7

Charles aterrizó con un golpe seco en suelo de tierra apisonada. Manon ya había cruzado medio patio, con las faldas azul desteñido volando hacia atrás. Él corría tras ella, esquivando barriles, cubos de agua sucia y montones de basura. Aún estaba a cinco o seis pasos cuando salió al pasaje Lane y giró en la esquina.

La calle Southampton estaba atascada por un revoltijo de carros y carretillas. El rebuzno de un asno desgarró el aire. Manon se zambulló en la multitud de vendedores ambulantes: fruteros, floristas y verduleros. Luego dobló a la derecha, esquivando un carro pequeño tirado por un pollino. Charles se lanzó hacia la izquierda, por el estrecho espacio que dejaban un vehículo de recreo y un peldaño encalado donde se amontonaban brócolis y ruibarbo. La maniobra le hizo acortar en un paso la distancia que lo separaba de su presa.

— ¡Al ladrón! —chilló con su mejor acento universitario, mientras mentalmente pedía perdón a la amiga de Francisco. Si no la detenía no podría protegerla—. ¡La mujer de azul!

Varias cabezas se giraron. Hubo personas que alargaron la mano. Un hombre con el delantal manchado de verde sujetó a Manon por el brazo. La muchacha, con el pelo rubio caído sobre la cara, se retorció y le dio un golpe en las costillas. El hombre del delantal retrocedió tambaleándose hacia los brazos de una fornida mujer que llevaba un cesto en la cabeza.

Charles se abalanzó sobre Manon. Ella se arrojó hacia el portal más próximo y derribó de un puntapié una montaña de nabos, que rodaron contra un saco de patatas. Las patatas chocaron con un montón de coles. Todo ese revoltijo de verduras se desparramó sobre los adoquines.

Manon esquivó el carro de un albañil. El caballo que tiraba de él se detuvo con un relincho ante el torrente de hortalizas que rodaban a su paso. El vehículo giró de costado, bloqueando la calle. Los ladrillos cayeron a tierra. Alguien gritó. Otro dejó escapar una sarta de improperios. Charles saltó por encima del torrente de verduras y se dejó caer al adoquinado para rodar por debajo del carro.

Se levantó con dificultad de aquellas piedras viscosas, manchadas de verde, y continuó abriéndose paso entre la multitud, hacia la plaza. Ante él se extendía el mercado de Covent Garden, en toda su tumultuosa gloria. Él subió de un salto a la parte trasera de un carro cercano, entre cajones de manzanas y manojos de zanahorias; después de arrojar una moneda al sobresaltado vendedor, recorrió con la mirada las vías de escape posibles.

Sus ojos se centraron en el vestido azul y la brillante cabellera que se veían contra las rejas de St. Paul, entre cestos colgados. Manon debía de haberse detenido por un momento para recuperar el aliento. Charles se apeó de un brinco y partió a la carrera, esquivando y girando, a empujones entre el gentío. Dejó atrás los gorjeos del puesto de pájaros, el zumbido de un afilador, el dulce aroma a violetas de una florista.

Manon, que lo había visto venir, corría otra vez por el lado occidental de la plaza. Por lo alto volaban naranjas y nabos. La gente gritaba. Charles se golpeó la rodilla contra algo duro, pero continuó abriéndose paso con los hombros, sin detenerse a mirar ni a disculparse. La muchacha comenzó a subir la escalinata de la Piazza, diez o doce pasos más adelante, con una apretada muchedumbre entre ambos.

Al amparo de la Piazza había una hilera de puestos de café. Manon se dirigió en línea recta hacia el más próximo. Alrededor de la entrada se arracimaba un grupo de gente, pero ella, en vez de perder preciosos segundos en atravesarlo, se arrojó contra el improvisado tabique de tela y desgarró la sábana, volteando los caballetes de madera que la sostenían.

Charles se lanzó tras ella, a través de la madera rota y el hilo desgarrado, hacia la ruina que era el puesto. El suelo estaba cubierto de café derramado, rebanadas de pan mojado, resbaladizos trozos de mantequilla. El aire humeante se llenó de olor a achicoria y a voces coléricas. Un puño lo golpeó en la cabeza, acompañado por una maldición gaélica. Él patinó en el suelo viscoso y tuvo que aferrarse a lo primero que encontró. Resultó ser un brazo; no se detuvo a ver de quién era. Manon estaba cinco o seis pasos más adelante, al otro lado del puesto, medio escondida tras un hombre de abrigo gris; una mesa le bloqueaba la fuga. En la mano del hombre de gris centelleó un cuchillo que apuntaba a las costillas de la muchacha.

Charles se arrojó hacia delante, en un desesperado intento de alcanzarla antes de que el hombre pudiera clavarle el cuchillo en la espalda. En ese momento, sobre la nuca del hombre cayó un chorro de café hirviente.

El hombre aulló. Manon se retorció para apartarse. Charles vio entonces a su mujer con una lata de café en la mano. El hombre de gris atravesó la sábana blanca del tabique más próximo. Fraser esquivó una silla rota y una lata caída para correr tras él hacia el puesto vecino. El frustrado asesino derribó un biombo de papel y otra lata de café, en tanto se abría paso entre los clientes furiosos, rumbo a la escalinata de la Piazza.

Charles salió del puesto por la parte posterior y corrió tras su presa. Al esquivar una de las columnas estuvo a punto de recibir otro golpe en la cabeza. Llegó a los peldaños a tiempo para ver que el hombre de gris, allá abajo, subía de un gran salto a un carro de manzanas.

Él saltó también, sin vacilar. Fue una maniobra descabellada, pero habría podido salir con bien. No obstante, al lanzarse hacia delante sintió que la suela de su bota, llena de mantequilla, resbalaba en el suelo. Tuvo un momento para comprender que no había suficiente distancia y para maldecirse por idiota. Luego se estrelló contra los peldaños.

Mélanie tiró la lata vacía y sujetó a Manon por los brazos, que giraba para huir del asesino.

— Por favor, confía en nosotros.

La mirada azul de Manon se posó en la cara de Mélanie. La muchacha se sacudió para desasirse. Mélanie, habituada a las contorsiones de los niños, la agarró con más firmeza.

El asesino huyó del puesto en un movimiento confuso, con Charles pegado a los talones.

— Es sencillo —dijo Mélanie—. Ese hombre quiere matarte. Nosotros queremos ayudarte.

Manon le sostuvo la mirada por un momento; luego inspiró e hizo un gesto de asentimiento. Ambas corrieron hacia la escalinata de la Piazza, a tiempo de ver que el hombre de gris saltaba al carro de manzanas y Charles se estrellaba contra los escalones.

Cuando llegaron, él ya se había incorporado. Su mirada se dirigió directamente hacia Manon.

— ¿Está usted herida?

Ella negó con la cabeza, trémula. Mélanie le apretó más el brazo, temiendo que huyera. Le sobraban motivos para hacerlo.

Charles se puso de pie con una mueca, pues le dolía la cabeza, y recorrió la plaza con una mirada.

— ¡Caray! ¿Se ha ido?

— Creo que el hombre de las manzanas era su cómplice —dijo Mélanie. Su esposo no se tambaleaba tanto; eso significaba que no se había hecho demasiado daño en la caída. Luego lo examinaría para ver si tenía moratones; por ahora no podía soltar a Manon.

Les llegaban gritos desde la Piazza. Dentro de un minuto tendrían que enfrentarse a vendedores furiosos que exigirían una compensación.

Como de común acuerdo, los tres bajaron la escalinata a la carrera para ocultarse entre el caos de la muchedumbre. Esta vez Manon no protestó.

— Más tarde enviaremos dinero y disculpas —dijo Charles, deteniéndose por un momento tras un puesto de naranjas. Miró a la muchacha—. Vamos a donde podamos conversar.

Manon deslizaba la mirada por el mercado. Estaba tensa, lista para huir.

— Quizá sepan dónde viven ustedes.

— No vamos a ir a casa. —Él la cogió del brazo—. Nos esperan unos amigos. Por aquí.

Cruzaron el mercado rumbo a un callejón estrecho y una puerta lateral del teatro Tavistock. Allí los aguardaba Simon, con una lámpara, tal como lo habían visto en el Albany algunas horas atrás. Su mirada fue de la cara de Charles, nuevamente lastimada, a la mujer que lo acompañaba.

— Manon, supongo. Menos mal que te han encontrado. Me llamo Simon Tanner. Escribo obras de teatro, pero soy bastante cuerdo y sé guardar un secreto.

Los condujo por el interior del teatro a oscuras, entre decorados de lona y muebles oscuros, hasta una puerta que conducía a un camerino pintado de blanco; olía a polvos para la cara, a lirio de los valles, a maquillaje y ramilletes marchitos. Apartó una túnica azul que colgaba de una cuerda que cruzaba la habitación de lado a lado. Había disfraces por doquier: tendidos en la cuerda, sobre el biombo chino, en el banco del tocador. El cuarto no tenía ventanas, pero había muchas velas encendidas. En medio de ese incongruente revoltijo, con un cesto de comida a los pies, David preparaba el té sobre una lámpara de alcohol, sentado en una desvencijada poltrona dorada.

— Hemos pensado que tendríais hambre —explicó Simon. Y en respuesta a una nerviosa mirada de Manon—: No te aflijas. Parte del teatro me pertenece y la primera dama es amiga mía. Hoy no hay ensayos. Estamos a salvo.

David se puso de pie, sin que lo extraño de la escena empañara sus buenos modales. Charles murmuró una rápida presentación.

Manon se dejó caer en un baúl de mimbre, con los brazos cruzados sobre el pecho. Aún recelosa, miraba a Charles y a Mélanie alternativamente, pero ya no parecía protegerse contra lo que pudieran hacerle, sino contra lo que iba a oír.

— Ha muerto, ¿verdad? Os lo veo en los ojos.

En la última palabra se le quebró la voz. La madre que había en Mélanie habría querido abrazarla, pero era un consuelo insuficiente para aquel dolor. Miró a su esposo, preguntándose qué habría sucedido si las balas del francotirador hubieran pasado unos centímetros más cerca, si Charles hubiera tardado una fracción de segundo más en saltar para ponerse en salvo. Pensó en todas aquellas veces en que podrían haberlo matado, a lo largo de aquellos cuatro años y medio. Y cruzó las manos con fuerza.

Se sentó en el baúl junto a Manon, no tan cerca como para molestarla. Simon retiró una túnica de terciopelo granate de la poltrona que ocupaba David y se dejó caer a su lado. Charles se encaramó en un taburete, frente a Manon, y le narró suave y sucintamente lo que había sucedido con Francisco, la noche anterior.

Durante todo el relato ella apenas parpadeó. Mantenía la vista fija en su cara, con la boca apretada para no traicionarse. Cuando él terminó de hablar hubo un largo instante de silencio. El siseo de la lámpara de alcohol llenaba la pequeña habitación.

— Debería haberlo imaginado —dijo Manon, al fin—. Prometió encontrarse conmigo esta mañana, en Le Lion d’Or. Era raro que hiciera promesas, pero cuando lo hacía siempre las cumplía. No he conocido otro hombre igual. —Se frotó los ojos con una mano—. Cuando os vi sólo pensé que él se había equivocado al confiar en vosotros y que veníais a por mí. Llevábamos tanto tiempo huyendo…

Un sollozo la sacudió. Esta vez Mélanie la rodeó con un brazo. Manon apenas pareció notar su contacto. Tal vez no tenía conciencia de nada, salvo de que Francisco Soro ya no formaba parte de su mundo.

David llenó una taza de té, le puso abundante azúcar y se la pasó a Mélanie, quien, a su vez, la apretó contra los dedos fríos y entumecidos de la francesa. Ésta cerró la mano sobre la tibieza de la taza; bebió un sorbo y se atragantó; luego bebió un poco más.

Charles la observaba con una mirada cálida, pero implacable.

— Supongo que no tienes ganas de hablar, pero para protegerte necesitamos saber la verdad.

Manon clavó en él la mirada.

— A Francisco no lo habéis protegido.

Charles endureció el gesto.

— No. Le fallé. Y no quiero fallarte también a ti.

La muchacha enderezó la espalda bajo el brazo de Mélanie.

— Él era consciente del riesgo. No recurrió a vosotros buscando protección, sino porque deseaba que alguien supiera la verdad.

— ¿Qué verdad?

Manon bajó la vista al interior de su taza.

— No la entiendo del todo.

— ¿Cuándo os conocisteis? —preguntó Mélanie—. ¿Y dónde?

— En diciembre último. En el Café des Arts. En París. Yo… posaba para pintores. —Se tocó el pelo enmarañado, con una risa áspera—. Ahora cuesta creer que alguien haya querido pintarme.

— Tienes cara de modelo —observó Simon.

Ella le dirigió una rápida mirada.

— Mi madre era modelo —aclaró él—. No sé qué fue lo más imperdonable para mis abuelos: que mi padre se fuera a París a pintar o que se casara con ella.

Manon sonrió débilmente.

— Una noche yo estaba en esa cafetería con unos amigos. Francisco se acercó y conversamos. —Sus manos se tensaron sobre la taza—. Era… amable. E inteligente. E…

— Increíblemente guapo —completó Mélanie.

Manon giró la cabeza para mirarla. En sus ojos chispearon las lágrimas, pero su boca apenas se curvó.

— Sí. Yo nunca había conocido a nadie como él. Contaba tantas cosas de España y de la guerra… Yo sabía que la mitad eran invenciones suyas, pero siempre sospeché que las más absurdas eran ciertas.

— Es muy probable —reconoció Charles—. Ni siquiera Francisco podría inventar nada tan absurdo como las cosas que hacía. ¿Te dijo a qué había ido a París?

Manon volvió a ponerse seria.

— Por negocios, dijo. Una vez me comentó que le gustaba más la gente para la que había trabajado durante la guerra, pero que para el hambre no había pan duro. —Miró al fondo de la taza—. En París las cosas se han puesto feas. Se supone que la guerra ha terminado, pero nadie puede olvidar. Hay soldados por todas partes: británicos, prusianos, rusos, belgas. —Miró a Charles, con el mentón alzado en un gesto desafiante.

— Y los soldados no suelen ser buenos huéspedes cuando están en un país extranjero —adivinó él—. No ha de ser fácil ver invadida tu ciudad. No fue fácil para mí, aunque era diplomático británico.

Mélanie parpadeó para alejar sus propias imágenes de uniformes extranjeros arracimados en las calles, los muelles y las plazas de París.

— A los monárquicos no les basta con que el emperador ya no esté —dijo Manón—. Ni siquiera les basta con haber recuperado sus tierras. Muchos de ellos quieren venganza. Por la guerra. Por la República. Por…

— Por todo lo que ha sucedido desde la Revolución —completó Mélanie.

La muchacha asintió.

— Ha habido tanta gente encarcelada, tantas ejecuciones. Amigos. Hombres cuyo único delito fue combatir por el emperador cuando escapó de Elba. —Y lanzó otra mirada a Charles.

— En España yo trabajaba contra los franceses —dijo él—, pero no apruebo lo que está sucediendo ahora en París. El mismo Wellington opina que las represalias han llegado demasiado lejos.

— Pero no pudo impedir que mataran al mariscal Ney.

David abrió la boca; luego volvió a cerrarla. Manon le clavó una mirada que leyó demasiado a fondo en aquella cara ingenua.

— Un hombre al que yo apreciaba…, al que amaba…, murió combatiendo en Rusia. Si hubiera vivido, cuando el emperador escapó él habría vuelto a unírsele. Y si hubiera sobrevivido a Waterloo podrían haberlo ejecutado por su lealtad.

Charles se inclinó hacia ella, serena la mirada.

— ¿Cuándo te enredaste en lo que hacía Francisco?

Manon se apretó contra la pared, tirando sin querer una máscara adornada de cuentas que colgaba de un clavo. Mélanie la recogió.

— A veces Francisco abandonaba París durante varios días. Yo no le preguntaba adónde iba. Sabía que era peligroso, pero… él sabía cuidarse. Eso creía yo. —Se le entrecortaba la voz con la emoción—. ¡Mon Dieu, si hasta me entusiasmaba su manera de vivir!

Mélanie se cruzó con la mirada de Charles. Podía entusiasmar, sí. Era más embriagadora que el champaña, más adictiva que el opio.

— Vino a mi habitación en medio de la noche —continuó Manon—. Manchó de sangre todo el suelo y la cama. Estaba herido de bala. No quiso hablar de lo que había sucedido. Ni siquiera entonces comprendí… Pero él dijo que necesitaba ayuda.

— ¿Qué clase de ayuda? —preguntó Charles.

Ella apretó la taza.

— En el estudio donde yo posaba me entregaban unas cartas y yo se las llevaba a Francisco. Nunca las leí. Algunas veces él me hacía ir a la Conciergerie.

Charles volvió a mirar a su mujer; hasta Simon y David parecían muy atentos. La Conciergerie, localizada dentro del Palais de Justice, había sido durante más de quinientos años una de las prisiones más impresionantes de París. Ahora retenía a muchos bonapartistas entre sus muros.

— ¿A quién visitabas? —preguntó Fraser.

— A un hombre llamado Coroux, antiguo oficial bonapartista.

David estaba mucho más pálido que de costumbre. Hasta Simon, habituado a idear fantásticos vuelos de fantasía para su pluma, parecía encontrar increíble lo que estaba escuchando. «Bienvenido al mundo en que han vivido tus amigos.» A veces Mélanie olvidaba que existiera otra clase de mundo.

— ¿Tienes alguna idea de lo que decían esos mensajes? —preguntó Charles.

La joven negó con la cabeza.

— Los papeles estaban siempre lacrados. Una vez él abrió uno y pude echar un vistazo a la escritura. No estoy segura, pero me pareció que estaba en clave.

Charles miró a su esposa y le hizo un gesto. Ella se desabotonó el puño del vestido para sacar un dibujo del sello, que había hecho mientras esperaban, en casa de David y Simon, la hora de ir a Covent Garden.

— ¿Reconoces esto?

Manon lo examinó.

— Es un sello. Lo he visto en las cartas que llevaba. Y a veces, en algunos papeles que Francisco traía a casa.

Fraser preguntó:

— ¿Cómo era ese hombre al que visitabas?

— Cortés. Solía besarme la mano y me elogiaba el sombrero, el chal o la manera de peinarme. Tenía ojos de buena persona.

— ¿Cuándo partisteis de París?

Ella arrugó la cara.

— Hace diez días. En plena noche. Francisco me arrancó de la cama y me ordenó que le prestara atención. Se paseaba de un lado a otro, diciendo que le parecía increíble haberse dejado engañar así. Al principio supuse que me acusaba de serle infiel. Al fin comprendí que su enojo no tenía nada que ver conmigo.

— ¿Con quién estaba enojado?

— Con la gente para la que trabajaba, fuera quien fuese. No pude entender, pues estaba demasiado furioso e intercalaba frases enteras en castellano, pero parecía decir que le habían tendido una trampa. Que jamás se perdonaría por lo que había hecho. Por lo que les había ayudado a hacer. Dijo que debíamos irnos, que corría peligro, pues ellos sabían que él estaba enterado, y que yo también corría peligro. Yo tenía que acompañarlo. Lo dijo como pidiendo disculpas, pero… —Ella tragó saliva. Luego levantó la cabeza para mirar a Charles de frente—. Yo jamás le habría perdonado que me dejara allá. Lo amaba. No sé qué sentía él por mí. Afecto, responsabilidad, obligación. Hasta amor, quizá. Ahora jamás lo sabré de seguro.

Mélanie echó una mirada involuntaria a su esposo. Aunque despertaran todas las mañanas en la misma cama, aunque compartieran el café del desayuno y las visitas a la habitación de los niños, ¿quién podía saberlo de seguro?

Manon bebió un sorbo de té y se quedó mirando el interior de la taza.

— Salimos de París esa misma noche. Sólo tuve tiempo de preparar una maleta pequeña. Fuimos a una granja de las afueras, donde conocían a Francisco. Durante la noche alguien vino a buscarnos. Tuvimos que escondernos en las parvas de heno.

— ¿Quién os buscaba? —preguntó Charles.

Ella sacudió la cabeza.

— No sé. Oí voces, pero al parecer era un hombre solo y hablaba en voz baja. No llegué a distinguir las palabras. No creo que fuera el ejército; habrían venido más hombres. Continuamos hasta Dieppe y viajamos en un barco pesquero que nos trajo a Inglaterra. Desembarcamos en la costa. Sussex, dijo él. Fuimos hasta Londres en un carro de carbón. Francisco dijo que era menester detenerlos. Que debía avisar a alguien que podría ayudar. —Miró nuevamente a Fraser—. Ése eras tú.

El hecho de no haber podido ayudarlo le pesaba en los ojos a Charles.

— ¿Te dijo mi nombre?

— Al final. La noche en que me encargó buscarte. —Ella meneó la cabeza—. Es extraño. A pesar del peligro, en estos últimos días parecía más feliz. Hace apenas dos días comentó que le gustaba saber nuevamente de qué lado estaba.

— ¿Mencionó alguna vez algo llamado Liga Elsinore?

— No.

Conque Francisco había estado trabajando para los bonapartistas. No era raro. Aunque no le gustaba que los franceses hubieran invadido España, no era nada monárquico. ¿Era ésa la advertencia que debía hacer a Charles? ¿Algo sobre una conspiración bonapartista? A Mélanie se le heló la sangre. ¡Que no fuera otro intento de organizar la fuga de Napoleón!

— ¿Sabes qué decían los papeles que nos traía? —preguntó Fraser.

Manon negó con la cabeza.

— Dijo que era peligroso que yo supiera más. Pero… —Pasó de mirar a Charles a mirar a Mélanie—. Cuando partimos traía algunos papeles. A vosotros os dio algunos. El resto… —Metió la mano bajo el corpiño de su vestido para sacar un puñado de hojas arrugadas—. A mí.

Charles las cogió. A la luz de las velas Mélanie vio caracteres griegos, como en los papeles que Francisco les había entregado.

— ¿Alguna vez mencionó algún nombre?

— No. Es decir, sí, supongo que es un nombre. En medio de una de sus rabietas. —Ella frunció el entrecejo tratando de hacer memoria—. Dijo que, después de lo que habían hecho, era irónico que la gente con la que él había trabajado temiera sobre todo por Honoria.