CRASO

Tampoco puede clasificarse a Craso entre los puros partidarios de la oligarquía. También es esta una de las más características figuras de aquel siglo. Pertenecía, como Pompeyo, a quien llevaba algunos años, a la sociedad de la alta aristocracia romana; había recibido la educación habitual de su casta, y había combatido, como aquél, a las órdenes de Sila en la guerra de Italia. En cuanto a dones de entendimiento, a cultura literaria y a talentos militares, quedaba mucho más atrás que sus iguales, pero los superaba por su actividad infatigable, por su tenaz deseo de poseerlo todo y de señalarse en todas las cosas. Se entregó por completo a las especulaciones. La adquisición de tierras por compraventa durante la revolución, fue la base de su enorme fortuna, sin despreciar los demás medios de enriquecerse: levantando en la capital grandiosas construcciones; interesándose, mediante sus emancipados, en las sociedades y en las compañías comerciales; teniendo banca en Roma y en las provincias, con o sin el concurso de su gente; prestando dinero a sus colegas senatoriales, y emprendiendo por su cuenta y con oportunidad las obras públicas o comprando los tribunales de justicia. Con tal de ganar, abandonaba todos los escrúpulos. En tiempo de las proscripciones de Sila, fue un día convencido de haber falsificado las terribles listas, y desde esta fecha no quiso el dictador emplearle en los asuntos de Estado. Por más que resultase falso un testamento en que él había sido nombrado heredero, no por eso dejaba de serlo; y cerraba los ojos cuando su administrador expulsaba a los dueños de las tierras colindantes por vía de hecho o de usurpación tácita. Atento, por otra parte, a no entrar en lucha abierta con el juez, sabía vivir con sencillez, como verdadero hombre de dinero. De este modo es como se vio que en pocos años, no poseyendo en un principio nada más que un patrimonio senatorial ordinario, acumuló inmensos tesoros; poco antes de su muerte, a pesar de los gastos imprevistos e inauditos que había hecho, se evaluaba su fortuna en 170 millones de sestercios. Se había convertido en el particular más opulento de Roma, y se le consideraba como una potencia política. Si era verdad, según él decía, que sólo podía llamarse rico aquel cuyas rentas eran suficientes para mantener un ejército en pie guerra, es necesario convenir en que, en aquellos momentos, no era este hombre un simple ciudadano. En efecto, Craso aspiraba a algo más que a ser dueño de la caja mejor provista de Roma. Nada escatimaba para extender sus relaciones; sabía llamar y saludar por su nombre a todos los ciudadanos de Roma; nunca se negó a defender en justicia al que invocaba su auxilio. ¿Qué importa que la naturaleza le hubiese negado cualidades de orador, y que su palabra fuese árida, su estilo monótono y duro su oído? Tenaz en sus opiniones, no arredrándole nada y poco aficionado a los placeres, superaba todos los obstáculos. No dejándose sorprender y no improvisando nunca, era consultado a todas horas, y siempre estaba dispuesto; pocas causas le parecían malas, poniendo en juego para obtener buen éxito, tanto los recursos de la abogacía como la influencia de sus relaciones, y en caso necesario, hasta comprando a los jueces con dinero. La mitad de los senadores le tenían por acreedor, y disponía de una masa de hombres notables que se hallaban bajo su dependencia, teniendo por costumbre prestar sin interés «a sus amigos», pero siendo estos préstamos reembolsables a su voluntad. Hombre de negocios ante todo, prestaba sin distinción de partidos, ponía mano en todos los campos y daba de buen grado crédito a todo el que podía pagarle o serle útil en algo. En cuanto a los agitadores, aun los más atrevidos, aquellos cuyos ataques a nadie perdonaban, se guardaban mucho de venir a las manos con Craso; se le comparaba al toro a quien siempre es peligroso irritar. No hay que decir que un hombre colocado en esta posición no aspiraba a un fin modesto; de más talento que Pompeyo, sabía exactamente, como sabe todo buen banquero, cuál era el fin de sus especulaciones políticas y qué elementos podía poner en juego. Desde que Roma fue Roma, desempeñaron siempre los capitales el papel de un poder en el Estado; pero en la actualidad, se alcanzaba todo con el oro lo mismo que con el acero.

Durante la revolución había podido la aristocracia del dinero pensar en destruir la oligarquía de las antiguas familias; también Craso podía aspirar ahora a algo más que a ser precedido por las haces del lictor o adornarse con el manto bordado del triunfador silano. Al principio marchó con el Senado; pero era demasiado buen banquero para entregarse a un solo partido y seguir otro camino que el de su interés personal. Mas ¿por qué este hombre, el más rico, el más intrigante de los romanos, que no era además avaro y sabía aventurar mucho, por qué, repito, no aspiró a una corona? Tal vez porque reducido a sus propias fuerzas, no le sería dado conseguir su fin; pero puesto que había acometido muchas veces grandes empresas y formado vastas asociaciones, ¿no podía echar mano para ésta a uno de sus adictos que le fuese útil? Entonces fue cuando se vio a Craso, mediano orador y capitán, político activo pero sin energía, codicioso pero sin ambición, que no se recomendaba por nada sino por su colosal fortuna y su habilidad comercial, extender por todas partes sus inteligencias, acaparar la omnipotente influencia de las camarillas y de los intrigantes, estimarse el igual de los más grandes generales y de los más grandes hombres de Estado de su siglo, y disputarles la más alta palma a que puede aspirar el ambicioso.