25

Charles encontró a su esposa en un rincón tranquilo del jardín, sentada en un banco de granito, con la mirada fija en el seto de enfrente. Él se detuvo en el sendero para permitirse el lujo de apreciar por un momento la sombra curva de la calántica en sus pómulos, el modo en que sus ojos reflejaban el brillo del sol poniente. La garganta se le anudó con el dolor de algo que podía imaginar, pero que jamás sabría de verdad.

Como siempre, ella levantó la vista al momento, consciente de que la observaba.

— Has descubierto algo —adivinó él.

— Sí. —Mélanie le observó la cara—. Por lo que veo, tú también.

Charles hizo un gesto afirmativo y se sentó a su lado.

— Empieza tú —dijo ella.

La mirada de su esposo fue también hacia las hojas entretejidas y las intrincadas ramas del seto. Era imposible decir qué había en el centro de esa mata.

— Varias cosas. La más importante es que Quen parece ser hijo de mi padre.

Mélanie cogió aliento con tanta brusquedad que fue como un tajo de cuchillo.

— Comienza por el principio, Charles.

Él se las compuso para hacer un relato bastante coherente de la escena con su padre y con Glenister. Mélanie lo escuchaba en silencio. No le demostró conmiseración ni le preguntó cómo lo afectaban esas revelaciones; mejor así, pues él no se sentía capaz de responderle. Cuando acabó de hablar ella se quedó mirándolo. Charles sintió la presión de todo lo que se habían dicho y lo que habían callado en el curso de ese día.

— Supongo que la primera pregunta es la que nos hacemos una y otra vez: ¿les crees?

Él bajó la vista a las punteras de sus botas contra la hierba húmeda.

— Esa escena podría ser un montaje de mi padre, pero no creo que Glenister sea tan buen actor. Por eso me inclino a creer lo de la apuesta y la esposa de Glenister. Y lo de Quen. —Barrió con la mano una hoja caída en el banco—. Pero me parece posible que mi padre fingiera su espanto al enterarse de que Honoria estaba embarazada.

— ¿Parecía estar actuando?

— No, pero en sus buenos momentos es muy convincente. —Charles cambió de posición sobre el duro granito—. Volvemos al escenario más probable. Honoria entró subrepticiamente en su cuarto; él descubrió que estaba embarazada, dedujo rápidamente que Glenister había planeado esa venganza…

— Tu padre no pudo matar a la señorita Talbot, Charles.

— Seguimos girando en círculos, Mel, pero no puedes negar que es posible.

— Sí que puedo. Ahora sí. Tu padre no pudo matar a la señorita Talbot, pues tiene una coartada. Tu tía Frances.

— ¿Qué demonios haría mi padre con tía Frances en medio de la…? Ah… —Se quedó mirando los francos ojos de su esposa—. Dios mío…

Mélanie alisó la fina tela de su falda con las manos, como si estuviera decidida a plancharle todas las arrugas, y le repitió su conversación con lady Frances.

Por la cabeza de Charles pasaron incontables duelos verbales entre su padre y su tía.

— Siempre pensé que se despreciaban mutuamente.

— El respeto y la simpatía no siempre tienen que ver con eso, tal como ella me hizo notar.

Charles contempló a su esposa y amante; pensó en tenerla entre los brazos, en tocarla y buscar consuelo en su carne cálida. ¡Qué poco claro era el límite entre el deseo y la necesidad, entre la lujuria y la ternura, entre dar placer a una amante y utilizarla para obtenerlo! ¿Cuándo se convertía el deseo en manipulación, cuándo la honestidad cedía paso al engaño? Lo que Romeo sentía al abrazar a Julieta, ¿era tan diferente de lo que experimentaba Edmundo al besar a Goneril o a Regan?

— Supongo que… siempre pensé que tía Frances tenía mejor gusto.

— Por si te sirve, creo que ella misma está desconcertada por la reacción que le provoca tu padre. Pero aparte de lo que eso pueda significar, querido, confirma que tu padre no pudo matar a la señorita Talbot.

— A menos que tía Frances esté mintiendo.

— ¿Crees que dice la verdad sobre sus amores con tu padre, pero miente con respecto al horario?

— No parece probable, pero es una posibilidad.

— Remota.

— Sí. —Él cogió aliento. El aire parecía más ligero. Lo cual era absurdo, pues el alivio de saber inocente a su padre se enfriaba por el hecho de que el culpable debía ser otra persona, muy probablemente alguien a quien él quería más que a su padre.

Se concentró en otra información proporcionada por el diálogo de su esposa con lady Frances.

— Interesante, eso de que la muerte de Cyril Talbot no fue un simple accidente de caza, como se nos hizo creer.

— Y la sospecha de tu tía, con respecto a que algunos de los presentes eran franceses de incógnito. Naturalmente, si eran amigos que tu padre hizo antes de la guerra, es posible que utilizaran nombres falsos sólo para pasar dos semanas disfrutando con viejos amigos.

— Pero también podrían ser miembros de la Liga Elsinore, que utilizaban esa fiesta como fachada para reunirse con Cyril Talbot, quien puede haber sido Le Faucon de Maulévrier.

— Le Faucon también puede haber sido uno de esos franceses misteriosos. O el irlandés de los ojos fríos. Y lord Cyril, un miembro de la Liga. De un modo u otro, sigo preguntándome hasta qué punto su muerte fue accidental.

— O si en verdad murió. Aún me cuesta creer que esté vivo en algún lugar, pero es que me crié aceptando su muerte como algo real. Si mi padre y Glenister ayudaron a la Liga a representar la muerte y la desaparición de Cyril, se explica que la llegada de tía Frances y Louisa Mitford les hiciera tan poca gracia. Pero también se explicaría si ella está en lo cierto con su teoría de que el grupo estaba en medio de una orgía sólo para hombres. —Charles pasó un dedo por el granito del banco, carcomido por la intemperie y el aire salitroso—. Nunca pensé que mi padre y Glenister pudieran ser amantes, pero supongo que da un extraño sentido a la manera en que ellos compiten, tratan de robarse mutuamente las mujeres y siguen siendo amigos, en cierta manera, a pesar de todas las traiciones.

— Charles —dijo Mélanie, con ese tono apasionado que adoptaba su voz cuando estaba poniendo los datos en orden—, supón que las dos teorías son ciertas. Supón que era una orgía para hombres solos y que Cyril Talbot y algunos otros eran miembros de la Liga Elsinore. Supón que uno de los franceses de incógnito era el coronel Coroux. En ese caso es posible que no tratara de extorsionar a Le Faucon o a otro miembro de la Liga, para que lo ayudara a escapar de Francia. Tal vez extorsionaba a tu padre y a lord Glenister por la relación que ellos mantenían o por el pasado de Cyril Talbot. Esa carta cifrada que nos dio Francisco, con la amenaza de revelar la verdad, pudo haber sido dirigida a tu padre y a lord Glenister; podrían ser ellos los que «temían por Honoria». Temerían que ella descubriera la verdad sobre el pasado de su padre o el hecho de que ellos fueran amantes. O ambas cosas.

— Y si Tommy está en lo cierto al decir que Le Faucon planea asesinar a alguien para ocultar su pasado, el objetivo podría ser mi padre. O Glenister. O ambos.

— Sí. A menos que nuestra sospecha de anoche fuera cierta y el blanco fuera la misma señorita Talbot.

— Aun no entiendo qué podría recordar Honoria de algo que sucedió cuando era una criatura. Ni por qué ahora se habría convertido súbitamente en una amenaza.

— Podríamos enfrentar a tu padre y a lord Glenister, pero en el caso de que fuera verdad es probable que ellos lo negaran rotundamente.

— Sí. Es mejor esperar a la noche, por si Tommy puede arrojar alguna luz sobre el asunto. Antes de soltar esto contra mi padre y Glenister prefiero contar con tanta munición como se pueda. Es bien posible que la muerte de Honoria no tenga relación alguna con la Liga Elsinore. —Charles cogió aliento—. También he conversado con mi hermana. —Charles explicó lo de Gisèle y Andrew—. Eso explica qué estaba haciendo él en la casa. Pero obviamente Gisèle sospecha que él estaba enamorado de Honoria, y si fuera así tendría un motivo. Andrew no está en la oficina. Acabo de ir hasta el albergue; su madre ha dicho que no estaba en casa. No estoy seguro.

En la hierba sonaron unas pisadas sordas.

— Charles. —David se acercó a ellos, pálido como las cenizas—. Lo siento; sé que no deberías contarme nada de esto, pero necesito saber algo. Simon me ha dicho… lo de Honoria… que la encontró en su habitación. Al principio no he querido creerle. ¡Dios, hasta lo he acusado de mentiroso! Es la primera vez que le digo algo así. Aún no puedo… Pero ¿por qué, Dios mío? ¿Tienes alguna idea?

Charles se levantó para mirar a su amigo.

— ¿De por qué fue al cuarto de Simon? Sí. ¿Por qué la mataron? Tengo varias ideas, pero ninguna respuesta. Todavía. —Miró a Mélanie—. Creo que es hora de celebrar otro consejo de guerra. Pero también deberíamos incluir a Simon.

— ¿Estás seguro de querer contarnos algo? —objetó David—. Técnicamente los dos somos sospechosos.

— Técnicamente, sí, pero…

— Lo sé: te parece inconcebible que la haya matado uno de los dos. Pero a mí me parece inconcebible que la haya matado ninguna de las personas de esta casa.

Charles, sonriente, le dio una palmada en el hombro.

— En realidad iba a decir que, aun en el caso de que tú o Simon la hayáis matado, es posible que se gane más de lo que se pueda perder si observamos cómo reaccionáis ante lo que hemos descubierto.

Después de observarlo durante unos instantes, David respondió con otra sonrisa. Mientras echaban a andar hacia la casa, Charles se preguntó si su amigo tenía alguna remota idea de lo serias que eran sus palabras.

En el comedor se había dispuesto una cena fría, para ahorrar a los huéspedes la incomodidad de una comida formal. Charles, Mélanie, David Mallinson y Simon Tanner llevaron sus platos a la sala vieja y picotearon un poco, mientras Charles relataba casi todo lo que habían descubierto en el curso del día. Lo que omitió fueron las revelaciones de Gisèle sobre lo que sentía por Andrew.

Mélanie observó a David y a Simon mientras escuchaban a su marido. El primero palidecía cada vez más. Simon arrugaba el entrecejo, pero sin parecer sorprendido.

— Yo estaba allí —dijo David, cuando Charles hubo terminado—. En Lisboa. Y nunca me dijiste…

— ¿De qué habría servido? —Charles estaba apoyado contra el pianoforte, con las manos cruzadas a la espalda—. Supuse que era un enamoramiento de colegiala, que lo superaría con el tiempo.

— Pero no fue así. Es decir… —Su amigo tragó saliva, como si aún no pudiera creerlo—. Fuera lo que fuese, no lo superó. Si me lo hubieras dicho…

— Si te hubiera dicho ¿qué?

— Probablemente te habría aconsejado que te casaras con ella.

— Sí, supongo que sí. Y no habría sido lo más prudente para ninguno de nosotros.

Entre los dos hombres reverberaban ecos de lo que pudo haber sido.

— Podrías haberla…

— ¿Protegido? Honoria no quería que la protegieran.

— Te quería. Puedo jurarlo. —David miró un momento a su amigo—. Creo que te amaba.

— Dudo que Honoria supiera lo que era el amor. Pero aunque me quisiera, es sabido que el amor no es garantía de felicidad.

Mélanie hundió la vista en el vino rojo de su copa, tratando de que la dolorida mueca interior no aflorara a sus ojos.

— ¿Cómo pudo hacer eso? —Mallinson dio una vuelta por la habitación—. ¿Cómo pudo degradarse así, como…?

— ¿Como Glenister, Quen y Val? —completó Simon, en una voz más seca que el mejor jerez.

— No. Sí. ¡Demonios, ya se sabe que para las chicas es diferente!

— ¿Porque no queremos hacer ese tipo de cosas? —Mélanie levantó la vista—. ¿O porque se supone que no debemos hacerlas?

David cogió aliento y se pasó una mano por el pelo.

— Eres amable al defenderla, Mélanie, pero tú no harías esas cosas. Bien lo sabes.

Ella bebió un sorbo de vino, con la mirada fija en el borde dorado de su plato. Sentía que Simon la observaba.

— ¿Estás seguro? —preguntó Mallinson a Charles—. ¿De todo eso? Sólo sabemos algunos fragmentos. Y no contamos más que con la palabra de Val. Supongamos que ha inventado todo eso de que jugaba con Honoria…

— ¿Y fue otro hombre el que la desafió a meterse en mi cama? —preguntó Simon.

David giró bruscamente hacia su amante.

— Tú tampoco has ayudado. Si tú y Charles hubierais sido francos conmigo…

— ¿Habrías propuesto que me casara con Honoria? Eso habría creado unas reuniones familiares muy interesantes.

— Si piensas hablar como en una de tus puñeteras obras será mejor que cierres el pico.

— Sólo trato de ser honesto.

— Ya no sé dónde buscar honestidad. Toda la vida de Honoria era una mentira.

— Ella no era como tú creías —dijo Simon—. ¿Y quién de nosotros lo sería, puesto bajo un microscopio? ¡Maldita sea, pero si tú y yo vivimos un secreto cada día de nuestra vida!

— Si piensas comparar mi amor por ti con coleccionar aventuras por deporte…

El dramaturgo rozó con los dedos la mejilla de su amante.

— No. Tienes razón.

— Ella vivía rodeada de intrigas románticas, pero se esperaba que se mantuviera bajo campana de cristal —comentó Mélanie—. Como Ofelia en Elsinore. «La doncella más prudente es siempre demasiado pródiga si muestra su belleza a la luz de la luna.» No dudo que lord Glenister y el señor Fraser se habrían apresurado a respaldar la opinión de Laertes. —Pensó en las pinturas de Fragonard que estaban sembradas por toda la casa: jóvenes amantes en un rosedal, observados por Venus y Cupido; un mundo de romance azucarado con la carnalidad palpitando a flor de piel—. La señorita Talbot tenía una posición envidiable, mucho mejor que la de muchas mujeres: contaba con un apellido antiguo, una fortuna y todo el dinero que quisiera gastar. Pero no era mucho lo que se le permitía hacer de su vida, aparte de parecer virtuosa hasta su casamiento. No me agrada la manera en que trató de utilizar a Simon. Y a Charles. Pero creo que comienzo a entenderla. Quería ser algo más que un adorno bonito.

Mientras hablaba sentía sobre sí la mirada de Charles, pero él no dijo nada. David apartó su plato intacto.

— Las mujeres no tienen muchas opciones en la vida. No digo que… Lo comprendo, sí. Pero ella podría haberse dedicado a escribir, a pintar, a componer música.

— Se crió en el ambiente de Glenister House —apuntó Charles—, donde la moneda de cambio era la intriga sexual.

— Es una pena que no haya podido ingresar en el ejército o en la política —comentó Mélanie—. Habría sido un general admirable. E imagino que habría resultado letal a la hora de hacer que aprobaran un proyecto de ley en el Parlamento.

David meneó la cabeza.

— Parece tan… triste…

Simon bebió un sorbo de vino.

— El gozo puede adoptar muchas formas diferentes, como te diría lady Frances, sin duda.

— ¡Ah, y lo de lady Frances! —exclamó David—. Aún no puedo creer que…

— ¿Que fuera amante de mi padre? —completó Charles—. Es asombroso, lo reconozco. Más aún que imaginar a mi padre y a Glenister como amantes.

Por la cara de Mallinson pasó una expresión de repugnancia, como si no pudiera soportar la idea de que las intrigas amorosas de esos dos caballeros tuvieran el más remoto parecido con su propia vida sentimental.

— Pero si ellos fueran amantes…

— ¿Se habrían comportado más bien como tú y Simon? —adivinó Mélanie—. No necesariamente. El señor Fraser y lady Frances no se comportaban en absoluto como Charles y yo.

Alguien tocó a la puerta. Addison y Blanca entraron en la sala.

— Perdonen ustedes la interrupción —dijo el ayuda de cámara—, pero he pensado que los señores querrían saber qué ha resultado de nuestro interrogatorio al personal.

— Por supuesto —confirmó Charles—. Pasad. ¿Habéis comido?

Blanca arrugó la nariz al echar un vistazo a los platos esparcidos por la habitación, casi intactos.

— Nos han llevado comida al salón de servicio. Pero tampoco nosotros teníamos apetito.

Ambos se sentaron juntos en uno de los sofás de seda crema, a una correcta distancia de un metro. El afecto entre ellos era obvio para quien supiera observar, pero Mélanie sólo podía sospechar el grado de la relación que mantenían. Si las cosas hubieran dependido de Blanca, probablemente los dos habrían formado pareja años atrás; pero Addison tomaba el código caballeresco con tanta seriedad como Charles y era tan precavido como él con respecto a sus sentimientos.

— Hemos conversado con todos, al menos un poco —dijo la muchacha, alisándose la falda—. Algunas de las criadas tienden a mirarme con desprecio por ser extranjera; otras me envidian porque conozco la última moda de París. Pero con los lacayos me ha ido muy bien.

— No me sorprende ni lo uno ni lo otro —comentó Mélanie.

— Con excepción de la doncella de la señorita Talbot, la mayoría del personal y los criados visitantes llevan varios años en sus puestos —agregó Addison—. Eso no impide, por supuesto, que hayan sido empleados por la Liga Elsinore, pero lo torna menos probable.

— Y con tantos ayudas de cámara y doncellas visitantes, casi todos comparten habitación con dos o tres personas más —continuó Blanca—. Con tal amontonamiento no resulta fácil, por las noches, escabullirse de la propia cama ni hacer nada más o menos interesante. —Echó una mirada de reojo a su compañero.

— En efecto. —Él mantenía la vista fija hacia delante—. Morag, la única con quien Blanca ha hablado, la que se escabulló para reunirse con su pretendiente, había hecho jurar a sus tres compañeras de alcoba que le guardarían el secreto.

— Una de ellas es Marjorie, la doncella de la señorita Fraser; parecía muy nerviosa —comentó Blanca—. Pero sólo he conseguido hacerle admitir que temía meter a Morag en problemas.

— Ha sido difícil lograr que ninguno de ellos admitiera algo —dijo Addison—. Claro que, para el personal de servicio, la discreción es un atributo vital.

— Y en vuestro caso hemos de estar extraordinariamente agradecidos —los elogió Charles.

Su ayuda de cámara esbozó una sonrisa breve y cálida, que le hizo parecer cinco años más joven.

— El ayuda de cámara del señor Fraser y el de lord Glenister se mostraron muy renuentes a decir nada de sus amos. Pero averigüé que ambos se han reunido muchas veces con sus amigos, en esta casa. Para excursiones de caza, según tengo entendido. No era el tipo de reuniones que puedan…

— … incluir a mujeres —concluyó Charles por él—. Mucho menos señoras de buena familia.

Addison hizo un gesto afirmativo.

— Lord Cyril Talbot perdió la vida en una de esas excursiones de caza. Al parecer tuvo un accidente con un arma de fuego. En esa ocasión estaban presentes varios miembros del personal actual; por entonces Hopetoun era lacayo y la señora Johnstone, criada de habitaciones. Pero ha resultado algo difícil aclarar la secuencia exacta de los hechos. Al parecer, después de que lord Cyril se hirió ningún criado pudo entrar en la habitación donde estaba.

Charles se inclinó hacia delante.

— ¿Dices que mi padre los mantuvo deliberadamente alejados?

— Nadie lo dijo con claridad, pero ésa es la impresión que me ha dado —confirmó Addison—. Además…

— Lord Cyril no murió de inmediato; sin embargo no se llamó a ningún médico —informó Blanca.

Su compañero giró la cabeza hacia ella.

— De eso no estamos seguros.

— No, pero bien se puede deducir, como tú dices siempre. La señora Johnstone está segura de haber oído la voz de lord Cyril en la biblioteca, después del accidente. Y nadie recuerda que se enviara a buscar a un médico.

— ¿Recuerda alguno de ellos haber visto el cadáver de lord Cyril? —preguntó Mélanie.

Addison la miró a los ojos por un momento.

— No. Hopetoun no recuerda que se llamara a ninguno de los lacayos para transportar el cuerpo a la capilla ni para ordenar el ataúd. El señor Fraser, lord Glenister y sus amigos deben de haberlo hecho todo por sí solos.

Evie entreabrió la puerta del Salón Azul. No sabía bien por qué se le había ocurrido que podría encontrarlo allí, salvo porque Honoria había dicho una vez que, de toda Dunmykel, ésa era su habitación favorita. El sol comenzaba a ponerse. Los rayos de luz que entraban por los cristales de la ventana destacaban su pelo dorado, tan parecido al de Honoria. Estaba encorvado en una poltrona junto a la chimenea, de espaldas a la puerta; le temblaban los hombros.

Ella entró subrepticiamente y cerró la puerta a sus espaldas.

— Bien puedes llorar. Era tu prima. Por no mencionar que estaba gestando un hijo tuyo.

Val se quedó completamente inmóvil; luego se giró para mirarla fijamente a través de las sombras.

— ¡Vamos, Val, que no soy ciega! Ni sorda. ¿Cómo supones que puedo haber vivido tantos años en Glenister House sin enterarme?

— Nunca dijiste…

— ¿Qué diantre podía hacer? —Evie se acercó hacia el escritorio incrustado de lapislázuli, detrás de la poltrona, y sacó pedernal de uno de los cajones para encender un par de velas en sus palmatorias de Sèvres—. ¿Deciros que estabais haciendo algo deplorable y deshonesto?, ¿que mucha gente podría resultar perjudicada? Era cierto, ya lo sabes, pero ninguno de vosotros ha escuchado jamás lo que yo decía. Cuando sospeché lo del niño traté de que Honoria hablara, pero ella no estaba dispuesta a discutirlo conmigo. Si no lograba siquiera que me devolviera los pendientes, ¿cómo demonios habría podido controlarla en esto?

Val seguía mirándola por encima del respaldo de la poltrona. La luz de las velas brillaba en los surcos mojados de sus mejillas.

— ¿Cómo puedes hablar con tanta serenidad de…?

— ¿Por qué no? —Después de guardar el pedernal, Evie cerró el cajón con un movimiento seco—. Tú puedes.

— Sí, pero…

— Ah, ya comprendo; no acostumbras discutir este tipo de cosas con señoritas vírgenes, ¿verdad? ¿A menos que sean las vírgenes que te llevas a la cama?

Él enrojeció hasta el color del vino clarete.

— Evie…

— Ya sé: las reglas son diferentes cuando se trata de una chica que podría ser tu hermana. Pero con Honoria no fue así.

— ¡Por el amor de Dios, ni siquiera deberías saber…!

Ella rodeó la poltrona para sentarse a su lado.

— Es un poco tarde, Val. Me crié en Glenister House.

El miedo centelleó en los ojos del joven como una señal luminosa.

— ¡Ay, mujer, no habrás…!

— No, sigo siendo perturbadoramente pura. No sé muy bien por qué, pero tengo esa absurda idea de que debo esperar hasta que lleguen el amor y el matrimonio.

— Y así es —aseguró Val, con una severidad que en cualquier otra circunstancia habría resultado graciosa—. Es decir…

El dolor de las últimas veinticuatro horas burbujeó dentro de ella. Apoyó una mano sobre la de su primo, en la seda adamascada de la poltrona. Azul cerúleo, el color favorito de Honoria.

— Está bien, Val. Ya no tiene sentido que nos recriminemos nada. Yo no la entendía. Que Dios me perdone, pero a veces la odiaba.

Él le clavó los ojos dilatados por la sorpresa.

— No me mires así. Bien sabes lo exasperante que podía ser Honoria. Era humanamente imposible no odiarla de vez en cuando. Supongo que eso me da un motivo. Claro que todos los demás también parecen tener alguno.

Val hizo una mueca de dolor. Evie le estrechó la mano; si estaba allí no era para hablar de motivos para asesinar.

— Pero la echo de menos. Tú también, sin duda.

Él abrió la boca como para hablar, pero tragó saliva y se limitó a un gesto afirmativo. Evie enlazó los dedos con los de él.

— Esta noche no puedo dejar de recordar las cosas gratas. Que venía a mi cuarto y me cogía la mano cuando yo despertaba llorando por mi casa, cuando vine a Glenister House. Aquellas estupendas tonterías teatrales que organizaba en Argyllshire, aquel verano en que llovió toda una quincena. La Navidad en que decidió tejernos regalos a todos y nos repartió esas bufandas horriblemente torcidas… Despertaba ternura descubrir que había algo que Honoria no supiera hacer bien.

Val dejó oír una risa estrangulada y le estrechó los dedos.

Pasaron un rato en silencio, rodeados por el resplandor de las dos velas. Así solían sentarse en la alfombrilla de la sala de estudios, en aquellos lejanos días en que ella, recién llegada a Glenister House, pensaba que sus primos no podían hacer nada malo. Antes de entender las tinieblas que acechaban en todos ellos.

Y en ella misma.

Si Londres le había agitado recuerdos ingratos, Escocia lo helaba hasta los huesos. La densa humedad del aire era peor que el hollín y la suciedad londinense. La diminuta bodega de la embarcación que lo había traído costa arriba hacía que, por comparación, el barco pesquero con que había cruzado el Canal pareciera tan amplio como un yate. La habitación llena de corrientes de aire que ocupaba en la pensión de Londres era un lujo exquisito comparado con esa cabaña de granito, con telarañas en todos los rincones y el olor de la turba impregnado en las piedras y las vigas.

Él había estado en lugares peores. Chozas de barro en España. Cuevas en los Pirineos. En Rusia, una granja incendiada, con el tejado cubierto de hielo y la nieve que caía a través del techo chamuscado.

Pero en ninguno de esos lugares se había sentido tan tonto. Tenía atascado en el fondo de la garganta el fracaso sufrido en Londres, como si fuera un sabor a carne rancia. No habría debido permitir que la amante de Soro se le escapara. Aun así habría podido arreglarlo todo, a no ser por ese abrupto viaje a Escocia, que le impedía buscarla. Aquí no cometería los mismos errores.

Tiró del cordel para abrir la taleguilla de pólvora y comenzó a cargar la pistola, en preparación para el trabajo de esa noche.