Capítulo 57

Había unas cincuenta personas en el aeropuerto nacional de Washington esperando el fatigoso vuelo procedente de Columbus, Ohio. La mayoría de ellas iban a buscar parientes y tenían aspecto soñoliento y malhumorado; a muchos les salían los faldones de la camisa por debajo de la americana.

Una de ellas era Ardelia Mapp que, desde la muchedumbre, tuvo ocasión de observar a Starling mientras ésta bajaba del avión. Starling estaba pálida y tenía cercos oscuros bajo los ojos. En la mejilla, restos negros de pólvora. Starling divisó a Mapp y ambas se fundieron en un abrazo.

—Hola, muchacha —dijo Mapp—. ¿Llevas equipaje?

Starling contestó que no con la cabeza…

—Jeff nos espera fuera con la furgoneta. Vamos a casa.

En el exterior también estaba Jack Crawford; su coche estaba estacionado detrás de la furgoneta, en el carril reservado a los vehículos oficiales. Había tenido toda la noche a los familiares de Bella en casa.

—Yo… —empezó a decir—. No hace falta que le diga lo que pienso. Menudo gol has marcado, muchacha. —Y le tocó la mejilla con el dedo—. ¿Qué es eso?

—Nada, un poco de pólvora seca. El médico me ha dicho que no me lo toque, que dentro de un par de días las costras saltarán solas.

Y entonces Crawford la atrajo hacia sí y la estrechó entre sus brazos con fuerza un momento, sólo un momento, y luego la alejó y le dio un beso en la frente.

—No hace falta que le diga lo que pienso —repitió—. Ahora váyase a casa. Váyase a descansar. Duerma tranquila. Mañana por la mañana venga a verme y hablaremos de todo el asunto.

La nueva furgoneta de vigilancia era sumamente confortable; estaba diseñada para desplazamientos largos.

Starling y Mapp se instalaron en los cómodos asientos del compartimento trasero.

Sin la presencia de Jack Crawford en la furgoneta, Jeff conducía un poco más aprisa que de costumbre.

Circulaban a buen promedio hacia Quántico.

Starling iba con los ojos cerrados. Recorridos un par de kilómetros, Mapp le dio un golpecito en la rodilla.

Ardelia había abierto dos botellines de Coca-Cola. Le entregó uno a Starling y del bolso sacó una petaca de Jack Daniel’s.

Ambas bebieron un sorbo de Coca-Cola y añadieron al resto del refresco una generosa dosis de whisky. Luego taparon la boca del botellín con el pulgar, agitaron el contenido y abriendo la boca engulleron la espuma.

—Ahhh, qué delicia —exclamó Starling.

—No vayáis a derramar esa porquería —dijo Jeff.

—Tranquilo, Jeff —replicó Mapp que bajando la voz le dijo a Starling—: Hubieras tenido que ver al pobre Jeff esperándome delante de la licorería mientras compraba el whisky. Estaba horrorizado de que lo viese alguien y se chivase. —Y al ver que el whisky empezaba a hacer su efecto, al ver que Starling se arrellanaba en el asiento, Mapp le preguntó—: ¿Qué tal estás, Starling?

—Ardelia, si quieres que te diga la verdad, te juro que no lo sé.

—No tienes que volver allá, ¿verdad?

—Quizá tenga que ir un día de la semana próxima, pero espero que no sea necesario. El fiscal general ha ido a Columbus a hablar con la policía de Belvedere. Yo ya he prestado declaración.

—Un par de cosas, buenas las dos —anunció Mapp—. La senadora Martin ha llamado durante toda la noche, desde Bethesda; a Catherine la han llevado a Bethesda, ¿lo sabías? Bueno, la chica está bastante bien; por lo visto no sufre ningún daño físico y respecto de las consecuencias emocionales, aún no se sabe; han de tenerla unos días en observación. Y por las clases no te preocupes. Crawford y Brigham han ido los dos a ver al director de la academia. El juicio se ha suspendido. Krendler ha retirado la querella. De todos modos, no creas que te van a regalar nada; los profesores de la academia tienen el alma de sargento. Tú no tienes que hacer el examen de Investigación y Captura, que es mañana a las ocho, pero lo haces el lunes, justo antes del examen de P. E. De todas formas, no te preocupes, empollaremos juntas durante todo el fin de semana.

Terminaron la bebida justo cuando ya se divisaba el sector norte de Quántico y arrojaron las pruebas condenatorias a una papelera de un área de descanso de la carretera.

—Ese Pilcher, el doctor Pilcher del Smithsonian, ha llamado tres veces. Me ha hecho prometerle que te diría que había llamado.

—No es doctor todavía.

—¿Opinas que puedes hacer algo con él?

—Quizá. Todavía no lo sé.

—Por su forma de hablar, suena bastante divertido. Y he llegado a la conclusión de que lo mejor de un hombre es que sea divertido. Dejando aparte, por supuesto, el que tenga dinero y sea básicamente manejable.

—Sí, y que tenga educación, eso no puede excluirse…

—Totalmente de acuerdo. Que sea todo lo hijo de puta que quiera, pero con educación.

Starling se fue de la ducha a la cama como una drogada. Mapp dejó encendida un rato la lámpara de la mesilla, hasta que la respiración de Starling se hizo regular y acompasada. Starling dormía agitada, un músculo de la mejilla le temblaba y en una ocasión se incorporó con los ojos abiertos de par en par.

Ardelia se despertó de madrugada y notó la habitación vacía. Encendió la luz. Starling no estaba en su cama.

Las bolsas de la ropa sucia de las dos habían desaparecido, de modo que Mapp supo dónde encontrarla.

Halló a Starling en la caldeada lavandería, con la cabeza apoyada en el suave runrún de una lavadora, durmiendo entre el olor a jabón, lejía y suavizante.

Starling tenía unos conocimientos de psicología más sólidos —Mapp sobresalía en derecho—, pero a pesar de ello fue Mapp la que adivinó que el ronroneo de la lavadora evocaba los latidos de un gran corazón y que el flujo de sus aguas era lo que oye un feto: nuestro último recuerdo de la paz.