—EN REALIDAD no me importa si solo tenemos cuatro horas, Sra. Sumner. En este momento no nos tomamos las cosas con calma —manifestó él dirigiéndose a ella por el altavoz del teléfono.

—Entiendo, Sr. Presidente.

El presidente le había permitido a Kara quedarse en la Casa Blanca, donde ella había observado el caos tan cerca cómo se atrevió, lo cual era principalmente en los pasillos y en el perímetro. A menos que el avión de Thomas llegara en unas cuantas horas, ella estaba fuera de lugar.

El presidente le había pedido que viniera con Monique una hora antes mientras trataban por centésima vez con el asunto del antivirus. Habían estado al teléfono durante los últimos diez minutos con Theresa Sumner. No había nada bueno en lo que ella estaba informando. Lo habitual: ninguna de las noticias que Kara había oído en las últimas veinticuatro horas, desde la llamada telefónica de Thomas, había sido buena. Defensa, inteligencia, salud, interior, seguridad nacional, de todo… todos andaban a ciegas.

Para empeorar el asunto, el líder de la mayoría del Senado Dwight Olsen habría estado detrás de una protesta fuera de la Casa Blanca. Según el último informe, más de cincuenta mil manifestantes habían jurado esperar hasta que la Casa Blanca saliera de su silenciosa vigilia. Esto se había convertido en una reunión espiritual de la clase más extraña. Una cantidad de lúgubres rostros, cabezas rapadas y túnicas, y aquellos que querían tener cabezas rapadas y túnicas.

La víspera habían encendido velas y cantado en voz baja. La creciente multitud era flanqueada por varios cientos de reporteros que se las habían arreglado para hacer de lado el clamor normal por esta espera silenciosa de las autoridades. «Denos algunas noticias, Sr. Presidente. Díganos la verdad».

Al frente se hallaba el gran maestro de ceremonias, el presentador de CNN, el primero en dar a conocer la historia. Mike Orear. Cuando quedaban menos de diez días, él se había convertido en un profeta a los ojos de medio país. Su gentil voz y su aspecto severo se habían convertido en el rostro de la esperanza para todos aquellos cuya religión eran los noticieros, y para muchos que nunca admitirían algo así.

Los periodistas la denominaron una vigilia para que todos los hombres y las mujeres de toda raza y religión oraran a su Dios y apelaran al presidente de los Estados Unidos, pero cualquiera que observaba más de una hora sabía que simplemente se trataba de una protesta. Calculaban que para la noche la multitud ascendería a doscientos mil. Para mañana, a un millón. Esto se convertía en nada menos que en un peregrinaje final y desesperado, en el nacimiento de los problemas y las esperanzas de las personas.

En la Casa Blanca, donde en este mismo instante el presidente y su gobierno echaban chispas, tratando de apagar mil fuegos y remover mil piedras, estaban desesperados por prevenir el desastre y hallar esa solución evasiva.

Al menos así era como Kara lo veía.

Ella miró a los hombres desaliñados en cuyas manos el mundo se había visto obligado a poner su confianza. El ministro de defensa Grant Myers aún estaba con cara de sueño debido al intercambio nuclear entre Israel y Francia. Habían persuadido a Israel de no atacar y de seguir el juego de ofrecer a Francia un intercambio en alta mar, pero el primer ministro israelí estaba recibiendo una paliza en su propio gabinete por esa decisión. Kara creía que ninguno de ellos sabía acerca de Thomas.

La recomendación de seguirle el juego a Francia se precipitó debido a la información de Thomas Hunter.

Phil Grant, director de la CIA, escuchaba con atención, masajeándose lentamente la piel de la amplia frente. Otro dolor de cabeza, quizás. Dentro de diez minutos se levantaría y tomaría más aspirinas. Kara no estaba segura de qué pensar de Phil Grant.

El director de la oficina manejaba la mayor parte de la comunicación que llegaba al presidente y que salía de él, un flujo continuo de interrupciones que Blair parecía manejar con mentalidad fraccionada. Los demás reunidos allí eran asesores clave.

Kara no se podía imaginar a un hombre más apropiado para tratar con una crisis de esta magnitud que Robert Blair. ¿Cuántas personas podían hacer malabarismos, conservar su compostura general y a la vez mantenerse totalmente humano? No muchos. Ella no creía que un presidente pudiera mudar de verdad la piel política que lo llevara al cargo, pero Blair parecía haberlo hecho. Él era íntegro hasta la médula.

—Necesito a Monique con Thomas, al menos el tiempo suficiente para desenredar este asunto. Estará a disposición total de usted en el momento en que ella esté libre. Jacques de Raison viene en un vuelo desde Bangkok con varias muestras promisorias, como usted sabe. Necesito esas muestras en las manos correctas. En definitiva, no logro pensar en nadie más cualificado para coordinar esto que usted. ¿Está de acuerdo?

—No, Sr. Presidente. Pero estoy agotada —contestó ella; su voz sonó como si estuviera en un tambor—. Y para ser perfectamente sincera, no comparto su optimismo. He hablado con el Sr. de Raison acerca de las muestras y se necesitaría un mes para analizar…

—¡Me importa un bledo si se necesita un año para analizarlas! ¡Necesito que se haga en cinco días!

Los arrebatos del presidente eran raros pero no asombrosos. Ni siquiera sorprendentes.

—Lo siento —se excusó él, cerró los ojos y respiró hondo para calmarse—. Si usted cree que alguien más está mejor cualificado para manejar esto, dígamelo ahora.

—No, señor. Perdóneme a mí. Sería útil tener aquí a Monique.

—Entiendo —expresó el presidente Blair mirando a Monique.

El día antes habían llevado a Monique a los Laboratorios Genetrix en Baltirnore y la genetista había regresado en un vuelo esa mañana para seguir trabajando con Theresa por medio de una consagrada conexión de comunicaciones. Casi todo laboratorio con instalaciones de investigación genética, o relacionado con drogas, se había conectado con Laboratorios Genetrix después de que los Centros para el Control de Enfermedades y la organización Mundial de la Salud habían demostrado ser inadecuados. Un personal de veinticinco investigadores con doctorados en campos relacionados registraba miles de datos y se fijaba en alguno que cumpliera el modelo principal que Farmacéutica Raison había establecido para descubrir un antivirus.

Aunque su antivirus «puerta trasera» había resultado insuficiente, Monique había traído de vuelta con ella una información importante: las manipulaciones del gen que ella había diseñado al crear la vacuna Raison eran al menos una parte del antivirus. Minutos antes le había explicado todo el panorama al presidente. Valborg Svensson nunca la habría conservado viva tanto tiempo como hizo a menos que necesitara la información que ella le proporcionara, concretamente, las manipulaciones genéticas que completaban el antivirus.

—¿Deduzco entonces por sus afirmaciones anteriores que aunque descubramos un antivirus en los próximos cinco días sería un problema fabricar suficiente y distribuirlo? —indagó Blair haciendo girar el cuello y caminando de un lado a otro.

—¿Monique? —exclamó Theresa, dejándole que respondiera.

—Eso depende de la naturaleza del antivirus, pero usted comprende que morirán personas. Aunque hallemos hoy la respuesta, algunas morirán. Individuos aislados, por ejemplo, quienes han decidido vagar por el desierto para encontrar paz.

—Entiendo. Pero tomemos un panorama más amplio. Nuestros mejores cálculos son que los primeros síntomas catastróficos de la variedad Raison se podrían manifestar tan solo en cinco días, ¿correcto?

—Sí, señor.

—Pero podríamos tener hasta diez días. Y la aparición de la enfermedad tardará unos cuantos días más… no todo el mundo fue infectado en los primeros días.

—Una semana para la aparición total… eso es correcto.

—Por tanto podríamos tener más de dos semanas antes de que algunas personas muestren síntomas.

—Quizás. Pero es probable que el período de incubación sea más corto. Podríamos comenzar a ver síntomas en menos de tres días en Bangkok y las otras ciudades.

—¿Y cuánto tiempo tenemos hasta que empiecen a morir personas?

—Los mejores cálculos indican cuarenta y ocho horas desde el comienzo de los síntomas. Pero solo es una conjetura…

—Por supuesto. Todo esto lo es —interrumpió Blair levantando una mano y mirando directamente a Monique—. Si fuéramos a recibir en cinco días el antivirus de parte de Armand Fortier, suponiendo que ese fuera el inicio de los primeros síntomas, ¿podríamos fabricarlo y distribuirlo con suficiente rapidez para salvar a la mayor parte de nuestra población?

—Depende…

—No, Monique, no quiero ningún «depende». Quiero nuestros mejores cálculos.

—Seis mil millones de jeringas… —comenzó a decir ella poniendo los codos sobre la mesa y entrelazando los dedos.

—Tenemos veintiocho plantas en siete países fabricando jeringas en todo el mundo. La Organización Mundial de la Salud suplirá las jeringas solicitadas en caso de que usted tenga éxito.

—Millones que viven en países del Tercer Mundo no tendrán acceso inmediato a esas jeringas.

—Ellos también fueron los últimos en ser infectados. Tendremos todo avión que pueda volar cargado con el antivirus una hora después de haber dado la orden.

Hemos ideado un plan detallado de distribución que en una semana entregará a la mayor parte del mundo un antivirus en una jeringa. Será una carrera, lo sé, pero quiero saber quién la ganará.

—Es probable que un antivirus de acción rápida pueda revertir el virus, si lo administramos en las cuarenta y ocho horas después de los primeros síntomas —contestó ella respirando hondo.

—Por consiguiente, si empezamos con las primeras ciudades, como Nueva York y Bangkok, y en cinco días a partir de ahora inundamos el mercado con un antivirus, tendríamos una posibilidad de salvar a la mayoría. Suponiendo que el virus espere cinco días, sí. La mayor parte. ¿Noventa por ciento? Eso sería la mayor parte, sí.

—¿Sra. Sumner?

—Yo estaría de acuerdo —contestó Theresa por el parlante telefónico.

El presidente se dirigió al extremo del salón, con las manos agarradas a la espalda. Levantó la mirada hacia un televisor que mostraba el desarrollo de un motín en Yakarta, desatado por la noticia de que el estallido supuestamente controlado en Java en realidad no había sido controlado en absoluto.

—Estamos manteniendo unido al mundo con un hilo —comentó el presidente Blair—. Nuestros barcos están programados para entregar la mayor parte de nuestras armas nucleares en un período de tres días. Nuestra única esperanza de conseguir el antivirus de la Nueva Lealtad es desarmarnos y exponernos a un holocausto nuclear. Aun entonces, no creo que Francia pretenda tratar directamente con nosotros, ni con los israelíes. Les darán lo que tengan a rusos y chinos, pero no a nosotros.

Volvió a mirarlos.

—No podemos tratar con Fortier. Nuestra única esperanza verdadera reposa en ustedes.

La posición del presidente le pareció extrema a Kara, pero ella ya no confiaba en sus propios juicios en cuanto a qué era extremo. Que le constara, su única esperanza no reposaba en Monique, Theresa o alguien de la comunidad científica, sino en Thomas. Debía haber una razón para que todo esto estuviera sucediendo.

—Reúnanse conmigo cuando llegue Thomas —indicó el presidente—. Pueden salir.

Ellas salieron sin decir nada. Ron Kreet le estaba diciendo al presidente que tenía una llamada del premier ruso en dos minutos.

—No parece prometedor —le comentó Kara a Monique mientras caminaban por el pasillo.

—Nunca lo fue. No puedo imaginar que la solución a esto venga desde este extremo.

—¿Este extremo? ¿Thomas?

Monique asintió.

—No estoy afirmando que tenga sentido para mí, pero sí tú estuviste allá, Kara. Es real, ¿no es cierto? Quiero decir, lo sentí muy real cuando lo soñé.

—Tan real como esto. Es como si Thomas fuera una ventana dentro de otra dimensión. Él vive en las dos realidades, y nuestros ojos se abren por medio de su sangre. —Pero me sentí más como Rachelle cuando estuve allí. Monique solo era un sueño para mí.

—Esto no puede ser un sueño —negó Kara, mirando alrededor—. ¿Puede serlo?

Ella no contestó. No necesitaba hacerlo… ambas supieron lo que debían hacer ahora para entenderlo.

—¿Piensas en él? —indagó Kara.

—Todo el tiempo —respondió Monique.

—Probablemente él aún esté durmiendo —comentó Kara mirándose el reloj—. Eso significa que ahora mismo está con las hordas. Si no está soñando con las hordas, no hay forma de decir cuántos días pasarán antes de que despierte.

—En esa realidad.

—Sí.

—¿Cómo dejaría de soñar?

—Las hordas podrían conocer la fruta rambután.

—¡Entonces deberíamos despertarlo ahora! —exclamó Monique pestañeando—. ¿Y si las hordas lo ejecutan?

—No importa si lo despertamos. El tiempo que pasa allá depende de sus sueños allá, no de su despertar aquí. Créeme, tardé dos semanas en comprender eso. Él podría pasar una semana con las hordas en los escasos minutos siguientes que esté soñando en el avión.

Entraron en una pequeña cafetería. Pronto estará aquí —manifestó Kara—. Esperemos que tenga algunas respuestas.