Capítulo 20

Desde lo alto, el sol derramaba calor y luz sobre el páramo, que los reflejaba hacia arriba en señal de protesta. Atormentado desde el cielo y desde el suelo, Lorkin avanzaba pesadamente junto a los Traidores, intentando no imaginar lo que sería enfrentarse a un ashaki en batalla.

En cambio, pensó en la gema que llevaba en el bolsillo. La noche anterior, cuando los demás dormían o montaban guardia, había intentado detectar otras piedras enterradas en la zona, pero su exploración mental no había dado resultado. No obstante, eso no demostraba que su madre se equivocara. Según ella, las encontraría solo porque sabía magia negra, pero él no había utilizado ninguna técnica de magia negra en su búsqueda.

«Debería haberle pedido que se explicara mejor». Sin embargo, solo había pasado unos últimos momentos con ella, la mañana anterior, y había aprovechado la ocasión para hacerle preguntas sobre otro enigma mágico. Un brillo de interés había asomado a sus ojos cuando él le había preguntado si había oído de magos que fueran capaces de leer pensamientos superficiales.

—En teoría tu padre tenía esa capacidad —había respondido ella—. Siempre supuse que él había dado pábulo a ese rumor para que la gente siguiera teniéndole miedo y respeto; además, cuando alguien mencionaba otras habilidades que en teoría él no debía tener, Akkarin aludía a ese rumor como ejemplo de las cosas absurdas que se decían sobre él.

—Tal vez no fuera mentira —había comentado Lorkin.

La sorpresa de Sonea había cedido el paso, como de costumbre, a una actitud reflexiva y calculadora. Lo que ella había dicho a continuación había sido inesperado para Lorkin.

—Será mejor que no hables de ello con nadie —le había aconsejado—. Podría incomodar a las personas más próximas a ti. Procura no saber más de la cuenta sobre los demás.

«No le falta razón». Se le ocurrían muchas situaciones en las que leer las reflexiones sueltas de alguien podría resultar embarazoso. Por fortuna, él solo alcanzaba a percibir los pensamientos superficiales más claros, y solo cuando se concentraba mucho.

—Lorkin.

Tyvara se encontraba de nuevo a su lado. Savara la había llamado, y ambas habían estado charlando durante un rato.

—¿Sí?

Ella sonrió.

—Cuéntame más cosas de lord Regin. ¿Es especialmente importante para el Gremio? ¿Por qué crees que acompañaba a tu madre?

Lorkin frunció el ceño.

—No es importante. Bueno, es de una Casa influyente, pero no ocupa un cargo de responsabilidad en el Gremio.

—¿O sea que no es más que una fuente de magia para tu madre?

Cuando Lorkin intentó visualizar esta posibilidad, no lo consiguió. Por otro lado, había imaginado que Regin se comportaría como un esclavo sachakano, lo cual era del todo innecesario. «Solo debe proyectar energía al exterior para que mi madre la absorba y la almacene». Para ello tendrían que tocarse, desde luego, pero bastaba con que se tomaran de la mano.

—Es posible —contestó Lorkin—. Bueno, es probable.

—Entonces, ¿qué relación tienen? ¿Son amigos? ¿Amantes?

—No. Es más, mi madre y él se odiaban cuando eran aprendices. Regin la hostigaba hasta que ella lo retó a un duelo. Le propinó una buena paliza, y desde entonces él la dejó en paz.

—¿Un duelo? —Tyvara arqueó las cejas, y su sonrisa se ensanchó—. Interesante costumbre.

Lorkin la miró con los párpados entornados.

—¿Te burlas de las tradiciones de mi pueblo?

—En absoluto. —Intentó ponerse seria.

—Mentirosa —la acusó. Luego sonrió—. Es una costumbre ridícula. Hasta donde yo sé, nadie había retado a otra persona a un duelo desde hacía años, ni nadie ha vuelto a hacerlo desde entonces.

—Es posible que haya sido su último recurso. —Tyvara se quedó pensativa—. Bueno, ¿se hicieron buenos amigos después de su gran enfrentamiento, como suele ocurrir?

—No. Mi madre no lo ha perdonado. —En realidad, Lorkin no recordaba habérselo oído decir. De hecho, ella siempre reconocía lo valiente que había sido Regin durante la invasión. A regañadientes.

Tyvara no hizo comentarios, y cuando Lorkin se volvió, advirtió que ella tenía el entrecejo arrugado.

—¿Por qué lo preguntas?

Ella levantó la vista.

—Verás… Tanto a Savara como a mí nos parecía extraño que el Gremio hubiera enviado a dos personas que se aprecian de un modo tan evidente en una misión así. Si los capturaran y amenazaran a uno para que extorsione al otro, sería muy duro para ellos.

—¿Mi madre y Regin? —Lorkin meneó la cabeza—. Imposible. Os habéis formado una idea equivocada.

Ella se encogió de hombros.

—Tal vez tengas razón. O tal vez esa aparente imposibilidad impidió al Gremio percatarse del error que supone haber enviado a Regin. Tal vez ni Sonea ni Regin sean conscientes de ello tampoco.

Lorkin sacudió la cabeza y suspiró.

—¿Qué pasa?

—Sois las mujeres más poderosas de Sachaka, y no hacéis otra cosa que perder el tiempo con cotilleos y haciendo de casamenteras. ¡Ay! —Se frotó el brazo en el punto en que Tyvara le había asestado un puñetazo.

—Los hombres cotillean más —afirmó ella—. Y no es una pérdida de tiempo cuando el asunto tiene consecuencias políticas y militares.

—¿Las tiene?

—Las tendrá. —Irguió la cabeza y achicó los ojos—. Ah.

Él volvió la mirada al frente. Más allá de Savara y de los Traidores que avanzaban en cabeza, vio que se acercaban a la cima de una duna. Más adelante se divisaba una llanura con vegetación escasa, y, a unas horas de camino, un grupo de edificios dispersos.

—Aún estás a tiempo de echarte atrás —dijo ella—. Nadie te impedirá regresar a Kyralia. No hay ichanis cerca del Paso que puedan representar un peligro.

«¿De verdad soy lo bastante valiente (e insensato) para unirme a un pueblo con el que no tengo lazos de sangre y atreverme a ir a la guerra contra los legendarios magos negros que mi país teme desde hace siglos?».

Miró a Tyvara y sonrió.

—Yo iré a donde tú vayas.

Ella clavó los ojos en él y sacudió la cabeza.

—Cuando me sorprendo a mí misma pensando que no merezco a alguien tan bueno como tú, Lorkin, me digo que, si estás dispuesto a venir conmigo, a lo mejor estás un poco loco.

—Crees que mi madre y lord Regin están enamorados. No es mi cordura la que está en tela de juicio aquí.

Tyvara esbozó una sonrisita y apartó la vista.

—Ya lo veremos.

Mientras caminaban en silencio, sus palabras resonaban en los oídos de Lorkin —«alguien tan bueno como tú»—, y él notó que su sonrisa se desvanecía. ¿Seguiría considerándolo tan bueno si supiera lo que le había hecho a la esclava? Aún no se lo había contado. Por el momento no había tenido motivo para decírselo. «No, eso no es del todo cierto. Han surgido ocasiones. En todas ellas, he pensado que hablarle de ello estropearía el momento o empañaría la conversación. Pero no debería aplazarlo demasiado. Tal vez los Traidores necesiten saber qué le ocurrió a la chica. Si era una Traidora, claro».

Pero ¿y si no lo era? Es lo que Lorkin más temía: descubrir que la joven ignoraba que el agua estaba envenenada. Creer que ella se había quitado la vida de forma deliberada le hacía mucho más llevadero vivir con el peso de su decisión.

«Si me siento así por haber matado a una persona que quería morir, ¿cómo me sentiré cuando estalle la guerra y mate a gente que quiere vivir? —Quizá no sería tan duro, teniendo en cuenta que ellos habían esclavizado, torturado y asesinado a otros—. Tal vez será más fácil».

Miró a los Traidores que lo rodeaban. Tenían una expresión grave y decidida. Las conversaciones habían cesado y solo se oía algún que otro murmullo bajo. Poco a poco, descendieron por la última duna, llegaron a la llanura y se dirigieron hacia el grupo de edificios. Las primeras personas con que se cruzaron eran dos esclavos que pastoreaban un pequeño rebaño de reberes. Ambos muchachos se apresuraron a postrarse en el suelo ante Savara. Ella les indicó que se levantaran y que jamás volvieran a humillarse ante otro hombre o mujer.

—¿Ha llegado el momento? —preguntó uno de ellos, alzando la vista hacia ella con impaciencia.

—Sí —dijo Savara y movió la cabeza en dirección a los edificios—. ¿Sabéis lo que debéis hacer?

—Evitar el peligro —contestó él—. Alejarnos de la ciudad. Pero no podemos llegar mucho más lejos que esto.

—No. Simplemente manteneos alejados de la casa hasta que hayamos terminado.

El chico frunció el ceño.

—Si regreso, puedo avisar a los demás que salgan.

—Eso sería muy valiente. Pero no debes permitir que los ashakis sospechen que vamos hacia allí.

—No lo haré. Llevamos años planeándolo.

—Adelante, entonces.

Mientras el muchacho corría hacia los edificios, Savara enderezó la espalda e hizo una seña a los Traidores. Siguieron adelante, a un paso más rápido. Un escalofrío de emoción y miedo bajó por la espalda de Lorkin. Algunas de aquellas fincas exteriores estaban administradas por jefes de esclavos de confianza, por lo que quizá no toparían con ningún ashaki. También cabía la posibilidad de que los ashakis se hubieran marchado para visitar a alguien o para ocuparse de algún negocio. Sin embargo, de ser así el chico se lo habría comunicado a Savara.

«Es muy improbable que no estemos a punto de librar nuestro primer combate».

Antes de lo que imaginaba, llegaron a unos pocos cientos de pasos de las casas. Atravesaron una puerta de la muralla baja que las rodeaba. Mientras los Traidores se desplegaban en grupos de dos y tres, para aproximarse al edificio desde ángulos distintos, unos esclavos salieron de él. Pasaron junto a los invasores a toda prisa, algunos corriendo, y se dispersaron por la llanura.

«Se separan, pues, de este modo, aunque los ashakis se valieran de la magia para obligarlos a volver, tendrían que gastar mucha energía y tiempo para atraparlos a todos. Tal vez algunos alcanzarían a huir».

Los Traidores se dividieron en grupos más pequeños con el fin de entrar en las casas desde direcciones diferentes. Tyvara agarró a Lorkin de la mano y lo guió hacia lo que parecía una caballeriza.

—No te apartes de mí. —Tiró de su chaleco—. Llevo un montón de piedras, pero se supone que debemos intentar no utilizarlas antes de entrar en combate. Podemos reponer nuestra propia energía, pero la mayor parte de las gemas son de un solo uso. —Le lanzó una mirada fugaz—. Me aseguraré de que dispongas de unas cuantas para la batalla final.

Una vez dentro de la caballeriza, Lorkin vio que los compartimentos estaban provistos de bancos cubiertos con mantas. Comprendió, horrorizado, que era en ese lugar donde vivían los esclavos. Había varios escondidos allí, con aspecto confundido. Tyvara les ordenó que salieran, que echaran a correr y regresaran unas horas más tarde. Una mujer en avanzado estado de embarazo retrocedió asustada en su compartimento, sacudiendo la cabeza.

—Vamos —dijo Tyvara, tendiéndole la mano con una sonrisa—. Te protegeremos. Esto durará poco.

—¿Qué pasa aquí? —atronó una voz.

Al volverse, vieron salir de otro edificio a un esclavo con una tela roja atada a la frente. A juzgar por el humo que emanaba del tubo de la chimenea, aquella construcción albergaba la cocina y quizá otras habitaciones de servicio. Lorkin sintió un nudo en el estómago cuando advirtió que el hombre llevaba un látigo corto.

Se oyó un estampido procedente de algún lugar situado más allá del edificio del que había salido el hombre. Sobresaltados, todos alzaron la mirada y vieron volar por el aire unos fragmentos de lo que podían ser tejas.

El hombre clavó de nuevo la vista en Lorkin y Tyvara, con los ojos desorbitados.

—¿Ha llegado el momento? —preguntó.

—Sí —respondió Tyvara.

Con una gran sonrisa, él arrojó el látigo a una pila de leña.

—Por fin. —Dio media vuelta y se alejó de los edificios dando grandes zancadas.

Lorkin miró a Tyvara, esperando que lo detuviera, pero ella se limitó a sonreír.

—Allí donde hemos podido, hemos comunicado a los jefes de esclavos que si no mostraban una crueldad innecesaria, nos plantearíamos la posibilidad de cederles parte de la finca de su ashaki cuando tomáramos el poder.

Otros esclavos salieron disparados de los edificios, algunos visiblemente aterrados. Tras echar un vistazo a la embarazada, Tyvara se volvió hacia Lorkin.

—Nos quedaremos aquí a montar guardia por si el ashaki sale a perseguirlos.

Lorkin obedeció, pero la siguiente persona en salir fue Adiya, una Traidora. Ésta miró en torno a sí y, al ver a Lorkin y a Tyvara, se dirigió hacia ellos.

—Ya está —anunció.

Tyvara asintió y posó los ojos en la esclava encinta, que estaba detrás de ella.

—Eres libre. Nuestra labor aquí ha concluido. Pronto regresarán los demás y se reunirán contigo. Ellos velarán por tu seguridad.

La mujer la miró fijamente y en silencio, pero parecía un poco menos asustada. Tyvara se encaminó hacia la casa de la que había emergido Adiya y entró, seguida por Lorkin. Recorrieron la sucesión sinuosa de pasadizos típica de las viviendas sachakanas y llegaron a lo que en otro tiempo debía de ser la sala maestra. El tejado había saltado por los aires, y las paredes que no habían quedado reducidas a escombros estaban combadas hacia fuera.

Un sachakano maduro yacía en el suelo, sangrando por un corte superficial en el brazo.

«¿Está muerto? Sí». Lorkin contempló el cadáver y recordó al ashaki con el que Dannyl y él se habían alojado cuando acababan de llegar a Sachaka. El hombre los había tratado con amabilidad y generosidad. Tal vez el muerto había sido también un hombre amable. Tal vez solo tenía esclavos porque era lo que siempre habían hecho los sachakanos poderosos como él. Tal vez se habría rendido si le hubieran dado la oportunidad. No merecía morir de ese modo. ¿O sí?

Era imposible saberlo. Los Traidores no podían encarcelar a todos los ashakis y juzgarlos para decidir si la muerte era un castigo apropiado. Aprehenderlos requeriría demasiado tiempo y energía.

«Los Traidores están en guerra contra un estilo de vida, no contra las personas particulares, pero estas sufrirán las consecuencias». Sospechaba, sin embargo, que muchos de los ashakis se resistirían a reformar sus costumbres, aunque se les ofreciera la posibilidad de elegir.

Al pasear la vista alrededor, se percató de que Tyvara había cruzado la habitación hacia uno de los muros derruidos. Se acercó a ella y se ayudaron mutuamente a pasar por encima de un montón de cascotes para salir a un patio. Allí, una mujer estaba de pie, mirando a Savara con una expresión de odio en el rostro bañado en lágrimas.

—La esposa del ashaki —murmuró Tyvara—. Esperamos que no sea necesario matar a sus mujeres o sus hijos.

—No te obedecerán —le decía la reina a la mujer—. Más vale que te acostumbres a ello. Mi gente hará lo posible por protegerte, pero no te vigilarán noche y día. Lo demás depende de ti.

Dos Traidores se encontraban detrás de la reina. Cuando Savara giró sobre los talones, ellos la flanquearon. Tyvara y Lorkin fueron a su encuentro.

—Hemos terminado aquí —anunció la reina—. Es hora de reunirlos a todos y seguir adelante. —Con semblante sombrío, miró por encima del hombro el edificio en ruinas—. Es demasiado esperar que podamos tomar todas las fincas con la misma facilidad.

Llegaron más Traidores. Cuando apareció la última pareja, una de ellas se aproximó a la reina a toda prisa.

—Acabo de oír que el grupo de Chiva ha tenido que enfrentarse a cuatro ashakis: un hombre y sus tres hijos. Vinyi ha muerto.

Savara fijó la mirada en la mujer, consternada.

—Nuestra primera baja. —Suspiró y comenzó a caminar hacia la puerta principal del patio. Cuando llegó ante ellos, se paró en seco. Lorkin volvió los ojos hacia allí y vio lo que la había sorprendido.

Un grupo de unos veinte esclavos —«ex esclavos», se corrigió Lorkin— aguardaba fuera. En cuanto vislumbraron a Savara, se acercaron rápidamente y se detuvieron a pocos pasos de ella. Por las miradas de adoración que lanzaban a la reina Traidora, Lorkin creyó que se arrojarían a sus pies. Ninguno de ellos lo hizo, aunque unos cuantos parecían estar esforzándose mucho por superar ese hábito, pues se inclinaban hacia delante y acto seguido se ponían derechos.

Todos guardaban silencio. Los ex esclavos más destacados se miraron, y uno de ellos tendió sus muñecas a la reina.

—Queremos daros… No tenemos nada que ofreceros… ¿Necesitáis nuestra energía?

Savara inspiró con brusquedad.

—Aún no, pero…

—Acéptala —musitó Tyvara—. Así sentirán que han participado en la lucha por su libertad.

La reina sonrió.

—Sería un honor para mí. —Bajó la vista hacia el cuchillo que llevaba al cinto—. Pero con esto, no. Es solo para nuestros enemigos.

Uno de los ex esclavos dio un paso al frente.

—Utilizad esto, entonces.

Sujetaba en la mano un cuchillo pequeño claramente concebido para labores domésticas como la confección de ropa o la talla de la madera. Savara lo cogió y comprobó con el dedo que estuviera lo bastante afilado. Asintió y se lo devolvió al hombre, que se quedó desconcertado.

—Debes ser tú quien practique el corte —dijo ella—. No quiero hacer daño a mi pueblo deliberadamente.

Él deslizó la hoja sobre el dorso de su pulgar y alargó la mano hacia Savara. Ella apretó la herida con suavidad, bajó los párpados y agachó la cabeza. El hombre cerró los ojos.

Transcurrieron unos instantes. Savara retiró la mano y alzó la mirada hacia los otros ex esclavos.

—No podemos quedarnos mucho tiempo. Es imposible que absorba energía de todos vosotros.

—Entonces se la cederemos a vuestros guerreros —declaró el primero que había hablado. Los demás asintieron y dirigieron su atención hacia las otras Traidoras. Lorkin advirtió que, como al parecer no abundaban los cuchillos domésticos, las Traidoras estaban prestándoles los suyos propios. Cuando una mujer ofreció sus muñecas a Lorkin, este parpadeó, sorprendido.

—Esto… ¿Tyvara?

Ella soltó una risita.

—Ahora eres uno de los nuestros —dijo—. Será mejor que te acostumbres.

—Oh, no es ese el problema. —Se llevó la mano al cinturón, en el que no llevaba funda alguna—. No tengo cuchillo.

Ella le sonrió.

—Pues tendremos que resolver eso en cuanto se presente la oportunidad. Por el momento —miró al hombre que tenía delante, con la mano extendida— no nos queda otro remedio que compartir.

El sol brillaba sobre las montañas cuando Sonea y Regin llegaron cerca de la primera finca ashaki. Una luz dorada teñía las paredes de un color de pergamino antiguo. En contraste, el agujero del techo era de un negro siniestro.

La finca era un hervidero de personas.

—Esclavos —dijo Regin—. ¿Están saqueando el lugar?

Sonea sacudió la cabeza. Alcanzaba a ver a una fila de hombres que sacaban escombros del edificio.

—Están limpiando.

Regin frunció el ceño.

—Lo lógico habría sido que huyeran cuando los Traidores atacaron y que permanecieran alejados ahora que son libres.

—En algún sitio tienen que vivir, y aquí disponen de comida y alojamiento. Me pregunto una cosa: si los Traidores triunfan, ¿se harán cargo de las fincas, o las regalarán a los esclavos?

—Hum —fue la única respuesta de Regin—. Nos han visto.

En efecto, cerca de una docena de esclavos había cruzado la verja y se dirigía hacia ellos. Sonea se imaginó la impresión que debían de causar Regin y ella. Sus túnicas los identificaban claramente como a magos de Kyralia. Por su condición de kyralianos tal vez no serían bienvenidos, pero ella dudaba que incluso unos esclavos recién liberados y envalentonados por la victoria se atrevieran a atacarlos.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó Regin.

Sonea se detuvo.

—Hablar con ellos. Conviene averiguar qué recibimiento nos dispensarán ahora y no más tarde, cuando estemos más lejos de la frontera.

A unos veinte pasos, el grupo aminoró la marcha hasta detenerse.

—¿Quiénes sois? ¿Qué hacéis aquí? —gritó uno de ellos.

—Soy la Maga Negra Sonea y él es lord Regin, del Gremio de Magos de Kyralia. Hemos venido en representación de las Tierras Aliadas.

—¿Quién os ha invitado? —inquirió el hombre.

—Nos reunimos con la reina Savara hace dos días y tres noches.

—Entonces, ¿por qué la seguís a unos días de distancia?

—Para no vernos involucrados en los combates.

Los esclavos comenzaron a discutir. Osen se había mostrado de acuerdo en que Sonea y Regin siguieran a los Traidores hasta Arvice, a una distancia prudente de los enfrentamientos, para que el Gremio pudiera mantenerse informado sobre el avance de los Traidores. Había propuesto a Sonea que alegara como excusa que estaba cerciorándose de que el camino fuera seguro para los sanadores que el Gremio iba a enviar, pero solo en caso necesario. Cuantas menos personas estuvieran al corriente del acuerdo, menos probabilidades habría de que el rey sachakano se enterara.

El esclavo que había hablado se adelantó con paso decidido, y los demás se apresuraron a seguirlo. Regin irguió los hombros y cruzó los brazos, pero el hombre hizo caso omiso de él. El líder de los esclavos se detuvo a pocos pasos de Sonea, mirándola de hito en hito con los ojos entornados.

—Tendremos que comprobar que eso sea cierto.

Ella asintió.

—Por supuesto. —Maldijo en su fuero interno. Si los esclavos conseguían ponerse en contacto con Savara, la reina sabría que Sonea y Regin iban detrás de ellos. Tal vez intentaría detenerlos.

El líder se puso derecho.

—Mientras tanto, debéis quedaros aquí. Pronto anochecerá, y los sachakanos nos preciamos de nuestra hospitalidad.

Ella inclinó la cabeza.

—Será un honor para nosotros. ¿A quién debemos agradecer su amabilidad?

El hombre se quedó callado y bajó la vista, perdiendo todo rastro de altivez, como si de pronto hubiera caído en la cuenta de que su actitud había sido innecesariamente agresiva.

—Me llamo Farchi —respondió. Se volvió para presentar a los demás. Eran demasiados nombres para recordarlos, así que Sonea decidió memorizar solo los de los esclavos más desenvueltos y el de la única mujer que había en el grupo.

Con un gesto cortés, Farchi los invitó a Regin y a ella a acompañarlo a la finca. Mientras caminaban, Sonea aprovechó la ocasión para indagar qué había sucedido allí.

—Si no es indiscreción preguntarlo, ¿los daños son consecuencia de un ataque de los Traidores?

Farchi asintió.

—La reina y sus guerreros mataron al ashaki y liberaron a sus esclavos.

—¿Qué haréis a partir de ahora?

—Intentar encargarnos de todo, con la ayuda de los Traidores.

—¿O sea que los Traidores no se han proclamado dueños de este lugar?

—Se apoderarán de algunas fincas, pero la mayoría las dejarán en manos de ex esclavos. Algunas las dividirán.

—¿Y los demás ex esclavos?

—Se les pagará por su trabajo, y serán libres para vivir donde quieran, casarse con quien quieran y criar a sus hijos.

Ella sonrió.

—Os deseo de corazón que logréis todo ello.

Farchi alzó la barbilla y enderezó la espalda.

—Lo lograremos. Los Traidores son sachakanos. No dejarán la tarea a medias, como hizo el Gremio.

Ella le escrutó el rostro.

—¿Cómo lo sabes? En nuestros archivos no consta que el Gremio o Kyralia tomaran la decisión de abolir la esclavitud en Sachaka.

Él frunció el ceño.

—Es… lo que dice todo el mundo.

—También dicen que el Gremio creó el páramo para debilitar Sachaka, pero unos documentos históricos encontrados aquí apuntan a que fue obra de un loco y que muchos magos del Gremio intentaron detenerlo.

«Y ahora sabemos que los Traidores son los responsables de que el páramo nunca se haya recuperado. —Se resistió a darles a conocer este dato. Los Traidores eran los salvadores de los esclavos. Aunque estos creyeran sus palabras, la revelación minaría los esfuerzos de los Traidores por evitar que la sociedad sachakana se sumiera en el caos cuando ya no estuviera bajo el control de los ashakis—. Pero algún día la verdad saldrá a la luz. Me pregunto qué opinarán entonces los ex esclavos sobre los Traidores».

—Ése loco ¿era kyraliano o sachakano?

—Kyraliano.

—O sea que la culpa sigue siendo vuestra.

Sonea suspiró.

—Sí, ya se tratara de un acto deliberado o un error, la culpa fue de un kyraliano, del mismo modo que fue culpa de los sachakanos que los ichanis invadieran Kyralia y mataran a muchos de los nuestros. —Le sostuvo la mirada, y él enseguida desvió los ojos—. Si yo no os culpo por los crímenes que cometieron los ichanis hace veinte años, ¿podéis intentar perdonarme por lo que hizo un demente hace seiscientos años?

Farchi la contempló largamente con expresión calculadora.

—Me parece justo.

Ella sonrió y lo siguió a través de las puertas hacia un escenario de destrucción y esperanza, dolor y libertad.

Cuando Cery alcanzó a Gol, tomó una bocanada profunda de aire fresco del bosque.

—Huele a primavera.

—Sí —convino Gol—. Además, ya no hace frío por la noche.

—Ya no hace mucho frío —lo corrigió Cery—. Es decir, que al menos no se te congelan los ojos.

Gol soltó una risita.

—Tendremos que rodear la granja para llegar a la parte de la muralla más cercana al punto de encuentro.

—Ve tú delante, pues.

Como prácticamente toda la maleza estaba oculta en las sombras nocturnas que proyectaban los árboles, resultaba imposible caminar sin hacer ruido y sin tropezar. Era mucho más sencillo orientarse en los pasadizos que discurrían por debajo, incluso en la oscuridad absoluta. Para cuando llegaron al muro que separaba los terrenos del Gremio de la ciudad, Cery estaba convencido de que debían de haber atraído la atención de alguien con tantos chasquidos de ramitas, susurros de hojas y palabrotas masculladas. Esperaron un rato por si alguien se acercaba a investigar qué ocurría, pero ningún mago, criado o guardia surgió de las tinieblas. Más tranquilos, treparon al muro con la ayuda de la rama de un árbol cercano. Desde lo alto, Cery contempló la zona este de la Cuaderna Septentrional. Había casas construidas contra la muralla, con patios divididos por muros de ladrillo más bajos coronados por una «v» invertida con vidrios rotos incrustados para disuadir a posibles intrusos. El que se encontraba debajo de ellos contenía un jardín pequeño y bien cuidado.

Gol ató el extremo de una escalera de cuerda a la rama a la que se habían encaramado para subir a la muralla. La soga había sido otro de los objetos que habían robado en la granja, y Gol había colocado a manera de peldaños unos palos cortos que había encontrado en el bosque. Fue el primero en bajar al patio, haciendo crujir la cuerda. Cery lo siguió. Bordearon los arriates, se detuvieron para engrasar las bisagras de la puerta lateral del patio y salieron sigilosamente a la calle en penumbra.

Caminar por la ciudad les produjo una sensación de libertad. Mientras atravesaban el barrio, Cery se debatía entre la emoción y la inquietud por el riesgo que estaban corriendo. Al menos Anyi estaba a salvo en el Gremio con Lilia. Él no le había comentado sus planes para esa noche, pues sabía que ella intentaría detenerlo o insistiría en acompañarlo. Aunque él lograra persuadirla para que se quedara, ella querría saber por qué iba a la ciudad, y a Cery no se le ocurría un motivo lo bastante convincente.

«Aparte de la verdad. Pero dudo que le hubiera parecido una buena razón, de todos modos —pensó—. Quiere que yo viva en el Gremio y que deje la captura de Skellin en manos de los magos. —Ella confiaba demasiado en el Gremio—. ¿Y yo no? —Sacudió la cabeza—. Ahora que Sonea se ha ido y Kallen es el responsable de encontrar a Skellin, no».

A pesar de todo, no había perdido toda su fe en el Gremio. Ellos no dejarían de intentar encontrar y reducir a los magos renegados, pero tardarían más de lo que él estaba dispuesto a esperar.

«Para forzarlos a actuar más deprisa necesito fuego de mina, para comprarlo necesito dinero, y las reservas escondidas que yo tenía y que Skellin no ha encontrado están en poder de esbirros».

Esbirros que no creían que Cery estuviera vivo y se habían negado a entregar las reservas a Gol.

El riesgo de caer en una trampa era elevado, por supuesto. Gol y él habían elegido al esbirro que consideraban menos proclive a traicionarlos para entrevistarse con él aquella noche. Se llamaba Perin. Gol había empleado a tres golfillos callejeros como guías, con el fin de que cada uno de ellos condujera a Perin en un recorrido intrincado a través de tres cuadernas distintas de la ciudad. Las últimas indicaciones solo existían por escrito, por lo que ni siquiera los golfillos conocerían el destino final de Perin. El punto de encuentro estaba a menos de cien pasos de la muralla, de manera que si Cery y Gol se veían obligados a huir, tendrían una posibilidad de llegar a los terrenos del Gremio.

Se detuvieron en una encrucijada y miraron en torno a sí. Por allí los portales eran poco profundos y la luz de las farolas, intensa. No había ningún sitio donde esconderse cerca, lo que hacía más difícil que alguien hubiera preparado una emboscada. Aunque el rostro del hombre estaba parcialmente en sombra, lo que Cery alcanzaba a ver le resultaba familiar.

—Perin —murmuró Gol.

Cery asintió. Cruzó la calle y se acercó al hombre. Perin lo escudriñó con atención y abrió mucho los ojos cuando lo reconoció.

—Vaya, vaya. Así que estás vivito y coleando.

—Así es —dijo Cery, parándose a unos pasos de él.

—Ten. —Perin le pasó un paquete envuelto—. Envía un mensajero si quieres el resto.

—Gracias. Te debo una.

El esbirro hizo una mueca.

—No me debes nada. Tengo mi paga y la satisfacción de saber que el hijo de perra que se hace llamar rey no ha quitado de en medio a todo el mundo. —Le tendió la mano. Cery vaciló por unos instantes, se acercó para que el hombre pudiera aferrarle y correspondió a su gesto—. Te deseo buena salud y suerte —añadió Perin, que bajó las cejas al posar la vista en la cara de Cery—. Da la impresión de que no te vendría mal.

El hombre retrocedió, esbozó una sonrisa cansina y dio media vuelta para marcharse. Cery advirtió que Gol se le acercaba por detrás sin hacer mucho ruido.

«¿Se refiere a la salud o a la suerte? ¿O a ambas cosas? ¿Parezco tan viejo y cansado como me siento últimamente?».

Notó un toque en el codo. Sacudió la cabeza, se volvió y, siguiendo a Gol, regresó a la casa adosada a la muralla, atravesó la puerta y trepó por la cuerda. Costó más esfuerzo subir que bajar, pero mientras caminaban por el bosque, se le levantó la moral. El riesgo que habían corrido había valido la pena. Gol disponía de dinero para comprar fuego de mina. Estaban casi preparados para atraer a Skellin a su trampa.

Y le complacía saber que alguien, aunque solo fuera un esbirro, se alegraba de que Cery siguiera con vida.