PUBLIO ESCIPIÓN
Se refiere que durante mucho tiempo no quiso ningún candidato ocupar este puesto difícil y peligroso[5]. Se presentó por último Publio Escipión. Era éste un oficial de veintisiete años apenas, hijo del general del mismo nombre, muerto poco antes en España. Ya había sido tribuno militar y edil. No puedo creer que habiendo hecho convocar los comicios para una elección de tal importancia, se entregase el Senado en ella al azar; tampoco creo que estuviese en Roma tan extinguido el amor a la gloria y aun a la patria, que no se encontrase ni un solo capitán experimentado que solicitase el mando. Es lo más probable que las miradas del Senado se hubiesen fijado ya en el joven oficial acostumbrado a la guerra y de un talento experimentado que se había portado brillantemente en las sangrientas derrotas del Tesino y de Canas. Como no había recorrido todos los grados de la jerarquía, y no podía legalmente suceder a pretorianos y consulares, se recurrió al pueblo, colocándole así en la necesidad de conferir el grado a este candidato único, a pesar de su falta de aptitud legal, siendo el medio excelente para conciliar los favores de la muchedumbre, a él y a la expedición a España, hasta entonces muy impopular. Si tal fue el cálculo de su improvisada candidatura, salió a medida de sus deseos. A la vista de este hijo que quería ir allende los mares a vengar la muerte de su padre, a quien nueve años antes había salvado la vida sobre el Tesino; a la vista de este joven, bello y varonil, que venía con las mejillas encendidas por la modestia a ofrecerse al peligro, a falta de otro más digno; de este simple tribuno militar, a quien el voto de las centurias elevaba de un salto al mando superior, todos los ciudadanos, así los de la ciudad como los de la campiña, reunidos en los comicios, experimentaron una admiración profunda, inextinguible. ¡Verdaderamente era la de Escipión una naturaleza entusiasta y simpática! No puede contarse entre aquellos hombres raros, de voluntad de hierro, y cuyo brazo poderoso colocó el mundo, por espacio de muchos siglos, en un nuevo molde; tampoco fue de aquellos que poniéndose delante del carro de la fortuna lo detienen durante algunos años, hasta que llega un día en que las ruedas pasan sobre su cuerpo. Obedeciendo al Senado fue como ganó batallas y conquistó países. Sus laureles militares le valieron también en Roma una situación política eminente; sin embargo, quedó muy atrás de César o de Alejandro.
Como general, no hizo por su país más que Marco Marcelo. Como hombre de Estado, sin darse quizá cuenta exacta de su política antipatriótica y completamente personal, hizo tanto mal a su patria como servicios le había prestado en el campo de batalla; y sin embargo, todos se prendan de los encantos de esta amable y heroica figura: mitad convicción y mitad destreza, sereno siempre y seguro de sí mismo en el ardor que le anima, marcha rodeado de una especie de aureola brillante. Bastante inspirado para inflamar los corazones; bastante frío y reflexivo para no adoptar más que el consejo de la razón, para contar siempre con la ley común de las cosas de este mundo; muy lejano de creer sencillamente, con la muchedumbre, en la revelación divina de sus propias concepciones, y demasiado diestro para procurar desengañarla; teniendo además la convicción profunda de que es un grande hombre por la gracia de los dioses; verdadero carácter de profeta, en suma, se mantuvo sobre y fuera del pueblo. Su palabra era segura y sólida como la roca; piensa como rey, y creería rebajarse revistiendo este título vulgar. Al lado de esto, no comprende que la Constitución le alcanza ni más ni menos que a cualquier otro ciudadano; tan convencido de su grandeza, que no conoce el odio ni la envidia, que reconoce cortésmente todos los méritos y perdona y compadece todas las faltas; perfecto oficial y astuto diplomático, sin esa especie de sello profesional exagerado del uno y del otro; uniendo la cultura griega al sentimiento omnipotente de la nacionalidad romana, atento y amable, se ganaba todos los corazones, así los de los soldados como los de las mujeres, los de los romanos como los de los españoles, los de sus enemigos en el Senado y hasta el del héroe cartaginés, más grande que él, con quien tendría un día que luchar. Apenas fue elegido, su nombre corrió de boca en boca, y será la estrella que conduzca a los romanos a la victoria y a la paz.