23
Aspasia Newland miraba a Mélanie con serenos ojos azules.
— Era de esperar. ¿Por qué será que cuanto más quieres ocultar un secreto, más pronto te lo descubren?
Mélanie observaba a aquella mujer, que había sido la institutriz de Honoria Talbot. Cara en forma de corazón, que el pelo castaño recogido en un moño apretado no llegaba a hacer severo. Boca de labios gruesos, contenida por firmes líneas de autodominio. Facciones delicadas, envueltas en una cautela tan cerrada como uno de los cofres de Porcia.
— Mi esposo y yo no tenemos ninguna intención de revelar la información a otros.
— Son ustedes muy amables, señora Fraser. Pero el problema de estos secretos es que, una vez que se descubren, resultan sumamente difíciles de manejar. No sería muy conveniente para mis pupilas que su institutriz tuviera semejante reputación.
Echó un vistazo al estanque. Chloe y Colin, sentados en el borde de piedra, hacían navegar un botecito del uno a la otra; la niñera de Jessica y la señorita Dudley, institutriz de Colin, se habían sentado a poca distancia, con Jessica en su carriola. Berowne, el gato de los Fraser, se había acurrucado en el césped, bajo una mancha de sol. Mélanie había explicado a los dos niños mayores lo de la muerte de la señorita Talbot. Colin adoptó un aire solemne y la niña hizo varias preguntas, pero ahora ambos parecían haber tomado la noticia con naturalidad. Ninguno de los dos conocía bien a Honoria.
— Chloe ya carga con la reputación de su madre —comentó ella—. Pero también con su posición y su fortuna como ayuda.
— Usted es una mujer generosa, señora Fraser, pero no conoce este mundo. En el Continente se vive con más libertad. ¿Se da usted cuenta de lo rígidos que podemos ser los británicos sobre la moralidad de estos asuntos? —La señorita Newland se pasó un dedo bajo el rígido encaje que bordeaba su cuello alto—. Aunque usted no me crea, estaba debatiendo conmigo misma la conveniencia de confesarle mis relaciones con lord Quentin.
— No había ningún motivo para pensar que ese tema guardaba alguna relación con la muerte de la señorita Talbot. —Mélanie se quedó mirando a la institutriz—. A menos que usted sepa algo más. ¿Tal vez algo sobre ella y lord Valentine?
La señorita Newland enarcó las cejas.
— Hemos descubierto que ella mantenía un vínculo amoroso con lord Valentine, desde hacía un tiempo —continuó ella, en el mismo tono que habría utilizado para comentar que Honoria era aficionada a pintar acuarelas.
— Comprendo. —La institutriz se alisó con las manos la falda gris tórtola—. Empiezo a comprender por qué encargaron a su esposo la investigación de este asesinato. Obviamente es rápido para obtener información. Y también usted.
— ¿Sabía usted lo de la señorita Talbot con lord Valentine?
La mujer tenía la mirada perdida en el jardín, tan elegante y caprichoso como una confitura de azúcar, entre la naturaleza indómita de los acantilados y el mar.
— Mi padre era un erudito clásico; enseñaba en Oxford, pero al casarse con mi madre lo obligaron a abandonar su puesto. A partir de entonces se ganó la vida dando clases particulares. Me crié escuchando historias de griegos y romanos: la Orestíada, Jasón y Medea, Paris, Casandra, Héctor, Troilo y el resto de la prole de Príamo y Hécuba. Cuando era niña creía que eran cuentos de hadas. Pero cuanto más tiempo paso en el beau monde, menos fantásticos me parecen.
— Se me ocurre que no ha de ser fácil trabajar en Glenister House.
La señorita Newland arrancó una hoja del haya junto a la cual estaban sentadas y la hizo girar entre los dedos.
— Las institutrices tenemos una extraña visión de la casa. Vemos un poco de todo y todo de nada. Yo conocía la reputación de lord Glenister, desde luego. Pero él, como casi todos los hombres de su clase, ponía cuidado en mantener sus aventuras amorosas bien lejos de la esfera que habitaban Honoria y Evelyn. A mí me correspondía protegerlas del mundo de su tío. En ese sentido se podría decir que mis días en Glenister House fueron mi fracaso más egregio como institutriz.
— ¿Qué edad tenían las niñas cuando usted se hizo cargo de ellas?
— Honoria, catorce; Evie, trece. Honoria se había incorporado a la familia a los tres años, tras la muerte de su padre. Estaba habituada a salirse siempre con la suya. Evie sólo llevaba tres años en la casa. Su madre se fugó con un oficial de poca monta y tuvo ocho hijos en rápida sucesión. Lord Glenister recibió a Evie por hacer un favor a su hermana. La niña extrañaba mucho a su verdadera familia, aunque era apasionadamente leal a su tío y a sus primos. En algunos aspectos era mucho más hábil para manejarlo todo que la misma Honoria. A los trece años ya comenzaba a dirigir la marcha de la casa.
— ¿Y los señores Quentin y Valentine?
La señorita Newland enarcó una ceja, con el aplomo de una marquesa viuda que desalentara a un pretendiente.
— Estaban en el colegio. Mi relación con lord Quentin no comenzó hasta varios años después.
No dio detalles; claro que, como Mélanie bien sabía, una cosa era decir la verdad sobre los hechos; otra muy distinta, decir la verdad sobre los sentimientos subyacentes.
— ¿Cuándo comenzó usted a sospechar que había algo entre la señorita Talbot y lord Valentine?
La institutriz miró con el ceño fruncido la hoja que tenía entre los dedos.
— Al hacer memoria me parece que tenía mis sospechas mucho antes de reconocerlo siquiera ante mí misma. No quería creerlo. No había nada romántico en la manera en que lord Valentine rondaba a Honoria. Y yo no podía imaginar que una muchacha como ella se arriesgara de ese modo. Pero la juzgué mal.
— ¿En qué sentido?
La señorita Newland alisó la hoja arrugada.
— No me di cuenta de que su preocupación por las reglas sociales era fingida. Ella quería triunfar en el juego social, pero no porque lo tomara en serio, sino porque era un camino hacia el poder. Le gustaba tenerlo todo bajo control: las situaciones, el medio, la gente que la rodeaba.
Era un análisis frío, considerando que la señorita Newland la había tenido a su cargo cuando era poco más que una criatura. La institutriz debió de percatarse, pues dirigió una amarga sonrisa a Mélanie.
— ¿Cree que debería expresar más calidez maternal? Considerando lo que ya ha sabido de mi pasado, señora Fraser, creo que podemos prescindir de las apariencias.
Mélanie no hizo comentarios. No estaba nada segura de haber llegado a la verdad en cuanto a la relación de esa mujer con la familia de Glenister House.
— ¿Cómo se convenció de que ella tenía una aventura con su primo?
— Por la más cruda de las pruebas: entré en la biblioteca en un momento inoportuno y los encontré dedicados a una actividad que no tenía nada que ver con los libros. —La señorita Newland dejó caer la hoja de haya al suelo y cruzó las manos enguantadas en piel de venado—. No se mostraron muy avergonzados. Honoria me pidió que la esperara en su sala privada. Un cuarto de hora después se reunió allí conmigo y me dijo que, si decía una sola palabra de lo que había visto, ella revelaría mi relación con lord Quentin. Yo sabía que era una joven decidida, pero sólo entonces comprendí que tenía nervios de acero.
— Usted se encontró en una situación difícil.
— Sí. Pese a lo que opino de las restricciones impuestas a las mujeres solteras, no se puede negar que Honoria se arriesgaba a la ruina. —La mirada de la institutriz fue hacia su pupila actual, Chloe, que se estaba mojando la cinta de satén azul al estirar el brazo para coger el bote de juguete—. La conciencia no me permitía ser cómplice de sus amoríos con el primo. ¡Madre mía, qué hipócrita me siento al hablar de conciencia! Chloe —llamó, alzando la voz—, ten cuidado, cariño.
La niña se incorporó con el bote en una mano y agitó el brazo a manera de saludo. La señorita Newland le devolvió el gesto.
— Por otra parte, si revelaba el amorío de Honoria a sus tutores, desataría la censura contra ella y la desgracia para mí. Probablemente la obligarían a casarse con lord Valentine, solución que no aseguraría la felicidad para ninguno de los dos. Y a mí me habrían despedido sin referencias. —Volvió la mirada hacia Mélanie—. Reconozco que también sentía cierta solidaridad para con Honoria. Para las mujeres, sobre todo para las solteras, es difícil asumir el control de su vida.
Tras los ojos de Mélanie se arracimaban los recuerdos, amenazando con apartar su mente del asunto que estaban tratando.
— Conque la única solución era partir.
— Sí.
— Debió de resultarle difícil abandonar a lord Quentin.
La institutriz se tocó el guardapelo que llevaba al cuello, con una cinta de terciopelo negro.
— Por lo difícil que fue comprendí que había dejado durar demasiado tiempo esa aventura. —Sus ojos se demoraron en una estatua erguida al borde del prado: una ninfa de mármol italiano, con brazos y piernas flexionados en curvas sensuales; en la mano sostenía una concha abierta en descarada insinuación—. En mi situación, las mujeres sensatas aprenden a vivir sin placeres, señora Fraser. Temo que yo no soy tan sensata. Pero he aprendido que una no puede concederse el lujo de tomar el placer muy en serio ni de permitir que su felicidad dependa de una sola persona.
Esas palabras podrían haber surgido de la boca de Mélanie cinco años atrás. El problema era, desde luego, que la propia felicidad podía pasar a depender de una persona sin que una se percatara de lo que estaba sucediendo hasta que ya era demasiado tarde.
— ¿No reveló a lord Quentin lo que pasaba entre su hermano y su prima? —preguntó, pese al sabor pastoso que sentía en la boca.
— No. Eso lo habría puesto en una situación intolerable frente a Honoria y lord Valentine. Y su familia ya era demasiado traumática. —Giró para mirar a Mélanie, con la cara sombreada por las ramas del haya—. Honoria aún habría podido causar mi ruina, claro está. Supongo que eso me proporcionaba un excelente motivo para matarla.
Glenister miró fijamente al padre de Charles, a través de los sobredorados y la piel del estudio.
— No sé de qué hablas, Kenneth.
— Puedes ahorrarnos las protestas, Frederick. No eres tan buen actor como para hacerlas convincentes. —Kenneth se volvió hacia su hijo—. Nunca he tenido muchos deseos de que supieras la verdad, pero no veo otra opción.
Charles apoyó la espalda contra el banco, con la sensación de haber caído en una versión alternativa de la realidad. Su padre, que nunca en la vida había confiado en él, le ofrecía voluntariamente información sin que nadie la pidiera. En su cabeza se dispararon señales de alarma.
— ¿Se lo cuentas tú? —preguntó Kenneth a su amigo—. ¿O lo hago yo?
— No sé qué es lo que hay que contar.
— Como quieras. Si no estás de acuerdo con mi versión de los hechos, corrígeme. —Se volvió nuevamente hacia Charles, aunque cada una de sus palabras parecía un dardo apuntado hacia Glenister—. Hace algunos años, cuando tú y Edgar erais muy pequeños, antes de que nacieran Quen y Val, Glenister y yo comparábamos nuestras últimas aventuras amorosas. Las cuales, debo confesarlo, adquieren cierto parecido después de un tiempo. No recuerdo quiénes eran las damas en cuestión, pero según mis recuerdos, Glenister decía preferir las señoras casadas de la aristocracia a las cortesanas. ¿No era así, Frederick?
— No recuerdo —se empecinó el marqués, con voz tensa.
— Qué triste, cómo se estropea la memoria con los años. Pues bien: Glenister comentó que, si bien las señoras casadas que ya habían dado un heredero eran objetivo lícito, ningún caballero podía encajar un heredero bastardo a otro caballero. Tomé esas palabras como una especie de desafío. Los desafíos siempre me han gustado. Hicimos una apuesta… ¿Qué apostamos, Glenister? ¿Un caballo de carrera? ¿Un yate? Ah, sí: mi nuevo tiro de caballos contra un bronce suyo, que yo siempre había codiciado. La apuesta consistía en que yo sedujera a una señora que aún no hubiera dado un heredero a su esposo. Glenister dijo que ahora sí me esperaba un fracaso. Ésas fueron tus palabras, ¿verdad, Frederick? Juro que las recuerdo textualmente.
— Vete al infierno —dijo el marqués, muy pálido.
— Ya me he ocupado de eso. Sin duda nos encontraremos allá, entre compañeros mucho más alegres de los que habría en el cielo. —Kenneth se volvió hacia su hijo—. Probablemente ya has adivinado lo que sucedió a continuación: Frederick pasó cuatro meses en el Continente. La encantadora dama sin hijos que yo escogí para cortejar fue su flamante esposa.
Glenister lo miraba como si hubiera querido descuartizarlo miembro a miembro. Charles observó una fría burla en los ojos de su padre.
— Quen —dijo.
— Exactamente. Cuando Frederick regresó a Gran Bretaña, su esposa ya llevaba más de un mes de embarazo. Es muy probable que Quen sea hijo mío. A menos que ella también traicionara a su esposo con otro caballero.
Glenister hizo un movimiento hacia delante como para pegarle, pero luego se contuvo.
— ¡Qué cabrón! Ni siquiera ahora tienes el menor remordimiento.
— ¿De qué serviría? Y en verdad, Frederick, habrías debido saber a qué te arriesgabas con esos cuatro meses de ausencia, justo después de haberme presentado semejante desafío. Qué descuido el tuyo.
Glenister arrebató un cofre de Limoges de la consola y lo estrelló contra el suelo.
— ¡Por Dios! —protestó Kenneth—. ¡Eso era del siglo catorce!
— A los dos se nos da muy bien destrozar.
— ¿Lo sabe Quen? —preguntó Charles.
— No. —Glenister caminó sobre los fragmentos de porcelana, triturándolos con los tacones de sus botas—. No lo sabe nadie. Nada deseaba tanto como retar a tu padre a duelo, pero no podía hacerlo sin…
— Sin que tus cuernos resultaran obvios —completó su amigo.
— Y continuamos como antes. Pero no necesito decir que nuestra amistad nunca volvió a ser la misma.
— Hasta que viste una manera de vengarte. —La mirada de Kenneth se convirtió en hielo—. Pero quiero saber una cosa: ¿hiciste deliberadamente que tu hijo dejara embarazada a Honoria cuando me comprometí con ella? ¿O te limitaste a aprovechar una afortunada casualidad?
— ¡Yo no sería capaz…! —La indignación dilató los ojos de Glenister—. ¡Por Dios, hombre, era mi pupila!
— Y permitiste que tu hijo la sedujera.
— Si hubiera tenido la menor sospecha de lo que estaba pasando, ¿crees que habría permitido que Val se le acercara? —Se enjugó la frente con la mano—. Cuando Honoria me dijo que pensaba casarse contigo no me sentí nada feliz, pero no podía negarle el permiso sin revelarle la verdad sobre Quen.
— ¿No pensó usted decírselo? —preguntó Charles.
— Eh… —Glenister caminó hasta el extremo opuesto de la habitación—. Honoria me aseguró que eso era lo que deseaba. Ya se había anunciado el compromiso cuando Val vino a decirme que Honoria esperaba un hijo suyo, que eran amantes desde hacía años…
— Y entonces viste la oportunidad de vengarte —apuntó Kenneth.
— Vale, sí. —Glenister giró en redondo para encararlo—. ¡Y bien que te lo merecías!
— Dios mío… —Charles se levantó—. Para vosotros dos ella era poco más que un objeto, ¿verdad? Algo a preservar, como una estatuilla o una pintura más, y a utilizar para ganar un punto, puesto que ya estaba corrupta.
La fría mirada de su padre le arañó la cara.
— ¿Qué era ella para ti?
— Una amiga. Pero no creo que usted comprenda eso.
— Había que casarla con alguien —dijo Glenister, en el tono empecinado que suelen emplear los ebrios—. Cualquiera que sea mi opinión de Kenneth, ella tenía más posibilidades de ser feliz con él que con Val.
— ¿Y cuándo pensabas darme la noticia? —preguntó Fraser.
— No iba a decírtelo. No podía hacerle eso a Honoria. Bastaba con que lo supiera yo.
— ¿Y si yo lo hubiera descubierto?
— No había motivos para… —La mirada del marqués se dirigió bruscamente a la cara de Kenneth. —¡Santo Dios! ¿Lo descubriste? ¿Por eso murió?
Su amigo lo miró desde el otro lado de la habitación.
— Te doy mi palabra: yo no la maté.
— Y tengo motivos para saber cuánto vale tu palabra, ¿verdad? —Glenister miraba hacia fuera por entre los parteluces—. ¡Tantos años, tantos años miserables fingiendo que aún éramos amigos! Me preguntaba por qué lo habías hecho. Y al fin comprendí que me odiabas desde siempre. Nunca superaste tu resentimiento por el hecho de que yo fuera el futuro marqués y tú, un pobre huérfano que estudiaba en Harrow gracias a la caridad de su padrino. Te era insoportable, ¿verdad? ¡Todos aquellos meses del viaje de estudios, en que tú escogías los mejores tesoros y era yo quien los compraba!
La mirada de Kenneth vaciló por un momento; luego volvió a la inmovilidad.
— Te falla el sentido del tiempo, Frederick. Por la época de mi amorío con tu esposa mi posición ya era muy desahogada.
— Gracias a una herencia oportuna y un matrimonio más oportuno aún. Pero eso no puede compararse con un marquesado. Yo tengo una situación que tú nunca tendrás. Y no podías soportarlo, puesto que te creías mucho más hábil que yo. Y te esmeraste en demostrarlo.
Los ojos de Kenneth se mantuvieron serenos, aunque Charles notó que sus labios palidecían un poco.
— Tienes demasiado buen concepto de ti mismo, Frederick. Nunca has tenido tanta importancia en mis pensamientos.
— Por eso querías a Honoria, ¿no? —añadió Glenister, como si acabara de ocurrírsele la idea—. Era otro tesoro que podías robarme.
— Una vez más lo has interpretado todo al revés, mi querido Glenister.
— Esta vez no. Te conozco, Kenneth. Demasiado bien. —El marqués miró a su antiguo amigo como si hubiera querido arrancarle la verdad de la garganta—. De lo único que no estoy seguro es que la hayas destrozado tal como yo acabo de destrozar tu precioso cofre.
La señorita Newland miró a Mélanie sin parpadear.
— Me gustaría decir que, si ustedes no hubieran descubierto mis relaciones con lord Quentin, yo les habría dado toda esta información. Pero en verdad no estoy segura. La autodefensa es un instinto muy fuerte.
Y Honoria Talbot tenía el poder de amenazar indefinidamente la seguridad de Aspasia Newland.
— ¡Mamá! —Desde el otro lado del prado les llegó la exclamación de Chloe. Lady Frances bajaba la escalera desde la terraza, en un remolino de satén color espliego. Después de detenerse para admirar el bote de juguete cruzó el césped para acercarse a Mélanie y la institutriz.
— Mélanie… Habría debido imaginar que estarías haciendo de madre abnegada. ¿Podría dejarnos solas por un momento, señorita Newland?
— Por supuesto. —La mujer sonrió, sin dejar entrever las revelaciones de un momento atrás, y fue a reunirse con los niños.
— Qué mujer tan admirable —murmuró lady Frances, mientras seguía con la vista su espalda erguida—. No sé cómo se las compone para atender a niños ajenos, año tras año. Yo apenas puedo con los míos, aunque creo que con Chloe me va bastante mejor que con los otros. Necesito hablar contigo, Mélanie. —Giró en redondo para apoyar una mano en el brazo de la joven—. Supongo que Kenneth no ha dado mayores explicaciones sobre dónde estuvo anoche.
— Sólo ha dicho que estuvo en la biblioteca.
La señora bufó.
— Qué idiotez. Y Charles teme que su padre haya matado a Honoria. No, no me lo niegues. Anoche se le veía en la cara.
— No podía menos que considerar la posibilidad —observó Mélanie.
— Dadas las circunstancias, supongo que tienes razón. —Lady Frances retiró la mano—. Pero Kenneth no pudo haber matado a Honoria. Puedes creerme.
Mélanie observó a la tía de su esposo.
— ¿Cómo puede estar tan segura?
Ella enarcó una ceja bien delineada.
— ¿No es obvio, querida? Porque Kenneth pasó la noche conmigo.