CÉSAR

Tenía apenas cincuenta y seis años el nuevo señor de Roma, Cayo Julio César (nació el 12 de julio del 652), el primero de los soberanos a quienes rindió vasallaje el antiguo mundo grecorromano, cuando tras la victoria de Thapso, último de sus grandes hechos de armas, puso en sus manos el cetro y los destinos del mundo. ¡Pocos hombres han logrado ver sometida a tan gran prueba su actividad! ¿Pero no fue por ventura Julio César el único genio creador que ha dado Roma, y el último que la Antigüedad ha producido? Descendiente de una de las más antiguas y nobles familias del Lacio, cuya genealogía se remontaba a los héroes de la Ilíada y a los reyes romanos y alcanzaba a Venus Afrodita, diosa común a las dos naciones, había llevado en su infancia y adolescencia la vida propia de los jóvenes nobles de su tiempo. Tipo acabado del hombre a la moda, recitaba y declamaba, era literato y componía versos cuando se hallaba descansando en su cama; era experto en todo linaje de asuntos amorosos, conocía los más nimios detalles del tocador, cuidando con esmero de sus cabellos, de su barba y de su traje y tenía, sobre todo, gran habilidad en el arte misterioso de levantar diarios empréstitos y de no pagar nunca. Pero su naturaleza, de flexible acero, pudo resistir a esta vida disipada y licenciosa, conservando intactos el vigor del cuerpo y el expansivo fuego de su corazón y de su espíritu. En la esgrima, o en montar a caballo, no había ninguno de sus soldados que se le igualase; en cierta ocasión, hallándose delante de Alejandría, salvó su vida nadando sobre las encrespadas olas. Cuando estaba en campaña, hacía casi siempre las marchas durante la noche, con objeto de ganar tiempo, contrastando su increíble rapidez con la majestuosa lentitud de los movimientos de Pompeyo, y a esa misma rapidez, que maravillaba a sus contemporáneos, debió Julio César buena parte de sus victorias. Sus cualidades de alma corrían parejas con las condiciones de su cuerpo; en sus órdenes, siempre seguras y de fácil ejecución, aun cuando fueran dadas lejos del campo de operaciones, se reflejaba su admirable golpe de vista. Su memoria era incomparable; con frecuencia se ocupaba a la vez en muchos asuntos, sin embarazo y sin tropiezo alguno. Sin embargo de ser hombre del gran mundo, hombre de genio y árbitro de los destinos de Roma, tuvo abierto su corazón a tiernos sentimientos. Durante toda su vida rindió un culto de cariño y veneración a su digna madre Aurelia (César, siendo muy joven, había perdido a su padre). Fue en extremo complaciente con sus hermanas, y muy particularmente con su hija Julia, complacencia que no dejó de influir en los asuntos políticos. Con los hombres más inteligentes y de más carácter de su tiempo, fuesen de alta o de humilde condición, había anudado las mejores relaciones de una recíproca amistad, tratando a cada uno según su carácter; y, lejos de caer en la pusilánime indiferencia de Pompeyo para con sus amigos, jamás abandonó a sus partidarios, los cuales, sostenidos por él sin ningún cálculo egoísta, así en la próspera como en la adversa suerte, muchos, entre ellos Aulo Hircio y Cayo Macio, le dieron aun después de su muerte noble testimonio de su adhesión. El único rasgo predominante y característico de esta maravillosa organización, cuyas cualidades estaban perfectamente equilibradas, era el desvío que mostraba hacia todo lo ideológico y fantástico. César era apasionado: sin pasión no hay genio; pero en él la pasión no tuvo una gran fuerza. Había sido joven: el canto, los placeres de Baco y de Venus habían tenido una grande influencia en las facultades de su espíritu; jamás, sin embargo, se entregó por entero a estas pasiones. La literatura fue para él una ocupación seria y duradera; pero así como el Aquiles de Homero había quitado el sueño a Alejandro, César consagró largas veladas al estudio de las desinencias de los sustantivos y de los verbos latinos. Escribía versos, como todas las gentes de su tiempo, mas sus versos eran flojos; en cambio mostraba gran interés por las ciencias astronómicas y naturales. Alejandro, para alejar de sí los cuidados, se entregó a la bebida, y entregado a ella estuvo hasta el fin de sus días; el sobrio romano abandonó esta pasión cuando hubieron pasado los años de su fogosa juventud. Todos aquellos que en su adolescencia han sido afortunados en las lides amorosas conservan siempre un imperecedero recuerdo de aquellos tiempos y como un reflejo de la brillante aureola con que se vieron un día coronados; tal aconteció a César: las aventuras y galanteos fueron achaque suyo aun en la edad madura; en su aire conservaba una cierta fatuidad o, mejor dicho, cierta satisfacción de las ventajas exteriores de su varonil belleza. Cubría cuidadosamente su cabeza, calva muy a pesar suyo, con la corona de laurel, sin la cual no se presentaba jamás en público, y habría dado gustoso la mayor de sus victorias por recobrar la flotante cabellera que en su juventud le adornaba. Aunque se complacía en el trato con las mujeres, siendo ya el verdadero emperador de Roma no las consideró sino como un mero pasatiempo, ni les dejó la más leve sombra de influencia. Se ha hablado mucho de sus amores con Cleopatra; pero es lo cierto que si se entregó a ellos al principio, fue para ocultar el punto débil de la situación del momento. Como hombre positivo y de claro entendimiento, se ve en sus concepciones y en sus actos la fuerte y penetrante influencia de un sobrio pensamiento; su rasgo esencial era el no embriagarse nunca. De aquí que pudiera desplegar toda su energía en el momento oportuno, sin extraviarse en los recuerdos ni en las esperanzas; de aquí su fuerza de acción, reunida y desplegada cuando había de ello verdadera necesidad; de aquí su genio, obrando en las menos ocasiones a favor del interés más pasajero; de aquí esa poderosa facultad de abrazar y dominar todo lo que la inteligencia concibe y todo lo que la voluntad quiere; esa fácil seguridad, así en la disposición de los períodos, como en la de un plan de batalla; esa maravillosa serenidad que no le abandonó nunca, ni en sus buenos ni en sus malos tiempos; de aquí, por último, esa completa independencia que no se dejó jamás arrebatar ni por un favorito, ni por una dama, ni por un amigo. Esta misma perspicacia de su espíritu no le permitía hacerse ilusiones sobre la fuerza del destino y el poder del hombre: a su presencia se había levantado el velo bienhechor que nos oculta la debilidad de nuestro esfuerzo en la tierra. Por sabios que fueran sus planes, aunque hubiese previsto todas las eventualidades de una empresa, comprendía que el éxito de todas las cosas depende en gran manera del azar, y con frecuencia se le vio comprometerse en las más arriesgadas empresas, y exponer su propia persona a los peligros con la más temeraria indiferencia. Es, pues, muy cierto que los hombres de un entendimiento superior se entregan voluntariamente a los azares de la suerte, y no ha de maravillarnos, por lo tanto, que el racionalismo de César llegase a parar en un cierto misticismo.

De tal organización había de salir necesariamente un hombre de Estado, y César lo fue, en toda la acepción de la palabra, desde su juventud. El fin que se propuso fue el más alto que se puede proponer hombre alguno: levantar en el orden político, militar, intelectual y moral a su nación del decaimiento a que había llegado, y levantar asimismo a la nacionalidad helénica, esta hermana estrechamente ligada a su patria, y que se hallaba aún más postrada que ella. Después de treinta años de experiencia, cuyas severas lecciones no podían ser estériles para un hombre como César, modificó sus opiniones sobre el camino que debía seguir y los medios de que se había de valer, proponiéndose el mismo fin en los días de infortunio, cuando no abrigaba ninguna esperanza en el porvenir, que en la época de su omnipotencia; en los días en que, demagogo y conspirador, penetraba en un sombrío laberinto, que en aquellos en que compartiendo con otro el poder soberano o siendo absoluto señor de Roma, trabajaba en su obra a la luz del día y a la faz del mundo. Todas las medidas que él había tomado en diversas ocasiones iban encaminadas a la realización de los vastos planes que se había propuesto. Parece, en verdad, que no pueden citarse hechos aislados llevados a cabo por él, porque ninguno ha realizado. Con justicia se alabará en él al orador de enérgica palabra, que desdeñaba los artificios retóricos y persuadía y arrebataba al auditorio con su vivo y claro ingenio. Con justicia se admirará en él al escritor que se distingue por la inimitable sencillez de su composición, por la singular pureza y belleza del lenguaje. Con justicia los hombres entendidos en el arte de la guerra en todos los siglos han considerado a César como un gran general. Nadie mejor que él, abandonando los procedimientos tradicionales y rutinarios, ha sabido inventar la estrategia que en el momento oportuno conduce a la victoria, a la que desde entonces es la verdadera victoria. ¿No ha inventado para cada fin los buenos medios, dotado de una seguridad que casi parecía adivinación? ¿No estaba siempre, aun después de una derrota, dispuesto a resistir, a combatir de nuevo y, como Guillermo de Orange, a no terminar la campaña sin haber derrotado al enemigo? El secreto principal de la ciencia de la guerra, aquel por donde se distingue el genio del gran capitán del talento vulgar del oficial, el rápido impulso comunicado a las grandes masas, lo ha poseído César, y lo ha utilizado con una perfección admirable; nadie le ha sobrepujado en esta cualidad; él ha sabido encontrar el éxito de las batallas, no en la superioridad de sus fuerzas, sino en la rapidez de sus movimientos; no en los lentos preparativos, sino en la acción rápida y aun temeraria cuando conocía la insuficiencia de sus recursos.

Pero todas estas no eran más que cualidades secundarias: llegó a ser un gran orador, un gran escritor y un insigne general, porque era un eminente hombre de Estado. El carácter militar es en Julio César de muy secundaria importancia; uno de los rasgos que más le distinguen de Alejandro, de Aníbal y de Napoleón es el haber empezado su carrera política en la demagogia, y no en el ejército. Al principio había esperado llegar a la realización de sus proyectos, como Pericles y como Cayo Graco, sin tener necesidad de hacer uso de las armas; habiendo estado dieciocho años a la cabeza del partido popular, no había abandonado nunca los tortuosos senderos de las cábalas políticas, hasta que habiéndose convencido, no sin pena, a la edad de cuarenta años, de la necesidad de apoyarse en los soldados, tomó por fin el mando de un ejército. Y aun después de esto, continuó siendo un hombre de Estado antes que general distinguido; de la misma manera Cromwell, jefe al principio de un partido de oposición, llegó a ser sucesivamente capitán y rey de la de la democracia inglesa, pudiendo decirse, si es que puede haber comparación entre el rudo héroe puritano y el atildado romano, que aquél es entre todos los grandes hombres de Estado el que más se asemeja a César, así por las vicisitudes de su carrera, como por el fin que se proponía.

Hasta en la manera de dirigir la guerra se veía en César al general improvisado. Cuando Napoleón preparaba sus expediciones a Egipto y a Inglaterra, se manifestó en él el gran capitán formado en la escuela del oficial de artillería; en César se descubría el demagogo convertido en general en jefe. ¿Qué táctico de profesión, por razones puramente políticas y no siempre absolutamente imperiosas, habría despreciado, como lo hizo César con frecuencia, y sobre todo cuando desembarcó en Epiro, las prudentes enseñanzas de la ciencia militar? Bajo este punto de vista, más de una de sus empresas podrían ser censuradas; pero lo que perjudique al general, enaltecerá al hombre de Estado. La misión de éste es universal por su naturaleza, y universal era el genio de César. Por múltiples y separadas en el tiempo que fueran sus empresas, todas se dirigían a un gran fin, al cual permaneció siempre fiel sin desviarse de él un punto; en el inmenso movimiento de una actividad que a todas partes se dirigía, jamás sacrificó un detalle por otro. Aunque era un consumado estratega, hizo todo lo posible, obedeciendo a consideraciones políticas, para evitar que estallara la guerra civil, y cuando la consideró inevitable, puso de su parte para que no se ensangrentaran sus laureles. Aunque fundador de una monarquía militar, se opuso con una energía sin ejemplo en la historia, a que se elevara una jerarquía de generales o un régimen de pretorianos; y, en fin, como último y principal servicio a la sociedad civil, prefirió siempre las ciencias y las artes de la paz a la ciencia militar. Bajo su aspecto político, el carácter predominante es una perfecta y poderosa armonía. La armonía es, sin duda, la más difícil de todas las manifestaciones humanas; en la persona de Julio César todas las condiciones se reunían para producirla. Espíritu positivo y amante de la realidad, no se dejó jamás seducir por las imágenes del pasado ni por las supersticiones de la tradición; en los asuntos políticos, no atendía sino a la realidad presente, a la ley motivada en razón; de la misma suerte, en sus estudios gramaticales rechazaba la erudición histórica de la Antigüedad, y no reconocía otra lengua que la usual ni otras reglas que la uniformidad. Había nacido soberano, y ejercía sobre los corazones el mismo imperio que el viento ejerce sobre las nubes, atrayendo hacia sí, de grado o por fuerza, las más desemejantes naturalezas, al simple ciudadano y al rudo oficial, a las nobles damas de Roma y a las bellas princesas de Egipto y de Mauritania, al brillante jefe de caballería y al calculador banquero. Su genio organizador era maravilloso. Ningún hombre de Estado, por lo que respecta a las alianzas, ni capitán alguno respecto de su ejército, tuvo que habérselas con elementos más insociables y desemejantes. César los supo amalgamar cuando hizo la conciliación u organizó sus legiones. Ningún soberano juzgó a sus instrumentos y medios de acción con tan penetrante mirada; nadie como él supo asignar a cada uno su lugar.

Él era el verdadero monarca; jamás quiso jugar al oficio de rey. Habiendo llegado a ser señor absoluto de Roma, guardó todas las apariencias de un jefe de partido: en extremo dócil y complaciente, de trato sencillo y afable, estando por encima de todos, parecía no pretender otra cosa que ser el primero entre sus iguales. Evitaba el defecto en que incurren con tanta frecuencia los caudillos, el de llevar a la política el duro tono del mando militar, y aunque tuviese algún motivo de disgusto por alguna provocación del Senado, no quiso nunca emplear la fuerza bruta o hacer un 18 Brumario. Era el verdadero monarca sin experimentar el vértigo de la tiranía. Quizá fue el único de los «poderosos ante el Señor» que en los asuntos más baladíes obedeció siempre a su deber de gobernante, sin guiarse jamás por sus afecciones y caprichos. Volviendo la vista a su pasado, pudo encontrar en él algunos falsos cálculos; pero no halló errores en que la pasión le hubiera hecho incurrir y de los cuales tuviera que arrepentirse. Nada hay en su carrera que nos recuerde los excesos de la pasión sensual, la muerte de un Clito, el incendio de Persépolis, y aquellas poéticas tragedias que la historia une al nombre de su gran predecesor en Oriente. En fin, de todos los que han alcanzado el poder supremo, es quizá el único que hasta el término de su carrera haya conservado el sentido político de lo que era posible e imposible, y no haya fracasado en esta última prueba, la más difícil de todas para las naturalezas superiores: el reconocimiento del justo y natural límite en el punto culminante de los acontecimientos. Cuando una cosa era posible la realizaba, sin que jamás dejase de cumplir un bien por conseguir otro mayor que estaba fuera de su alcance, y cuando un mal se había cumplido y era irreparable, no dejó nunca de poner los paliativos que lo atenuaran; pero una vez pronunciado el fallo del destino, siempre se sometió a él. Habiendo llegado Alejandro al Hipanis, se batió en retirada, y otro tanto hizo Napoleón en Moscú, ambos contrariados e irritados contra la fortuna, que ponía un límite a la ambición de sus favoritos. Sobre el Rin y sobre el Támesis retrocede César voluntariamente, y cuando sus designios le llevan hasta el Danubio o el Éufrates, no se propone la conquista del mundo, sino que busca una frontera segura y racional para el imperio.

Tal fue este hombre, cuyo retrato parece fácil de hacer, y del cual es en extremo difícil trazar el más ligero rasgo. Su naturaleza toda no es sino claridad y transparencia, y la tradición nos ha conservado de él recuerdos más completos y más vivos que de los otros héroes de los antiguos anales. Se le juzgue a fondo o superficialmente, el juicio será siempre el mismo; ante todo hombre que lo estudie, su figura se presenta con sus mismos caracteres esenciales, y por lo tanto nadie ha sabido todavía reproducirla en su total realidad. El secreto consiste aquí en la perfección del modelo. Humana o históricamente hablando, está colocado César en ese punto en donde vienen a confundirse los grandes caracteres contrarios. Inmenso poder creador e inteligencia infinitamente penetrante, no tiene los inconvenientes de la vejez ni adolece de los defectos de la juventud; todo voluntad y todo acción, su alma está llena del ideal republicano, al mismo tiempo que parece nacido para ser rey. Romano hasta el fondo de su espíritu, y llamado al mismo tiempo a conciliar en el interior y en el exterior las civilizaciones griega y romana, es César el gran hombre, el hombre completo. También le faltan más que a ninguna otra figura importante en la historia esos rasgos que se dicen característicos, que no son en verdad sino las desviaciones del desarrollo natural del ser humano. Si algún detalle nos parece en él individual al primer golpe de vista, desaparece cuando se le considera de cerca, y se pierde en el tipo más vasto de la nación y de su siglo. En sus aventuras de joven imitó a sus contemporáneos y a sus opulentos iguales; su natural, no refractario a la poesía pero enérgicamente lógico, es el natural del ciudadano romano. Como hombre, su verdadera manera de serlo fue sabiendo regular y medir admirablemente sus actos según el tiempo y el lugar. El hombre, en efecto, no es un ser absoluto: vive y se mueve en conformidad con su nación, con la ley de una civilización determinada. Sí, César es completo porque supo, mejor que nadie, colocarse en medio de la corriente de su siglo y porque, mejor que todos, poseyó la actividad real y práctica del ciudadano romano, esa sólida virtud que fue la propiedad de Roma. El helenismo no es en él otra cosa que la idea griega fundida y transformada a la larga en el seno de la nacionalidad itálica. Pero en esto es en lo que consiste la dificultad y, podría decirse, la imposibilidad de retratarlo.

El artista puede ensayar toda suerte de retratos, pero se detiene en presencia de la belleza absoluta; lo mismo acontece al historiador: es más prudente que guarde silencio cuando una vez en mil años se encuentra enfrente de un tipo acabado. La regla se puede expresar sin duda, pero no nos da jamás sino una noción negativa: la de la ausencia de toda falta; nadie sabe traducir este gran secreto de la naturaleza, la alianza íntima de la ley general y de la individualidad en sus creaciones más acabadas. ¡Dichosos aquellos a quienes fuera dado contemplar de lleno la perfección, y reconocerla al resplandor del rayo de brillante luz que cubre las obras inmortales de los grandes hombres! Y, sin embargo, el tiempo ha marcado en ellas sus caracteres indelebles. El romano había observado la misma conducta que su joven y heroico predecesor en Grecia o, mejor dicho, le había excedido; pero en el intervalo transcurrido entre la vida de uno y otro héroe, había envejecido el mundo y oscurecido su cielo. Los trabajos de César no son, como los de Alejandro, una entretenida conquista, avanzando en una extensión sin límites; a él le fue forzoso construir sobre las ruinas y con las ruinas mismas; por vasta que fuera su empresa, era limitada, y tuvo necesidad de aceptarla, sosteniéndose en ella y asegurándola lo mejor que pudo. La musa popular no se ha equivocado en el carácter de estos dos héroes y, prescindiendo del positivo romano, ha adornado al hijo de Filipo de Macedonia con los más bellos colores de la poesía y con el arco iris de las leyendas. En su vida política, después del transcurso de muchas centurias, se ven conducidas incesantemente las naciones a la línea que la mano de César les trazara. Si los pueblos que comparten la posesión de la tierra dan su nombre a sus más altos monarcas, ¿no puede verse en esto una lección tan profunda como humillante?

Suponiendo que Roma pudiera salvarse del abismo de sus incurables miserias y rejuvenecerse alguna vez, era preciso, ante todo, restablecer la tranquilidad en el país y separar aquellos montones de escombros que cubrían el suelo después de las últimas catástrofes. César emprendió esta obra sobre la base de la reconciliación de los antiguos partidos o, más bien (pues no se puede hablar de paz cuando existen antagonismos irreconciliables), hizo de manera que ambos, la nobleza y el partido popular, abandonasen el campo donde habían librado reñidas batallas, para reunirlos a la sombra de una nueva Constitución monárquica; la primera necesidad era ahogar para siempre las discordias del pasado republicano. Mientras que por una parte ordenaba que se volviesen a levantar las estatuas de Sila, que la plebe romana había destruido al tener noticia de la batalla de Farsalia, haciendo ver con esto que sólo la Historia tiene derecho a juzgar al hombre grande, por otra suspendía la ejecución de las leyes de proscripción del dictador, algunas de las cuales estaban todavía en vigor; abría las puertas de la patria a los últimos desterrados de las revoluciones de Cina y Sertorio, y reintegraba a los hijos de los proscritos de Sila en el derecho de ser elegidos para los cargos de la República. De igual manera, restituyó en su silla senatorial o en sus derechos de ciudadanía a los numerosos personajes que, en tiempo de las anteriores crisis, habían sufrido la eliminación del censor o sucumbido bajo el peso de los procesos políticos y, sobre todo, a las muchísimas personas que por acusaciones habían sido víctimas de las leyes de proscripción del año 702. Los que sobornados por el oro fueron asesinos de los proscritos quedaron, como era justo, con la nota de infamia, y Milón, el más desvergonzado de los condottieri del partido senatorial, fue excluido de la general amnistía.

El arreglo de todas estas cuestiones se refería sólo al pasado. Mucho más difícil era la dirección de los partidos, todavía enconados y enfrentados los unos a los otros. Por una parte, tenía César necesidad de los demócratas que le seguían; por otra, estaba la aristocracia arrojada del poder. Menos aún que esta última, los demócratas podían acomodarse a la actitud de César, después de la victoria que habían alcanzado, ni aceptar la orden con que se les intimaba a abandonar las posiciones tomadas. César, en suma, quería lo que había deseado Cayo Graco; pero las miras de los cesarianos en nada se parecían a las de los partidarios de los hijos de Cornelia. Por una progresión siempre creciente, había pasado el partido popular de la reforma a la revolución, de la revolución a la anarquía, y de la anarquía a la guerra contra la propiedad; solemnizaban los recuerdos del régimen del terror, y adornaban con flores y coronas la tumba de Catilina, como antes lo hacían con la de los Gracos. Alistándose bajo las banderas de César, habían esperado de él lo que Catilina no pudo darles; bien pronto se convencieron de que el ilustre romano pretendía otra cosa que ser el ejecutor testamentario del gran conspirador, y que a lo sumo procuraba que se diese a los deudores algunas facilidades y prórrogas para el pago de sus deudas; entonces se hicieron oír amargas recriminaciones, y el partido popular decía: «¿A qué conduce nuestra victoria, si el resultado de ella no ha sido favorable al pueblo?». Esta muchedumbre, pequeños y grandes, que se había prometido saturnales políticas y financieras, volvió después los ojos hacia el partido de Pompeyo. Durante los dos años de la ausencia de César (desde enero del 706 al otoño del 707), se agitaron y fomentaron en Italia una guerra civil dentro de otra guerra civil. El pretor Marco Celio Rufo, de noble alcurnia, mal pagador de sus deudas, hombre de talento por otra parte y de bastante cultura, que había sido hasta entonces uno de los más celosos campeones de César, fogoso y elocuente en el Senado y en el Fórum, se había atrevido un día a presentar al pueblo, sin el consentimiento de su jefe, una ley por la cual se daba a los deudores seis años de prórroga sin interés para el pago de sus deudas; y como se le hiciese oposición, había propuesto que no se admitiesen en juicio las demandas de préstamo y de pago de alquileres corrientes de las casas; por lo cual el Senado cesariano le destituyó de su cargo. Sucedía esto cuando se libraba la batalla de Farsalia; parecía que la suerte favorecía a Pompeyo. Rufo, entonces, hizo alianza con Milón, el antiguo senador y antiguo cabecilla de las facciones, y ambos intentaron la contrarrevolución, consignando entre sus principios el sostenimiento de la forma republicana, la abolición de las deudas y la libertad de los esclavos. Milón había abandonado Massalia, lugar de su destierro, y llamado a las armas en la región de Thurium a los pompeyanos y a los esclavos pastores, mientras que Rufo, armando también a los esclavos, se disponía a tomar a Capua; su proyecto fue descubierto antes de que llegara a ejecución, delatándole los mismos capuanos. Se dirigió Quinto Pedio con una legión al territorio de Thurium, dispersando las partidas que allí merodeaban; y la muerte de los dos cabecillas puso término bien pronto a aquel escandaloso tumulto (706). Otro insensato, Publio Dolabela, tribuno de la plebe, cargado de deudas como Rufo y Milón, pero de menos inteligencia que ellos, se presentó al año siguiente (707) en escena, poniendo sobre el tapete la ley sobre las deudas y sobre los alquileres, con lo cual se encendió por última vez la guerra social. Le hizo frente su colega Lucio Trebelio; de ambos lados chocan partidas armadas y pelean y promueven escándalos en las calles, en ocasión en que Marco Antonio, pretor de Italia, vino con sus soldados a poner término a aquellas contiendas. Bien pronto, habiendo vuelto César de Oriente, sometió a aquella turba de insensatos. A esta necia tentativa de renovar el drama de Catilina prestó tan poca importancia, que consintió que Dolabela permaneciese en Italia, y le perdonó al poco tiempo. Contra estos miserables, para quienes nada significaba la cuestión política, y cuyo objetivo era la guerra a la propiedad, bastaba, como contra las hordas de malhechores, que hubiese un gobierno activo y fuerte; César era demasiado grande, demasiado sabio para preocuparse largo tiempo con los comunistas de Roma, terror y espanto de la gente pusilánime de toda Italia; al no combatirlos, desdeñó el atractivo de una falsa popularidad para su monarquía.

Pero si podía abandonar, y abandonaba sin temor, la moribunda democracia a su próxima y total descomposición, necesitaba apoderarse de la antigua aristocracia, que era infinitamente más poderosa. Aun cuando reuniera contra ella todos los medios coercitivos y de combate, no lograría por eso darle el golpe de gracia, lo cual sólo era obra del tiempo; se preparaba, sin embargo, y se aceleraba el término fatal. Movido, por otra parte, por un sentimiento natural de conveniencia, evitó César las vanas jactancias que irritan a los partidos caídos, y no quiso los honores del triunfo por las victorias alcanzadas contra sus conciudadanos; frecuentemente hablaba de Pompeyo y siempre con estimación, y cuando restauró el Senado, al levantar la estatua de su rival, que el pueblo había derribado, en el mismo sitio que estaba antes, limitó cuanto le fue posible las medidas de rigor político. Ninguna información se hizo con motivo de las múltiples inteligencias que los constitucionales habían tenido poco antes con los cesarianos, que sólo lo eran de nombre. Arrojó al fuego, sin leer una línea, los montones de papeles encontrados en el cuartel general del enemigo en Farsalia y en Thapso, y se evitó él, y evitó al país el odioso espectáculo de los procesos políticos formados contra los personajes sospechosos de traición.

Despidió, en fin, libre e impunemente a los simples soldados pompeyanos, cuyo único delito era el haber seguido en la guerra a sus oficiales romanos o de las provincias; sólo exceptuó a los ciudadanos que se habían alistado en el ejército del rey de Numidia, a los cuales se les confiscaron sus bienes, pena con que se castigaba la traición contra Roma. Aun a los mismos oficiales perdonó incondicionalmente, hasta el fin de la guerra de España en 705; pero habiéndole dado a conocer los acontecimientos que había sido en exceso indulgente, creyó indispensable castigar a los jefes. A partir de esta fecha decidió que cualquiera que después de la capitulación de Ilerda hubiera servido a título de oficial en las filas enemigas o tomado asiento en el anti-Senado había incurrido, si sobrevivía a la guerra, en la pena de la pérdida de su fortuna y de sus derechos civiles, y si había muerto, en la de confiscación de sus bienes en beneficio del Tesoro; y que si uno de los amnistiados era cogido con las armas en la mano, fuese castigada su traición con la pena capital. A pesar de este rigor desplegado en las leyes, apenas tuvieron ejecución, y de los muchos relapsos que había, fueron muy pocos los que sufrieron la última pena. En cuanto a los bienes confiscados a los pompeyanos muertos, fueron pagadas religiosamente las deudas que gravaban sobre las fincas, las dotes de las viudas les fueron entregadas, y César mandó también que se diese a los hijos una parte de la herencia de sus padres. Después de esto, muchos de los condenados al destierro y a la confiscación de bienes obtuvieron gracia del vencedor; otros, los ricos comerciantes de África por ejemplo, que habían tomado asiento obligados y contra su voluntad en el Senado de Utica, se libraron del castigo mediante una multa. A los demás, sin excepción, puede decirse les eran devueltos sus bienes y libertad a poco que implorasen el perdón de César; y más de uno, como el consular Marco Marcelo (cónsul en 703), obtuvo el perdón sin haberlo solicitado. Para terminar, una amnistía general en el año 710 abrió las puertas de Roma a todos los deportados.

A pesar de haber aceptado la amnistía, no se reconcilió con César la oposición republicana. Por doquiera se echaba de ver el descontento contra el nuevo orden de cosas; en todas partes se sentía un profundo odio contra un emperador al cual no podían acostumbrarse. Empero no era ya ocasión de resistir abiertamente. Livianas demostraciones eran, en efecto, las de algunos tribunos hostiles, que aspiraban a la corona del martirio, y que a propósito del título ofrecido al dictador, se enconaban contra aquellos que le habían llamado rey. Pero el republicanismo vivía en los espíritus en estado de decidida oposición con sus ardides y agitaciones secretas. Nadie se movía cuando el emperador se presentaba en público. Abundaban los carteles y pasquines llenos de mordaces y cáusticas sátiras contra la nueva monarquía; si un comediante se permitía una alusión republicana, era saludado con atronadores aplausos. El elogio de Catón era el tema obligado de los autores de folletos, y los escritos de éstos encontraban lectores tanto más benévolos cuanto mayor era la licencia que se permitían. Todavía combatía César, en esta ocasión, a los republicanos con sus propias armas; a los panegíricos del héroe contestaban él y sus confidentes con escritos anticatonianos, viéndose a los escritores de oposición y cesarianos luchar sobre la memoria del ciudadano muerto en Utica, como en otros tiempos griegos y troyanos peleaban sobre el cadáver de Patroclo. Bien se comprende que en este combate, en que el partido republicano estaba juzgado, la victoria había de ser de César. ¿Qué le tocaba hacer sino atemorizar a los literatos?

Los más conocidos y temibles, Nigidio Figulo y Aulo Cecina, obtuvieron más difícilmente que los otros la facultad de regresar a Italia, y aquellos a quienes se toleró que permaneciesen en ella, estuvieron sometidos a una verdadera censura, tanto más cruel cuanto que la medida de la pena era puramente arbitraria. Ya daremos cuenta más ampliamente, y colocándonos en otro punto de vista, del movimiento y del encono de los antiguos partidos políticos contra el Gobierno, bastándonos ahora con decir que en toda la extensión del imperio se levantaban a cada momento pretendientes e insurrecciones republicanas; que los focos de la guerra civil, alimentados unas veces por los pompeyanos y otras por los republicanos, la volvían a encender en diferentes lugares, y que en Roma había una permanente conspiración contra la vida del emperador. Despreciando César las conspiraciones, no quiso jamás rodearse de una guardia adicta a su persona; se contentaba las más de las veces con denunciarlas por un aviso público cuando lograba descubrirlas. Pero por temerario o indiferente que se mostrase en aquellas cosas que a su seguridad personal se referían, no podía disimular los terribles peligros con que muchedumbre de descontentos amenazaban, no tan sólo su propia vida, sino también su obra de reconstitución social. Y si sordo a las advertencias y excitaciones de sus amigos, y no haciendo caso del odio irreconciliable de aquellos a quienes había perdonado, persistía, con la energía de una admirable calma, en perdonar siempre a sus adversarios, cuyo número aumentaba diariamente; esto no era en él, ni la caballeresca magnanimidad de un altivo carácter, ni la complacencia de una naturaleza débil. El hombre político había calculado sabiamente que los partidos vencidos se absorben más pronto en el Estado y son menos peligrosos siguiendo con ellos una política de tolerancia, que si se trata de destruirlos por la proscripción o de alejarlos por los destierros. Para realizar su gran designio, forzoso le era a César el recurrir al partido constitucional, que no sólo contenía a la aristocracia, sino también a todos los elementos liberales y nacionales que habían sobrevivido entre los ciudadanos de Italia. Queriendo rejuvenecer un Estado viejo, tenía necesidad de todos los talentos, de todos los hombres que se distinguieran por su educación, por el nombre de su familia y por la consideración que hubieran alcanzado; y por esto decía que perdonar a sus adversarios es el más bello florón de la victoria. Se deshizo, por consiguiente, de los jefes más caracterizados, mientras que a los hombres de segunda y tercera fila y a todos los jóvenes concedía un absoluto perdón; pero no les permitió que se encerrasen en la reserva de una oposición pasiva, y de grado, o por fuerza les hizo tomar parte en los asuntos del nuevo gobierno, no rehusándoles ni los honores ni las magistraturas.

Como sucedía a Enrique IV y a Guillermo de Orange, las grandes dificultades eran para él las del día siguiente. Tal es la experiencia que se impone a todo revolucionario victorioso; si después de su triunfo no quiere quedar como Cina y Sila, simple jefe de una facción; si, como César, Enrique IV y Guillermo de Orange aspira, abandonando el programa necesariamente exclusivo de una opinión, a fundar su edificio sobre el interés común de la sociedad, al punto todos los partidos, así el suyo como el de los vencidos, se unen contra el nuevo señor que pretende imponerse; y mientras más grande es su propósito y más puras sus intenciones, mayor es la saña con que le combaten. Los constitucionales y los pompeyanos tributaban a César fingido homenaje, y abrigando en su pecho implacable ira, maldecían la monarquía, o, por lo menos, la dinastía nueva. Cuando, humillados y desacreditados, comprendieron los demócratas que el fin de César no era el que ellos se proponían, se declararon en abierta rebelión contra él, y hasta sus mismos partidarios murmuraban al ver que creaba, no una dictadura, sino un gobierno monárquico exactamente igual a todas las otras monarquías, y que su parte de botín iba disminuyendo por la amnistía concedida a los vencidos. La organización cesariana disgustó a todos desde el momento en que fue dada para amigos y adversarios. La persona de César estaba ahora más en peligro que antes de haber alcanzado la victoria; pero lo que perdía él en popularidad, lo ganaba el nuevo régimen que había dado al Estado. Aniquilando a los partidos, dispersando a sus hombres y atrayendo hacia sí a todos los personajes de talento y de ilustre cuna, a los cuales confería los empleos públicos sin tener en cuenta sus antecedentes políticos, utilizaba todas las fuerzas vivas del imperio para su grande obra de reconstitución; todos los ciudadanos, cualquiera que fuese su color político, eran obligados a prestarle ayuda, conduciendo él la nación por una suave pendiente, hasta colocarla en la situación que había preparado. Él sabía muy bien que a la sazón no se había verificado sino superficialmente la fusión deseada; que los antiguos partidos estaban unidos, mucho menos por su adhesión al nuevo orden de cosas que por sus odios; sabía también que una vez unidos, siquiera sea superficialmente, los antagonismos se debilitan, y que un gran político no hace en este punto otra cosa que adelantarse al tiempo. Sólo éste puede extinguir estos rencores a medida que desaparece la generación que los ha alimentado. Jamás intentó César buscar a los hombres que le odiaban o meditaban asesinarle. Era el verdadero hombre de Estado que se consagra al servicio de un pueblo, sin pretender ninguna recompensa, ni siquiera la de la estimación pública; renunciaba a las alabanzas que pudieran tributarle sus contemporáneos, con tal de alcanzar el veredicto de la Historia, y sólo quería ser el salvador y regenerador de la nación romana.

Vamos ahora a dar detallada cuenta de este cambio de la antigua sociedad romana a un nuevo estado y constitución, y consignemos ante todo que César venía, no a comenzar, sino a consumar la revolución. El plan de la nueva ciudad, concebido por Cayo Graco, había sido continuado con más o menos fortuna por sus partidarios y sucesores, que no se desviaron jamás un punto de la obra del ilustre tribuno.

Nacido para ser jefe de un partido popular, y siéndolo también por derecho de herencia, había mantenido César muy alta su bandera durante treinta años, sin cambiar y sin ocultar jamás sus colores y, después de ser rey, continuó siendo demócrata. Al tomar posesión de la herencia de su partido, la aceptó toda entera, a excepción, entiéndase bien, de los salvajes arrebatos de los Catilinas y de los Clodios; abrigó un profundo odio a la causa de la aristocracia, a todos los verdaderos aristócratas, y conservó inmutable la divisa y el pensamiento de la democracia romana, cuyos principios fundamentales eran mejorar la suerte de los deudores, colonización transmarítima, nivelación insensible de las condiciones jurídicas de todas las clases en el Estado, y poder ejecutivo independiente de la supremacía del Senado.

Fundada sobre estas bases, la monarquía de César, lejos de ser contraria a los principios democráticos, es, sin duda, no tengo inconveniente en repetirlo, la perfección y el término de la democracia, y no tiene nada de común con el despotismo oriental ejercido en nombre del derecho divino; es la misma monarquía que Cayo Graco quiso fundar, la misma que fundaron Pericles y Cromwell; es, por decirlo así, la nación representada por su más alto y más absoluto mandatario. En esto no fue una novedad el primer pensamiento de la obra de César, pero sí lo fue la realización de este mismo pensamiento, que es lo esencial en definitiva; lo fue también la grandeza de la ejecución, grandeza que habría sorprendido al admirable obrero si hubiera sido testigo de su obra; grandeza ante la cual se inclinan todos los que la han contemplado en su radiante esplendor o en el espejo de los anales del mundo, cualesquiera que hayan sido la época y la escuela política a que pertenecieran. En presencia de las maravillas de la naturaleza y de la historia, una emoción profunda embarga a todos los hombres, a cada uno según la medida de su inteligencia, y más profunda es cada día la causada por la contemplación de este grande espectáculo, que será admirado mientras nos dé de él la historia un testimonio evidente.

Esta es la ocasión de que reivindiquemos con energía el privilegio que el historiador se abroga débilmente; hora es esta de protestar contra ese método, en uso entre escritores ligeros y pérfidos, que se sirven de la alabanza y del vituperio como de una frase de estilo usual y común, y que en el caso presente, fuera de situaciones determinadas, se va volviendo contra César la sentencia pronunciada contra lo que se llama cesarismo. Cierto que la historia de los siglos pasados es la lección de los tiempos presentes; pero conviene precaverse contra los errores comunes. Al registrar los anales antiguos, ¿se puede, por ventura, encontrar en ellos los acontecimientos actuales? ¿Puede acaso el médico político recoger allí síntomas y específicos para su diagnóstico y su terapéutica del siglo presente? ¡No! La historia no es instructiva sino en un sentido. Estudiando las civilizaciones de otras épocas, analiza las condiciones orgánicas de la civilización misma, muestra las fuerzas fundamentales semejantes en todas partes y su conjunto siempre diverso, y lejos de preconizar la imitación vacía de pensamiento, nos conduce e incita a obras nuevas e independientes. En este sentido, la historia de César y del cesarismo romano, por la grandeza no superada del genio organizador y por la necesidad misma de la obra, ha venido a ser una crítica de la aristocracia moderna, la crítica más amarga que puede escribir jamás historiador alguno. En virtud de esta misma ley de la naturaleza, que hace que el organismo más débil sea inconmensurablemente superior a la más artística máquina, la Constitución política más imperfecta, desde el punto en que deja un poco de juego a la libre decisión de la mayoría de los ciudadanos, se hace también infinitamente superior al más humano y original absolutismo. La Constitución es susceptible de progreso y, por consiguiente, vive; el absolutismo es lo que es; si progresa, muere. Esta ley natural se ha manifestado también en la monarquía absoluta de Roma: mientras estuvo bajo el primer impulso del genio que la había creado, y fuera de todo estrecho contacto con las naciones extranjeras, el nuevo régimen subsistió allí, más que en ningún otro Estado, en toda su pureza y en su primera autonomía. Pero como Gibbon ha demostrado hace tiempo, muerto César, el organismo del imperio no se mantuvo unido sino por la fuerza, y su engrandecimiento era puramente mecánico (permítaseme la frase), mientras que por dentro todo se descomponía y perecía. Y si al principio del régimen autocrático, y en el pensamiento del dictador, sobre todo, podía formarse la ilusión y alimentarse la esperanza de que se armonizara el libre desenvolvimiento del pueblo con el poder absoluto, aun bajo el gobierno de los mejores emperadores de la casa Julia, no se pudo probar, sino muy tarde y difícilmente, si era posible, y hasta qué punto, juntar en un mismo vaso agua y fuego.

La obra de César era necesaria y saludable, no porque ella fuera bastante a desarrollar el bienestar nacional, sino porque en el seno del sistema antiguo, basado sobre la esclavitud, totalmente incompatible con el principio de una representación constitucional republicana, en el seno de una ciudad que tenía sus leyes, con las cuales se había escudado durante quinientos años, y que había caído en el vicio de un absolutismo oligárquico, la monarquía militar absoluta había llegado a ser la solución indispensable y lógica, y el menor de los males que podían sobrevenir. Llegará un día en que la aristocracia esclavista de Virginia y de la Carolina avance en este camino, tanto como el patriciado romano de los tiempos de Sila, y entonces surgirá allí el cesarismo, una vez más legitimado por la Historia.

Inaugurándolo en otra parte y en opuestas condiciones sociales, no resultaría sino parodia y usurpación. ¿Rehusará, por ventura, la Historia tributar al verdadero César el honor que le es debido, porque su fallo, en vista de los falsos Césares, pudiera inducir a error a los ignorantes y proporcionar a los malvados una ocasión de falsedad y engaño? La Historia es como la Biblia, que no puede admitir sino para los insensatos contrasentidos y citas ridículas, y sufre, por otra parte, las interpretaciones que le dan, dejando en su punto lo bueno y lo verdadero.

Tales fueron las bases puestas por César a su monarquía mediterránea. Por segunda vez había venido a parar en Roma la cuestión social a una crisis en que, dada la situación, los antagonismos parecían, y eran en efecto, irreconciliables, y en donde hasta en su expresión y su lenguaje, toda conciliación era y parecía imposible. En tiempos anteriores, la República había debido su salvación a la absorción de Italia en Roma y de Roma en Italia; y en la nueva patria ensanchada y transformada, si los elementos hostiles sobrevivían aún, habían sido al menos rechazados. En esta época era Roma de la misma suerte salvada por la absorción consumada o preparada de las provincias del Mediterráneo; y la guerra social, que en la península itálica no podía terminar sino con el aniquilamiento de la nación, no tenía ya objeto ni campo de batalla en la nueva Italia, extendida sobre un triple continente. Las colonias latinas habían colmado al abismo que amenazaba sepultar a la sociedad romana en el siglo V, y las colonias transalpinas y transmarítimas fundadas por Graco en el siglo VII la libran del precipicio más profundo a la sazón. Sólo para Roma ha hecho la Historia un milagro, que después ha repetido en beneficio de la misma Roma, porque al rejuvenecer dos veces al Estado, la ha librado también dos veces de una crisis interior, en el momento mismo en que el mal llegaba a ser incurable. Hay sin duda mucho de corrupción en este rejuvenecimiento; de la misma manera que la unidad de Italia se consumó sobre las ruinas de las nacionalidades etrusca y samnita, la monarquía mediterránea se levanta a su vez sobre las ruinas de razas y de Estados innumerables que un día tuvieron vida propia y fueron poderosos. ¿No han salido también de la corrupción Estados jóvenes y vigorosos que están hoy en vías de florecimiento? Los pueblos que sucumbieron y sobre los cuales se asentaba el nuevo edificio no eran sino de un orden secundario, y estaban destinados a desaparecer y nivelarse en el seno de la civilización. Cuando César destruye, no hace más que ejecutar la sentencia de la Historia, que decreta el progreso, y dondequiera que ha encontrado gérmenes de civilización, en su propio país o en el país hermano de los helenos, les ha prestado su protección decidida. Preservó y reservó a la sociedad romana, y no solamente perdonó a la sociedad griega, sino que se dedicó a regenerarla, llevando a esta obra las mismas miras y la misma seguridad de genio que a la reconstitución de Roma, reanudando, en fin, el interrumpido trabajo de Alejandro, cuya imagen tenía siempre presente a los ojos del alma. No sólo realizó estas dos obras, una al lado de otra, sino la una por la otra; los dos factores esenciales de la humanidad, el progreso general y el progreso individual, Estado y civilización, unidos en germen en los primitivos greco-italianos, aquel pueblo pastor que vivió al principio lejos de las costas y de las islas del Mediterráneo; estos grandes factores, repito, se habían separado un día cuando el tronco matriz se dividió en las ramas de itálicos y helenos, y había continuado esta separación en el transcurso de muchos siglos. Pero he aquí que se presenta el nieto del príncipe troyano y de la hija del rey latino, y de un Estado sin cultura propia y de una civilización cosmopolita sabrá sacar un todo nuevo, en donde Estado y cultura reaparecerán y se unirán todavía en el desarrollo de la vida humana, en la madurez fecunda de una dichosa edad, y llenarán cumplidamente el inmenso cuadro proporcionado a un tal desenvolvimiento.

Se presentan allí, ante nuestros ojos, tales como César las ha trazado para su edificio, las líneas sobre las que él mismo ha edificado y sobre las que, siguiendo atentamente y durante siglos las miras de este grande hombre, procurará la posteridad edificar a su vez, si no con el mismo genio y energía, al menos con la devoción y las intenciones del maestro. Aunque se ha preparado mucho, se ha terminado muy poco; pero ¿era completo el plan? Para contestar a esta pregunta se necesitaría la audacia de un pensamiento rival porque, en efecto, ¿dónde encontrar, en lo que tenemos a la vista, una falta de alguna importancia? Cada piedra colocada es bastante elocuente para inmortalizar el nombre del obrero, y las fundaciones presentan un conjunto lleno de armonía. César no ha reinado más que cinco años; la mitad menos que el grande Alejandro; de ese tiempo, no ha residido en la capital sino quince meses, durante los intervalos de sus siete grandes campañas, y en ese corto plazo ha sabido organizar los destinos presentes y futuros del mundo, poniendo aquí las fronteras entre la civilización y la barbarie, ordenando allí la supresión de los canalones que vertían las aguas a las calles de la ciudad, y teniendo bastante tiempo y libertad de espíritu para seguir los concursos poéticos del teatro, y para poner por sí mismo la corona al vencedor, cumplimentándole con una improvisación en verso. La rapidez y la seguridad de la ejecución dan testimonio de un plan largamente meditado, completo y ordenado en todos sus detalles, por cuyo motivo no nos admira el plan menos que la ejecución. Echados los cimientos, confió el nuevo Estado al porvenir, que sólo y sin limitación alguna podía concluir la obra comenzada. En este sentido, César tenía razón al decir que él había realizado su fin, y quizá fuera aquel su pensamiento cuando muchas veces salieron de sus labios estas palabras: Bastante he vivido. Pero como el edificio no estaba terminado, mientras vivió el arquitecto, no cesó de poner en él piedra sobre piedra, siempre igual en la flexibilidad y en el esfuerzo, no precipitando los acontecimientos, pero no aplazando tampoco cosa alguna, como si para él no tuviera el hoy un mañana. César ha trabajado y ha edificado más que ningún mortal de los que le han precedido o sucedido: hombre de acción y creador a la vez, vive después de dos mil años en la memoria de los pueblos y es el primero y el único Cesar Imperator.