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Mélanie se quedó mirando el revoltijo de papeles de vitela con bordes dorados que tenía ante sí en el escritorio. Invitaciones que solicitaban el placer de contar con la presencia del Sr. Charles Fraser y Sra. en bailes, cacerías, recepciones, cenas, veladas musicales, desayunos y fiestas campestres. Escritas a mano, con la letra fluida que enseñaban las institutrices, por señoras a las que no conocía personalmente; la mitad de ellas estaban vinculadas a una u otra rama de la familia de Charles; las otras, sin duda, habían rodado aros en Hyde Park con su madre, jugado a las muñecas con Gisèle o tocado piezas de Mozart a dúo con él mismo.

Charles le había dicho que, por lo que a él concernía, podía escoger aquellas que deseara aceptar o rechazarlas todas. Pero ella sabía que no era tan sencillo. Ahora que su esposo estaba en el Parlamento, agasajar y ser agasajados era una parte importante de la carrera política: la parte que, supuestamente, quedaba a cargo de la esposa del político.

Echó un vistazo a la alfombrilla tendida junto al hogar, donde Colin construía una torre con cubos. Jessica, apoyada en un cojín, lo observaba muy atentamente.

Ella y los niños estaban en la biblioteca, pretencioso nombre con que, optimistas, denominaban un vestíbulo trasero de la planta baja lleno de estanterías, actualmente lleno también de cajones con libros que no habían cabido en los estantes. Puesto que era la señora de la casa, debería haber elegido una de las decorosas habitaciones del primer piso para atender su correspondencia, pero el olor musgoso de los libros y ese caótico desorden le resultaba muy consolador: se había acostumbrado a él en los años que había pasado en alojamientos pequeños y atestados.

Jessica cogió un cubo colorado y trató de metérselo en la boca. Por suerte era demasiado grande como para que se lo tragara. Colin alargó la mano para cogerlo. La niña aulló. La mitad de los cubos rodaron por el suelo.

— ¡Mamá! —protestó él.

— Es frustrante, querido, ya lo sé. Déjale ése y aparta un poco la torre. Ella aún no sabe gatear.

Colin comenzó a apartar los cubos de su hermana, que ahora sonreía.

— ¿Cuándo volverá papá? Dijo que nos leería un cuento.

— Y no se le olvidará, puedes estar seguro. Vendrá antes de cenar. Ha ido a ver a su padre.

Mélanie echó un vistazo al reloj de la repisa. Faltaba media hora para la entrevista de Charles con Kenneth Fraser. No había vuelto desde que salió por la mañana, después de tomarse una apresurada taza de café. La noche anterior ninguno de los dos había descansado mucho. Charles daba vueltas y pateaba el cubrecama, murmurando frases ininteligibles; finalmente el terror lo cubrió de sudor frío. Había rechazado el consuelo que ella le ofrecía como si fuera una bofetada. Por el resto de la noche permaneció quieto como una piedra, tratando de dominar la respiración para no molestarla. Ella lo sabía, puesto que estaba haciendo exactamente lo mismo.

Se obligó a concentrarse nuevamente en las invitaciones. En el Continente, agitado por la guerra, las reglas de la vida social eran más liberales. El estilo británico, en cambio, era territorio desconocido y ella ignoraba lamentablemente las normas del trato.

Sonó un golpecito a la puerta; Michael entró en la habitación.

— Ha venido la señorita Talbot, señora. —Mantenía los hombros puntillosamente cuadrados, pero su oscura mirada era afable y solidaria—. ¿Está usted en casa?

Mélanie paseó la mirada rápidamente por la habitación. Su primer impulso fue ordenar que la hicieran pasar a la sala, pero bien vistas las cosas prefería recibir a la vieja amiga de Charles (amiga o lo que fuera) en su propio territorio. Dispuso de cinco minutos para alisarse la falda, frotar las manchas de tinta que tenía en las uñas, peinar a Colin con la mano y alzar a Jessica, antes de que Michael anunciara:

— La señorita Talbot.

Honoria Talbot entró en la habitación entre un vaho de violetas y jacintos y un murmullo de muselina y satén amarillo pálido. Esbozó una amplia sonrisa en la que chispeaba el grado justo de informalidad que permitía la buena educación.

— Tenía esperanzas de conocer a los miembros más pequeños de la familia Fraser.

— Colin, mi hijo, y la niña, Jessica. Ella es la señorita Talbot, Colin. —Y de inmediato, puesto que de cualquier manera el niño lo descubriría muy pronto, Mélanie añadió—: Va a casarse con tu abuelo.

Colin, que había sido presentado al duque de Wellington, al príncipe heredero de los Países Bajos, a Talleyrand, Metternich y la duquesa de Richmond, dio un paso adelante e hizo una reverencia.

— ¿O sea, que usted va a ser mi abuela?

La señorita Talbot, riendo, se puso en cuclillas para bajar a la altura del niño, sin que le importara arrugarse los frunces de la falda.

— Supongo que sí, pero me temo que aún estoy acostumbrándome a la idea de ser esposa, así que dejemos lo de abuela para más adelante. Será mejor que me llames Honoria, simplemente.

— Noria —repitió Colin. La cara se le iluminó con una sonrisa. Al parecer los encantos de la señorita Talbot eran efectivos sobre tres generaciones de varones Fraser.

La señorita Dudley, eficiente niñera e institutriz, entró para llevarse a los niños al jardín; Michael trajo la bandeja del té. Mélanie y la señorita Talbot se instalaron en el sofá de terciopelo verde, delante del hogar.

Honoria comenzó a desabrocharse los guantes, que tenían una abotonadura de perlas.

— Qué niños tan encantadores. Estará usted muy orgullosa. Creo que Colin tiene los ojos y la boca de Charles.

Colin no podía parecerse a Charles ni remotamente, como no fuera por pura suerte. A menos que la señorita Talbot tuviera un tacto exquisito, estaba disparando hacia Mélanie un dardo sumamente efectivo.

La dueña de la casa cogió la tetera, a la que se le había desportillado el pico en una de tantas mudanzas.

— ¿Leche o limón?

— Limón. Y dos terrones de azúcar. Soy escandalosamente golosa. —La señorita Talbot aceptó la taza con gracia y bebió un sorbo—. Me resulta muy extraña la idea de tener hijos propios, aunque hace tiempo que los deseo. —Dejó la taza y el platillo, casi sin que la porcelana emitiera ruido alguno, y clavó sus ojos azules en la cara de Mélanie—. Fingir no tiene sentido. Lo de anoche debe de haber sido un verdadero golpe, sobre todo para Charles.

Mélanie cogió la jarra de leche.

— Desde luego, fue una sorpresa.

— Pensaba ponerlo sobre aviso, pero no encontraba las palabras ni siquiera para empezar, de modo que escogí la salida del cobarde. —La señorita Talbot extendió los guantes en el regazo—. Confieso que es un alivio que Charles no esté en casa.

— Ha ido a ver a su padre.

— ¿Hoy? —Los dedos de la joven se tensaron sobre los guantes. El diamante de su anillo de compromiso reflejó la luz de las ventanas—. No esperaba que Kenneth…, el señor Fraser…, se lo dijera tan pronto.

— ¿Decirle qué? —Mélanie dejó la leche, haciendo saltar algunas gotas blancas en la madera satinada de la mesa y el borde plateado del platillo.

Su visitante depositó los guantes sobre el ridículo, que tenía forma de cocha.

— Ojalá… Pero no me corresponde a mí. Sólo le pediré que sea amable con Charles, cuando regrese… ¡Vaya, qué tonterías digo! No dudo que usted siempre es amable. Y él se lo dirá sin rodeos, por cierto. Se los ve admirablemente unidos.

Mélanie bebió un sorbo de aquel té aromático y delicado, aunque ansiaba un café con leche.

— Sin duda Charles me dirá lo que quiera decirme. —Y ofreció el plato de bizcochos.

La señorita Talbot aceptó uno, pero lo depositó intacto en el platillo.

— Espero que seamos amigas. Aunque no resultará fácil. Como ya sabrá, entre Charles y su padre no existe la relación que sería de desear entre padre e hijo.

— Tiene madera de diplomática, señorita Talbot .

— Tal vez sea presuntuoso por mi parte, pero confío en poder hacer algo para arreglar las cosas entre Charles y el señor Fraser. No lo sé todo, desde luego; sin duda usted estará mejor enterada. Pero sí sé que a todos los afectó terriblemente la muerte de lady Elizabeth, la madre de Charles. No podía ser de otro modo, sobre todo considerando la manera en que ella… —La señorita Talbot miró fugazmente a Mélanie—. Ay, Dios mío, ¿él no le ha contado nada?

El peso de las confidencias nunca hechas le oprimía el pecho a Mélanie.

— Sólo que su madre murió justo antes de que él saliera de Oxford. Supuse que había sido por enfermedad o por accidente.

— A Charles le cuesta hacer confidencias. Pero yo estaba segura de que… por lo general se franqueaba con los íntimos. Aun así, como ustedes han estado en el extranjero, lejos de la familia… Tal vez le resultó más fácil pasarlo todo por alto. —La señorita Talbot alargó la mano hacia su taza—. Cuando yo era pequeña, lady Elizabeth Fraser me parecía la mujer más hermosa del mundo. Recuerdo que una vez, durante una fiesta que se ofrecía en la casa de Escocia, vino a la habitación de los niños a darnos las buenas noches. Llevaba un vestido bordado de color plata y una diadema de diamantes. Parecía una princesa de cuento de hadas. Pero no era feliz en su matrimonio. Solía tener terribles ataques de melancolía; en otras ocasiones, en cambio, estaba como atolondrada y… ¡Bueno!, supongo que el resto no importa y no me gusta repetir cotilleos. —La cucharilla de plata temblaba en sus dedos—. Lady Elizabeth no murió por enfermedad ni por accidente. Se disparó un tiro en la cabeza cuando Charles tenía diecinueve años, una semana antes de Navidad.

A Mélanie se le pasaban por la cabeza imágenes de la niñez de su esposo. Ella suponía, dada la reserva habitual de Charles, que la muerte de su madre era aún una herida abierta, pero sin comprender el motivo en toda su extensión.

— ¡Dios mío!

— Edgar, el hermano de Charles, estaba presente cuando ella lo hizo. No conozco los detalles, pero sé que desde entonces él y Charles ya no han sido tan amigos como antes.

Edgar era uno de los pocos miembros de la familia que Mélanie había conocido en los primeros tiempos de casada. Como formaba parte del ejército de Wellington, había estado de permiso en Lisboa y en Bruselas antes de Waterloo; ahora estaba apostado en París, donde Charles y Mélanie habían vivido hasta hacía pocos meses. Edgar la había recibido en la familia con risueño buen humor y se mostraba afectuoso con sus sobrinos Colin y Jessica, pero Charles y él siempre se trataban con cautelosa distancia. La relación entre ambos desconcertaba a Mélanie, pese a su capacidad de calar a la gente. Las revelaciones de la señorita Talbot la explicaban hasta cierto punto.

— Debió de ser terrible para toda la familia.

La visitante asintió.

— Charles, apenas terminados sus estudios, consiguió un nombramiento de agregado y se fue a Lisboa. Gisèle, que sólo tenía ocho años, pasó a vivir con Frances Dacre-Hammond, la hermana de lady Elizabeth. Probablemente ninguno de ellos imaginaba que un día el señor Fraser volvería a casarse.

— Estoy segura de que todos querrán que su padre sea feliz.

La señorita Talbot torció el gesto con inesperada ironía.

— ¿Y usted dice que yo soy diplomática, señora Fraser? —Dejó nuevamente el té, pero esta vez la cucharilla repiqueteó contra la porcelana—. ¿Charles me desprecia?

— No sé por qué habría de despreciarla.

— Creo que no he llegado a ser la mujer que él esperaba.

— Charles no suele juzgar a nadie.

— No. Por eso me… Por eso me importa tanto que tenga una buena opinión de mí. —Recogió los guantes y el ridículo—. Usted ha tenido suerte, señora Fraser. No hay muchos hombres como Charles.

— ¿Y su padre? —inquirió Mélanie, sin darse tiempo a pensarlo mejor.

La señorita Talbot se puso los guantes, dedo por dedo.

— Kenneth Fraser es el hombre que he elegido. Para bien o para mal.