Capítulo 36

Los agentes Pembry y Boyle eran expertos guardianes traídos especialmente de la prisión estatal de Brushy Mountain para vigilar al doctor Lecter. Eran hombres serenos y minuciosos, y estaban convencidos de que el doctor Chilton no tenía nada que explicarles a propósito de su trabajo.

Llegados a Memphis antes que Lecter, habían examinado la celda escrupulosamente. Cuando el doctor Lecter fue trasladado al viejo palacio de justicia, también le registraron a él. El prisionero fue sometido a un exhaustivo registro corporal llevado a cabo por un enfermero mientras el recluso se hallaba todavía maniatado. Se examinaron minuciosamente sus ropas, por cuyas costuras se pasó un detector de metales.

Boyle y Pembry hicieron un trato con el psiquiatra, a quien hablaron al oído en voz baja y cortés mientras le registraban.

—Doctor Lecter, vamos a procurar que las cosas funcionen lo mejor posible para usted y para nosotros. Tenga presente que nosotros le trataremos igual que nos trate usted. Si se comporta como un caballero, todo irá sobre ruedas. Pero no vamos a andarnos con miramientos, amigo; ándese con cuidado, porque como intente morder, le dejaremos la boca hecha papilla. Parece que las perspectivas que tiene son muy buenas; no vaya a joderlas cometiendo tonterías.

El doctor Lecter les guiñó un ojo con expresión amistosa. De haberse sentido inclinado a contestarles, se lo hubiese impedido el taco de madera que separaba sus molares mientras el enfermero le iluminaba la cavidad bucal con una linterna y recorría con un dedo enfundado en un guante de goma el interior de los carrillos y las encías.

Al pasar por encima de las mejillas, el detector de metales sonó.

—¿Qué es eso?

—Empastes —dijo Pembry—. A ver, retira un poco el labio por ahí. Todas las muelas de detrás las lleva arregladas, ¿eh, doctor?

—A mí me parece que este tipo no es tan peligroso como dicen —le confió Boyle a Pembry una vez que instalaron al doctor Lecter en la celda—. Tengo la impresión de que si no hace tonterías, no va a dar ningún problema.

La celda, a pesar de ser inexpugnable, carecía de bandeja deslizante para servir la comida. Y a la hora de comer, en medio del desagradable ambiente creado por la visita de Starling, el doctor Chilton molestó a todo el mundo obligando a Boyle y Pembry a llevar a cabo el largo proceso de inmovilizar a un dócil doctor Lecter con la camisa de fuerza y las correas y colocarlo de espaldas a los barrotes, mientras él mismo, Chilton, armado con un aerosol de gas irritante se apostaba junto al prisionero antes de permitir que abriesen la puerta y le entrasen el almuerzo.

Chilton no se dignó llamar a Boyle y Pembry por sus nombres, pese a que ambos llevaban visibles sus apellidos en las solapas, y cometió la descortesía de dirigirse a ellos conjuntamente, llamándoles «ustedes dos».

Por otra parte, cuando los guardianes se enteraron de que Chilton en realidad no era médico, Boyle no perdió ni un segundo en comentar a Pembry que «aunque se dé muchos humos, ese papanatas no es más que un miserable maestro de escuela».

Pembry trató de explicarle a Chilton que la visita de Starling había sido aprobada no por ellos sino por el guardia del vestíbulo, pero en la cólera de Chilton vio de inmediato que ese nimio detalle carecía de importancia.

A la hora de cenar el doctor Chilton se hallaba ausente, de modo que, con la absorta cooperación del doctor Lecter, Boyle y Pembry emplearon su propio método para entrarle la bandeja. Funcionó a las mil maravillas.

—Doctor Lecter, esta noche no va a hacer falta que se ponga el esmoquin —anunció Pembry—. En cambio, va a sentarse en el suelo y va a retroceder con los brazos extendidos hacia atrás, hasta sacar las manos por los barrotes. Muy bien. Así. Un poco más. Enderece los brazos y mantenga los codos rectos. —Pembry colocó una barra entre los brazos del doctor Lecter, lo esposó y como última precaución aseguró los antebrazos colocando sobre ellos una barra de hierro en sentido transversal—. Duele un poco, ¿verdad? Ya lo sé. Tenga un poco de paciencia. Se lo quito en seguida. Es fastidioso, pero nos va a ahorrar a todos un sinfín de molestias.

El doctor Lecter no podía levantarse, ni siquiera ponerse en cuclillas, y con las piernas extendidas en el suelo no podía dar patadas.

Sólo cuando hubo inmovilizado al doctor Lecter, Pembry se dirigió a la mesa a buscar la llave de la celda.

Colocó una porra en la anilla que pendía de su cinturón, se metió un frasco de aerosol irritante en el bolsillo y regresó a la celda. Abrió la puerta para que Boyle entrase con la bandeja. Una vez la puerta quedó nuevamente cerrada, Pembry devolvió la llave al cajón de la mesa antes de quitar las esposas al doctor Lecter.

En ningún momento estuvo Pembry cerca de los barrotes con la llave de la puerta mientras el doctor se hallaba en libertad dentro de la celda.

—Ha sido bastante más fácil, ¿no cree? —dijo Pembry.

—Efectivamente, mucho menos desagradable. Se lo agradezco mucho, agente —contestó Lecter—. ¿Sabe? Hago todo lo posible por facilitar las cosas.

—Como todos, amigo, como todos —replicó Pembry.

El doctor Lecter jugueteó con la cena mientras escribía, dibujaba y hacía garabatos en su cuaderno con un rotulador de punta de fieltro. Luego introdujo una cinta en el aparato encadenado a la pata de la mesa y oprimió el botón de puesta en marcha. Glenn Gould interpretando al piano las Variaciones Goldberg de Bach. La música, de una belleza indemne al paso del tiempo y a los cambios de la moda, llenó con sus hermosos acordes la iluminada jaula y la habitación en la que se encontraban los guardianes.

Para el doctor Lecter, sentado inmóvil a su mesa, el tiempo aminoró su inexorable transcurso y quedó en suspenso, como ocurre en la acción. Para él, las notas de la música discurrían por separado, sin perder su propio ritmo. Hasta las plateadas acometidas de Bach quedaban convertidas en notas discretas que salían deslizándose de los barrotes que lo rodeaban. El doctor Lecter, con expresión absorta, se levantó y se quedó contemplando cómo la servilleta de papel resbalaba de su muslo y caía al suelo. La servilleta permaneció en el aire largo rato, rozó la pata de la mesa, se desplegó, se ladeó, quedó en suspenso un instante y giró sobre sí misma antes de reposar en el suelo, Él no hizo esfuerzo alguno para recogerla sino que cruzó la celda, se ocultó tras el biombo de papel y se sentó en la tapa del retrete, su único lugar privado. Escuchando la música, se apoyó de lado en el lavabo con la barbilla en la mano y sus extraños ojos granate semicerrados. Las Variaciones Goldberg le interesaban por la estructura de su composición. Aquí estaba, la progresión de los bajos de la sarabanda, repetida una y otra vez. Y mientras asentía siguiendo con las inclinaciones de la cabeza el ritmo de la música, su lengua recorría los bordes de la hilera de sus dientes. Todo el semicírculo superior. Todo el semicírculo inferior. Fue para su lengua un largo e interesante paseo, tan tonificador como una caminata por los senderos de los Alpes.

Ahora le tocaba el turno a las encías; la lengua se deslizó por el pliegue que forma la mejilla con la encía superior y la recorrió por entero, como hacen algunos al reflexionar. Notó las encías más frías que la lengua.

El pliegue estaba fresco. Cuando la lengua alcanzó el diminuto tubo de metal, se detuvo.

Superando las notas de la música, oyó el ascensor cerrarse con estrépito y zumbar mientras subía. Al cabo de un sinfín de notas musicales, la puerta del ascensor se abrió y una voz desconocida para él dijo:

—Vengo a buscar la bandeja.

El doctor Lecter oyó acercarse al bajo, Pembry. Le vio por la rendija que dejaban las hojas del biombo. Pembry se hallaba en los barrotes.

—Doctor Lecter, venga por favor a sentarse en el suelo de espaldas a la reja, como antes.

—Agente Pembry, ¿le importaría que terminase? Me temo que el viaje ha trastornado un poco mi digestión.

—De acuerdo. —Pembry levantando la voz para que se le oyese al otro extremo de la habitación—: Ya os avisaremos cuando estemos listos.

—¿Puedo ver al prisionero?

—Cuando te llamemos.

Nuevamente el ascensor y después tan sólo la música. El doctor Lecter se sacó el tubito de la boca y lo secó con un trozo de papel higiénico. Tenía las manos firmes y las palmas completamente secas.

Durante sus años de reclusión, con su inagotable curiosidad, el doctor Lecter había aprendido muchos de los secretos de las artes carcelarias. En los años transcurridos después de atacar a la enfermera del psiquiátrico de Baltimore, sólo en dos ocasiones se habían producido fallos de seguridad, ambos cuando Barney tenía el día libre. El primero consistió en que un psiquiatra llegado a interrogarle le prestó un bolígrafo y olvidó reclamárselo. Antes de que el científico hubiese salido del pabellón, el doctor Lecter ya había roto la envoltura de plástico del bolígrafo y arrojado los restos al retrete. El tubo de metal que contenía la tinta fue a parar a la costura hueca que ribetea el colchón.

El único borde afilado de la celda del doctor en el psiquiátrico era una arandela que poseía el extremo de un perno que sujetaba el colchón a la pared. Era más que suficiente. Tras dos meses de frotar, el doctor Lecter practicó las dos incisiones necesarias, paralelas y de unos cinco milímetros de longitud, efectuadas en sentido longitudinal a lo largo del tubo. Luego cortó el tubo de tinta en dos pedazos a dos centímetros y medio del extremo abierto y arrojó el trozo largo, el que tenía la punta, al retrete. Barney no advirtió los callos que se le habían formado en los dedos tras tantas noches de frotar.

Seis meses después, un enfermero se dejó un clip sujetapapeles en ciertos documentos enviados al doctor Lecter por su abogado. Dos centímetros y medio de dicho clip fueron introducidos en el interior del tubo y el resto fue a parar al retrete. El tubito, liso y corto, era fácil de esconder en costuras, en el pliegue de la encía, en el recto.

Ahora, detrás del biombo de papel, el doctor Lecter golpeó el tubo contra la uña del pulgar hasta hacer salir el alambre que guardaba en su interior. El alambre iba a servir de herramienta y ahora llegaba la etapa más difícil del proceso. El doctor Lecter introdujo el hierro hasta la mitad y con sumo cuidado lo usó como palanca para hundir la franja de metal situada entre las dos incisiones. A veces se rompe. Con enorme precaución y con sus fuertes manos dobló el metal. Lo estaba consiguiendo. Ya estaba. La diminuta franja de metal había quedado en ángulo recto con el tubo. Ya disponía de una llave apta para abrir esposas.

El doctor Lecter se llevó las manos a la espalda y se pasó la llave de una a otra mano quince veces. Volvió a meterse la llave en la boca mientras se lavaba las manos y se las secaba meticulosamente. A continuación, con la lengua, ocultó la llave entre los dedos de la mano derecha, sabiendo que Pembry se quedaría mirando su extraña mano izquierda cuando la esposase por detrás.

—Cuando quiera, estoy listo, agente Pembry —dijo el doctor Lecter. Se sentó en el suelo de la celda y estiró los brazos hacia atrás, sacando las manos y las muñecas por los barrotes—. Gracias por tener la bondad de esperar.

Le pareció un discurso larguísimo, pero quedó entremezclado con la música.

Oyó a Pembry a sus espaldas. Pembry le tocó una muñeca para ver si se la había enjabonado. Pembry le tocó la otra muñeca para averiguar si se la había enjabonado. Pembry le colocó las esposas muy apretadas y se dirigió a la mesa a buscar la llave de la puerta de la celda. Por encima de las notas del piano, el doctor Lecter oyó el choque de la anilla de la llave cuando Pembry la sacaba del cajón. Ya regresaba, andando entre las notas, separando el aire cuajado de un enjambre de notas cristalinas. Esta vez le acompañaba Boyle. El doctor Lecter oía los huecos que producían sus guardianes en los ecos de la música.

Pembry comprobó una vez más las esposas. El doctor Lecter olió el aliento de Pembry a sus espaldas. Ahora Pembry daba vuelta a la llave en la cerradura y abría la puerta. Entró Boyle. El doctor Lecter volvió la cabeza y en su visión la celda se movió a un ritmo que le pareció lento aunque todos los detalles destacaban con prodigiosa nitidez: Boyle junto a la mesa, recogiendo los desparramados elementos de la cena y depositándolos en la bandeja con un malhumorado estrépito provocado por el desorden y la suciedad. La cinta magnetofónica con los carretes girando, la servilleta en el suelo, junto a la pata atornillada de la mesa. A través de los barrotes y por el rabillo del ojo, el doctor Lecter veía la rodilla de Pembry y la punta de la porra que le pendía del cinturón; Pembry estaba apostado fuera de la celda sujetando la puerta.

El doctor Lecter halló la cerradura de la esposa izquierda, introdujo la llave y la hizo girar. Notó saltar la esposa que quedó abierta en su muñeca. Se pasó la llave a la mano izquierda, halló la cerradura, introdujo la llave y la giró.

Boyle se inclinó a recoger la servilleta. Veloz como un mordisco de tortuga, la esposa se cerró en la muñeca de Boyle y cuando éste giraba la vista hacia Lecter la otra esposa se cerró en torno a la pata atornillada de la mesa. Las piernas del doctor Lecter bajo su cuerpo dirigiéndose hacia la puerta, Pembry intentando acercarse y el hombro de Lecter propinando un fuerte empujón que lanzó la puerta contra su cuerpo, Pembry buscando el aerosol irritante con uno de los brazos aplastado por efecto del portazo. Lecter agarró la porra por el extremo y la levantó. Ayudado por el efecto de palanca que hacía la porra sujeta al cinturón de Pembry, le propinó un codazo en la garganta y hundió los dientes en la cara de Pembry. Pembry intentando agarrar a Lecter con la nariz y el labio superior atenazados por la desgarrante dentadura. Lecter sacudió la cabeza como un perro cazador y logró arrancar la porra del cinturón de Pembry. En la celda, Boyle aullando, sentado en el suelo, rebuscando desesperado en el bolsillo la llave de las esposas, encontrándola, dejándola caer, volviéndola a encontrar. Lecter descargó un porrazo en el estómago y en la garganta de Pembry y se arrodilló.

Boyle introdujo la llave en una de las cerraduras de las esposas, aullaba, Lecter se abalanzaba sobre él. Lecter calló a Boyle con una descarga de gas irritante y mientras este último jadeaba le fracturó el brazo con dos golpes de porra. Boyle intentó meterse debajo de la mesa, pero cegado por el gas se arrastró en dirección contraria y resultó muy fácil, con cinco certeros golpes de porra, dejarlo muerto.

Pembry había conseguido incorporarse y lloraba. El doctor Lecter inclinó la cabeza y lo miró con su sonrisa roja.

—Cuando quiera, estoy listo, agente Pembry —dijo. La porra, describiendo con un silbido un arco plano, cayó con un sordo ruido sobre la nuca de Pembry, quien después de estremecerse quedó tieso como un pescado.

El pulso del doctor Lecter ascendió a más de cien pulsaciones a causa del ejercicio, pero pronto descendió a su ritmo habitual. Apagó la música y se quedó escuchando.

Se dirigió a las escaleras y volvió a escuchar. Vació los bolsillos de Pembry, cogió la llave de la mesa y abrió todos los cajones. En el más bajo se hallaban las armas de Pembry y Boyle, dos revólveres del 38 Especial.

Todavía mejor, en el bolsillo de Boyle encontró una navaja.