11
Cuando Charles cogió el llamador para tocar a la puerta de aquella pequeña casa de campo, la tensión provocada por una miríada de posibilidades inquietantes se le traslucía en la cara. Pero Mélanie captó también en sus ojos una chispa juvenil ante la perspectiva de reencontrarse con su viejo amigo. Giles McGann tenía mucha importancia para él. Sin embargo no lo había mencionado nunca ante su esposa, hasta que su nombre apareció en la lista descifrada por ella.
El golpe del llamador de hierro contra las tablas de madera resonó en el aire húmedo de la mañana. Mélanie recorrió con la vista el breve espacio de jardín cultivado entre la casa y la carretera. Alguien lo había plantado con esmero, pero ahora la maleza invadía los parterres de primaveras y anémonas, brotaba entre los adoquines que formaban el sendero hasta la puerta.
Charles golpeó otra vez y llamó:
— ¡Giles!
La palabra resonó en el aire sofocado por la bruma. Con un gesto ceñudo, sin decir más, marchó hacia la parte trasera de la casa. Las amplias ramas y las agujas de un pino escocés ocultaban a medias la puerta trasera, más baja y estrecha que la del frente. Charles llamó con los nudillos y repitió el nombre de McGann. Como pasara otro minuto sin respuesta alguna, palpó el marco de la puerta, por su parte superior, hasta hallar una llave oxidada.
Mélanie lo siguió al interior de una cocina con suelo de piedra. La luz escasa hacía relumbrar las sartenes de cobre colgadas en las paredes, pero no se percibía ningún aroma a comida preparada recientemente. Por el contrario: la habitación olía a cerrado, como si hubiera pasado algún tiempo sin que nadie encendiera el fuego ni ventilara la casa. Ella tocó la mesa de trabajo; en el gris claro de su guante quedó una película de polvo.
Charles abrió la puerta de la cocina y pasó a un vestíbulo estrecho, llamando nuevamente a McGann. Luego abrió una puerta que daba a la sala, la cruzó hacia la ventana y apartó las descoloridas cortinas para dar paso a la vacilante luz de la mañana. En las paredes se alineaban estantes cargados de libros de todo tipo y tamaño, inclinados en ángulos extraños y apilados de través para aprovechar el espacio. Más o menos como en el estudio de Charles.
Recorrió las estanterías con la mirada, el hogar ennegrecido por el humo; un guardafuego tan decolorado que era imposible saber qué había representado; en el escritorio, contra la pared más alejada, un tintero de bronce manchado y el cortaplumas. Parte de un tapiz de recuerdos del que Mélanie nada sabía.
En una mesa de tres patas, junto a una silla de pana raída, se veía un libro abierto. Junto a él, una copa y una palmatoria, con la cera seca formando un charco en la base de peltre. Mélanie se acercó para alzar la copa a la luz. Tenía una película de sedimento en el fondo; aún retenía un leve olor a fruta seca: vino de oporto. Mostró la copa a su marido.
— Seco —dijo—. Hace días que está así. Unos cuantos, quizá.
Charles hizo una mueca.
— McGann nunca ha sido muy doméstico, pero…
Regresó al vestíbulo para subir velozmente al primer piso. Mélanie lo siguió al dormitorio que estaba al tope. La cama de roble estaba hecha, con el edredón y la sábana retirados y una bata de lana azul desteñida a los pies del lecho. Todo listo para el habitante…, de no ser porque las sábanas también estaban cubiertas de polvo.
Con el miedo en los ojos, Charles abrió las puertas del ropero, surcadas de marcas, y dejó a la vista todo un guardarropa.
Sus dedos tocaron la raída lana gris de una chaqueta, como si tratara de conjurar recuerdos del hombre que la había usado.
— Si se fue por su propia voluntad, su partida fue repentina. Quizá…
Ambos se quedaron de piedra: en el piso de arriba había sonado un crujido que no podía deberse al viento. Él avanzó hacia la puerta. Mélanie lo siguió, sujetándose las faldas; sus botitas se deslizaban por el suelo tratando de no hacer ruido.
Subieron al segundo piso probando los peldaños para evitar chirridos delatores. No habían traído las pistolas. Tal vez era un error, pero la experiencia les había enseñado que las armas causaban tantas dificultades como resolvían.
El descansillo del segundo piso abría a un corredor envuelto en sombras. Las ventanas estaban cubiertas por gruesas cortinas que apenas dejaban pasar la luz. A cada lado del pasillo se abría una puerta. Charles señaló la de la izquierda con un gesto de la cabeza. Mélanie se apretó contra las cortinas, lista para saltar sobre cualquier persona que huyera de esa habitación.
Su marido hizo girar el pomo, abrió con suavidad y entró. De inmediato desapareció de su campo visual. Siguió un silencio. Como tenía los sentidos concentrados en ese cuarto, ella no registró el movimiento de las cortinas que tenía a su espalda hasta que un brazo le ciñó el cuello. Sintió la presión de un puñal contra las costillas.
— No te vuelvas por nada del mundo —le dijo una voz al oído—. Quédate quieta mientras bajo la escalera y no te pasará nada.
Mélanie se dejó caer en el brazo de su atacante. El peso de su cuerpo lo hizo tambalearse. Ella le aferró la muñeca y giró el cuerpo para apartarse, en el preciso momento en que Charles embestía a través del vano de la puerta. Él se detuvo en seco; sus ojos centelleaban de miedo y furia; luego se entornaron.
— ¡Belmont, grandísimo réprobo! ¡Apártate de mi esposa!
El Honorable Thomas Belmont, segundo hijo del conde de Lovel, levantó una mano para enderezar los intrincados pliegues de muselina de su chorrera.
— Pues mira, viejo amigo, deberías cuidarla mejor. Nunca se sabe quién puede estar acechando detrás de las cortinas. Mis más sentidas disculpas, Mélanie.
Ella se colocó el sombrero.
— Te has vuelto muy holgazán, Tommy. Deberías haber previsto que no podías retenerme con una llave tan vulgar.
— No ha sido uno de mis momentos más brillantes. —Tommy volvió a apoyarse contra las descoloridas cortinas y le sonrió como cuando bailaban juntos el vals, en el salón de alguna embajada; como mientras ella le vendaba el brazo herido de una puñalada, en un granero andaluz, o mientras él apuntaba su fusil, en los montes cantábricos—. Si os digo que he venido a Escocia a pescar no me creeríais, ¿verdad?
— En realidad, sí —replicó Charles—. Pero no creo que sea el tipo de cosas que se pescan en un lago o un arroyo. Supongo que te envía Castlereagh.
— No es una deducción muy brillante, Charles, puesto que ambos trabajábamos para él.
— Y tú sigues a sus órdenes. —La mirada de Fraser era tan dura como el cuchillo que su colega había apretado en el costado de Mélanie.
Tommy hizo una mueca.
— Si supiera que he hablado contigo me despellejaría vivo. Me advirtió que tú no debías enterarte de mi presencia aquí. Dijo que serías difícil, lo cual es un poco redundante: siempre has sido muy difícil.
— Y por eso has amenazado a Mélanie con un puñal para intentar la fuga.
— Era obvio que no resultaría. Pero al menos debía intentarlo.
Charles cruzó los brazos en el pecho.
— La última vez que supimos de ti estabas en París.
— Oficialmente aún estoy allá. —Tommy los miró alternativamente, más o menos como Colin cuando lo sorprendían trepado a una silla, hurgando en cajones que no debía tocar—. Anda, hombre, quítate ya esa cara de perdonavidas. Me cansé de vértela cuando aún no llevábamos un año metidos en la guerra. Reconozco que debo dar explicaciones, pero ¿no podríamos ir abajo? Me parece que en la sala he visto una botella de oporto. No puedo hablar por vosotros, pero a mí me vendría bien una copa.
Bajaron en silencio. Charles sacó tres vasos desportillados de un armario y, después de limpiarlos con su pañuelo, escanció el vino. Con un leve cambio de escenario podrían haber estado en la biblioteca de la embajada, allá en Lisboa. O sentados en torno de una fogata, en las montañas españolas, camino al encuentro con un contacto o a la entrega de un documento.
— Como en los viejos tiempos. —Tommy se dejó caer en la poltrona—. Charles, metiendo la nariz donde no debe, haciendo preguntas molestas, fastidiando a los superiores y haciéndonos la vida imposible a los que tratamos de terminar la tarea para continuar con los bailes y la bebida.
— Las preguntas sólo son molestas cuando las respuestas resultan incómodas, Belmont.
— Es muy cierto: me resultan incómodas. Tienes la fastidiosa costumbre de olvidar contra quién peleamos.
— Un argumento interesante, en boca del hombre que acaba de amenazar a mi esposa con un puñal.
— Sabes perfectamente que jamás podría…
— ¡Vale ya!, terminad de una vez. —Mélanie plantó ruidosamente el vaso en la mesa de tres patas—. Cualquiera diría que estáis en el campo de juegos de la escuela.
Charles se apoyó contra la mesa.
— ¿Dónde está McGann?
Tommy le recorrió la cara con una mirada veloz.
— ¿Acaso vosotros tampoco lo sabéis?
— Mélanie y yo acabamos de llegar.
— Yo también. —Tommy bebió un sorbo de oporto. Estaba más delgado de lo que ella lo recordaba, curtido por el sol y con arrugas que no casaban con su despreocupación juvenil y su pelo muy rubio—. Supongo que ahora comienzan las maniobras, cada uno tratando de averiguar quién sabe qué cosa.
— Para facilitar las cosas podríamos tratar de decir la verdad. —Charles observaba a su antiguo colega de diplomacia con una mirada firme y evaluadora.
— ¿La verdad? ¡Por Dios, Charles, qué bajo hemos caído! Aun así, siempre es divertido probar algo nuevo. —Tommy les dedicó esa sonrisa cautivadora que había hecho palpitar tantos corazones en las salas diplomáticas, desde su primer puesto de agregado en el extranjero. Eso no significaba, desde luego, que tuviera intención alguna de decir algo siquiera remotamente parecido a la verdad—. Lamento mucho lo de Francisco Soro —añadió—. Nunca le tuve mucha confianza, pero sé que era amigo vuestro.
De manera involuntaria, Mélanie dirigió la mirada a su esposo, mientras Charles hacía otro tanto hacia ella.
— Pues claro que sé lo de Soro —dijo Tommy—. Creo saber la mayor parte de lo que sabéis vosotros.
— ¿Es por eso que Castlereagh te ha enviado? —preguntó Charles—. ¿Por lo de Soro?
— Indirectamente. —El otro se cruzó de piernas. La luz de la ventana dejó ver una película de polvo en la piel reluciente de sus finas botas—. Llevo algún tiempo investigando algo, allá en París.
— ¿Algo?
— Una especie de círculo de espías. Un círculo de antiguos oficiales bonapartistas. Se llama Liga Elsinore, aunque parezca mentira. No hemos podido determinar exactamente qué se traen entre manos, pero sospechamos que es algo grave. Al parecer Soro comenzó a trabajar para ellos desde su llegada a Francia.
— Es lo que me dijo Castlereagh —comentó Charles, sin aclarar si lo creía o no.
Su colega asintió.
— Tenemos un par de hombres infiltrados en la Liga Elsinore, al menos en el círculo exterior, y creíamos estar llegando por fin a algo.
— ¿Tú y quién más?
Tommy lo miró a los ojos por un momento.
— Castlereagh me puso a dirigir la operación. Comenzó hace varios meses.
— Cuando yo aún estaba en París.
— Sí. —Alisó una arruga en la lustrosa tela azul de su manga—. Nadie puede participar de todo, Charles. Ni siquiera tú.
— Y desde la guerra se considera que simpatizo un poquito demasiado con los bonapartistas.
— Lo has dicho tú, amigo mío, no yo. —Tommy bebió otro sorbo de aporto—. Si Castlereagh te reveló tanto, también debe de haberte dicho que Soro, al parecer, llegó a un punto en que ya no podía tolerar las actividades del grupo. Siempre he pensado que era demasiado blando para su propio bien, pero nunca imaginé de qué manera estallaría. Vino a Inglaterra, probablemente con pruebas contra sus antiguos socios, y te buscó. Confiaba en ti.
— Lo cual puede haber sido un error fatal de su parte. No fue mucho lo que hice por protegerlo. —Los dedos de Charles se pusieron blancos en torno del vaso—. ¿Seguiste a Soro hasta Inglaterra?
— No. Vine porque tropezamos con pruebas reveladoras de que la Liga Elsinore tenía contactos en Gran Bretaña.
Charles enderezó la espalda en un gesto involuntario de mayor interés.
— Continúa.
Tommy deslizó un dedo por una desportilladura de su vaso.
— ¿Para qué has venido hoy a ver a Giles McGann?
— ¿Para qué has venido tú?
— ¡Y dale! Esto de andarse por las ramas es agotador, francamente. Supongo que no venías sólo a visitar a un viejo amigo. Pero quizá no sepas en qué se había metido, este McGann.
— Explícame.
— Hace tres semanas, uno de los miembros de la Liga Elsinore, un tal coronel Coroux, se ahorcó en su celda de la Conciergerie.
Charles dio una brillante impresión de no haber oído mencionar nunca al coronel Coroux.
— ¿Estáis seguros de que fue suicidio?
— ¡No estamos seguros de nada, hombre! Mis agentes sobornaron al carcelero para que les permitiera examinar la celda durante un cuarto de hora. No hallaron pruebas de juego sucio. Pero encontraron unos papeles escondidos entre la paja del colchón. Parte de una lista. A juzgar por las anotaciones, se diría que es un mensaje descifrado por él. O cifrado. Parece existir una especie de red. —Tommy levantó hacia Charles los ojos azules, duros como acero templado—. En esa lista estaba el nombre de Giles McGann.
Charles ensanchó los ojos. Teniendo en cuenta lo que ya habían descubierto, Mélanie se dijo que parte de esa sorpresa era fingida.
— ¿Qué relación podría tener un granjero escocés con un círculo de antiguos oficiales bonapartistas?
Su colega cambió de posición en la poltrona de gobelino raída.
— Castlereagh no te contó la historia completa. Varios miembros de la Liga Elsinore fueron oficiales bonapartistas, es verdad. Pero creemos que el grupo en sí es muy anterior a Waterloo. Anterior también al régimen de Napoleón. Hemos rastreado sus orígenes hasta los primeros días de la Revolución. —Apoyó el brazo en el respaldo de la poltrona—. McGann simpatizaba con la Revolución, ¿verdad?
— Si quieres, te nombraré a diez o doce miembros del Parlamento de los que se podría decir otro tanto.
— Es verdad. Si McGann hubiera estado en el Parlamento quizá habría expresado sus opiniones de esa manera. En cambio parece haber estado actuando como una especie de correo del grupo. Lleva y trae mensajes y pertrechos, les guarda cosas…
Charles se cruzó de brazos.
— Lo que cuentas es interesante. Pero últimamente me han contado muchas cosas interesantes.
— ¡Caramba, Charles! ¿La palabra de Soro te merece más fe que la mía?
— ¿Necesitas preguntármelo?
— ¿Con nuestros antecedentes? No, supongo que no. Siempre te ha resultado más fácil creer a cualquiera antes que a quienes mandan.
— Francisco era tan sincero conmigo como tú, si no más.
Tommy se inclinó hacia delante, aferrándose las rodillas con las manos.
— ¡Venga, hombre! ¡Castlereagh me despellejaría vivo si…!
— Me vienen a la memoria unas cuantas situaciones en las que no te has dejado detener por eso.
— Sabes perfectamente que no siempre hay pruebas de…
— Si no hay pruebas no entiendo por qué estás tan seguro de lo que dices.
El joven hizo una mueca, lanzó un exabrupto y se bebió el resto de su oporto. Por fin sacó un papel del bolsillo interior de la chaqueta.
— He encontrado esto guardado en una caja en el escritorio de tu amigo McGann.
Charles cogió el papel. A la primera mirada, se quedó pasmado. Sin decir palabra se lo pasó a Mélanie.
McGann:
Tengo una entrega para usted.
En lugar de firma tenía una marca en tinta roja, como de un sello. No era el castillo de la Liga Elsinore, sino la pequeña imagen de un halcón.
— ¿Lo reconoces? —preguntó Charles a su esposa, sin que su voz revelara la menor inflexión.
Ella examinó aquella imagen carmesí.
— Tengo la sensación de que debería conocerlo, pero… no.
Fraser cogió nuevamente el papel para observarlo atentamente. Por un momento hubo en sus ojos un destello de miedo, afilado e hiriente.
— ¿Has oído hablar de Le Faucon de Maulévrier?