Capítulo 28

Jack Crawford declinó el café que le ofrecía el doctor Danielson, pero cogió el vaso y se preparó un Alka-Seltzer en el lavabo de acero inoxidable que había en la salita de enfermeras. Todo era de acero inoxidable: la máquina expendedora de vasos, la superficie de la mesa, la papelera, la montura de las gafas del doctor Danielson. El brillo del metal sugería el centelleo del instrumental quirúrgico y a Crawford le produjo una inequívoca punzada en la zona del anillo inguinal.

El doctor y él estaban a solas en la pequeña habitación.

—No, sin un mandato judicial, imposible —repitió el doctor Danielson, esta vez con manifiesta brusquedad, como queriendo contrarrestar el hospitalario gesto que había tenido al ofrecerle el café.

Danielson era el director de la Clínica de Identidad Sexual de Johns Hopkins y había accedido a recibir a Crawford al amanecer, mucho antes de pasar visita.

—Tendrá que traerme un mandato específico para cada caso y los discutiremos todos. ¿Qué le han dicho en Columbus y en Minnesota? Lo mismo, ¿no es cierto?

—El Departamento de Justicia está hablando con sus directores en estos momentos. Doctor, hemos de intentar resolver este caso con la máxima urgencia. Si la chica no ha muerto ya, la va a matar pronto, esta noche o mañana. Y a continuación, secuestrará a la próxima —contestó Crawford.

—Mire, mencionar el nombre de Buffalo Bill asociándolo a los problemas que tratamos aquí revela una profunda ignorancia, señor Crawford, además de pecar de injusto y peligroso. Hace que se me pongan los pelos de punta. Nos ha llevado años —y aún no lo hemos conseguido del todo— convencer al público de que los transexuales no están locos, ni son unos pervertidos, ni unos despreciables maricones, término ambiguo y que no…

—Estoy enteramente de acuerdo con usted…

—Un momento. El índice de violencia entre el colectivo transexual es notablemente inferior que el que se aprecia entre la masa de la población en general. Los transexuales son personas decentes aquejadas de un auténtico problema, un problema que siempre se ha tratado con notoria intransigencia. Merecen ayuda y aquí se la damos. No estoy dispuesto a permitir que ahora se lleve a cabo una caza de brujas. Jamás hemos violado la información confidencial de ningún paciente y le aseguro que jamás lo haremos. Mejor será que partamos de esta base, señor Crawford.

Hacía ya meses que en su vida privada Crawford cultivaba el trato con los médicos y enfermeras de su esposa, tratando de arrancarles mediante cualquier subterfugio la más insignificante ventaja para ella. Estaba harto de médicos. Pero esto no era su vida privada. Esto era Baltimore y asunto profesional. Calmémonos.

—Seguramente no me he expresado con la suficiente claridad, doctor Danielson. La culpa es de la hora; no soy una persona excesivamente madrugadora, y es muy temprano. Lo que quiero recalcar es que el hombre que buscamos no es paciente suyo. Se trata de alguien cuya solicitud se rechazó porque aquí, en Johns Hopkins, se determinó que no era un verdadero transexual. Permítame que le diga que no venimos a ciegas; le voy a enseñar una serie de puntos concretos, relacionados con las pruebas de personalidad a que someten a los solicitantes, que demuestran una desviación de la conducta típica del transexual. Mire, aquí tengo una lista de lo que tienen que buscar sus subalternos en relación con las solicitudes rechazadas.

El doctor Danielson se frotó un lado de la nariz mientras leía. Concluida la lectura, le devolvió el papel.

—Esto es muy original, señor Crawford. La verdad, es extremadamente insólito, término que empleo, se lo aseguro, en contadísimas ocasiones. ¿Puedo preguntarle quién le ha proporcionado esta… conjetura?

No creo que le a gradase averiguarlo, doctor Danielson.

—El personal de Ciencias del Comportamiento —repuso Crawford—, tras haber consultado la opinión del doctor Alan Bloom, de la Universidad de Chicago.

—¿Alan Bloom respalda esto?

—Y no dependemos exclusivamente de las pruebas. Hay otro factor que probablemente hará destacar a Buffalo Bill entre las fichas de sus archivos; seguramente trató de ocultar sus antecedentes criminales o falsificó documentos de información complementaria. Enséñeme las solicitudes rechazadas, doctor.

Danielson no dejó en todo el rato de sacudir la cabeza.

—Las pruebas y la información recogida en las entrevistas constituyen material estrictamente confidencial.

—Doctor Danielson, ¿cómo es posible que el fraude y el engaño deliberado constituyan material estrictamente confidencial? En la relación que establece un médico y su paciente, ¿en qué categoría se incluye el verdadero nombre de un criminal y sus antecedentes, nombre y antecedentes que el paciente, por supuesto, no revela y son descubiertos a posteriori por el facultativo? Conozco sobradamente el rigor que caracteriza a Johns Hopkins, pero estoy seguro de que se han encontrado alguna vez con algún caso semejante a éste. Los adictos a la cirugía cursan solicitudes de admisión en todos los centros donde se realizan intervenciones quirúrgicas de este tipo. Ello no empeña ni la reputación del centro ni la de los pacientes con legítimos problemas. ¿Cree usted que el FBI no recibe solicitudes de chalados? Pues las recibe, y continuamente. Mire, la semana pasada un tipo tocado con una peluca solicitó ser admitido en St. Louis. En la bolsa de los palos de golf le encontraron un lanzacohetes antitanque, dos obuses y un gorro de piel de oso.

—¿Y se le admitió?

—Ayúdeme, doctor Danielson. El tiempo apremia. Mientras nosotros estamos hablando aquí, Buffalo Bill puede estar convirtiendo a Catherine Martin en uno de estos despojos —dijo Crawford colocando una fotografía sobre la reluciente superficie— de la mesa.

—Retire eso inmediatamente —replicó el doctor Danielson—. Este gesto que acaba de hacer revela una puerilidad y una actitud de amenaza intolerables. Sepa que fui cirujano de guerra, señor Crawford. Vuelva a guardarse esa fotografía en el bolsillo.

—Naturalmente, un cirujano puede contemplar sin alterarse la imagen de un cadáver mutilado —argumentó Crawford, arrugando el vaso y oprimiendo con el pie el pedal de la papelera—. Pero no creo que ningún médico pueda soportar la idea de que se despilfarre una vida. —Arrojó el vaso a la cubeta y la tapa se cerró con satisfactorio ruido—. No voy a pedirle que me revele información relativa a sus pacientes sino sólo la correspondiente a determinadas solicitudes seleccionadas por usted de acuerdo con los puntos que aquí se enumeran. Usted y sus asesores psiquiátricos pueden manejar las solicitudes rechazadas con mayor rapidez y eficiencia que yo. Si descubrimos a Buffalo Bill gracias a su información, doctor, omitiré este hecho. Ya hallaré una manera convincente de explicar cómo lo hemos conseguido, y así constará en el expediente.

—¿Me está usted proponiendo que Johns Hopkins se convierta en un testigo protegido, señor Crawford? ¿Insinúa usted que adoptemos una nueva identidad? ¿Que nos convirtamos en la Universidad Bob Jones, por decir algo?

»Dudo mucho de que el FBI o cualquier otra agencia del gobierno sean capaces de guardar un secreto.

—Se llevaría usted sorpresas.

—Lo dudo. Intentar justificar una burda mentira burocrática sería mucho más perjudicial que limitarse a decir la verdad. Por favor, no intente protegernos de ese modo, señor Crawford. Muchas gracias.

—Las gracias se las doy yo, doctor Danielson, por sus jocosos comentarios. Me resultan de gran utilidad; dentro de unos instantes le demostraré el porqué. Ya que tan partidario se muestra usted de la verdad, escuche ésta: el hombre que buscamos asesina a mujeres jóvenes y les arranca la piel. Se viste con esas pieles para salir de parranda. No queremos que vuelva a hacer tal cosa. Si no me ayuda usted lo más aprisa que pueda, lo que haré con usted será lo siguiente: hoy mismo por la mañana, el Departamento de Justicia comunicará oficial y públicamente haber solicitado un mandato judicial manifestando que usted se ha negado a cooperar. Difundiremos ese comunicado dos veces al día, con tiempo suficiente para que se hagan eco de él los telediarios del mediodía y de la noche. Todo comunicado difundido por el Departamento de Justicia sobre este caso llevará aneja una nota explicativa sobre el desarrollo de nuestras relaciones con el doctor Danielson, de Johns Hopkins, cuya colaboración intentamos conseguir. Cada vez que se produzca alguna noticia relacionada con el caso de Buffalo Bill, es decir, cuando aparezca flotando el cadáver de Catherine Baker Martin, o el siguiente, o un tercero, difundiremos acto seguido un comunicado oficial manifestando en qué estado se encuentran nuestras relaciones con el doctor Danielson, de Johns Hopkins, dando a conocer públicamente sus jocosos comentarios sobre la universidad de Bob Jones.

»Una cosa más, doctor. Ya sabe usted que el Comité de Servicios Humanos y Sanitarios tiene su sede aquí, en Baltimore. Mis pensamientos han volado sin querer a la Oficina de Políticas Prioritarias, como los suyos, si no me equivoco. Qué le parecería si la senadora Martin, poco después del entierro de su hija, plantease a los miembros de la comisión la siguiente pregunta: “¿No creen ustedes que las intervenciones quirúrgicas de cambio de sexo han de considerarse cirugía estética?”. A lo mejor esos respetables caballeros reflexionan y contestan: “Pues, ¿sabe usted lo que le digo? Que la senadora Martin tiene toda la razón. Sí, sí, efectivamente se trata de cirugía estética”, y entonces su programa, doctor Danielson, se queda sin la subvención federal que permite que se lleve a cabo.

—Esto es un insulto.

—No, señor. Es la pura verdad.

—Sus palabras no me asustan, su prepotencia no me intimida…

—Perfecto. No tenía la intención de conseguir ni una cosa ni la otra, doctor. Sólo quiero que sepa que hablo en serio. Ayúdeme, doctor, se lo pido por favor.

—Ha dicho que estaba usted trabajando con Alan Bloom.

—Así es. La Universidad de Chicago…

—Conozco a Alan Bloom y prefiero discutir este tema a nivel profesional. Dígale que me pondré en contacto con él esta misma mañana. Le comunicaré a usted lo que he decidido antes de mediodía. Me preocupan enormemente las jóvenes asesinadas, señor Crawford, y las otras también, pero hay muchas cosas en juego a las que seguramente no concede usted toda la importancia que merecen… Señor Crawford, ¿hace tiempo que no se ha hecho tomar la presión?

—Me la tomo yo mismo.

—¿Y también se receta usted mismo?

—Eso está penado por la ley, doctor Danielson.

—Pero tendrá usted un médico.

—Sí.

—Comuníquele a cuánto está de máxima y mínima, señor Crawford. Qué pérdida irreparable para todos nosotros si cayese usted muerto de repente. Me pondré en contacto con usted dentro de un rato.

—¿Cuánto rato, doctor Danielson? ¿Una hora?

—Una hora.

El zumbador de Crawford empezó a sonar en el momento en que éste salía del ascensor en la planta baja. Jeff, su chófer, le llamaba con gestos cuando Crawford se acercaba corriendo a la furgoneta. La han encontrado muerta, pensó Crawford mientras agarraba el teléfono. Era el director del FBI. La noticia, no tan mala como la que esperaba, no podía ser peor: Chilton se había entrometido en el caso y ahora la que iba a intervenir era la senadora Martin. El fiscal general del Estado de Maryland había autorizado el traslado del doctor Hannibal Lecter a Tennessee. Iba a hacer falta toda la fuerza del tribunal federal del distrito de Maryland para impedir o retrasar el traslado. El director quería la opinión de Crawford, y la quería ahora mismo.

—No cuelgue —dijo Crawford. Se apoyó el teléfono en el muslo y miró por la ventana de la furgoneta. Pobre era el colorido que revelaba aquel amanecer de febrero.

Todo gris. Desolado.

Jeff empezó a decir algo, pero Crawford lo silenció con un gesto.

La monstruosa egolatría de Lecter. La ambición de Chilton. El terror que la senadora Martin experimentaba por su hija. La vida de Catherine Martin. Todo había confluido.

—Déjeles ir —dijo al teléfono.