14

Mélanie clavó la mirada en la cara sin vida de la mujer que yacía sobre la sábana bordada. La cara de la mujer con la que Charles se había criado, la mujer que había estado a punto de convertirse en madrastra suya, la amiga y compañera: había representado para él algo que ella no podía imaginar siquiera.

Charles tocó el cuello de Honoria y dirigió una mirada hacia Mélanie, sin apenas mover la cabeza. Su mirada era tan dura y quieta como una ventana en una noche sin luna. Se acercó a su padre para apoyarle una mano en el brazo. Era la primera vez que Mélanie veía algún tipo de contacto físico entre ambos.

Kenneth dio un respingo. Su mirada fue hacia la cara de Charles, como si no entendiera qué hacía su hijo allí.

— Santo cielo…, ha muerto.

No tenía color en las facciones finas y sardónicas; sus ojos penetrantes parecían vacíos; su voz incisiva sonaba monótona y aturdida.

— Sí. —Charles lo condujo hacia un sillón lacado donde estaría de espaldas a la cama.

Mélanie recorrió el cuarto con la mirada. Cerca del hogar, en el estante plegable de un armario, había un juego de licoreras. Echó algo de whisky en un vaso y se lo entregó a su esposo. Charles lo puso en la mano de Kenneth. Como él se limitaba a mirarlo, le llevó la mano hasta los labios. Su padre tosió, atragantado, pero tragó parte del whisky y su cara recobró un poco de color.

Mélanie cogió una manta de la banqueta puesta a los pies de la cama y rodeó con ella los hombros de su suegro. A través de la seda de la bata se lo sentía helado hasta los huesos. Ella se acercó al hogar para encender las velas de la repisa y las de los apliques dorados de la pared. La caja de yesca repiqueteaba entre sus manos. Unas gotas de cera le salpicaron los dedos.

La luz de las velas parpadeó sobre Kenneth, encorvado en la silla, y sobre Charles, arrodillado junto a él. No se parecían mucho, salvo por cierta fuerte decisión celta marcada en sus facciones. El joven mantenía la vista fija en su padre, como si quisiera formular una pregunta sin tener la certeza de que podría soportar la respuesta. Después de ayudar a Kenneth a beber otro sorbo de whisky, volvió a sentarse sobre los talones.

— ¿Qué ha sucedido? —Su voz sonaba completamente neutra, como solía suceder cuando hacía un enorme esfuerzo por dominarse.

Su padre le miró fijamente. Sólo entonces pareció reparar en su presencia.

— He entrado en la habitación. Estaba a oscuras. Sólo tenía una vela. —Echó una mirada en derredor, como para ver qué se había hecho de la vela. Mélanie vio en el suelo, junto a la cama, una palmatoria de plata y una vela apagada.

— ¿Y luego? —preguntó Charles, en el mismo tono de voz.

Kenneth tragó saliva.

— He llegado hasta la cama sin darme cuenta… He alargado la mano… Su piel estaba tan fría… —Se miró la mano derecha, curvada en torno del vaso de whisky.

Su hijo le sujetó los dedos antes de que dejara caer el vaso.

— ¿Sabía usted que Honoria estaba en su habitación?

— ¿Que si…? —Lo miró a la cara. Luego la comprensión le centelleó en los ojos—. ¿Por quién me tomas, muchacho? —Apretó con fuerza el pañuelo—. ¡Ella era mi prometida, no una puta!

Charles sintió un espasmo en la mandíbula.

— ¿Cuánto tiempo ha pasado usted fuera de su dormitorio?

— No sé… La mayor parte de la noche.

— ¿Dónde estaba?

— En la biblioteca. —Fraser bebió otro sorbo de whisky—. Leyendo. Algún intruso ha debido de entrar en la casa —añadió, como si hasta entonces el aturdimiento provocado por la muerte de Honoria le hubiera impedido pensar quién podía haberla matado.

— Es posible. —Su hijo se puso de pie y lo miró—. Descanse un rato, señor. Aún está muy impresionado.

Kenneth no parecía escucharlo. Él cogió una de las velas de la repisa e intercambió una mirada con Mélanie. Tenía la cara gris y los ojos espantados por lo que acababan de presenciar, por los horrores que podían esconderse tras la muerte de Honoria. Pero se limitó a decir:

— Revisemos las ventanas.

Y cruzó la puerta hacia el vestidor adyacente. Mélanie echó otro vistazo a su suegro, pero él estaba acurrucado bajo la manta, fija la vista en el vaso de whisky. Ella cogió la otra vela y recorrió las ventanas alineadas en el muro exterior para comprobar las fallebas. Todas tenían el cerrojo bien asegurado por dentro.

Regresó junto a la cama y observó a Honoria Talbot, obligándose a tomar nota de los detalles pertinentes. Su piel, antes tan fresca y diáfana, ya no era rosada y blanca; ahora tenía un matiz azul grisáceo. En la boca se destacaba una fina película de lápiz labial, como una pincelada de pintura demasiado intensa. Los labios, debajo, estaban desprovistos de color. Pese a la violencia de la marca que le rodeaba el cuello no había señales de lucha, casi como si hubiera dormido durante el ataque.

La marca del cuello era estrecha; no parecía hecha con los dedos, sino con un cordón o una cuerda. Mélanie miró en derredor. La luz vacilante de la vela detectó en el suelo algo manchado de rojo, entre la cama y la mesilla de noche. Se agachó para recogerlo y acercarlo a la luz. El rojo no era sangre, sino un bordado de flores: era el cordón de gobelino de una campanilla.

Mélanie acercó los dedos a la cara de la señorita Talbot, le apartó el pelo hacia atrás y levantó los párpados. Sus ojos tenían la vacuidad ausente de la muerte. Las pupilas estaban contraídas; eran dos puntos oscuros dentro de un iris tan azul como en vida.

Apartó las mantas. Los brazos estaban flácidos a lo largo del cuerpo. El diamante del anillo de compromiso reflejó la luz de la vela. Tenía una pierna algo vuelta hacia dentro, pero el camisón estaba bien extendido, como si ella hubiera acomodado los pliegues al acostarse. Mélanie le alzó un brazo y apartó el puño recubierto de puntillas. La parte inferior del antebrazo tenía el tinte purpúreo de un moratón. Cuando ella apretó la carne oscurecida con un dedo, la piel se puso blanca bajo su presión. Una vez retirado el dedo, volvió a ponerse morada.

Detrás de ella sonaron unas pisadas.

— En el vestidor no hay nada —dijo Charles, en voz baja.

Quiso decir «nadie».

— Al parecer lleva muerta al menos una hora y no más de cuatro —informó ella—. No creo que debamos preocuparnos por la presencia de ningún intruso.

Charles echó un vistazo al cadáver de su amiga de la infancia.

— Estaba drogada. —No fue una pregunta.

Ella asintió.

— He visto sobredosis de morfina. Lo he reconocido en sus ojos. Por otra parte, ¿de qué otra manera habría podido dormir mientras le hacían esto?

— Es verdad. Aun así deberíamos asegurarnos de que no haya ningún intruso en la casa.

— ¿Despertamos a todos? —preguntó Mélanie.

— Todavía no. Preferiría evitar, en lo posible, una escena de histeria generalizada. —Charles desvió una mirada hacia su padre; luego se volvió a Mélanie. Ella le había visto esa expresión durante la guerra, cada vez que una decisión errónea se pagaba con vidas perdidas—. Quédate con mi padre.

— Escucha…

Él le rozó la mejilla con los dedos.

— Iré yo mismo a revisar las habitaciones de los niños. Te lo prometo. —Giró hacia la puerta, pero a medio camino se detuvo para mirar a su padre, que continuaba encorvado en el sillón—. ¿Señor?

Kenneth giró la cabeza.

Charles cogió aliento. Su voz adoptó un tono duro que ella nunca le había oído.

— Si por casualidad ella no estaba muerta cuando usted entró, sería mejor que me lo dijera ahora mismo.

Los ojos de Kenneth se llenaron al comprender lo que eso significaba. Se tornaron fríos y afilados como un cristal roto.

— Lo que te he dicho es la verdad. Y que me muera ahora mismo si tengo que justificarme ante mi hijo.

Charles le sostuvo la mirada por un momento largo y tenso, que hizo que a Mélanie le recorriera un escalofrío. Aunque llevaba cuatro años y medio casada con Charles, apenas podía entrever los ecos que pasaban entre ambos.

Por fin su marido inclinó secamente la cabeza y salió de la habitación.

Mélanie se frotó los brazos. A pesar de todas las eventualidades peligrosas, desagradables o penosas que había imaginado al partir rumbo a Escocia, no se le había ocurrido ni por un instante que Honoria pudiera ser asesinada. La señorita Talbot no era como Francisco, que había pasado años viviendo en el filo de la navaja. No obstante se la veía más y más como centro de una red de intrigas en constante expansión. El mismo Francisco lo había dicho: «Todo es por Honoria».

Ella inspiró una bocanada de aire nocturno; luego se volvió hacia su suegro y fue a arrodillarse en la alfombra de Aubusson que había junto a su asiento.

Kenneth tenía la vista fija en una pintura que pendía en la pared, junto al hogar: Danae, reclinada sobre reluciente terciopelo rojo, con la cabeza echada hacia atrás y la mano extendida para coger un puñado de monedas de oro. Él parecía escrutar el terciopelo y el oro como si las pinceladas escondieran respuestas. Tenía los hombros encorvados bajo la lana peluda de la manta. La luz de las velas hacía brillar hebras de plata en su pelo castaño claro y acentuaba las sombras bajo los ojos, las líneas que le enmarcaban la boca, los surcos de la frente.

Ella no estaba segura de que hubiera amado a Honoria Talbot. No estaba segura siquiera de que fuera capaz de amar, como no fuera a las obras de arte que coleccionaba. Había hecho a Charles cosas que ella jamás podría perdonarle. Sin embargo era imposible no compadecerlo al ver la incredulidad, el desconcierto estampados en su cara. Le tocó el brazo.

— Lo siento mucho, señor Fraser.

Él la miró como si hiciera un esfuerzo por recordar dónde estaba y con quién, pero cuando habló su voz dejaba entrever su habitual ironía.

— Me enorgullezco de estar preparado para casi todas las eventualidades de la vida, pero reconozco que no esperaba ésta. —Dio vueltas al vaso entre las manos—. Charles ha de estar muy complacido.

Ella cerró los dedos contra el brazo tallado del sillón.

— Eso es ridículo y usted lo sabe.

— ¿Te parece? —La recorrió con la mirada. Mélanie cobró viva conciencia de que se le habían desatado las cintas de satén que le cerraban la bata a la altura del cuello; debajo no llevaba nada—. ¿Por qué no se lo preguntas tú misma?

Por un momento sus ojos azules fueron más penetrantes que nunca. Ella le sostuvo la mirada, con la sangre súbitamente aquietada, y se descubrió poniendo en duda todas las certidumbres del último cuarto de hora.

Charles giró hacia el ala del norte en el corredor de la planta baja. Su vela, consumida hasta la mitad, arrojaba una luz vacilante contra el zócalo de roble, pero él avanzaba guiándose más por la memoria que por la iluminación.

Los latidos de su corazón se habían calmado un poco tras echar un vistazo a sus hijos, que dormían apaciblemente en sus camas de caña junto a Chloe, su prima de ocho años, hija menor de tía Frances. Luego había vuelto al dormitorio de su padre para decírselo a Mélanie. Kenneth parecía un poco más recuperado; ella lo había convencido de que pasara al vestidor.

Ahora, mientras ella comprobaba cómo estaban los otros parientes y huéspedes, Addison, su estimada ayuda de cámara, organizaba a los lacayos para asegurarse de que la casa estuviera bien cerrada. Charles, después de ponerse apresuradamente una camisa y pantalones de montar, se había hecho cargo en persona de revisar la planta baja del ala norte. En realidad no esperaba descubrir nada. Era una certidumbre que le roía los órganos vitales y le revolvía el estómago: el asesino de Honoria Talbot no había venido de fuera.

Ante sus ojos pasó como un destello la cara sin vida de Honoria; así se le aparecía cada pocos minutos, interrumpiendo la suave e incesante actividad de su mente. Parpadeó para relegar la imagen en alguna parte de su cerebro donde pudiera examinarla más tarde. Luego giró el picaporte de la puerta de la biblioteca.

La puerta abrió hacia adentro con un ruido que levantó ecos en el alto techo. Lo recibió una corriente de aire frío que olía a humedad y un poco a cuero. La biblioteca era la única parte del torreón original, construido en el siglo XIII, que había sido incorporada a la casa actual. Allí el aire siempre tenía otro olor, como si él también hubiera absorbido la historia de la habitación.

Charles cogió aliento. En su niñez aquél había sido su cuarto favorito, pero ahora no podía franquear el umbral sin recordar que ése era el lugar donde su madre se había atravesado el cerebro con una bala. Entró con la vela en alto, de manera que la luz cayera sobre las altas estanterías, los sillones de respaldo alto, la mesa de alas abatibles.

Y la oscura silueta de un hombre, de pie junto a la mesa.

— Llega tarde —dijo el hombre—. Ya empezaba a preocuparme.

Quien hablaba era de estatura media; no llevaba sombrero, pero sí abrigo, y su expresión era indescifrable. Su voz sonaba educada y sin acento; cauta, pero no sorprendida. Tampoco había reaccionado con un respingo culpable ni hecho ademán alguno de escapar. Permanecía en el mismo sitio, aguardando una respuesta: una presencia oscura entre las oscuras sombras azuladas.

La mirada de Charles fue hacia el hogar. Aun en la penumbra distinguió el contorno de la estantería que, girada hacia fuera, revelaba la entrada al pasadizo secreto de Dunmykel. Se adelantó un poco, tratando de interponerse entre el intruso y la ruta de escape. Cuando comprendió que, si dejaba pasar otro segundo sin hablar, el intruso comprendería que pasaba algo raro, dijo:

— He sufrido un retraso inevitable.

Trató de mantener la voz neutra, pero al parecer no era la que el intruso esperaba. De dos zancadas el hombre fue de la mesa a la boca del pasadizo. Charles lo siguió a un paso de distancia. El movimiento brusco apagó la vela. La dejó caer y agarró por el abrigo a su presa, que ya se arrojaba hacia el pasadizo. Al hacerlo se golpeó la cabeza con el dintel bajo la entrada oculta.

El intruso se liberó de su mano. Charles se lanzó hacia delante en la oscuridad. La fuerza del salto los derribó a ambos. Él cayó violentamente contra la dura y fría superficie de piedra y tierra, sujetando al intruso por los tobillos. Mientras intentaba incorporarse, una bota lo pateó en plena cara.

La potencia del golpe lo arrojó contra la pared de granito. El dolor le atravesó la cabeza y su escasa visión se enturbió en las tinieblas. Resonó el chasquido de una pistola amartillada. Apenas tuvo tiempo de sentir una oleada de miedo antes de que una bala rebotara en el techo, desprendiendo una granizada de piedra que cayó al suelo, entre él y su presa.