Capítulo 15
En un barrio del este de Memphis, Tennessee, Catherine Baker Martin y su novio preferido estaban contemplando, en el apartamento de éste, una película por televisión y echando caladas a una pipa cargada de hachís. Los intervalos publicitarios eran cada vez más prolongados y frecuentes.
—Tengo ganas de picar algo. ¿Quieres unas palomitas? —dijo ella.
—Ya voy a buscarlas. Dame tus llaves.
—No te muevas. Igualmente he de ir a ver si ha llamado mamá.
Se levantó del sofá; era una joven alta, corpulenta y maciza, casi gorda, dueña de una cara atractiva y de una abundante cabellera limpia y sedosa. Halló los zapatos debajo de la mesa de café y salió al exterior.
La noche de febrero era más desapacible que fría. Una tenue neblina provocada por el río Mississippi se cernía a ras de suelo envolviendo el espacioso aparcamiento. Justo encima de su cabeza, Catherine advirtió la luna que agonizaba, pálida y fina como un anzuelo de hueso. Levantar la cabeza la hizo sentirse un poco marcada. Empezó a cruzar el aparcamiento procurando mantener el rumbo hacia la puerta de su casa, situada a poco menos de cien metros de distancia.
El camión pintado de marrón estaba aparcado cerca de su apartamento, entre varias caravanas y algunas lanchas cargadas sobre remolques. Se fijó en él porque se parecía a los camiones de recaderos que a menudo le traían regalos enviados por su madre.
Al pasar junto al camión, entre la niebla se encendió una lámpara. Se trataba de una lámpara de pie, con su pantalla, colocada en el asfalto detrás del camión. Bajo la lámpara había una panzuda butaca tapizada con una cretona estampada, cuyas flores rojas destacaban chillonas en la niebla. Le vino a la mente la palabra surrealista y echó las culpas al porro. ¿Por qué extrañarse? Alguien se mudaba. Alguien que se instalaba o cambiaba de residencia. En Stonchinge Villas siempre había movimiento de inquilinos. El visillo de su piso se movió y se vio a su gato en el antepecho de la ventana, con el lomo arqueado y apoyando el costado en el cristal.
Tenía la llave en la mano y antes de introducirla en la cerradura miró hacia atrás. Un hombre saltó de la parte trasera del camión. A la luz de la lámpara vio que llevaba una mano enyesada y el brazo en cabestrillo. Catherine entró en su apartamento y cerró la puerta con llave.
Apartó el visillo unos milímetros y vio que el hombre intentaba meter la butaca en la parte trasera del camión.
La agarró con el brazo sano y trató de elevarla con la rodilla. La butaca cayó. Él la enderezó, se lamió un dedo y frotó una mancha de suciedad que el accidente había causado en la cretona.
Catherine salió.
—Si quiere, le echo una mano. —Con un tono de voz correcto; deseosa de ayudar y nada más.
—¿No le importa? Gracias. —Una voz peculiar, forzada. Un acento que no era el de allí.
La luz de la lámpara le iluminaba la cara desde abajo, distorsionando sus facciones pero no su cuerpo, que Catherine pudo ver con toda claridad. Llevaba unos pantalones verde caqui, bien planchados, y una camisa de una especie de ante, desabrochada, que revelaba un pecho pecoso. Tenía el mentón y las mejillas sin vello, lisas y tersas como las de una mujer, y sus ojos eran unos meros puntos relucientes entre las sombras que la lámpara producía en los pómulos.
Él también la miró y ella reaccionó con cierta susceptibilidad. Generalmente, cuando se le acercaban, los hombres se sorprendían de su tamaño y algunos disimulaban mejor que otros esa sorpresa.
—Perfecto —dijo él.
El hombre despedía un olor molesto y Catherine advirtió con desagrado que el ante de la camisa todavía tenía pelo, unos pelos rizados en los hombros y en las sisas.
Levantar la butaca y depositarla en el suelo del camión fue sumamente sencillo.
—Empujémosla hacia delante, ¿le importa? —dijo él subiendo al camión y apartando algunos trastos, esas latas planas que se meten debajo de un vehículo para vaciar el aceite y un pequeño manubrio de esos que los mecánicos llaman cabrias de ataúd.
Empujaron la butaca hacia delante, hasta dejarla justo detrás de los asientos.
—¿Usa usted una catorce? —le preguntó él.
—¿Cómo?
—¿Hace el favor de pasarme esa cuerda? Ahí, justo a sus pies.
Cuando ella se inclinó para ver dónde estaba la cuerda, él le descargó un golpe con el yeso en la nuca. Ella creyó que se había dado un coscorrón en la cabeza y levantó el brazo para tantear en el momento en que el yeso golpeaba otra vez, aplastándole los dedos contra el cráneo, y otra, esta vez detrás de la oreja, descargando una sucesión de golpes, ninguno excesivamente fuerte, que la hicieron desplomarse en la butaca.
Resbaló hasta el suelo del camión y quedó tendida de costado.
El hombre la observó unos instantes y luego se quitó el yeso y el cabestrillo. Metió a toda prisa la lámpara dentro del camión y cerró las puertas traseras.
Tiró del cuello de la blusa de la chica y con una linterna leyó la talla que indicaba la etiqueta.
—Perfecto —murmuró. Rasgó la blusa por detrás con unas tijeras pequeñas, se la quitó y le ató las manos a la espalda. Luego colocó una estera en el suelo del camión y tumbó a la muchacha boca arriba.
No llevaba sujetador. Le palpó los grandes pechos con los dedos y a continuación calibró su peso y tersura.
—Perfecto —dijo.
En el pecho izquierdo tenía una mancha rosada, producto de algún juego erótico. Él se lamió el dedo para frotarla, como había hecho con la cretona, y asintió satisfecho al ver que el enrojecimiento desaparecía al someterlo a una leve presión. Luego puso a la muchacha boca abajo y le examinó el cuero cabelludo, separando su espesa cabellera con los dedos. El yeso almohadillado no le había producido corte alguno.
Apoyó dos dedos en un costado del cuello, le tomó el pulso y notó que latía con normalidad.
—Perfecto —dijo. Tenía un largo trayecto hasta su casa de bajo y planta y prefería no empezar las operaciones aquí.
El gato de Catherine Baker Martin vio por la ventana cómo se alejaba el camión, cuyas luces traseras fueron disminuyendo de tamaño y juntándose más y más.
Detrás del gato sonó el teléfono. El contestador automático del dormitorio registró la llamada; la lucecita del aparato parpadeó en la oscuridad.
Quien llamaba era la madre de Catherine, senadora de los Estados Unidos por el Estado de Tennessee.