SERTORIO
La agitación de los emigrados demócratas en España se había anticipado a la revolución del partido en Roma[8]. Quinto Sertorio era el alma de dicha agitación. Este hombre notable, oriundo de Nursia, en la Sabina, tenía un corazón franco y buenos sentimientos, hasta rayar casi en la debilidad. ¿Quién no ha oído hablar de su amor entusiasta a su madre Rhea? Al mismo tiempo, le había valido su valor caballeresco gloriosas cicatrices de heridas recibidas en las guerras címbricas, españolas e italianas. Orador sin tradición de escuela, encantaba a los abogados más listos por la facilidad, fluidez y naturalidad de su palabra, y por el seguro efecto de sus medios oratorios. En la guerra de la revolución, tan miserable y absurdamente conducida por los demócratas, había hallado ocasión de formar con ellos un brillante y honroso contraste, lo mismo como capitán que como hombre de Estado; por confesión de todos, era el único oficial del partido que supo preparar y dirigir la guerra; fue también el único hombre político que se opuso con una sabia energía a los excesos y a los furores demagógicos. Sus soldados de España le saludaban con el nombre de «nuevo Aníbal», no solamente porque había perdido un ojo en los combates, sino también porque había revivido, en efecto, el método ingenioso a la vez que atrevido del gran capitán cartaginés, su maravillosa destreza en contrarrestar la guerra con la guerra, su talento para atraer a sus intereses a los pueblos extranjeros y hacerlos servir a su fin, su sangre fría lo mismo en las buenas que en las malas circunstancias, la rapidez de su inventiva para sacar partido de sus victorias o evitar las malas consecuencias de sus derrotas. Es dudoso que haya habido jamás hombre de Estado romano, en los siglos antiguos ni contemporáneos, que haya igualado los universales méritos de Sertorio. Obligado por los generales de Sila a refugiarse en España, llevó primero una vida de aventurero, errante en las costas de la Península y en las africanas, ya aliado, ya enemigo de los piratas cilicios establecidos también en estas regiones, o de los jefes de las tribus nómadas de Libia. Victoriosa la restauración, había llegado persiguiéndole hasta allí; un día que tenía sitiada a Tingis (Tánger), vino un destacamento del ejército de África dirigido por Paccieco, en auxilio del príncipe local. Sertorio lo batió completamente y tomó a Tánger. Al ruido de estas hazañas los lusitanos que, a pesar de su pretendida sumisión al dominio de la República, continuaban defendiendo su independencia, y libraban todos los años sangrientos combates con los procónsules de la España ulterior, los lusitanos, repito, enviaron a África una embajada al romano fugitivo, invitándole a que viniese a su país, prometiéndole el mando en jefe de sus milicias. Sertorio había servido veinte años antes en España, bajo Tito Didio, conocía los recursos del país, y se decidió a aceptar las ofertas de los lusitanos. Dejando un pequeño destacamento en las costas de Mauritania, se hizo a la vela por el año 674; pero el estrecho que separa a España de África estaba ocupado por Cotta con una escuadra romana, y era imposible atravesarlo sin ser visto. Se abrió paso por la fuerza, y arribó felizmente a las costas de Lusitania. Sólo veinte ciudades se pusieron a sus órdenes, no pudiendo reunir tampoco más de 2600 romanos, tránsfugas en su mayoría del ejército de Paccieco, o africanos armados a la romana. Con su gran golpe de vista, comprendió que era necesario dar por punto de apoyo a las dispersas bandas de sus guerrillas un núcleo sólido de soldados disciplinados y bien organizados; al efecto, reforzó el pequeño cuerpo que había llegado de África con una leva de 4000 infantes y 700 caballos, y marchó adelante con esta legión única y con las bandas de voluntarios españoles. La España ulterior obedecía a Lucio Fufidio, oficial subalterno, elevado a propretor a causa de su incondicional sumisión a Sila, adhesión experimentada hasta en las proscripciones, y fue completamente derrotado sobre el Betis, quedando 2000 romanos en el campo de batalla. Se enviaron precipitadamente mensajeros a Marco Domicio Calvino, gobernador de la provincia del Ebro; era necesario a toda costa detener los progresos de Sertorio. Apareció también inmediatamente en el teatro de la guerra Quinto Mételo, general experimentado, a quien Sila enviaba a la España del sur para suplir la insuficiencia del propretor. Pero no era ya posible dominar la insurrección. En la parte del Ebro, un oficial de Sertorio, Lucio Hirtuleyo, su cuestor, destruyó el ejército de Calvino y mató a éste; al poco tiempo fue también derrotado por este bravo jefe el procónsul de la Galia transalpina, Lucio Manlio, que había atravesado los Pirineos para venir en socorro de su colega, y él mismo escapó a duras penas, refugiándose en Ilerda (Lérida) con algunos hombres, y se volvió a su provincia. En el camino se arrojaron sobre él los pueblos aquitanos y le arrebataron todos sus bagajes. En la España ulterior había penetrado Metelo entretanto en el país de los lusitanos; pero al poco tiempo, mientras éste tenía sitiada a Longobriga (no lejos de la desembocadura del Tajo), atrajo Sertorio a una emboscada a toda una división romana y a Aquino su jefe, obligando a Metelo a levantar el sitio y a evacuar el territorio enemigo. Le siguió Sertorio y batió el cuerpo de ejército mandado por Torio sobre el Anas (Guadiana), y en esta guerra de escaramuzas hizo sufrir enormes pérdidas al general en jefe. Éste, que era un táctico metódico y algo pesado, se desesperaba por completo. Se las había con un enemigo que rehusaba un combate decisivo, le cortaba los víveres y las comunicaciones, y le atacaba a todas horas y en todas partes por sus flancos.
Tantos y tan increíbles triunfos obtenidos a la vez en ambas Españas eran tanto más notables cuanto que no eran puramente militares, y que no se habían conseguido sólo con las armas. Los emigrados no eran temibles por sí solos, y en cuanto a los lusitanos, no podía darse mucha importancia a sus triunfos, conseguidos, sobre todo, a las órdenes de un general extranjero. Mas con la seguridad de su tacto de hombre político o de patriota, en vez de hacerse Sertorio el condottiero de los lusitanos, se condujo en todas partes y en cuanto estaba en su mano como un general y un delegado romano en España; en tal sentido había venido veinte años antes, mandado por el Gobierno de entonces. Con los jefes de los emigrados compuso un Senado, que contaba hasta trescientos miembros, dirigía los negocios con arreglo a las formas establecidas en Roma, y nombraba a los magistrados. En su ejército no veía más que un ejército romano, y a los romanos correspondían todos los grados. Respecto a los españoles, los consideraba también como el procónsul de Roma, que les exigía, en virtud de su cargo, hombres y subsidios; pero en lugar de administrar despóticamente según costumbre, hacía todo lo posible por unir los provinciales a Roma y a su propia persona. Su genio caballeresco le facilitó medios de familiarizarse con las costumbres españolas e inflamó la nobleza del país con un vivo entusiasmo hacia este admirable capitán, a quien ellos seguían espontáneamente. Habiendo aquí, lo mismo que entre los celtas y entre los germanos, la costumbre de que el príncipe tuviese sus fieles, se vio a los más ilustres españoles jurar por millares que seguirían hasta la muerte a su general romano, y Sertorio tuvo en ellos compañeros de armas mucho más seguros que sus compatriotas y que sus mismos partidarios; lejos de despreciar las supersticiones de los rudos pueblos del país, sacó de ellas un excelente partido. Diana era, según él, quien le enviaba sus planes completamente formados, sirviéndole de mensajera una cierva blanca. Gobernaba, en suma, con dulzura y con justicia. Hasta donde alcanzaba su ojo y su brazo, estaban sometidas sus tropas a la más severa disciplina; no castigando, en general, sino con leves penas, era inexorable con el soldado que cometía una fechoría en país amigo. Quería formalmente un mejoramiento duradero de la suerte de los provinciales, rebajando los tributos, obligando a sus tropas a construirse chozas o barracas para el invierno, librando de este modo a las ciudades de la pesada carga de los alojamientos y destruyendo al mismo tiempo una fuente de abusos insoportables. Fundó en Osca (Huesca) una Academia para los hijos de las familias nobles españolas, en la que recibían aquellos la instrucción usual de la juventud noble de Roma, en donde aprendían a hablar griego y latín, y a llevar la toga. Admirable institución, que no tenía sólo por objeto asegurar a Sertorio, bajo una más suave forma, rehenes, siempre necesarios en España, aun respecto de las ciudades aliadas, sino institución que se inspiraba también en el gran pensamiento de Cayo Graco y de los hombres del partido democrático, pero perfeccionada y tendiendo a romanizar insensiblemente las provincias. Era la primera vez que se emprendía semejante obra, no destruyendo las razas indígenas y sustituyéndolas con la colonización italiana, sino convirtiendo a los provinciales en latinos. Los optimates de Roma se burlaban de estos miserables emigrados, de estos tránsfugas del ejército italiano, últimos restos de las bandas de ladrones que había dirigido Carbón: les costó caro su desdén estúpido; se enviaron contra Sertorio enormes ejércitos, incluyendo en éstos las levas en masa verificadas en España, 120 000 infantes, 2000 arqueros y honderos y 6000 caballos. Contra esta fuerza tan inmensamente superior libró Sertorio una serie de combates afortunados, consiguió importantes victorias, y hasta llegó a apoderarse de la mayor parte de España. En la provincia ulterior, no poseía Metelo más que el suelo que pisaban sus soldados; en cuanto podían, se pasaban a Sertorio todos los pueblos. En la interior, en donde había vencido Hirtuleyo, no se veía un soldado romano. Ya los emisarios de Sertorio recorrían toda la Galia, se agitaban las razas célticas, y las bandas reunidas en las faldas de los Alpes dificultaban mucho su paso. Por último, el mar pertenecía a los insurrectos tanto por lo menos como al Gobierno legítimo. Los corsarios, casi tan fuertes como la escuadra romana en las aguas españolas, hacían causa común con los primeros. Sertorio les había construido una fortaleza en el promontorio de Diana (hoy cabo de San Martín, entre Alicante y Valencia). Desde este puesto atacaban a las naves romanas que llevaban provisiones a los puertos que dominaban los ejércitos de la República; por este medio recibían también o vendían los productos de los territorios sublevados, y aseguraban las comunicaciones con Italia y Asia Menor. Eran un gran peligro para Roma estos enemigos activos, siempre dispuestos a trasladar a todas partes las teas incendiarias, y lo eran aún mayor si se considera el inmenso cúmulo de materias inflamables existente en todos los puntos del imperio.
Sertorio no era, ni con mucho, bastante fuerte para emprender la gigantesca obra de Aníbal. La tierra española, con sus pueblos y sus tradiciones, era el país propio para sus triunfos, pero estaba perdido si la abandonaba; y no podía ya tomar siquiera la ofensiva. Su maravilloso genio no era bastante para cambiar la naturaleza de sus soldados. La Landsturm española era lo que había sido siempre, insegura y fugaz como la ola y el viento, reuniéndose hoy en un ejército de 150 000 combatientes, reduciéndose mañana a un puñado de hombres; y en cuanto a los emigrados romanos, todo era indisciplina, orgullo y egoísmo. Los cuerpos especiales, los que, como la caballería, exigen estar mucho tiempo sobre las armas eran, como puede suponerse, la parte más deficiente de sus legiones. La guerra había arrebatado poco a poco a sus mejores generales y al núcleo de sus veteranos. Fatigadas por las exacciones de los romanos y hasta maltratadas a veces por los oficiales de Sertorio, comenzaban las ciudades más fieles a dar señales de impaciencia y de vacilación. Cosa notable: también en esto se parecía Sertorio a Aníbal, y no se hizo nunca ilusiones acerca del desesperado éxito de su empresa, y aprovechaba toda ocasión que se le presentaba para mostrarse dispuesto siempre a deponer las armas en cambio de un salvoconducto que le permitiese volver a Roma y vivir en paz. Pero los ortodoxos de la política no quisieron siquiera oír hablar de compromiso ni de reconciliación. Sertorio no podía, pues, retroceder y marchó adelante en el camino emprendido, camino cada día más estrecho y peligroso. Por último, sus triunfos iban también, lo mismo que los de Aníbal, reduciéndose cada vez más; hasta llegó a dudarse de su genio militar y a decir que no era ya el Sertorio de los antiguos tiempos, y que el Sertorio de hoy pasaba el día en orgías y festines, consumiendo locamente el tiempo y el dinero. Se aumentaba diariamente el número de los tránsfugas y de las ciudades que le abandonaban, y no tardó en llegar hasta él el rumor de un complot tramado contra la vida del jefe, en las filas de sus emigrados. Este rumor tenía grandes visos de probabilidad, y más si se piensa en todos aquellos oficiales del ejército de la insurrección, sobre todo en aquel Perpena, furioso por estar relegado a un segundo puesto, y a los cuales los pretores romanos hacía mucho tiempo andaban ofreciéndoles la amnistía y gruesas sumas en cambio de la vida de su general. Sertorio tomó su partido. Obedeciendo a la ley de la necesidad, fue sumamente severo y condenó a muerte a muchos acusados sin previa formación de causa. Los descontentos redoblaron sus querellas: ¡en adelante, el general era más peligroso para sus amigos que para sus enemigos! Se descubrió una segunda conjuración en el seno de su estado mayor. Todos los acusados que no huyeron fueron condenados a muerte. Sin embargo, no todos los culpables fueron denunciados; entre éstos se hallaba Perpena, que, con los demás, decidió acabar pronto. El cuartel general estaba situado en Osca. A instigación de Perpena, llevaron a Sertorio la nueva de una brillante victoria conseguida en otra parte por el ejército. Para celebrarla cual convenía, dio Perpena una gran función y un espléndido banquete. Sertorio asistió a él acompañado, como de costumbre, de sus guardias españoles. Contra lo ocurrido en otras ocasiones, la fiesta degeneró prontamente en orgía; se cruzaron palabras brutales de unas a otras mesas, y era evidente que algunos convidados buscaban pretexto para una quimera. Sertorio se recostó sobre su lecho como si nada quisiese oír. En este momento cayó al suelo una copa. Era la señal convenida con Perpena. El que había inmediato a Sertorio, Marco Antonio, le asestó el primer golpe. El general quiso imponerse, pero el asesino se arrojó sobre él y lo sujetó, mientras los demás convidados, afiliados a la conjuración, se arrojan sobre la indefensa víctima que luchaba con Antonio y cosen a Sertorio a puñaladas (año 682). Con él murieron todos los que le habían sido fieles. Así concluyó uno de los más grandes hombres, si es que no el más grande, que produjo Roma. En mejores circunstancias hubiera sido seguramente el restaurador de la patria. Murió de un modo miserable por la traición de sus bandas de emigrados, que él estaba condenado a guiar en sus combates contra Roma. La Historia, que aborrece a los Coriolanos, no exceptúa ni aun a Sertorio, el hombre de más elevados sentimientos, el genio verdadero, el más digno de compasión.
Los asesinos creían que iban a distribuirse la sucesión; pero muerto Sertorio, Perpena, que era el jefe de más graduación entre los oficiales romanos del ejército español, reivindicó el mando supremo. Se sometieron a él desconfiados, con cierta repugnancia. Si se había murmurado contra Sertorio cuando aún vivía, muerto el héroe, entró inmediatamente en el disfrute de sus derechos, y la irritación de los soldados se dio a conocer por medio de violentos clamores, cuando al leer públicamente su testamento, oyeron que estaba entre sus herederos el mismo Perpena. Se dispersaron gran número de soldados, lusitanos en su mayor parte; los demás tenían el presentimiento de que no existiendo ya Sertorio, tardaría poco en ser exterminado el ejército. En el primer encuentro con Pompeyo, fueron rotas y destruidas las desanimadas y mal dirigidas bandas de los españoles, y hecho prisionero Perpena con otra porción de jefes. Para salvar su vida, cometió la vileza de entregar la correspondencia de Sertorio, comprometiendo a una porción de italianos notables; Pompeyo ordenó quemar todos aquellos papeles sin verlos, y por toda respuesta entregó al verdugo al traidor con todos sus compañeros. Los emigrados que pudieron huir se refugiaron en los desiertos de Mauritania, o entre los piratas. La ley Plocia, apoyada enérgicamente por el joven César, les permitió luego volver a su patria. En cuanto a los que habían tomado parte en el asesinato de su general, murieron todos de muerte violenta, excepto uno sólo. Osca y casi todas las ciudades que habían pertenecido últimamente a Sertorio abrieron espontáneamente sus puertas a Pompeyo; sólo con Uxama (Osma), Clunia y Calagurris hubo que emplear la fuerza de las armas.