MARSELLA, FRANCIA.

Carlos había esperado tres días y ni un solo vehículo había salido de la instalación subterránea. Pero allí estaban ellos; apostaría su vida en eso.

Las aves piaban en la colina, ajenas a lo cerca que habían estado de ascender en la cadena alimenticia tres días atrás. Aquí en el campo, fuera del puerto, la mañana era tranquila y fría. Allá en la ciudad había un gran revuelo, por adquirir una de las codiciadas jeringas que salían de París. Las noticias solo hablaban del virus. Más exactamente, del antivirus. La variedad Thomas, la llamaban. Se comentaba que el hombre había dado su vida. Carlos aún no estaba listo para creer eso.

Decían que había suficientes vacunas para todos, pero eso no detenía el pánico. El plan de distribución fue esencialmente lo opuesto a una campaña de recolección de sangre. Las jeringas llenas con la variedad Thomas ya inundaban todas las ciudades. Todo vehículo refrigerado de Francia estaba llevando el antivirus a puntos de distribución en toda la nación, donde cientos de miles de personas, esperaban su turno en largas filas.

Mientras tanto, Carlos esperaba con su arma.

Se miró el antebrazo. Los puntos rojos habían desaparecido. Aún no encontraba sentido a eso, pero solo había una posible causa que tenía algún sentido para él. Había estado en contacto con la sangre de Hunter.

El funeral del hombre se realizaría en veinticuatro horas. Carlos usaría todo el poder a su disposición para estar presente. Debía verlo por sí mismo. Y si Hunter estaba finalmente muerto…

El pensamiento le formó un nudo en la garganta y lo descartó.

Si Fortier no salía pronto, Carlos acudiría a las autoridades; nada les gustaría más a los militares franceses que dar una paliza a unos cuantos fulanos en este sitio y librar al mundo de los hombres que les habían manchado la reputación. El presidente francés, quien había seguido demasiado rápido todas las exigencias de Fortier, probablemente haría lo posible por levantar su posición ante el pueblo. Por el momento, el mundo estaba demasiado distraído por el virus, pero un día Carlos los enderezaría a todos ellos.

El problema con ir ahora ante las autoridades era que esto significaría dejar su puesto el tiempo suficiente para que Fortier y Svensson escaparan.

Improbable, pero él no se expondría con Fortier.

Por tanto, Carlos esperaría en su hoyo en la colina.

Había decidido a mitad de camino a París que buscar en el bunker allí, no tendría sentido. Fortier y Svensson se esconderían en Marsella, donde estarían seguros, pasara lo que pasara en los días siguientes. Con este nuevo plan, de traicionar a tantos que habían entregado sus armas, París estaba plagado de demasiados enemigos.

Carlos había confirmado que recientemente pasaron dos vehículos por el terreno destapado que llevaba al oculto bunker subterráneo. No podrían ser sino Fortier y Svensson, pues nadie más sabía de la existencia de la fortaleza. La única razón de que el mismo Carlos lo supiera era que siempre conocía más de lo que ellos pretendían.

Todo tenía sentido de la manera más apocalíptica. Ellos habían soltado el arma y se ocultarían hasta que esta hiciera su trabajo, antes de emerger a un nuevo mundo.

Pero no incluyeron a Thomas. O sus sueños.

Carlos metió la mano en el bolsillo y sacó otra pastilla. Había dormido una vez desde que se colocara en su puesto, pero había sido temprano, antes de la noticia de que la variedad Thomas había salido. Se puso la pastilla en la boca y se la tragó.

Imaginó que en este mismo instante Fortier y Svensson estarían en ese agujero discutiendo furiosamente acerca de lo que habían hecho mal. Ellos…

De pronto se movió la tierra abajo en la colina. Carlos se quedó paralizado. ¿Tan pronto?

Lentamente, como una gigantesca ballena que abría la boca, se abrió la colina. Carlos cogió el misil antitanque y lo colocó en posición. Así que habían decidido dejar Francia mientras el mundo aún estuviera distraído por la crisis. Anteriormente, había habido algunas persecuciones importantes, pero ninguna como la que sin duda seguiría a esta debacle.

Carlos armó el misil, lo levantó sobre el hombro y apuntó a la entrada. Sus manos temblaban por la combinación de agotamiento y de nervios destrozados.

La puerta del garaje se detuvo. Abierta. Luego nada.

Deseaba que saliera el automóvil. Sería el Mercedes blanco con armadura blindada. Se separarían más tarde, pero no se arriesgarían a tener dos automóviles en este sitio, si solo uno era blindado, como Carlos sabía que era el caso.

Vamos, vamos. Salgan.

Prácticamente podía saborear el explosivo imaginándose de antemano la explosión. El misil rompería el vehículo en mil pedazos.

De repente asomó la nariz del Mercedes blanco en el garaje.

Paso firme…

Luego la carrocería.

Carlos esperó hasta que la puerta del garaje empezara a cerrarse. Un coche. Ventanas polarizadas de modo que no se podía saber si los dos estaban dentro.

De pronto no pudo esperar otro instante. Disparó el misil. Un fuerte zumbido. Presión en el hombro. Luego una estela de humo y una ráfaga caliente de aire en el rostro.

Quiso que el misil diera de lleno en el Mercedes. Golpeó la ventanilla derecha del pasajero. Carlos vio por una fracción de segundo las piernas en el asiento del pasajero.

Por lo menos, dos ocupantes.

La detonación estremeció el aire matutino. Una bola de fuego despedazó el vehículo. Hizo volar el techo. Echó a volar el humo.

Fuego ardiente.

Carlos cogió los binoculares, ajustó el enfoque y analizó las llamas. Había visto suficiente en este tiempo para concluir ahora que acababa de matar a dos hombres. Uno de ellos era Armand Fortier. El otro era Valborg Svensson.

Bajó los lentes. A diferencia de Thomas, estos dos no resucitarían.

—∞∞∞—

KARA OBSERVÓ el ataúd hundirse bajo el césped verde en el Cementerio Nacional de Arlington. Le estaban dando a Thomas un entierro militar completo con todos los honores, y el acontecimiento conmovía hasta las lágrimas a centenares de personas que Kara nunca había visto, pero sintió extrañamente insignificante todo el funeral.

Su hermano estaba vivo.

No aquí, ni de una manera en que posiblemente ninguna de estas personas entendía como ella. Pero estaba más vivo que cualquiera de estos que sollozaban.

El presidente se hallaba a su derecha. Monique a la izquierda. Habían pasado cinco días desde la muerte de Thomas. Habían querido hacer desfilar su ataúd por el Boulevard Constitution mientras el mundo observaba, pero Kara convenció al presidente de que Thomas protestaría si tuviera que decidir en el asunto. Habían decidido descartar eso, pero de todos modos la transmisión seguía siendo nacional.

Habían disparado los siete rifles y tres aviones de combate habían rugido por encima, y Kara había observado todo con apacible interés. Su mente aún estaba en la sangre de Thomas. La sangre que Monique aún tenía almacenada.

No se podía quitar eso de la mente.

Más allá de la piel de este mundo esperaba otro mundo, tan real, quizás más real. Allá Thomas estaba vivo y ahora seguramente casado con Chelise. Su hermano había muerto mientras se hallaba en el lago, y este de algún modo le había dado vida. Kara no tenía ninguna duda de que Justin había organizado todo.

A fin de que el Círculo supiera, cómo Justin se sentía respecto a ellos, este permitió que Thomas se enamorara de Chelise. Kara estaba segura de que si pudiera ver ahora a Justin, estaría trazando círculos alrededor de su novia sobre un corcel blanco, emocionado por la belleza de su creación. Por el amor, por diferente que fuera, que ellos le habían expresado. ¡Esta era la novia de él!

Y ante la mirada de Justin, el vestido de ella era impecable. Blanco.

Alguien le pasó una pala. Kara hizo a un lado los pensamientos. ¿Deseaban que ella hiciera los honores? Dio un paso adelante, recogió un poco de tierra y la lanzó a la tumba.

Luego todo acabó. Ella dio la espalda al entierro. La multitud reunida comenzó a dispersarse.

—Quiero que sepas que he encargado una estatua para el césped de la Casa Blanca —le comunicó el presidente—. Quizás creas que Thomas podría objetar algo, pero esto ya no es asunto suyo. Se trata de las personas. Necesitan una manera de expresar su agradecimiento. Esto no va a terminar.

Ella asintió. La variedad Thomas había sofocado al virus en una manera que nadie esperaba. Hubo muertes, pero sorprendentemente pocas. Menos de doscientas mil en el último recuento, la mayoría como consecuencia de individuos que intentaron eludir el sistema. Algunos disturbios, una emboscada a un camión refrigerado y otros temas por el estilo. Exactamente ahora, la variedad Thomas alcanzaba destinos lejanos en todo el mundo, principalmente en el Tercer Mundo: parte de Suramérica, China, África, donde la variedad Raison había tardado más en actuar. El mundo nunca sería igual, pero había sobrevivido.

Si se hubiera retrasado Thomas, solo tres horas en el avión que lo transportaba, la cuota de muertes habría sido considerablemente mayor.

—¿Estás bien? —le preguntó el presidente.

—Sí —contestó ella, y sonrió—. Gracias, señor.

—Si hay algo que yo pueda hacer, házmelo saber.

—Lo haré.

Él se alejó y Monique intervino para reemplazarlo.

—Pues bien —dijo ella, suspirando—, ¿ahora qué?

—No lo sé.

—¿Crees que su sangre aún pueda servir?

—No sé. Seis mil millones de personas tienen en ellas ahora algo de la sangre de Thomas, ¿no es verdad? No están soñando.

—No tienen motivo para soñar —replicó Monique—. Si no crees, no sueñas.

—O quizás los sueños no funcionen porque él está muerto —opinó Kara, caminando al lado de Monique—. Bueno, soñé una vez cuando él estaba muerto.

—Tal vez deberíamos averiguarlo.

—Es tentador, ¿verdad? —asintió Kara mirándola a los ojos.

—He pensado al respecto más de una vez.

—Yo no sé. Algo me dice que la sangre ha cambiado. Creo que deberíamos dejarla por ahora. Está a salvo, ¿verdad?

—Créeme, nadie la puede tocar.

—Hay algo más que me preocupa —confesó Kara,

—El libro —dijo Monique sin vacilación.

—Correcto —añadió Kara deteniéndose—. El libro en blanco de historia. O debería decir los libros. Thomas parecía creer que todos los libros cruzaron.

En este mismo instante existe al menos un libro, visto por última vez en Francia, que tiene más poder que cualquiera de las armas nucleares que Thomas hundiera.

—Sin duda aparecerá.

—Eso es lo que temo.