés.
No se trata de discutir aquí a fondo la cuestión de la ilustración musical. Ciertamente, la ilustración es una entre muchas posibilidades dramáticas y tan desmedidamente apreciada que debería sometérsela a un período de veda o, cuando menos, merece ser tratada con gran atención y prudencia. Precisamente en este punto es donde falla la costumbre establecida. Si la música obedece a la contraseña «naturaleza», queda reducida a ser un estimulante barato, y los esquemas asociativos son tan conocidos que realmente hace ya mucho tiempo que no «ilustra» nada, sino que solamente sirve para despertar automáticamente la idea. «¡Ah, la naturaleza!».
Actualmente, la utilización de la música como ilustración da lugar a una perjudicial duplicación. Es poco económica excepto cuando se trata de efectos muy especiales o de la interpretación minuciosa del acontecer visual. La antigua ópera dejaba siempre en sus procesos escénicos un lugar para lo vago y lo indefinido que podía llenarse con unas pinceladas de ilustración musical: la música de la era wagneriana aportó, entre otras cosas, una mayor concreción, Sin embargo, en el cine la imagen y el diálogo son extremadamente precisos y la música convencional no puede añadir nada a esta precisión, sino solamente quitarle algo, ya que los efectos estándar permanecen siempre, hasta en las peores películas, por detrás de la impresión definida producida por la situación escénica. Si alguna vez la función esclarecedora se abandonase por superflua, la música no debería servir de impreciso acompañamiento a un acontecer preciso, sino que debería desempeñar su tarea, aunque fuese tan discutible como «crear un estado de ánimo», renunciando a la reduplicación de todo lo que de cualquier forma es visible. Entre tanto valga la exigencia: las ilustraciones musicales han de ser sumamente precisas, sobreexpuestas, por decirlo así, y, por tanto, han de desempeñar una función interpretadora o, por el contrario, debe prescindirse de ellas. No hay en absoluto lugar para melodías de flauta que intentan encerrar el canto, de un pájaro en el ámbito del esquema de los rotundos acordes de novena.
Geografía e historia
Si una escena muestra una ciudad holandesa con canales, molinos y zuecos, el compositor suele procurarse una canción popular holandesa de la biblioteca del estudio para desarrollarla como tema musical. El hecho de que no sea fácil reconocer como tal una canción popular holandesa, especialmente tras haberla sometido a los procedimientos de los arreglistas, impide que podamos reconocer sin más las ventajas de esta manera de hacer. La música se utiliza como el vestuario o el atrezzo, sin que llegue a ser tan rotundamente característica como éstos. Un compositor que, con motivo de un baile de las niñas del pueblo, crease su propia melodía holandesa puede obtener un producto más plástico que si se atiene al original. Con todo, la música popular corriente en todos los países —excepto aquellos tipos de folklore que se encuentran principalmente fuera del ámbito de la música occidental— tiende a mostrar un cierto parecido, que, en contraposición al lenguaje artístico diferenciado, reside en la limitación de las formas rítmicas elementales asociadas a las festividades, los bailes comunitarios y similares. El «temperamento» de los bailes polacos y españoles, al menos en la forma convencional que asumió en el siglo XIX, es tan difícil de diferenciar como las canciones de los montañeses de Kentucky y las coplas de la alta Baviera. La música cinematográfica usual está siempre a punto de proceder según el esquema «música folklórica por encima de todo». Los caracteres nacionales específicos podrían ser alcanzados si se prescindiese del obligatorio empavesamiento musical en un estilo grandilocuente. Muy semejante es la praxis historizante de mezclar los films de época con música de su tiempo. Es éste el caso cuando se interpretan al cémbalo conciertos de música antigua en castillos barrocos a la luz de las velas, en los que pianistas ya maduros con trajes tiroleses de brocado ejecutan aburridísimas piezas prebachianas. El carácter absurdo de estas manifestaciones puramente decorativas se hace patente por su contraste con el carácter necesariamente moderno de la técnica cinematográfica. Si por encima de todo tiene que haber películas de época cabe prestarles un servicio utilizando sin miramientos los más avanzados medios musicales.
«Stock music»
Entre las peores costumbres hay que contar la incansable utilización de un reducido número de fragmentos musicales etiquetados que a través de su título real o tradicional son relacionados con las situaciones que habitualmente suelen acompañar en las películas. Es decir: para una noche de luna, la primera frase de la Sonata del Claro de Luna, instrumentada de una forma completamente absurda, ya que la melodía que Beethoven apenas insinuaba en el piano es reproducida por la sección de cuerdas en forma vigorosa y llamativa. Si se trata de una tormenta, la Obertura de Guillermo Tell; si de una boda, la Marcha nupcial de Lohengrin o la de Mendelssohn. Esta costumbre, que, por otra parte, está remitiendo y que solamente perdura en los estudios de ínfima categoría, tiene su correspondiente en las simpatías de que gozan algunos fragmentos provistos de la etiqueta de «marca registrada», como el Concierto en mi bemol mayor, de Beethoven, que, bajo el apócrifo nombre de El Emperador, consiguió una popularidad fatal, o la Sinfonía inacabada, de Schubert, cuyo éxito va asociado a la creencia de que el compositor murió mientras la estaba escribiendo, cuando la verdad es que años antes de su muerte había dejado de trabajar en ella. El empleo de títulos-etiqueta es un bárbaro abuso, aunque es preciso reconocer que la confianza en la eterna fuerza representativa del coro nupcial o de la marcha fúnebre frente a las partituras originalmente realizadas ad hoc tiene a veces un matiz conciliador.
Utilización de clichés musicales
La discusión de estos temas apunta hacia una situación general. La producción masiva de films ha conducido a la creación de situaciones típicas, momentos emocionales repetidos, a la estandarización de los recursos para estimular la tensión. A esto corresponde la creación de lugares comunes musicales. La música suele entrar a menudo en acción precisamente cuando en virtud del «estado de ánimo» o de la tensión se intenta conseguir efectos especialmente característicos. El pretendido efecto se frustra, porque el recurso se ha hecho familiar a través de innumerables situaciones análogas. El fenómeno tiene un doble sentido psicológico: si la imagen muestra una apacible casa de campo mientras la música emite los acostumbrados sonidos siniestros, el espectador sabe en seguida que va a pasar algo terrible. El anuncio musical refuerza la tensión, pero simultáneamente la destruye a través de la certeza de lo que se avecina. La objeción no se dirige, como tampoco sucede en muchas cuestiones relacionadas con el film actual, contra la estandarización como tal, ya que precisamente los films en los que los modelos se reconocen más fácilmente como tales, como sucede con las películas de «gangsters», los «westerns» y las películas de horror, son frecuentemente mucho más entretenidos que las superproducciones pretenciosas. Lo malo es la estandarización de aquello que se ofrece con pretensiones de individualidad o, a la inversa, la manipulación, para individualizarlo, de un esquema. Y precisamente es esto lo que sucede con la música. Lo que en un manual sobre Wagner se llamaba «motivo airado», una figura áspera, convulsiva y tumultuosa para la sección de cuerda se utiliza muy a menudo e irreflexivamente, y la familiaridad del efecto la hace ridicula. Estas convenciones musicales son tanto más discutibles por cuanto que el materia que suelen utilizar procede de la fase inmediatamente anterior de la música autónoma, que, desde el punto de vista del film, tienen aún un carácter «moderno». Hace cuarenta años, cuando estaban en su auge el expresionismo y el exotismo musicales, se consideraba que la escala de tonos enteros era un material musical extraordinariamente excitante, inusitado, «colorista». Actualmente, a pesar de que la mencionada escala de tonos enteros forma parte de la introducción de cualquier éxito popular, sigue utilizándose en el film como si estuviese tan fresca como el primer día. A través de esto se establece una completa desproporción entre el recurso y el efecto. Esta desproporción puede convertirse en un estímulo si, al igual que en determinadas películas de dibujos, destaca lúdicamente el carácter absurdo de una acción que es imposible en la realidad: Pluto galopa sobre el hielo al son de La cabalgata de las Walkirias. Pero lo que no se puede conseguir es que el espectador se estremezca.
Los clichés afectan también a la instrumentación. El efecto de trémolo sobre el puente de los instrumentos de cuerda, que hace treinta años aún despertaba en la música clásica una inquietante tensión, principalmente porque expresaba la esfera de lo irreal, se ha convertido hoy en un recurso barato. En términos generales, los recursos musicales que, ya cuando nacieron, fueron planeados como estímulos, en vez de ser el resultado de una construcción, son precisamente los que, aún dentro de la música autónoma, han perdido más rápidamente su eficacia. También en esta ocasión la industria cinematográfica aparece como el órgano ejecutivo de una sentencia que se había fallado hace ya tiempo en la música clásica. Incluso puede llegar a hablarse de una función progresiva desde el momento en que el cine sonoro martiriza los oídos del público con recursos efectistas que, por su amaneramiento, resultan ya desde hace tiempo insoportables para el artista, de forma que, tarde o temprano, el espectador no podrá tolerar ya ninguno de estos clichés. Entonces habría una demanda y un lugar para otros elementos musicales. La evolución de la música avanzada durante los últimos treinta años ha creado una reserva de nuevas posibilidades materiales que aún está por estrenar. No existe ninguna razón válida para que no sean empleadas en la música cinematográfica.
Estandarización de la interpretación musical
La estandarización de la música en el film se hace especialmente patente en la praxis del estilo de ejecución. En primer lugar hay que mencionar la dinámica. Venía condicionada por las limitaciones del material de grabación y reproducción. Actualmente, a pesar de que los dispositivos son mucho más diferenciados y ofrecen posibilidades dinámicas mucho mayores tanto en las frecuencias extremas como por lo que respecta a la modulación continúa dándose la estandarización dinámica. Se nivela el grado de intensidad y todo se diluye en un genérico mezzoforte, técnica muy semejante a la de la mezcla de tonos en la radio. El criterio dominante es la producción de una brillante y cómoda eufonía que no sobresalte por sus excesos de volumen (fortissimo) ni exija una esforzada audición por defecto (pianissimo). Este equilibrio hace que se pierda la dinámica cómo medio de subrayar las relaciones musicales: la falta de triple fortissimo y pianissimo limitan el crescendo y el descrescendo a una escala demasiado pobre.
También hay una estandarización pseudo individualizada en la forma de interpretar la música. Mientras todo se adapta más o menos al mezzoforte ideal, cada momento musical debe dar simultáneamente el máximo en cuanto a expresión, emoción y tensión anímica a través de su ejecución exagerada. Los violines tienen que sollozar o brillar; el metal tiene que resonar arrogante o ampuloso. No se tolera ninguna expresión tibia; la ejecución se caracteriza por su exageración y su extremosidad, con el estilo que en tiempos del cine mudo se reservaba para la orquesta de salón y para los músicos acompañantes que entre tanto han sido promocionados a directores del departamento de música de los estudios. El sempiterno espressivo se embota completamente. Incluso los buenos momentos dramáticos se convierten en kitsch por culpa de un acompañamiento demasiado dulce o por la exageración de su dramatismo. Un estilo interpretativo «medio», objetivamente musical, que utilizase el espressivo en donde realmente estuviese justificado podría incrementar significativamente a través de su economía la eficiencia de la música de cine.