CICERÓN
En el momento mismo en que la elocuencia, bajo el punto de vista de su importancia literaria y política, decae y languidece, como todas las otras ramas de las Bellas Letras, florecientes en otro tiempo bajo la inspiración de la vida nacional, aparece un nuevo género, la elocuencia forense, género singular y extraño por lo común a la política. Hasta entonces no se había pensado que los discursos de los abogados se pronunciasen para otros que los jueces y las partes, ni que debieran aspirar a la educación literaria de los contemporáneos y de la posteridad. Jamás un abogado había hecho recoger y publicar sus discursos forenses, salvo en los casos excepcionales en que, tratándose de asuntos que se relacionaran con negocios de Estado, había un interés de partido en su divulgación. Al comenzar este período Quinto Hortensio (640-704), el más ilustre abogado de Roma, no había terminado más que un pequeño número de estas publicaciones, cuando el asunto era en su totalidad o en parte político; pero su sucesor en el principado del Foro, Marco Tulio Cicerón (648-711), al propio tiempo que hablaba diariamente ante los tribunales, era no menos fecundo escritor; el primero de estos oradores tuvo cuidado de coleccionar sus alegatos, aun los de aquella época en que no intervenía en ellos la política o se relacionaban de lejos. Cierto que en ello no había progreso, y a mi entender era esto, por el contrario, una decadencia y una cosa contra naturaleza. De la misma suerte, la entrada del género de los alegatos en la literatura fue en Atenas un fatal síntoma, y en Roma el mal era mucho mayor. En la primera de estas, puede decirse que había salido de la exaltación de la retórica el alegato como una necesidad de aquel estado de cosas; pero en Roma, la desviación se produjo por la fantasía del enfermo, y no era más que una importación extraña, absolutamente contraria a las sanas tradiciones nacionales. Sin embargo, el nuevo género fue en breve aceptado, ya fuera que obedeciese a la influencia de su contacto con la arenga política, ya que los romanos, pueblo sin poesía, ergotistas y retóricos por instinto, ofreciesen a la tal semilla un terreno fecundo. ¿No vemos hoy mismo florecer todavía en Italia una especie de literatura de tribunales y de alegatos? A Cicerón se debe el que la elocuencia, despojándose de su ropaje político, obtuviera carta de naturaleza en la república de las letras romanas. Hombre de Estado sin penetración, sin grandes miras y sin objetivo, Cicerón es indistintamente demócrata, aristócrata e instrumento pasivo de la monarquía; no es, en suma, más que un egoísta miope; y cuando se muestra enérgico en la acción, es porque la cuestión ha sido ya resuelta. El proceso de Verres lo sostiene la ley Manilia, y cuando fulmina los rayos de su elocuencia contra Catilina, ya estaba resuelta la marcha de éste; es grande y poderoso contra un falso ataque, y alcanza grandes triunfos contra fortalezas de cartón; pero, bien o mal, ¿qué asunto serio se ha resuelto jamás por su iniciativa? En la conjuración de Catilina no ha hecho otra cosa que dejar hacer. Ya he manifestado en otro lugar que, en literatura, es Cicerón el verdadero creador de la prosa latina moderna; su arte de estilo es su mejor gloria y lo que le ha dado toda su importancia, y sólo como escritor es como tiene segura conciencia de su fuerza. Bajo el punto de vista de la concepción literaria, no le reconozco más importancia que como político; se ensayó en los más diversos trabajos, cantando en innumerables hexámetros las grandes empresas de Mario y todos los hechos realizados por él, queriendo vencer en la elocuencia a Demóstenes, y a Platón en los diálogos filosóficos, y si no le hubiera faltado tiempo, habría vencido también a Tucídides en la historia. Ante todo, estaba poseído de la pasión de escribir, y poco le importaba el asunto con tal de cultivarlo. Teniendo naturaleza de periodista, en el peor sentido de la palabra, y siendo rico en expresiones, según él mismo declara, y en extremo pobre de pensamiento, no había género literario en que con el auxilio de algunos libros, traduciendo o compilando, no improvisase una obra de agradable lectura. Su fiel retrato lo hallamos en sus epístolas, que son generalmente alabadas por su interés y facundia, y yo no tengo inconveniente en asentir a la común opinión en tanto que las dichas epístolas sean consideradas como el diario de la ciudad y de la campiña y el espejo del gran mundo; pero si consideramos al autor abandonado a sí mismo en el destierro en Cilicia, después de la batalla de Farsalia, le veremos frío e insustancial, como un folletinista a quien se sacara de su elemento. Creo, además, de todo punto inútil aducir pruebas de que un tal político y un tal literato no pudo ser sino un hombre superficial y de apocado ánimo con una capa exterior de brillante barniz. ¿Habremos de ocuparnos ahora del orador? Todo gran escritor es de hecho un grande hombre, y en el eminente orador es sobre todo en el que las convicciones y la pasión se desbordan a torrentes claros y sonoros desde las profundidades del corazón; muy otra cosa sucede con la muchedumbre de insustanciales charlatanes, muchos en número y de escasa importancia; en Cicerón no encontramos ni convicción ni pasión; no es más que un abogado, y, me atrevo a decir, un mediano abogado. Expone bien los hechos, los reviste de picantes anécdotas, excitando, si no la emoción, el sentimentalismo de su auditorio, y anima la aridez del asunto jurídico por medio de su ingenio y del giro, con frecuencia personal, de sus agudezas; sus buenos discursos, en fin, son de una fácil y amena lectura, aunque no alcancen, ni con mucho, la libre animación ni la seguridad de las descripciones de las obras maestras del género, de las memorias de Beaumarchais, por ejemplo; pero a los ojos del juez severo, allí no hay más que cualidades de muy dudoso mérito, y cuando se echa de ver en Cicerón la completa ausencia del sentido del hombre de Estado en sus escritos políticos, y de la deducción lógica y jurídica en sus escritos forenses; cuando se contempla sin cesar aquella presunción del abogado que pierde de vista su causa para no pensar más que en sí mismo y, en fin, aquella absoluta carencia de pensamiento, no se puede acabar la lectura sin que se subleve el corazón y el espíritu y, en este punto, lo que me maravilla es la admiración que el abogado suscita. La crítica, libre de toda suerte de prevenciones, bien pronto ha derribado a Cicerón de su pedestal; mas el ciceronianismo es un problema, del cual no se sabría, propiamente hablando, dar la solución: se la encuentra tan sólo cuando se penetra en el gran secreto de la naturaleza humana, teniendo en cuenta la lengua y la influencia de ésta sobre el espíritu. En el momento mismo en que se acerca la muerte del latín como idioma popular, aparece un estilista delicado y hábil que recoge y resume esta noble lengua y la conserva en sus numerosos escritos; y al punto, de este imperfecto vaso, trasciende algo del poderoso perfume de la lengua, algo de la piedad que ella evoca. Antes de Cicerón, no poseía Roma grandes prosistas, puesto que César no había escrito, como Napoleón, sino por accidente. ¿Qué de extraño, pues, que a falta de un prosista, se honre el genio del habla latina en las composiciones del artista de estilo, y que los lectores de Cicerón, a imitación de Cicerón mismo, se pregunten cómo ha escrito, y no qué obras ha producido? La costumbre y las rutinas de escuela acabaron lo que la lengua había comenzado.