ESCIPIÓN EMILIANO

En el siglo VII de la historia de Roma, a dondequiera que los ojos se dirijan, no se ven más que abusos y decadencia. ¿Podía dejar de ver todo hombre prudente y sabio la urgencia del peligro y la necesidad de remediarlo? Roma contaba con un gran número de hombres de esta clase; pero si entre ellos había alguno que pareciese llamado a poner mano sobre las reformas políticas y sociales, era seguramente el hijo predilecto de Paulo Emilio, el nieto adoptivo del gran Escipión, Publio Cornelio Escipión Emiliano Africano, aquel que llevaba su glorioso apellido por derecho de herencia y de conquista. Moderado y prudente como su padre, tenía una constitución física verdaderamente de hierro; tenía también ese espíritu decidido que no vacila ante la necesidad inmediata de las circunstancias. En su juventud había evitado los trillados senderos de los charlatanes políticos, no apareciendo en las antesalas de los senadores notables, ni en los Pretorios, en donde resonaban las vanas declamaciones de los enderezadores de entuertos. Tenía una pasión decidida por la caza; a los dieciséis años, después de haber hecho ya la campaña contra Perseo siguiendo a su padre, se le había visto solicitar por toda recompensa de sus brillantes acciones el derecho de recorrer libremente los sitios reservados y los sotos reales, intactos hacía cuatro años. Constituían, sobre todo, sus placeres y goces principales los conocimientos científicos y literarios. Gracias a los cuidados paternales, había penetrado en el verdadero santuario de la Grecia civilizada, superando el trivial helenismo y el falso gusto con su refinada cultura. Dotado de un juicio recto y firme, sabía separar el trigo de la cizaña; y la nobleza completamente romana de su marcha imponía a las cortes de Oriente y a los burlones ciudadanos de Alejandría. En la fina ironía y en la pureza clásica de su lenguaje, se reconocía el aticismo de su cultura helénica. Sin ser escritor de profesión, dio a luz, como Catón, sus arengas políticas; y como las cartas de su hermana adoptiva, la madre de los Gracos, fueron consideradas estas arengas por los críticos de los tiempos posteriores como obras maestras y modelos de buena prosa. Se reunían en su casa los mejores literatos griegos y romanos; y sus preferencias, frecuentemente plebeyas, le suscitaron muchas envidias y sospechas por parte de sus colegas del Senado, que no tenían más ilustración que su ilustre nacimiento. Honrado y de leal carácter, todos, amigos y enemigos, confiaban en su palabra; no era aficionado a la especulación ni al lujo; vivía con sencillez, y en los asuntos de dinero obraba con lealtad y gran desinterés. Su liberalidad y su tolerancia admiraban a sus contemporáneos, que sólo miraban las cosas bajo el punto de vista del negocio. Fue un bravo soldado y un buen capitán; en la guerra de África obtuvo la corona que Roma otorgaba a aquellos ciudadanos que habían salvado al ejército con gran peligro de su vida. Llegado a general, puso glorioso término a la guerra que había visto comenzar siendo él un simple oficial. Sin embargo, como no tuvo jamás que desempeñar misiones muy difíciles, no pudo dar la completa medida de su talento militar. Escipión Emiliano no fue un genio. Amaba preferentemente a Jenofonte, soldado frío y tranquilo, y como él, también escritor sobrio. Hombre justo y recio si los hubo, parecía más llamado que nadie a asegurar el ya vacilante edificio del Estado y a preparar la reforma de la organización social. Acudió siempre donde pudo, y con buena voluntad, destruyendo e impidiendo los abusos, mejoró notablemente la justicia. Su influencia y su apoyo no faltaron a Lucio Casio, ciudadano activo y animado también de los austeros sentimientos del honor antiguo. A pesar de la violenta resistencia de los grandes, hicieron que se aprobase la ley que introducía el voto secreto en los tribunales populares, que eran aún el órgano más importante de la jurisdicción criminal. Siendo joven, no había querido tomar parte en las acusaciones públicas. Siendo ya hombre, hizo comparecer ante los tribunales a los grandes culpables pertenecientes a la aristocracia. Lo mismo delante de Cartago que de Numancia, le encontramos siempre como hombre moral y prudente, arrojando de su campamento a los malos sacerdotes y a las mujeres, e introduciendo en la soldadesca la ley férrea de la antigua disciplina. Siendo censor en el año 612, purgó despiadadamente las listas de la elegante multitud de viciosos «de barba acicalada»; emplea palabras severas con el pueblo, y le exhorta a la fidelidad y a la integridad de costumbres de los antiguos tiempos. De más sabía, como todos, que esforzar la justicia y dar algún que otro remedio aislado no era curar el mal que corroía la sociedad. Y, sin embargo, no intentó nada decisivo. Cayo Lelio (cónsul en el año 614), su amigo más antiguo, su maestro y su confidente político, concibió un día la idea de presentar una moción para que se quitasen a los detentadores que los poseían todos los terrenos comunales de Italia no enajenados por el Estado; distribuyéndolos a cierto número de colonos, se hubiera detenido seguramente la creciente decadencia de las clases rurales. Pero se vio obligado a abandonar su proyecto ante la gran tormenta que comenzaba a levantarse, y su inacción le valió el sobrenombre de Prudente (Sapiens). Escipión pensaba lo mismo que Lelio. Tenía plena conciencia del peligro; si no se trataba más que de pagar con su persona, marchaba derecho y con bravura legal a donde veía el abuso, cualquiera que fuese el ciudadano que tuviera por delante; pero convencido, por otra parte, de que para salvar a la patria se necesitaba una revolución semejante a la que había producido la reforma de los siglos IVV, concluía, con razón o sin ella, que el remedio era peor que la enfermedad. Se colocó, pues, con su pequeño círculo de amigos, entre los aristócratas, que no le perdonaron nunca el apoyo que prestara a la ley Casia, y los demócratas, que le tenían por moderado, y a quienes él no quería seguir; aislado durante su vida, fue ensalzado por ambos partidos después de su muerte: hoy campeón y defensor de los conservadores, y precursor mañana de los reformistas. Antes de él, al dimitir los censores de su cargo, no habían hecho más que pedir a los dioses el aumento del poder y de la grandeza de Roma; al salir Escipión de la censura les pidió que velasen por la salvación de la República. Invocación dolorosa que nos revela el secreto de su pensamiento.