Capítulo 26
Allá en las profundidades, bajo el herrumbroso amanecer de Baltimore, surgen los ruidos del día en el pabellón de máxima seguridad. En esos sótanos donde nunca oscurece, los atormentados intuyen la proximidad del día como un puñado de ostras metidas en un perdido barril zarandeado por la marea.
Eran criaturas de Dios que se dormían llorando, despertaban para volver a llorar y en su desvarío carraspeaban para aclararse el gañote.
El doctor Hannibal Lecter estaba rígidamente de pie al fondo del pasillo, con la cara a un palmo de la pared.
Unas recias cinchas de lona lo sujetaban fuertemente a una camilla de superficie reclinable, como si fuese un reloj de pared. Bajo las cinchas llevaba una camisa de fuerza y correas que le ataban las piernas. Una máscara de hockey que le cubría la cara impedía que mordiese; era tan eficaz como un bozal y más cómoda de manejar para los enfermeros.
A espaldas del doctor Lecter, un enfermero bajo y de hombros caídos fregaba la celda del psiquiatra. Barney supervisaba las sesiones de limpieza, que tenían lugar tres días por semana, y al mismo tiempo registraba el recinto en busca de objetos prohibidos, obtenidos de contrabando. Los encargados de la limpieza solían apresurarse, ya que la celda del doctor Lecter les producía aprensión. Era Barney el que, una vez finalizada la tarea, controlaba. Barney lo comprobaba todo y no descuidaba nada.
Era únicamente Barney quien supervisaba la manipulación del doctor Lecter, ya que Barney no olvidaba jamás a quién tenía entre manos. Sus dos ayudantes, entretanto, contemplaban en la televisión un programa dedicado a recoger las jugadas más sobresalientes de varios partidos de hockey.
El doctor Lecter se divertía; posee ingentes recursos internos, suficientes para entretenerse durante años seguidos. Sus pensamientos se hallaban tan poco esclavizados por el medio o la bondad como los de Milton por la física. Dentro de su cabeza era un ser libre.
El mundo interior del doctor Lecter posee vivos colores, intensos olores y escasos sonidos. Lo cierto es que tuvo que esforzarse un poco para oír la voz del difunto Benjamín Raspail. El doctor Lecter estaba meditando de qué modo entregar a Jame Gumb a Clarice Starling, para lo cual recordar a Raspail le resultaba de utilidad.
Ahí estaba el gordo flautista en el último día de su vida, tendido en el diván de la consulta de Lecter, hablándole de Jame Gumb:
«Jame vivía en San Francisco, en una pensión de mala muerte, donde tenía la habitación más atroz que se pueda imaginar; las paredes eran de un morado berenjena, salpicadas de churretones de esmalte, según la moda de los años hippie, y todo estaba de un abandonado que daba pena.
»Jame… sabe, aparece escrito así en la partida de nacimiento, de ahí le viene el nombre, y ha de pronunciarse «James», sin la ese final, de lo contrario se pone lívido; y total no fue un nombre elegido sino un error del hospital donde nació, un error debido a la ignorancia del personal que contrataban en aquellos tiempos, gente tan analfabeta que ni siquiera sabía escribir un nombre correctamente. De todos modos, actualmente, es peor; hoy oí que tiene la desgracia de ingresar en un hospital corre peligro de perder la vida. Bueno, pues en esa horrenda habitación estaba Jame sentado en la cama, cubriéndose la cara con las manos; le habían despedido de la tienda de antigüedades y objetos de regalo donde trabajaba y había vuelto a hacer la cosa mala.
»Le dije sencillamente que no aguantaba más su forma de actuar, aparte de que Klaus acababa de entrar en mi vida, claro está. Jame, sabe usted, no es un verdadero marica; eso le viene de los años que pasó en la cárcel. En realidad, no es nada; yo diría que es un vacío total que él se empeña en llenar, y de una violencia brutal cuando se enfada. Siempre que él entraba en algún sitio, se notaba como si la habitación se vaciase. Quiero decir que una persona como él, que mató a sus abuelos cuando tenía doce años, una persona de un carácter tan explosivo parece que habría de tener más presencia, ¿no le parece?
»De manera que estaba sin trabajo, y había vuelto a hacer la cosa mala a algún desgraciado. Yo estaba harto. Él había ido a correos a recoger los envíos de su ex patrón, el dueño de la tienda, confiando encontrar algo que se pudiese vender. Y había un paquete de Malasia o de Indonesia o qué sé yo. Lo abrió con verdadera ilusión y era una maleta llena de mariposas muertas, metidas allí dentro sin más ni más, sueltas.
»El dueño de la tienda estaba en contacto con algunos jefes de correos de esas islas, quienes contra reembolso le enviaban cajas y cajas de mariposas muertas. Él las prensaba entre dos planchas de metacrilato y confeccionaba los adornos más cursis que se pueda imaginar, y tenía la caradura de llamarlos objetos de arte. Las mariposas a Jame no le servían de nada y hundió las manos en ellas pensando que quizá debajo habría joyas de artesanía —a veces recibían pulseras de Bali— y se llenó los dedos de polvo de mariposa. Nada. No encontró nada. Se sentó en la cama, se cubrió la cara con las manos, todo él irisado de colores de mariposa, y sintiéndose muy deprimido, como nos hemos sentido todos alguna vez, se puso a llorar. De pronto oyó un leve ruido en la maleta, que había quedado abierta, y era una mariposa que trataba de salir de un capullo que habían metido con las mariposas muertas, y finalmente tras cierto esfuerzo lo consiguió. Había polvo de mariposa en el aire, polvo en el rayo de sol que entraba por la ventana, ya sabe lo vívido que resulta todo lo que describe una persona drogada, bebida, intoxicada, extasiada. La observó abrir las alas. Era un insecto grande, dijo. Verde. Y abrió la ventana para que huyese volando y dijo que sintió tal alivio que inmediatamente supo lo que tenía que hacer.
»Jame descubrió la casita de la playa que usábamos Klaus y yo y un día, al regresar de un ensayo, allí me lo encontré. En cambio, no vi a Klaus. Klaus no estaba. Le pregunté que dónde estaba Klaus y me contestó que bañándose. Sabía que era mentira, Klaus nunca se bañaba, el Pacífico tiene un oleaje demasiado violento. Y cuando abrí el frigorífico, bueno, ya sabe lo que encontré. La cabeza de Klaus mirándome desde detrás de la jarra del zumo de naranja. Jame también se había confeccionado un delantal, sabe, con la piel de Klaus, y se lo puso y me preguntó si le favorecía. Supongo que debe estar horrorizado de que, a pesar de todo, continuase mi relación con Jame; la verdad es que cuando usted lo conoció, su inestabilidad había aumentado mucho. Creo que él se quedó pasmado de que usted no le tuviese miedo».
Y a continuación, las últimas palabras pronunciadas por Raspail. «Me pregunto por qué no me mataron mis padres antes de que tuviese edad para engañarles».
El fino mango del bisturí culebreó cuando el perforado corazón de Raspail trataba de seguir latiendo; fue cuando el doctor Lecter dijo: «Parece una paja metida en el orificio de una bomba teledirigida, ¿no cree?», pero era demasiado tarde para que Raspail pudiera contestar.
El doctor Lecter recordaba todas y cada una de esas palabras, y mucho más. Agradables pensamientos con los que entretenerse mientras se llevaba a cabo la limpieza de la celda.
Clarice Starling era astuta, pensó el doctor. Puede que llegase a atrapar a Jame Gumb con lo que él le había dicho, pero era una probabilidad remota. Para atraparle a tiempo, precisaba de datos más concretos. El doctor Lecter estaba seguro de que cuando leyese los detalles de los crímenes, la misma lectura le sugeriría pistas, indicios seguramente relacionados con el oficio que Gumb aprendió en el correccional después de haber dado muerte a sus abuelos. Le entregaría a Jame Gumb mañana, dando unas indicaciones tan inequívocas que hasta el propio Jack Crawford habría de darse cuenta.
Mañana quedaría todo listo.
El doctor Lecter oyó pasos a sus espaldas y el televisor perdió la voz. Notó que el manubrio devolvía la camilla a su posición horizontal. Iba a empezar el largo y tedioso proceso de liberarlo de sus ataduras en el interior de la celda. Siempre se seguía el mismo procedimiento. Primero Barney y sus ayudantes lo colocaban con cuidado en el jergón, boca abajo. Luego, con un par de toallas, Barney le ataba los tobillos a la barra que había a los pies de la cama, le quitaba las correas de las piernas y cubierto por sus dos ayudantes, que iban armados con porras y aerosol irritante, soltaban las hebillas de la espalda de la camisa de fuerza, retrocedían para salir de la celda, ajustaban la red de nailon y cerraban la puerta de la reja, dejando que el doctor Lecter se despojase por sí solo de sus ataduras. A continuación, el doctor, por medio de la bandeja, trocaba el material de inmovilización por el desayuno. Dicho procedimiento se empleaba desde que el doctor Lecter había atacado a la enfermera, y funcionaba a satisfacción de todo el mundo.
Ese día el proceso se vio interrumpido.